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Authors: Milena Agus

Tags: #Romántico

Alice (2 page)

BOOK: Alice
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A veces salía conmigo cuando llovía y la calle se llenaba de barro y el viento doblaba los paraguas y los destrozaba. Regresábamos caladas hasta los huesos, ateridas y embarradas.

Era guapa pero se volvió fea, tenía la mirada perdida por los tranquilizantes y bolsas debajo de los ojos de tanto llorar. Ya por entonces no venía nadie a vernos y cuando mamá se decidía a reaccionar, me perseguía y me pedía que le dijera a fulanito o a menganita que vinieran a visitarnos, pero ellos no venían y entonces nos poníamos nuestra mejor ropa y, de la mano, nos íbamos de visita, pero nunca encontrábamos a nadie en casa.

La tía, cuando todavía era mi tutora, no nos invitaba y era yo la que iba a su casa cuando no había nadie ajeno a la familia y, pese a eso, nunca se hablaba de mí, de cómo me iba en el colegio, de lo que pensaba, de lo que me gustaba. Tampoco se hablaba nunca de mis padres, a papá no volvieron a nombrarlo y de mamá sólo pronunciaban su nombre, Ofelia, para cuestiones prácticas referidas a los arreglos con la chica que la ayudaba, o con los médicos.

De modo que de ellos sólo sé lo que recuerdo de cuando era muy pequeña.

Por el contrario, en Cagliari, y al menos durante las vacaciones, podía existir. Por las mañanas iba a la playa y por las tardes leía libros de rimas infantiles, que aprendía de memoria, porque me gustaba ese mundo donde todo estaba del revés, pero en el que todos se sentían contentos. Y donde todo era bonito. Cuando era niña las palomas no lo invadían todo como ahora ni estaban desplumadas ni eran agresivas sino rechonchitas y sentimentales. Era un gusto oír sus arrullos enamorados, y claro que hacían caca, pero con gentileza. A veces entraba en casa un gorrión enfermo, lo curábamos y después lo soltábamos y se iba volando. Por las tardes flotaba en el aire el perfume de la albahaca y por las ventanas que daban al patio en el cielo se veían juntos la luna pálida y el sol.

Aquí, en la ciudad, conseguía no pensar en mamá cuando le gritaba a papá: «¡Ojalá estuvieras muerto!». Cuando nos lo encontramos colgando del techo, con los zapatos recién lustrados, quedó claro que no lo decía en serio, que no prefería que estuviese muerto. Y se volvió loca de verdad. Con papá todavía de cuerpo presente en la otra habitación, a la espera del entierro, a ella le preocupaba que quienes habían venido a darnos el pésame tuvieran algo de beber. «¿Tenemos algo para ofrecerles? —preguntaba—. ¿Hay zumos de fruta en la nevera?». No se acordaba de que él estaba en la otra habitación, muerto, y quizá pensaba que aquellas personas habían por fin decidido visitarnos otra vez.

Pero nada volvió a ser como antes. Todo había cambiado y los padres de los demás niños no veían con buenos ojos que sus hijos se juntaran conmigo, como si temieran que yo los contagiase. Y yo estaba siempre sola en mi jardín y me había acostumbrado a hablar lo indispensable. Era por eso que en la escuela la maestra me llamaba «la letrita muda». Yo tenía la impresión de que los padres de todos mis compañeros les habían enseñado a evitarme. En una sola ocasión conseguí hacerme muy amiga de una compañera graciosa, que pertenecía a una de las familias más pobres del pueblo, y a su mamá la llamaban
egua
, puta.

La invitaba a mi jardín antiguo y ella me invitaba a comer en su casa y su mamá habrá sido una
egua
pero me quería y en su casa yo siempre tenía hambre, mientras que en la mía o en la de mi tía se me cerraba el estómago, y si comía a la fuerza me daban arcadas. Fue una época feliz, pero después mis tíos seguramente comentarían que debíamos separarnos, porque esa niña no era una buena compañía, y entonces volví a quedarme sola, en el pupitre y en mi jardín, con el perfume de las flores que venía del otro lado de la tapia y la luna que por las noches asomaba entre las ramas de los árboles, como un fantasma blanco en el cielo todavía azul celeste y que aún no se había vuelto azul oscuro. Conocía todas las flores y las plantas, las mimosas que caían en los senderos de grava y los parterres de lilas, de fresias, de ranúnculos, los rosales, la glicina con sus racimos violeta alrededor de la puerta de entrada, el ricino de flores rojas, las vides que crecían detrás de casa, con cuyas uvas el campesino—jardinero hacía un vino magnífico. Porque nuestra casa estaba y sigue estando en las afueras del pueblo, al final de un camino de tierra batida, en las lindes del campo, en una zona de Cerdeña donde las colinas son suaves y en primavera se tiñen de muchos tonos de verde.

Capítulo 4

Aquí, en la casa de Cagliari, yo imaginaba todo tipo de fantasías sobre los Johnson, los vecinos del piso de arriba. No los veía nunca, porque yo sólo venía en verano y, según me contaban las asistentas, ellos se iban a veranear a Cerdeña, pero a playas de moda para los vips. No los veía nunca y los imaginaba muy, pero muy ricos, seguro que eran los mismos Johnson & Johnson de mi gel de baño. Los Johnson sólo vivían en el edificio durante el invierno, porque en Cagliari el clima es apacible, mientras que en las estaciones intermedias vivían en París, donde la señora, que calzaba zapatos de salón y llevaba el pelo recogido en un moño banana atravesado por un alfiler cubierto de brillantitos, renovaba su guardarropa. Tenían una servidumbre muy numerosa. En pirámide. En el sentido de que en lo alto de la pirámide estaban los criados de los que, a su vez, dependían otros criados, y así hasta llegar a la base.

Sus asistentas, de las que me hice muy amiga, me decían que, pese a todo, Mr. Johnson no era un industrial, sino un famoso violinista, y no tenía pinta de rico para nada. Al contrario, parecía
fuliau de sa maretta
, es decir, lanzado a la playa por la marejada. La que era rica era su mujer, que se hacía llamar Mrs. Johnson, pero era sarda sarda, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, todos sardos.
Su mundu a fundu in susu
, el mundo patas arriba, porque, según decían las asistentas, entre un americano y un sardo, ¿acaso el rico no es siempre el americano? Los criados me hablaban de la belleza de Mrs. Johnson, de lo muy chic y parisina que era y de cómo quería estar delgada y no comía nada de lo que mandaba comprar al mercado y las provisiones sólo se destinaban a los invitados. Le gustaban mucho los buenos modales y durante el almuerzo había que tocar la campanilla de plata aunque estuvieran todos a su alrededor y hubiese bastado con decir en voz alta: «¡A la mesa!».

Estaba arrepentida de haber comprado la casa aquí, en la Marina, un barrio pobre habitado por náufragos de Pakistán, Bangladesh, Senegal, el Magreb y China. Donde la ropa recién tendida te goteaba en la cabeza y donde no había manera de quitarte de encima el olor a ajo, a fritanga, a especias, a nafta y a pis y, cuando por fin olías un perfume, era la fragancia de las Flores de Asia. Un barrio donde los blancos, los amarillos y los negros gritaban asomados a las ventanas y, cuando hacía calor, las mujeres sacaban sus taburetes y se sentaban delante de los portoncitos abiertos de aluminio anodizado, que permitían entrever escaleras estrechas y oscuras por las que había que pasar de uno en uno, y donde, a la hora de la plegaria, el almuédano hablaba desde los altavoces y todos ocupaban la calle delante de un apartamento destinado a mezquita. Pero, eso sí, se jactaba de las vistas al puerto.

Había también un hijo, un Johnson júnior, aunque las asistentas nunca lo habían visto.

Ellas me llamaban desde las ventanas del piso de arriba cuando veían los barcos llegar o partir, porque sabían que a mí me volvían loca, y cuando trabajaban en la terraza, donde había y sigue habiendo una pila para lavar la ropa, de esas que se usaban antes de que llegaran las lavadoras, con la tabla de madera con sus ondulaciones y una barra bien grande de jabón, me daban un trapito y yo lo restregaba inclinada sobre él. O bien me llamaban cuando el reloj de cuco de los Johnson, comprado realmente en Suiza, daba las doce. A las doce menos diez me sentaba allí delante y esperaba a que asomara aquel pajarito maravilloso.

Mrs. Johnson era hija de un constructor, aquí en la Marina decían
unu priogu resuscitau
[5]
, porque era un pobre diablo que se hizo riquísimo construyendo casas grises, cuadradas y tristes, rodeadas de prados pelados al cero donde crecían unos arbolitos de copas grises, cuadradas y tristes. Mrs. Johnson no había elegido una de las casas de su padre sino que había comprado esta otra en la Marina, a unas herederas que querían deshacerse de ella para acabar con la maldición que pesaba sobre las mujeres de la familia, recluidas en el edificio y condenadas a comerse el corazón para no dejarse embargar por los sentimientos. Con las dos últimas herederas desaparecía para siempre el apellido y, con el reparto y la venta del edificio, concluía por fin su historia. Las herederas confiaban en que el edificio albergase historias más alegres. Me pregunto si las nuestras, las de sus nuevos habitantes, lo son.

Es un edificio rico en un barrio de casas pobres; está formado por dos eles mayúsculas que, unidas por el lado más corto, forman una herradura. De los dos lados largos de las eles, uno da al puerto y el otro, al barrio de la Marina; el lado corto da a una placita. En el interior hay un patio del que parte una escalera con balaustrada de piedra que lleva solamente a la planta alta, la de los Johnson, y oculta las ventanas de la casa donde, en otros tiempos, vivían los criados, y más tarde, Anna y Natascia. Los Johnson compraron una planta completa y pueden asomarse a todas partes, al patio, al barrio y al mar. También son dueños del apartamento donde antes se alojaba la servidumbre, justamente donde arranca la escalera y donde viven Anna y Natascia. Los Johnson pueden acceder a través de la entrada principal y del patio; Anna y Natascia lo hacen exclusivamente por la de servicio. Como todos los demás, yo entro por la entrada principal que da a la calle. Vivo en la ele sin vistas al mar. Un largo pasillo separa las habitaciones de la derecha, que dan a la calle, de las de la izquierda, que dan al patio. La habitación buena de Anna, la que ella llama precisamente
s’aposentu bonu
, yo la veo desde la cocina y el baño, mi cuarto preferido, con azulejos blancos y negros, la bañera con asiento, dos viejas mesillas de noche idénticas, dos espejos, una estantería hecha en casa con los frascos de champú, el secador de pelo, las toallas y cosas por el estilo, un arcón donde guardo el jabón para lavar la ropa y los trapos de limpieza. Las habitaciones de la derecha, que dan a la calle, están decoradas con muebles pasados de moda, estilo años cincuenta, de cuando mamá y mi tía eran pequeñas; el dormitorio es de madera lustrada, tiene un armario larguísimo con espejos en todas las puertas; el comedor dispone de aparador y alacena a juego y el sofá y los silloncitos son rojos de lana rizada. De las paredes cuelgan fotos de mamá y de mi tía cuando eran niñas y también las mías y las de mis primos y mi tío, siempre de cuando éramos niños. Quien no supiera nada de nuestra familia al mirar las fotos no sabría quién es mayor y quién pequeño, quién el hijo y quién el padre, de manera que podría ajustar el tiempo a su antojo.

—No estés siempre con las criadas de los Johnson —me reprochaba mi tía—, de tanto oír hablar sardo, al final del verano ya no sabrás hablar italiano. Y no hagas tantas preguntas. ¿Por qué haces tantas preguntas sobre la vida de los demás?

Porque creía que así, relacionando los hechos, los hechos puros y simples, entendería las cosas que me resultaban incomprensibles, sobre todo después de que papá se había matado y mamá se había vuelto loca. Pero ¿existen los hechos puros y simples?

Capítulo 5

Cuando entré en la universidad me vine a vivir aquí, donde de niña pasaba mis vacaciones.

Desde el baño y la cocina oigo los pasos del señor de arriba que baja las escaleras con los zapatos desatados.

El dinero que le ofrece a Anna es poco, pero ella va de todos modos a hacerle la limpieza cuando termina de trabajar en las otras casas, a eso de las seis de la tarde. No se cansa menos que antes y no gana mucho más. Cocinar, cocina en su casa la cena y el almuerzo del día siguiente, para ella, para Natascia y para Mr. Johnson, que es vegetariano, y si tengo suerte, también para mí, y si tienen suerte, también para los pobres blancos, amarillos y negros del barrio. Me gustan el perfume de la albahaca, el olor de las tortillas y de los caldos de verduras, o del cocido mixto, o de los pasteles para el desayuno. Cuando Anna vuelve al piso de abajo, a eso de las nueve de la noche, ella y Natascia cenan y, si la luz de mi cocina sigue encendida, Anna se asoma a la ventana y me pregunta: «
Unu zicchedd’e suppa
?», «
Pasta cun bagna
?», «
Culingionis

[6]
.

Yo le digo siempre que sí, aunque haya cenado, porque en casa de mis vecinas siempre tengo hambre.

Ellas dos no paran de discutir por el señor de arriba.

—El violín. ¡Ah, el violín! —empieza Anna—. Vosotras sólo podéis oír alguna que otra nota ahogada por los ruidos. Pero ¡arriba! ¡Ah, arriba! ¿Me creéis si os digo que ni siquiera me doy cuenta de que estoy trabajando? ¡El alma vuela con la música!

—¡El alma vuela! —la imita Natascia.

—¡Toca en barcos de crucero! Debe de ser un gran violinista. ¡Ahora se va al Caribe!

—Si a su edad sigue tocando en barcos de crucero y va por ahí con ese coche que tiene que es una chatarra, de gran violinista tiene bien poco. Es un tipo raro, un vagabundo desastrado y maloliente —sigue contradiciéndola Natascia.

—Es verdad, no huele bien. Tampoco mal. Eso es porque se ducha por las mañanas, se lava de la cabeza a los pies, y después si suda o lleva puestos los zapatos mucho rato, no se lava donde ha sudado. Espera al día siguiente, cuando vuelve a lavarse de la cabeza a los pies.

—Además, nadie va a visitarlo.

—¡Claro! ¿Dónde va a encontrar a alguien a su altura, tan bueno como él? Los ojos. ¡Ah, qué ojos! No es que a mí me importen sus ojos, pero ¡qué alegres y sonrientes son los ojos del señor de arriba! Es como si te pidieran ayuda. Y yo, a Mr. Johnson quisiera ayudarlo, porque, aparte del violín, nada le sale bien, ni siquiera encontrar el contador de la luz, que está ahí, en la entrada, o la llave de paso del agua, que es una manija que está bien a la vista en el baño principal. Por no saber no sabe ni hacerse la maleta. Aunque, pensándolo bien, yo tampoco sabría hacerme la maleta.

—Pero tú nunca has viajado, en cambio él siempre está de gira por todo el mundo.

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