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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (139 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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—Señor, retraeos; si no, perderos habéis.

Cuando el rey esto oyó, miró y bien conoció que decía verdad. Entonces dijo al rey Cildadán que le ayudase a retraer los suyos en son que se no perdiesen, y así lo hicieron, que siempre vueltos a los contrarios y dándose muy grandes golpes con ellos se retrajeron hasta se poner en igual de los romanos, y allí se detuvieron todos, porque Norandel y don Guilán y Cendil de Ganota y Ladasín y otros muchos con ellos se pasaron a la parte de los romanos, que era lo más flaco para los esforzar; pero todo era nada que ya la cosa iba de vencida.

Estando la batalla en tal estado como oís, Amadís vio cómo la parte del rey Lisuarte iba perdida sin ningún remedio, y que si la cosa pasase más adelante que no sería en su mano de lo poder salvar ni aquellos grandes amigos suyos que con él estaban, y sobre todo le vino a la memoria ser éste padre de su señora Oriana, aquélla que sobre todas las cosas del mundo amaba y temía y las grandes honras que él y su linaje los tiempos pasados habían de él recibido, las cuales se debían anteponer a los enojos, y que toda cosa que en tal caso se hiciese sería gran honra para él, contándose más a sobrada virtud que a poco esfuerzo. Y vio que muchos de los romanos llevaban a su señor haciendo gran duelo, y que la gente se esparcía. Y porque venía la noche acordó, aunque afrenta pasase de alguna vergüenza, de probar si podría servir a su señora en cosa tan señalada, y tomó consigo al conde Galtines, que cabe sí tenía, y fuese cuanto pudo por entre ambas las batallas a gran afán, porque la gente era mucha y la prisa grande, que los de su parte, como conocían la ventaja, apretaban a sus enemigos con gran esfuerzo, y en los otros ya casi no había defensa, sino por el rey Lisuarte y el rey Cildadán y los otros señalados caballeros, y llegaron a él, y el conde al rey Perión, su padre, y díjole:

—Señor, la noche viene, que a poca de hora no nos podríamos conocer unos a otros, y si más durase la contienda, sería gran peligro, según la muchedumbre de la gente, que así podríamos matar a los amigos como a los enemigos, y ellos a nosotros. Paréceme que sería bien apartar la gente, que según el daño que nuestros enemigos han recibido, bien creo que mañana no nos osarán atender.

El rey, que grande pesar en su corazón tenía en ver morir tanta gente sin culpa ninguna, díjole:

—Hijo, hágase como te parece, así por eso que dices como porque más gente no muera, que aquel Señor que todas las cosas sabe bien ve que esto más se deja por su servicio que por otra ninguna causa, que en nuestra mano está toda su destrucción, según son vencidos.

Agrajes estaba cerca del rey, y Amadís no lo había visto y oyó todo lo que pasaron y vino con gran furia a Amadís, dijo:

—¿Cómo, señor, primo, ahora que tenéis a vuestros enemigos vencidos y desbaratados y estáis en disposición de quedar el más honrado principe los queréis salvar?

—Señor primo —dijo Amadís—, a los nuestros querría yo salvar, que con la noche no se matasen los unos a los otros, que a nuestros enemigos por vencidos los tengo, que no hay en ellos defensa ninguna.

Agrajes, como muy cuerdo era, bien conocía la voluntad de Amadís, y díjole:

—Pues que no queréis vencer, no debéis señorear, y siempre seréis caballero andante, pues que en tal coyuntura os vence y niega la piedad; pero hágase como por bien tuviereis.

Entonces el rey Perión y don Cuadragante, a quien de esto no pesaba por el rey Cildadán, con quien tanto deudo tenía, y a quien él mucho amaba, por una parte, y Amadís y Gastiles por la otra, comenzaron a apartar la gente, e hiciéronlo con poca premia, que ya la noche los partía. El rey Lisuarte, que estaba en esperanza ninguna de poder cobrar lo perdido y determinado de morir antes que ser vencido, cuando vio que aquellos caballeros apartaban la gente mucho fue maravillado, y bien creyó que no sin un gran misterio aquello se hacía, y estuvo quedo hasta ver lo que de ello podría redundar. Y como el rey Cildadán vio lo que los contrarios hacían, dijo al rey:

—Paréceme que aquella gente no nos seguirá, y honra nos hace, y pues así es, recojamos, la nuestra y vamos a descansar, que tiempo es.

Así se hizo, que el rey Arbán de Norgales y don Guilán el Cuidador y Arquisil y Flamíneo con los romanos retrajeron toda la gente.

Así se partió esta batalla como oís, y por cuanto el comienzo de toda esta gran historia fue fundado sobre aquellos grandes amores por el rey Perión tuvo con la reina Elisena, y fueron causa de ser engendrado este caballero Amadís, su hijo, del cual y de los que él tiene con su señora Oriana ha procedido y procede tanta y tan gran escritura, aunque algo parezca salir de su propósito, razón es, que así para su disculpa de estos que tan desordenadamente amaron, como para los otros que como ellos aman se diga qué fuerza tan grande es sobre todas las de los amores que en una cosa de tan gran hecho como éste fue y tan señalado por el mundo, donde tales y tantas gentes de grandes estados se juntaron y tantas muertes hubo. Y la honra tan grandísima que ganaban los vencedores, que dejándolo todo aparte allí, entre la ira y la saña, y gran soberbia con tan antigua enemistad, de la menor de éstas es bastante para cegar y turbar a cualquiera que muy discreto y esforzado sea. Allí tuvo tanta fuerza el amor que este caballero tenía con su señora, que olvidando la mayor gloria que en este mundo se puede alcanzar, que es el vencer, pusiese tal embarazo por donde sus enemigos recibiesen el beneficio que habéis oído, que sin duda ninguna podéis creer que en la mano y voluntad de Amadís y de los de su parte estaba toda la destrucción del rey Lisuarte y de los suyos, sin se poder valer. Pero no es razón que se atribuya sino a aquel Señor que es reparador de todas las cosas, que bien se puede creer que así fue por Él permitido que se hiciese, según la gran paz y concordia que de esta tan grande enemistad redundó, como adelante os contaremos.

Pues la gentes apartadas y tornadas a sus reales, pusieron treguas por dos días, porque los muertos eran muchos. Y acordóse, que seguramente cada una de las partes pudiese llevar a los suyos; el trabajo que pasaron en los enterrar y los llantos que por ellos hicieron será excusado decirlo, porque la muerte del emperador, según lo que por ella se hizo, puso olvido en los restantes. Pero lo uno y lo otro se dejará contar, así porque seria prolijo y enojoso como por no salir del propósito comenzado.

Capítulo 112

Cómo el rey Lisuarte hizo llevar el cuerpo del emperador de Roma a un monasterio, y cómo habló con los romanos sobre aquel hecho en que estaba y la respuesta que le dieron.

A su tienda llego el rey Lisuarte, y rogó al rey Cildadán que allí se apease y desarmase, porque antes de más reposo diesen orden cómo el cuerpo del emperador se pusiese donde convenía estar. Y como desarmados fueron, aunque muy quebrantados y cansados estaban, llegaron entrambos a la tienda del emperador, donde muerto estaba, y hallaron todos los mayores de sus caballeros en derredor de él haciendo gran duelo, que aunque este emperador de su propio natural fuese soberbio y desabrido, por la cual causa con mucha razón los que estas maneras tienen deben ser desamados, era muy franco y liberal en hacer a los suyos tantos bienes y mercedes que con esto encubría muchos de sus defectos. Porque, aunque naturalmente, todos tendrán mucho contentamiento de los que con gracia y cortesía reciben a los que a ellos llegan, mucho más lo tienen de los que, aunque con alguna aspereza, ponen por obra las cosas que les piden, porque el efecto verdadero está en obrar la virtud y no en la platicar.

Llegados estos dos reyes, quitaron aquellos caballeros de hacer su duelo y rogáronles que se fuesen a sus tiendas y desarmasen y curasen de sus llagas, que ellos no se quitarían de allí hasta que aquel cuerpo fuese puesto adonde se requería estar tan gran principe. Pues idos todos, que no quedaron sino los oficiales de la casa, mandó el rey Lisuarte que aparejasen al emperador como luego pudiesen caminar con él y lo llevasen a un monasterio que a una jornada de allí estaba, cabe una su villa que había nombre Luvania, porque desde allí se pudiese con más reposo a Roma llevar a la capilla de los emperadores. Esto así hecho, tornáronse los reyes a la tienda donde habían salido. Y allí les tenían aderezado de cenar, y cenaron, y, al parecer de los que allí estaban, con buen semblante. Pero alguno había que en lo secreto no era así, antes su espíritu estaba muy afligido y con mucho cuidado, el cual era el rey Lisuarte, porque salida la tregua no esperaba ningún remedio a su salud, que según la ventaja que sus enemigos le habían tenido en las dos batallas pasadas y la flaqueza grande que en sus gentes conocía, especial en los romanos, que era la mayor parte; y habiendo conocimiento del gran esfuerzo de los contrarios, por dicho se tenía que no era parte para sostener la tercera batalla, y no esperaba otra cosa salvo en ella ser deshonrado y vencido, aunque lo más cierto era muerto. Porque él no deseaba más la vida de cuanto la honra sostener pudiese. Y cuando hubo cenado, el rey Cildadán se fue a su tienda y el rey Lisuarte quedó en la suya.

Así pasaron aquella noche poniendo grandes guardas en su real, y venida la mañana, el rey se levantó, y desde que hubo oído misa llevó consigo al rey Cildadán y fuese a la tienda el emperador, el cual habían ya llevado, y a Floyán con él, al monasterio que os dije, e hizo llamar a Arquisil y a Flamíneo y a todos los otros grandes señores que allí de su compaña estaban, y, venidos ante él, hablóles en esta guisa:

—Mis buenos amigos, el doble pesar que yo tengo de la pérdida, que no la venida, y la gana y voluntad de la vengar, no otro alguno, sino Dios, lo sabe; pero como éstas sean cosas muy comunes en el mundo y que excusar no se pueden, así como cada uno de vos habrá visto y oído, no queda otro remedio sino que, dejando aparte los muertos, los vivos que quedan pongan tal remedio a sus honras que no parezca que de la muerte natural de ellos redunda otra muerte artificial en los que viven. Lo pasado es sin remedio, para lo presente y porvenir por la bondad de Dios, tantos quedamos, que si con aquel amor y voluntad a que los buenos son tenidos y obligados nos ayudamos, yo fío en Él, que con mucha honra y ventajas cobraremos aquello que hasta aquí se ha perdido y quiero que de mí sepáis que si todo el mundo en contrario tuviese y los conmigo están me dejasen, no partiré de este lugar sino vencedor o muerto. Así que, mis buenos amigos, mirad quién sois y del linaje donde venís, y haced en esto de manera que a todo el mundo se dé a conocer que en la muerte del señor no estaba la de todos los suyos.

Acabada el rey Lisuarte su habla, como Arquisil fuese el más principal de todos ellos, así en esfuerzo como en linaje, porque como muchas veces se os ha dicho a éste venía de derecho la sucesión del imperio, se levantó donde estaba y respondió al rey, diciendo:

—A todo el mundo es notorio, desde que Roma se fundó, las grandes hazañas y afrentas que los romanos en los tiempos pasados a su muy gran honra acabaron, de las cuales las historias están llenas, y en ellas señalados sus hechos famosos entre todos lo del mundo, así como el lucero entre las estrellas, y pues de tan excelente sangre venimos, no creáis vos, buen señor rey Lisuarte, ni otro ninguno, sino que ahora mejor que de primero y con más esfuerzo y cuidado, posponiendo todo el peligro y temor que nos avenir pudiese, seguiremos aquéllos que los nuestros famosos antecesores siguieron, por donde dejaron en este mundo fama tan loada con perpetua memoria. Y como los virtuosos lo deben seguir, y vos no os dejéis caer ni a vuestro corazón deis causa de flaqueza, que por todos estos señores me prefiero y por los otros que aquéllos y yo tenemos encargo de gobernar y mandar, que la tregua salida tomaremos la delantera de la batalla y con más esfuerzo y corazón resistiremos y apremiaremos a nuestros enemigos que si el emperador nuestros señor delante estuviese.

Mucho pareció bien a todos cuanto allí estaban lo que este caballero dijo, principalmente al rey Lisuarte, y bien dio a entender que con mucho derecho merecía la honra y gran señorío que Dios le dio, como adelante se dirá.

Con esta respuesta se fue muy contento el rey Lisuarte, y dijo al rey Cildadán:

—Mi buen señor, pues que tal recaudo hallamos en los romanos y con tan buena voluntad nos ayudan, lo cual de mí creído así no era, y teniendo tan buen caballero y tan esforzado caudillo como este Arquisil, gran razón es y cosa muy aguisada que nosotros, pospuesto todo peligro, tomemos este negocio según la razón nos obliga, y de mí os digo que, salida la tregua, no habrá otra cosa sino luego la batalla, en la cual, si Dios la victoria no me da, no quiero que me dé la vida, que la muerte me será más honra.

El rey Cildadán, como fuese muy buen caballero y de gran esfuerzo, aunque su corazón siempre llorase aquella tan gran lástima que sobre sí tenía en se ver tributario de aquel rey, mirando más a lo que su promesa y juramento era obligado que al contentamiento de su voluntad ni querer, le dijo:

—Mi señor, mucho soy alegre de lo que en los romanos se halla y mucho más en haber conocido el esfuerzo de vuestro corazón, que las cosas semejantes que son pasadas y las presentes que se esperan, son el toque donde se conviene descubrir su virtud. Y en lo que a mí toca, tened fucia que, vivo o muerto, donde vos quedéis quedará este mi cuerpo.

Cuanto el rey esto le oyó, mucho se lo agradeció, y lo tuvo en tanto que desde aquella hora, según después por él supo en su voluntad, que comoquiera que la fortuna próspera o adversa le viniese de le soltar el señorío que sobre él tenía, lo cual así se hizo, como adelante oiréis. Esta cosa es muy señalada y mucho de notar a quien la leyere, que solamente por conocer al rey Lisuarte con la gran afición que este rey se le profirió a morir en su servicio, aunque el efecto no vino, tuvo por bien de le dejar libre de aquel vasallaje que sobre él tenía, por donde se da a entender que la buena y verdadera voluntad, así en lo espiritual como en lo temporal, merece tanto galardón como si la propia obra pasase, porque de ella nace el efecto de lo bueno y de la contraria de lo malo.

Llegados estos dos reyes a sus tiendas, comieron y descansaron, dando orden en las cosas necesarias para dar fin en esta afrenta tan grande y tan señalada que sobre sus honras y vidas tenían.

Mas ahora dejaremos a los unos y otros en sus reales, como habéis oído, esperando que en la tercera batalla estaba la gloria, aunque la certidumbre de que una muy conocida y clara estuviese y contaros hemos lo que en este medio acaeció, por donde conoceréis que la soberbia y la gran saña y el peligro tan junto y tan cercano que estas gentes temían unas de otras no pudieron estorbar aquello que Dios poderoso en todas las cosas tenía prometido que le hiciese.

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