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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (49 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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—Los oigo. Vamos.

Jenna titubeó.

—Pero, si están ahí, ¿no deberíamos ir por otro lado?

—Debemos encontrar a Bobby —dijo David.

Jenna no se movió. David la iluminó. Tenía la cabeza gacha.

—¿Jenna?

—Tengo miedo.

—Yo también. Pero eso no nos detendrá. Vamos.

Ella lo miró. Y, al parecer, intuyó algo, sintió el poder de David, porque caminó hacia él. Y en ese mismo momento, David tomó conciencia de su poder. Era fuerte y estaba decidido. Embutirlo en un tubo no había sido suficiente para detenerlo; ninguna otra cosa lo sería. Tenía una misión que cumplir.

Esta vez, hizo que Jenna lo precediera. El túnel era relativamente espacioso, y progresaron con rapidez. El ruido de la corriente de agua se hacía cada vez más fuerte; al fin, emergieron a una caverna con un río subterráneo.

Desde el lado opuesto de la gruta llegaba un poco de luz, suficiente como para que se vieran uno al otro. El recinto tenía una leve pendiente en uno de sus extremos. David supuso que debía de conducir a una gruta cercana a la superficie.

Las paredes de la cueva eran de estratos de pizarra. Estaban bajo un reborde granítico, localización ideal para una guarida de kushtaka, pues a los humanos les hubiera sido imposible excavar y alcanzarlos. El suelo de la caverna estaba cubierto de grandes piedras desprendidas del techo. El ambiente era espacioso. David calculó que el techo debía de tener unos seis metros de altura y que el diámetro total del lugar sería de unos treinta metros. El río era más bien un arroyuelo. No corría a mucha velocidad y debía de ser poco profundo. Y dondequiera que miraran, veían nutrias. Pequeñas nutrias. Crías de kushtaka.

—Tranquila, Jenna —dijo David en voz baja. No quería que el pánico la dominara. Abrirse paso entre las crías no sería difícil. Pero era de suponer que no las dejarían solas. Alguien debía de estar guardándolas, y David prefería, dentro de lo posible, evitar cualquier enfrentamiento. Si Jenna no mantenía la calma, los kushtaka percibirían su energía y darían la alarma. Paso a paso, se acercaron al río.

—¿Cómo encontraremos a Bobby? —preguntó Jenna.

David se encogió de hombros.

—Calculo que él nos encontrará a nosotros.

Avanzaron pegados a los muros de la caverna; se mantenían tan lejos de los kushtaka como les era posible. David se sorprendió ante la cantidad que había. Procuró mirarlos con detenimiento. A lo lejos, le parecían ratas, pero más de cerca eran como nutrias. Al parecer, nacían con forma de nutria y así se criaban. Era probable, pensó David, que adquirieran la capacidad de cambiar de forma sólo al llegar a la edad adulta. Pero no lo sabía con certeza. Tenía entendido que, como los humanos, las nutrias tardan unos cuantos años en alcanzar la madurez. Las crías de nutria no tienen muchos instintos al nacer. Sus madres les deben enseñar a nadar y a buscar alimento. Son muy inteligentes y tienen una notable capacidad de imitar lo que ven. Sin duda, ése es el motivo por el cual los kushtaka son tan hábiles a la hora de transformarse en otros animales. Son perfectos simuladores.

David también sabía que los kushtaka no son hostiles ni malignos. Sólo son como son. Es cierto que practican el proselitismo; procuran convertir a todo aquel que se cruza en su camino. Pero, al margen de eso, se ocupan de sus propios asuntos. Precisamente eso sería lo que permitiría escapar a Jenna y a Bobby, esperaba David. La inteligencia de los kushtaka y su deseo de incorporar humanos a su tribu. David se entregaría. Se sacrificaría. Estaba seguro de que, para los kushtaka, el alma de un chamán valía más que las de un par de humanos. Con tal de apoderarse de David, dejarían ir a Jenna y a Bobby. Al menos, ése era el plan. Pero antes tenían que encontrar a Bobby.

Jenna se paró en seco y lanzó una sofocada exclamación; David estuvo a punto de chocar con ella. Siguió la dirección de su mirada y vio lo que la había sobresaltado. En el suelo, a apenas unos metros de ellos, yacía una hembra de kushtaka que amamantaba a unas crías. Pero la hembra no tenía forma de nutria. No del todo. Era mitad nutria y mitad humana, una extraña combinación de piel desnuda y piel peluda; la cabeza era humana y el torso era grande. Pero los brazos eran cortos y se asemejaban a aletas. Y en el vientre tenía ocho mamas y, sobre ellas, cinco pequeñas bolas peludas que chupaban con avidez. Jenna y David se quedaron mirando; ella, horrorizada, él, maravillado. Nunca habían visto algo como eso.

David le dio un empujoncito a Jenna para que siguiera andando. No quería que la hembra los detectase. Siguieron el camino hasta rodear un gran peñasco; entonces, volvieron a detenerse en seco.

—¿Mami?

Había un niño de pie ante ellos. Era Bobby.

Jenna no dijo palabra. Se quedó paralizada donde estaba, contemplando a Bobby. Estaba desnudo y su apariencia era del todo humana. Jenna quiso ir a él, pero se contuvo. Todo lo que presenciaba la confundía, y su confusión hacía que fuese incapaz de obedecer a su instinto de madre.

—Hola, Bobby. Soy David.

Bobby miró a David con suspicacia y dio un paso atrás.

—No te vayas, Bobby. Estamos aquí para ayudarte.

Bobby miró a Jenna, que había retrocedido un poco; no sabía cómo actuar.

—Bobby, tu mamá quiere ayudarte. Si vienes con nosotros, podremos hacerlo.

David tendió la mano y dio un paso hacia Bobby, que lo miró con nerviosismo antes de consultar con la vista a Jenna.

—Dile que está todo bien —le pidió David a Jenna.

Jenna no contestó nada. No podía. No entendía qué ocurría, y no estaba en condiciones de afrontarlo, fuera lo que fuese.

—Jenna, dile que venga con nosotros, que no tiene nada que temer.

Jenna se llevó una mano a la boca y meneó la cabeza. ¿Qué había pasado con su hijo? ¿En qué se había convertido?

—¿Jenna?

Era evidente que ella no hablaría. No estaba colaborando. A David no le quedaba más opción que agarrar a Bobby y llevarlo por la fuerza. Quiso cogerlo, pero el niño era demasiado ágil para él. Se escabulló y desapareció en la caverna.

David se enderezó y miró a Jenna.

—Jenna, tienes que ayudarme. Tienes que hacer que venga con nosotros.

Ella estaba aturdida. Tenía los ojos vidriosos.

—Por favor. Hemos recorrido un largo camino. Podemos hacerlo, Jenna. Pero tienes que ayudar.

Ella asintió con la cabeza.

—Llámalo.

En voz baja, Jenna pronunció el nombre de Bobby. Esperaron. Nada. Después, una vocecilla a sus espaldas.

—¿Quién es ese hombre?

Se volvieron. Bobby estaba detrás de ellos.

—Dile quién soy —le ordenó David a Jenna.

Jenna respiró hondo.

—Es David. No temas, está aquí para ayudarnos —respondió.

—Dile que vaya contigo —la instruyó David.

Jenna se arrodilló y tendió los brazos.

—Ven, Bobby.

Bobby titubeó un momento, pero se acercó. Permitió que Jenna lo tomara de los hombros y lo acercase a sí. David se les aproximó.

—Confórtalo, Jenna. Dile que no pasa nada, que está a salvo.

Ella así lo hizo. Abrazó a su hijo. David posó una mano sobre el hombro del niño. Y, de pronto, Bobby se escabulló como un duendecillo; desapareció antes de que ninguno de los dos atinase a reaccionar.

Recorrieron la caverna con la mirada, pero no lo vieron por ningún lado.

—Es demasiado desconfiado —dijo David—. Jamás vendrá con nosotros.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Jenna.

David sabía qué hacer, pero no estaba seguro de que Jenna estuviera dispuesta a llevarlo a cabo. Tenían que marcharse cuanto antes de allí llevando a Bobby, y no tenían demasiado tiempo para explicarle la situación al niño. Tenían que llevárselo vivo o muerto, consciente o inconsciente. No importaba. A decir verdad, Bobby ya estaba muerto.

—Jenna, vamos a tener que lastimarlo.

—¿Qué?

—Es demasiado veloz para nosotros. Tenemos que aturdirlo. Llámalo, y cuando acuda, golpéalo.

Jenna se lo quedó mirando con expresión de incredulidad.

—No.

—Jenna, está muerto. Murió hace dos años. Cualquier cosa que le puedas hacer ahora no le hará daño, porque ya está muerto. ¿Entiendes?

—No.

David suspiró. ¿Cómo iba a pedirle que hiciera semejante cosa? Era la madre del niño. Su deber era protegerlo de todo daño, costara lo que costara. ¿Cómo persuadirla de que dañara a su propio hijo?

—Jenna, ¿quieres salvar el alma de Bobby?

—No puedo hacerle daño.

—Jenna, créeme. No hay otro modo. Si no lo haces, se quedará aquí y será uno de ellos para siempre.

Hizo una pausa para que ella asimilara sus palabras. Quería que sintiera todo el impacto de lo que acababa de decirle.

—La mujer que acabamos de ver con las crías de nutria antes era humana. Eso es lo que les ocurre. ¿Es lo que quieres para tu hijo?

La escasa luz que entraba por la boca de la caverna iluminaba el semblante de Jenna. David vio cómo el esfuerzo de pensar la hacía apretar los dientes, de modo que los músculos de su mandíbula sobresalían. Aceptó con un leve movimiento de cabeza. David cogió una piedra del tamaño de su puño.

—Toma esto. Llámalo. Cuando venga, atízale con la piedra. No es para matarlo, basta con que lo atontes. Debemos llevárnoslo, si no, se quedará aquí para siempre.

Jenna tomó la roca. David se escabulló hasta quedar entre las sombras. Se ocultó detrás de una peña cercana.

Jenna dejó la piedra en el suelo, a mano. Se arrodilló y llamó a Bobby. Al cabo de unos momentos, el niño apareció frente a ella.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—Un amigo. Está aquí para ayudarnos.

—¿Ayudarnos a qué?

—Ayudarnos a marcharnos. ¿Quieres irte de aquí, Bobby?

—No, me quiero quedar.

—Bobby, éste no es tu lugar. Tu sitio está junto a mí, ¿no lo recuerdas?

Él negó con la cabeza.

—Quédate aquí, mami.

—No puedo. No soy de aquí; tampoco tú lo eres. Por favor, Bobby, ven conmigo, todo saldrá bien.

—No.

Jenna agachó la cabeza. Su intención había sido llevárselo sin causarle daño, pero se dio cuenta de que no le sería posible hacerlo de ese modo. Bobby no estaba dispuesto a facilitar las cosas. David tenía razón. Jenna confiaba en él. Debía seguir sus instrucciones.

—Ven, abrázame, mi niño.

Tendió los brazos. Bobby acudió a ella. Jenna lo abrazó, estrechándolo con fuerza. Él le devolvió el abrazo. Jenna sabía que debía poner las cosas en orden. No lo estaban. Todo había estado en desorden durante los últimos dos años, siempre lo había sabido en lo más profundo de su ser. Ahora era el momento de ordenar sus vidas. No podía hacer otra cosa.

Recogió la piedra del suelo y apartó un poco a Bobby antes de descargarle un golpe que le dio de lleno en la sien. El niño cayó al suelo. Jenna lo miró, azorada ante lo que acababa de hacer.

David se les aproximó al instante. Se quitó la camisa y envolvió a Bobby en ella; después, alzó el cuerpo exánime entre sus brazos.

—Vamos —dijo, y emprendió la marcha hacia el extremo opuesto de la caverna. Pero Jenna no lo siguió. Se quedó donde estaba, de rodillas, con la roca en la mano. David miró por encima del hombro y se detuvo. Jenna no se movió. David regresó sobre sus pasos.

—Jenna, hiciste lo que debías.

Jenna miró a David. Al implacable David. El infatigable David. Ese hombrecillo de cabello largo que no le permitía demorarse. Debía seguirlo. No podía hacer otra cosa.

Avanzaron con silenciosa prisa por la caverna, siguiendo el río. En cierto momento, David notó que el río se ensanchaba, formando una poza de agua estancada. El agua era transparente, pero el fondo era oscuro, lo cual producía un efecto de espejo. No había modo de saber la profundidad de la poza o qué podía haber bajo su superficie.

De pronto, la caverna se hizo más angosta y se dividió. Uno de los ramales, por donde corría el río, se perdía en la oscuridad. El otro ascendía, en pronunciada pendiente, hacia la luz. Debía de tratarse del que conducía al exterior. Desde el punto donde se encontraban, a unos veinte metros de la bifurcación, veían a dos kushtaka adultos cerca de la cueva que llevaba a la superficie.

—¿Cómo los sortearemos? —quiso saber Jenna.

—Pasaremos caminando —respondió David—. Mira, Jenna. Debes mantener la mente despejada. No pienses. No digas nada. Si lo haces, caerán sobre nosotros en un instante. Tenemos que estar en blanco. Debemos pasar junto a ellos, como si fuésemos un par de kushtaka que salen a tomar aire fresco.

—¿Cómo sabes que funcionará?

—No lo sé.

Se dirigieron a la boca de la cueva. Allí, donde cualquiera podía verlos, se sentían desnudos y desprotegidos, sobre todo David, que llevaba a cuestas a Bobby. Se acercaron a los kushtaka. Por el momento, todo iba bien. Nadie daba la alarma. Nadie los perseguía. Los kushtaka centinelas ni siquiera parecían registrar su presencia. Conversaban uno con otro. O, mejor dicho, se comunicaban, pero no con palabras, sino mediante unos sonidos extraños. Eran grandes e imponentes. Pero David no quería juzgarlos. Se habría tratado de un pensamiento que ellos hubiesen percibido. Tenía la esperanza de que Jenna mantuviese la calma; pero se apresuró a detener también ese pensamiento. Mente despejada. Nada de pensar en Jenna, ni en Bobby, ni en los kushtaka. No pensar en nada.

Cuando entraron a la bifurcación, uno de los guardias alzó la cabeza. Miró en dirección a Jenna y a David, pero no registró su presencia. No hizo nada. Jenna y David siguieron su camino.

Una vez que pasaron frente a los centinelas, David apretó el paso. Ya estaban cerca de la boca de la caverna. Veían la luz en el exterior. Las hojas de los árboles se mecían en la brisa. La superficie estaba a apenas unos metros.

Jenna se acercó a David.

—¿Por qué no nos detienen? —preguntó.

David se volvió hacia ella con brusquedad y la fulminó con la mirada; Jenna se dio cuenta al instante de su error. Ambos miraron hacia atrás y vieron que los guardias se ponían de pie y los observaban. Uno de ellos se internó en la caverna y lanzó una serie de chillidos. El otro avanzó hacia ellos a buen paso.

—¡Corre! —bramó David; y ambos escaparon en dirección a la superficie. David le pasó el cuerpo laxo de Bobby a Jenna—. Llévatelo. Debes escapar.

—¿Adónde?

—Mantén la mente despejada y concéntrate. Busca una senda en el bosque. Se trata de un sendero bien definido. Lo reconocerás cuando lo veas.

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