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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (167 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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La historia dice que después que Amadís y Grasandor se partieron de Gandalín al pie de la Peña de la Doncella Encantadora, que navegaron tanto por la mar que sin contraste ni estorbo alguno llegaron al gran puerto de la Ínsula Firme una mañana, y saliendo de la barca cabalgaron en sus caballos. Así armados como iban y antes que al castillo subiesen, entraron a hacer oración en el monasterio que al pie de la peña estaba, que Amadís mandó hacer a la sazón que de la peña sobresalían, así como lo había prometido delante de la imagen de la Virgen María, que en la ermita estaba entonces, y llegando a la puerta hallaron allí una dueña vestida de paños negros y dos escuderos con ella, sus palafrenes cerca de sí. Ellos la saludaron y ella asimismo saludó a ellos, y en tanto que Amadís y Grasandor estuvieron de hinojos ante el altar, la dueña supo de alguno del monasterio cómo aquél era Amadís, y atendiéndolo a la puerta de la iglesia, y como lo vio venir fue contra él llorando e hincó los hinojos en tierra y díjole:

—Mi señor Amadís, ¿no sois vos aquel caballero que a los atribulados y mezquinos socorre, en especial a las dueñas y doncellas? Ciertamente si así no fuese no sería vuestra gran fama por todas las partes del mundo con tanta prez divulgada. Pues yo como una de las más tristes y sin ventura os demando misericordia y piedad.

Entonces le trabó por la falda de la loriga con las manos ambas tan fuertemente que sólo un paso no lo dejaba andar. Amadís la quiso levantar, mas no pudo, y díjole:

—Buena amiga quién sois y para qué queréis mi socorro, que según la gran tristeza vuestra aunque a todas las otras dueñas falleciese por vos sola pondría mi persona a todo peligro y afrenta que me venir pudiese.

La dueña le dijo:

—Quien yo soy no lo sabréis hasta tanto que de vos tenga certidumbre que haréis mi ruego, pero lo que yo demando es que siendo casada con un caballero de mucho amo, su gran desventura y mía lo ha traído estar en prisión del mayor enemigo que en este mundo él tiene, y de ella no puede salir ni me puede ser restituido si por vuestra persona no, y creed que estas mis rodillas nunca de este suelo serán levantadas ni quitadas mis manos de esta loriga si con gran desmesura y descortesía no me las hacéis quitar hasta que por vos me sea otorgado esto que demando.

Cuando Amadís así la vio estar y oyó lo que decía, no sabía qué le responder, que había miedo de cautivar su palabra en cosa que después a gran vergüenza se le tornase, pero como tan fieramente la vio llorar y trabada tan recio de su loriga, y las rodillas en tierra, fue a tan gran piedad movido, que olvidando de sacar la fianza de le socorrer con justa causa le dijo:

—Dueña, decidme quién sois vos, y yo os prometo de sacar a vuestro marido de donde está preso y os le dar si por mi acabarse puede.

Entonces la dueña lo trabó de las manos, y a fuerza se las besó, y dijo contra Grasandor:

—Señor caballero, mirar lo que Amadís me promete —y luego dijo—: Sabed, mi señor Amadís, que yo soy mujer de Arcalaus el Encantador, el cual vos tenéis preso; demándoos que me lo deis y me lo pongáis en tal parte que no tema de lo perder esta vez, que vos sois el mayor enemigo que él tiene, y como a enemigo mortal para lo hacer amigo si puedo, le demando.

Cuando Amadís esto oyó fue muy turbado en se ver engañado de aquella dueña con tal arte, y si camino honesto hallara para no lo cumplir de grado lo hiciera, temiendo más el peligro y el daño que de aquel mal caballero podría redundar a muchos que se lo no merecían que a lo que de él le podría venir. Pero viendo la gran causa que aquella dueña tuvo y que ninguna razón siendo tan obligada a la salvación de su marido la podían culpar, y sobre todo querer que su palabra y verdad que ninguna guisa por dudosa se juzgase, acordó de hacer lo que le pedía, y díjole:

—Dueña, mucho me habéis pedido, que podéis ser bien cierta que por mayor afrenta tengo el doblar mi voluntad a que en lo que me demandéis consienta que en esforzar mi corazón para sacar a vuestro marido por fuerza de armas de dondequiera que él estuviese, por peligro que en ello se aventurase, y bien puedo decir que desde la hora que caballero fui nunca servicio ni socorro que a dueña ni doncella hiciese fue contra mi voluntad si este no.

Entonces cabalgaron él y Grasandor en sus caballos, y Amadís dijo a la dueña que en pos de ellos se fuese, y subiéronse al castillo. Cuando Oriana y Mabilia supieron su venida, el gran placer y gozo que de ello hicieron no se puede decir, y luego ellas y todas aquellas señoras que allí estaban los salieron a recibir a la entrada de la huerta donde ellas posaban. Los actos y cortesías con que Amadís y su señora se recibieron será excusado de decirlo, porque comoquiera que hasta aquí como de enamorados se hacía de ellos mención, ahora ya como de casados se deben poner en olvido.

Olinda la mesurada y Grasinda abrazaron a Amadís y a Grasandor, y juntos todos se acogieron a sus aposentamientos que en la gran torre ya oísteis tenían que en aquella huerta estaba, donde holgaron con mucho placer como aquéllos que de todo su corazón se amaban.

Amadís mandó aposentar la dueña y que le diesen todo lo que hubiese menester, y otro día de mañana oyeron todos misa con Grasinda en su aposentamiento, y luego que fue dicha, la mujer de Arcalaus demandó a Amadís que cumpliese su promesa. Él le dijo que lo tenía por bien. Entonces fueron todos juntos como allí estaban al alcázar, donde Arcalaus preso estaba en la jaula de hierro, que desde que Amadís habló con él en la villa de Luvaina, cuando lo prendieron, nunca más lo quiso ver, ni aquellas señoras lo habían visto, porque si cuando salieron a recibir al rey Lisuarte no, y el día de las bodas, nunca de aquella vuelta habían salido, y como llegaron halláronle vestido de una aljuba forrada en pieles de unas animalias que en aquella ínsula se tomaban, que era muy preciada, que don Gandales su amo de Amadís le hiciera dar por ser invierno, y leyendo en un libro que le envió de muy buenos ejemplos y doctrinas contra las adversidades de la fortuna, y tenía la barba muy luega y cana, y como era muy grande de cuerpo y feo de rostro y siempre lo tenía muy sañudo, y en aquella sazón cuando lo vio venir contra sí mucho más, aquellas señoras fueron muy espantadas de lo ver, especialmente Oriana, que le vino a la memoria de cuando por fuerza la llevaba y la quitó de sus manos Amadís a él y a otros cuatro caballeros como lo cuenta el primero libro de esta historia. Y cuando llegaron él dejó de leer y levantóse en pie y vio a su mujer, mas no dijo nada. Amadís le dijo:

—Arcalaus, ¿conoces esta dueña?

—Sí, conozco —dijo él.

—¿Has habido placer con su venida?

—Si es por mi bien —dijo él—, tú lo puedes juzgar, pero si otro fruto no trae más de él que parece, es al contrario, que como yo esté en mi voluntad determinado de sufrir todo el mal que venirme puede y ya mi corazón tengo a ello sojuzgado, si no fuese que su vista me pusiese esperanza de algún descanso es causa para mí de mayor dolor.

Amadís le dijo:

—Si con su venida eres libre de esta prisión, agradecérmelo has y conocerlo has para adelante.

—Si de tu propia voluntad —dijo él— enviaste por ella para hacer lo que dices, siempre lo tendré en mucho. Mas si ella se vino si tu placer ni sabiduría y si algo le has prometido, no te puedo yo dar gracias, porque las buenas obras que más constreñido la necesidad que caridad se hacen no son dignas de mucho mérito. Y por eso te ruego mucho que me digas, si por bien lo tuvieres, ¿qué causa le movió a ella y a ti con estas dueñas de me venir a ver?

Amadís le dijo:

—Yo te diré verdad de todo cómo ha pasado, y mucho te ruego que así me la digas en tu respuesta.

Entonces le contó cómo su mujer, por engaño, le había demandado un don, y cómo le había pedido que le soltase, y todo lo otro que él le respondió, que no faltó ninguna cosa, Arcalaus le dijo a Amadís:

—Comoquiera que de mi hacienda avenga, yo te diré la verdad entera de lo que en la voluntad tengo, pues que la deseas saber. Si cuando en Luvaina te pedí piedad y misericordia la hubierais de mí, restituyéndome en mi libre poder, cree verdaderamente que todo el tiempo de mi vida te fuera obligado y siempre hallarás en mis obras verdadero amigo; más haciéndolo ahora no lo deseando, ni lo pudiendo excusar, así como con enemiga me haces esta buena obra, así con ella yo la recibo para la tener en aquel grado que merece, que aun tú me vendrías en poco y de muy flaco corazón si por lo que te debo querer mal te diese gracias.

—Gran placer he habido —dijo Amadís— de lo que has dicho, y dices verdad, que por te sacar de aquí no me debes ser encargo ninguno, que ciertamente determinado estaba de tenerse mucho tiempo creyendo que más convenible cosa era darte la pena que merecías que no que tú la vieses a muchos que la no merecieron, pero por la promesa que a esta dueña hice, yo te mandaré sacar de esa prisión y pondrete en salvo. Una cosa te ruego, que aunque a mí tu voluntad mi obra no perdone y me trates con aquella enemistad que siempre en los tiempos pasados me tuviste, que perdones a los otros que nunca mal te hicieron, y esto hazlo por aquel señor, que cuando más sin esperanza estabas en su deliberación y yo te la otorgar, tuvo por bien de poner remedio a tus males, que así lo hace con su sobrada misericordia con los malos después de los haber tentado, porque con semejantes azotes y fatigas pongan fin a las obras que contra su servicio son, y cuando han este conocimiento, dales en este mundo buena postrimería y en el otro bienaventurado placer que es sin fin, y si así al contrario lo hacen, al contrario se lo da ejecutando la justicia con la pena que merecen sin les dar esperanzas alguna ni remedio a sus ánimas después que de estos desventurados cuerpos son salidas.

Arcalaus le dijo:

—En lo que a ti toca conocido está que por ninguna manera te podría querer bien ni te dejar hacer el mal que pudiere en los otros que dices. No sé lo que haré, porque según mi costumbre tan envejecida y con ella haya hecho tantos males poca esperanza me queda en Aquel Señor que dices que me dará su gracia sin se lo merecer, porque sin ella no podría mi condición resistir ni contrastar una cosa tan dura y tan fuera de su querer, y puesto que bastase no lo haría por tu consejo porque conmigo no ganases la gloria que con todos los otros has ganado, y si alguna merced de Dios he recibido no es otro salvo no te dar gracia ni te poner en el corazón, que cuando yo con tanta humildad te demandé me soltases antes quiso que fuese a pesar tuyo y tanto contra tu voluntad que no quedase cosa alguna en que en cargo te pudiese ser.

Mucho fueron espantadas aquellas señoras de oír lo que Arcalaus le dijo, y mucho rogaron a Amadís que no lo soltase, porque más erraría contra Dios en dar causa que aquel mal hombre estando libre, libremente pudiese ejecutar sus malos deseos, que teniéndolo preso de su promesa faltase. Amadís les dijo:

—Mis señoras, así como muchas veces acaece que con las grandes adversidades las personas son corregidas y enmendadas teniendo los ánimos muy fuertes y firmes en la esperanza y misericordia de Dios, así los que de esto carecen aquéllas mismas son causa de su desesperación por donde sin ningún remedio son dañados, y así podría acaecer a este Arcalaus si aquí lo tuviese conociendo que en él no cabe de ser enmendado ni corregido por esta vía, yo guardaré mi palabra y verdad y lo ál déjolo a Aquel Señor que en un momento le puede traer a su santo servicio, como a otros más pecadores lo ha hecho.

Con esto se partieron de su habla, y la dueña, por mandado de Amadís, fue metida en la jaula de hierro con su marido, porque le hiciese compaña aquella noche, y él con aquellas señoras se tornó a la torre de la huerta y otro día de mañana mandó Amadís llamar a Ysanjo, gobernador de la ínsula, y rogóle que sacase a Arcalaus y a su mujer de la prisión y le diese un caballo y armas y mandase a sus hijos que con diez caballos le pusiesen en salvo donde él fuese contento y su mujer satisfecha de lo que le había demandado, lo cual así se hizo, que los hijos de Ysanjo fueron con él hasta el su castillo de Valderín que le dejaron, y queriéndose despedir díjoles Arcalaus:

—Caballeros, decid a Amadís que a las bestias bravas y a las animalias brutas suelen poner en las jaulas, que no a los tales caballeros como yo, y que se guarde bien de mí, que yo espero presto vengarme de él, aunque tenga en su ayuda aquella mala puta Urganda la Desconocida.

Ellos le dijeron:

—Por este camino presto tomaréis donde salisteis —y con esto se tornaron.

Puédese creer aquí que como esta dueña, mujer de este Arcalaus, fue muy piadosa y muy temerosa de Dios y de todas las cosas de muertes y crueldades que su marido hacía hacia ella gran pesar y dolor en su corazón, expulsando de ellas todas las que podía, que por sus méritos alcanzó esta gracia de sacar a su marido de donde todos los del mundo no lo pudiera hacer. Así que la buena dueña y devota mujer debe ser muy preciada y en mucho tenida, porque por ellas muchas veces Nuestro Señor permite que la hacienda, hijos y marido, sean de grandes peligros guardados.

Pues como oís, estaban Amadís y Grasandor en la Ínsula Firme con sus mujeres a gran placer de sus corazones, donde a poco tiempo llegó Darioleta y su marido e hija con su marido Bravor, que acrecentaron mucho en su alegría.

Mas ahora dejará la historia de hablar de ellos y contará de lo que Galán el Gigante, señor de la Ínsula de la Torre Bermeja, hizo. Dice la historia que a los quince días después que Amadís y Grasandor partieron de la Ínsula de la Torre Bermeja, donde dejaron maltratado al gigante Balán, que el gigante se levantó de su lecho y mandó dar a Darioleta y a su marido y a su hijo muchas joyas preciadas y una fusta muy buena en que se fuesen, y envió con ellos a Bravor, su hijo, así como lo había prometido a Amadís, y luego que de allí partieron él hizo aparejar una flota asaz de grande así de sus fustas, que muchas tenía, como de otras que había tomado a los que por allí caminaban, y guarnecióla de armas y gentes y viandas cuantas haber pudo, y metióse a la mar con muy buen tiempo enderezado, y tanto anduvo sin contraste alguno, que a los diez días llegó al puerta de una villeta pequeña que había nombre Licrea, del señorío del rey Arábigo, y allí supo cómo aquellos señores tenían cercada a la gran ciudad de Arabia y el cerco muy apretado, especialmente después que allí llegó el rey de Sobradisa, don Galaor, y don Galvanes, y luego hizo que toda su gente saliesen en tierra y sacasen sus caballos y armas, y los ballesteros y arqueros y todos los otros aparejos de real, y dejando en la flota tal recaudo con que segura quedase se fue derechamente a la parte donde supo que el rey don Galaor y don Galvanes tenían su aposentamiento, y como ellos supieron su venida por sus mensajeros del gigante, cabalgaron con gran compaña y salieron a recibirlo. El gigante llegó asimismo con su muy buena compaña, y él armado de muy ricas armas encima de un muy hermoso y gran caballo, así que pocos pudiera haber que tan bien y tan apuestos como él pareciese de su grandeza; ellos ya sabían lo que le aviniera con Amadís, que Gandalín se lo contó como había pasado, y don Galaor puso adelante a don Galvanes, que aunque el señorío no era su igual, era en mucha más edad crecido que no él, y por esta causa y también por el su gran linaje donde venía y por las buenas maneras de su condición, siempre Amadís y sus hermanos y Agrajes le cataron mucha cortesía. El gigante no lo conocía, que nunca lo viera, aunque sabía muy bien por menudo todo su hecho porque Madasima, madre de este Balán, como ya se os ha contado, y como él llegó dijo el gigante:

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