Alicia en el país de las maravillas (3 page)

BOOK: Alicia en el país de las maravillas
3.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué odio a los gatos y a los perros.

Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros y animales que habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla.

Capítulo 3
Una carrera loca y una larga historia

El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos.

Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida. Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que saberlo mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación.

Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les gritó:

—¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un santiamén!

Todos se sentaron pues, formando un amplio círculo, con el Ratón en medio. Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a pescar un resfriado de aúpa si no se secaba en seguida.

—¡Ejem! —carraspeó el Ratón con aires de importancia—, ¿Estáis preparados? Esta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban hace tiempo acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría...»

—¡Uf! —graznó el Loro, con un escalofrío.

—Con perdón —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía—. ¿Decía usted algo?

—¡Yo no! —se apresuró a responder el Loro.

—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón—. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró conveniente...»

—¿Encontró qué? —preguntó el Pato.

—Encontró
lo
—repuso el Ratón un poco enfadado—. Desde luego, usted sabe
lo
que quiere decir.

—¡Claro que sé
lo
que quiere decir! —refunfuñó el Pato—. Cuando yo encuentro algo es casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que encontró el arzobispo.

El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró a continuar con su historia:

—«Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación.

Pero la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes ahora, querida? continuó, dirigiéndose a Alicia.

—Tan mojada como al principio —dijo Alicia en tono melancólico—. Esta historia es muy seca, pero parece que a mí no me seca nada.

—En este caso —dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie—, propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de remedios más radicales...

—¡Habla en cristiano! —protestó el Aguilucho—. No sé lo que quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!

Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron sin disimulo.

—Lo que yo iba a decir —siguió el Dodo en tono ofendido— es que el mejor modo para secarnos sería una Carrera Loca.

—¿Qué es una Carrera Loca? —preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada.

—Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo.

(Y por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.)

Primero trazó una pista para la Carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:

—¡La carrera ha terminado!

Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando:

—¿Pero quién ha ganado?

El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo:

—Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio.

—¿Pero quién dará los premios? —preguntó un coro de voces.

—Pues ella, naturalmente —dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo.

Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gritando como locos:

—¡Premios! ¡Premios!

Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos.

—Pero ella también debe tener un premio —dijo el Ratón.

—Claro que sí —aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó—: ¿Qué más tienes en el bolsillo?

—Sólo un dedal —dijo Alicia.

—Venga el dedal —dijo el Dodo.

Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:

—Os rogamos que aceptéis este elegante dedal.

Y después de este cortísimo discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.

Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne que pudo.

Había llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó bastante ruido y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Sin embargo, por fin terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al Ratón que les contara otra historia.

—Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? —dijo Alicia—. Y por qué odias a los... G. y a los P. —añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo.

—¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste! —exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro.

—Desde luego, arrastras una cola larguísima —dijo Alicia, mientras echaba una mirada admirativa a la cola del Ratón—, pero ¿por qué dices que es triste?

Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia que contó tomó en la imaginación de Alicia una forma así:

    "Cierta Furia dijo a un

    Ratón al que se encontró

     en su casa: "Vamos a ir jun-

      tos ante la Ley: Yo te acu-

       saré, y tú te defenderás.

        ¡Vamos! No admitiré más

         discusiones Hemos de

        tener un proceso, por-

        que esta mañana no he

       tenido ninguna otra

       cosa que hacer". El

      Ratón respondió a la

     Furia: "Ese pleito, se-

     ñora no servirá si no

     tenemos juez y jurado,

      y no servirá más que

      para que nos gritemos

       uno a otro como una

        pareja de tontos"

        Y replicó la Fu-

         ria: "Yo seré

         al mismo tiempo

          el juez y el

         jurado." Lo dijo

        taimadamente

        la vieja Fu-

       ria. "Yo seré

       la que diga

       todo lo que

       haya que de-

        cir, y tam-

         bien quien

         a muer-

          te con-

           de-

            ne."

—¡No me estás escuchando! —protestó el Ratón, dirigiéndose a Alicia—. ¿Dónde tienes la cabeza?

—Por favor, no te enfades —dijo Alicia con suavidad—. Si no me equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.

—¡Nada de eso! —chilló el Ratón—. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de mí y sólo dices tonterías!

Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado.

—¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre Alicia—. ¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!

El Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía alejándose.

—¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! —gritó Alicia tras él.

Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro:

—¡Sí, vuelve, por favor!

Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso.

—¡Qué lástima que no se haya querido quedar! —suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista.

Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija:

—¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal genio!

—¡Calla esa boca, mamá! —protestó con aspereza la Cangrejita—. ¡Eres capaz de acabar con la paciencia de una ostra!

—¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! —dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en particular—.

¡Ella sí que nos traería al Ratón en un santiamén!

—¡Y quién es Dina, si se me permite la pregunta? —quiso saber el Loro.

Alicia contestó con entusiasmo, porque siempre estaba dispuesta a hablar de su amiga favorita:

—Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que es para cazar ratones! ¡Una maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr tras los pájaros!

¡Se zampa un pajarito en un abrir y cerrar de ojos!

Estas palabras causaron una impresión terrible entre los animales que la rodeaban. Algunos pájaros se apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien entre sus plumas, mientras murmuraba: «No tengo más remedio que irme a casa; el frío de la noche no le sienta bien a mi garganta». Y un canario reunió a todos sus pequeños, mientras les decía con una vocecilla temblorosa: «¡Vamos, queridos! ¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así, con distintos pretextos, todos se fueron de allí, y en unos segundos Alicia se encontró completamente sola.

—¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! —se dijo en tono melancólico—. ¡Aquí abajo, mi gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo estoy bien segura de que es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida Dina! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!

Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se sentía muy sola y muy deprimida. Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos y levantó la vista esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había cambiado de idea y volvía atrás para terminar su historia.

Capítulo 4
La casa del conejo

Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba:

—¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas! ¡Oh, mi piel y mis bigotes! ¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son grillos! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde?

Alicia comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de guantes blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también ella a buscar por todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía haber cambiado desde que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla habían desaparecido completamente.

A los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy enfadado:

—¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa!

Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo le señalaba, sin intentar explicarle que estaba equivocándose de persona.

—¡Me ha confundido con su criada! —se dijo mientras corría—. ¡Vaya sorpresa se va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y sus guantes... Bueno, si logro encontrarlos.

Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el abanico.

—¡Qué raro parece —se dijo Alicia eso de andar haciendo recados para un conejo! ¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a hacer sus recados! —Y empezó a imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí inmediatamente y prepárese para salir de paseo!», diría la niñera, y ella tendría que contestar: «¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar de que no se escape ningún ratón»—. Claro que —siguió diciéndose Alicia—, si a Dina le daba por empezar a darnos órdenes, no creo que parara mucho tiempo en nuestra casa.

A todo esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio, muy ordenado, con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como esperaba) un abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió el abanico y un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la habitación, cuando su mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no había letrerito con la palabra «BÉBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se lo llevó a los labios.

BOOK: Alicia en el país de las maravillas
3.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Slain by Harper, Livia
The Walkaway by Scott Phillips
Truth Like the Sun by Jim Lynch
Earl of Scandal (London Lords) by Gillgannon, Mary
Chulito by Charles Rice-Gonzalez
Violent Streets by Don Pendleton
The day of the locust by Nathanael West