Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (171 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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—Buen señor hermano, sin razón sería que aquel rey que tan bueno fue y tan honrado y socorredor de los buenos, que los buenos en tan extrema necesidad no le socorriesen, que dejando aparte el gran deudo que yo con él tengo, que a todos obliga hacer lo que decís, por suso la virtud y gran nobleza merecía ser servido y ayudado en sus afrentas de todos aquéllos en quien virtud y buen conocimiento hubiese.

Entonces mandaron venir ante ellos a Brandoibás por saber lo que se había hecho en buscar al rey y que les dijese con qué la reina sería más servida y contenta. Él les dijo todo lo que viera y la gran gente que luego, en la hora que el rey fue perdido, salió a lo buscar, y que creyesen que si en aquella floresta y aun en todo su reino fuera preso y en algún lugar detenido que no era cosa que encubrir se pudiera, mas que el pensamiento de la reina y de todos los otros no era salvo creer que por la mar lo llevaron o en ella lo habían ahogado, que según el socorro fuera presto aun para lo soterrar no tuvieran tiempo, y que su parecer era, pues, que todo aquel reino había tanto sentimiento hecho y con tanto amor y voluntad todos al servicio de la reina quedaban no se esperando de otro ninguna parte lo contrario, que ellos en aquella gran flota que allí tenían se deberían partir en muchas partes, que según en todas las cosas por ellas comenzadas siempre la fortuna les había sido muy favorable, que en ésta que con tanto afán y afición se ponían no querría en otro estilo mudarse. A todos aquellos señores les pareció muy buen consejo el que Brandoibás les daba, y en aquello se otorgaron que se hiciese, y rogaron a Amadís que tomase cuidado de les señalar la parte de la mar y de las tierras que buscasen, porque ninguna cosa quedase de lo uno ni de lo otro, y que luego los llevase ante Oriana, que en sus manos querían jurar y prometer de nunca cesar la demanda hasta tanto que del rey, su padre, nuevas de vivo o de muerto le trajesen, que con esto pensaba de dar consuelo a su tristeza. Pues yendo todos para entrar en la torre llegó un hombre, que les dijo:

—Señores, una dueña sale de la gran serpiente, y créese que es Urganda la Desconocida, que otra no fuera poderosa de allí entrar ni salir.

Cuando Amadís esto oyó, dijo:

—Si ella es, sea muy bien venida, que a tal sazón más con ella que con otra ninguna persona nos debe placer.

Luego enviaron por sus caballos para la recibir, pero no se pudo hacer tan presto que antes Urganda de la mar salida no fuese, y en su palafrén, trayéndola sus dos enanos por las riendas, a la puerta de huerta llegada. Cuando aquellos señores allí la vieron fueron contra ella, y el rey don Galaor fue el primero y la tomó con sus brazos del palafrén y la puso en tierra. Todos la saludaron y la honraron con mucha cortesía, y ella les dijo:

—Bien creeréis, mis buenos señores, que de hallaros así juntos no lo tendré por extraña cosa, pues que cuando por aquí partí os lo dije que sobre un caso, a vosotros oculto, lo seríais. Mas dejemos ahora de hablar en ello, y antes que más os diga quiero ver y consolar a Oriana, porque sus angustias y dolores más que los míos propios los siento.

Entonces se fueron todos con ella hasta el aposentamiento de Oriana. Cuando Oriana la vio por la puerta entrar comenzó a llorar muy agriamente y a decir:

—¡Oh, mi buena amiga señora!, ¿cómo sabiendo vos todas las cosas antes que vengan no pusisteis remedio en esta tan gran desventura venida sobre aquel rey que tanto os amaba? Ahora conozco yo que pues vos le fallecisteis, que todo el mundo le fallece —y dando con sus palmas en el rostro se dejó caer en su estrado.

Urganda se llegó a ella, e hincadas las rodillas, tomándola por la mano, le dijo:

—Amada señora hija, no os acongojéis ni aflijáis tanto, pues que los imperios y grandes estados de que vos tan ornada y abastada sois, traen siempre consigo las semejantes tribulaciones, y sin esta condición poseer los puede, que con mucha razón nos podríamos quejar los que poco tenemos de aquel poderoso Señor si de otra manera pasase, pues que siendo todos de una masa y de una naturaleza, obligados a los vicios y pasiones, y al cabo iguales en la muerte, nos hizo tan diversos en los bienes de este mundo: a los unos señores, a los otros vasallos, con tanta sujeción y humildad que con razón o sin ella nos convenga sufrir prisiones, muertes, destierros y otras cosas de innumerables penas, así como la voluntad y querer de los mayores lo mandan, y si algún consuelo estos así sojuzgados y apremiados al su gran desconsuelo sienten, no es al salvo ver estos juegos de la fortuna que traen estas caídas peligrosas, y como esto sea ordenado y permitido de la su real majestad, así son todas las otras cosas que por el mundo se rodean, sin ser a ninguno poder dado por discreción ni sabiduría que en sí haya de sólo un punto remover de ello. Así que, muy amada señora, compensando lo malo con lo bueno y lo triste con lo alegre, daréis mucho descanso a vuestra fatiga, y en lo que me decís del rey vuestro padre, verdad es que a mí antes manifiesto fue, como por palabras encubiertas al tiempo que de aquí partí lo dije, pero no fue en mí tal poder que desviar pudiese lo que ordenado estaba; mas lo que a mí es otorgado en esta venida se pondrá en obra, lo cual con la ayuda del Mayor Señor será causa de traer el remedio a esta gran tristeza en que os hallo.

Entonces la dejó y se tomó a los caballeros, que juntos estaban, por dar orden en el viaje que cada uno debía de hacer, y díjoles:

—Mis buenos señores, bien se os acordará cómo al tiempo de mi partida de esta ínsula, cuando juntos quedasteis, os dije que a la sazón que el doncel Esplandián hubiese de recibir caballería, por un caso a vosotros oculto, todos los más seríais aquí tornados, pues si así se cumplió, la presencia vuestra da de ello testimonio. Ahora que soy venida como lo prometí, así para aquel acto como por os quitar de las afrentas y grandes trabajos que de esta demanda en que todos puestos estáis o pueden venir sin que de ellas remedio ninguno de lo que deseáis os alcance, que si todos los que en el mundo son nacidos, con los que por nacer están que vivos fuesen, procurasen con toda diligencia de hallar al rey Lisuarte sería imposible poderlo acabar, según es la parte donde lo llevaron, por ende, mis señores, no entre en vuestros corazones tan gran follía, que con poca discreción, siendo primero por mí avisados, queráis alcanzar a saber aquello que la voluntad del más poderoso Señor defiende que sabido no sea, y dejando a aquél a quien por su especial gracia le es permitido y porque de la dilación grande daño se podría causar, es menester para el efecto de lo que conviene que así como estáis, llevando con vosotros al hermoso doncel Esplandián, y a Talenque, y a Manelí el Mesurado, y al rey de Dacia, y a Ambor, hijo de Angriote de Estravaus, seáis mis buenos huéspedes esta noche, con alguna parte del día siguiente, dentro en aquella gran fusta que serpiente parece.

Cuando aquellos señores oyeron esto que Urganda les dijo, todos callaron, que ninguno supo qué responder, porque, según las cosas pasadas de ella dichas tan verdaderas habían salido, bien creyeron que así aquella presente sería, y por esta causa, sin más le decir, acordaron de cumplir lo que mandaba, considerando lo poner mejor, y luego, cabalgando en sus caballos y ella en su palafrén, llevando consigo a Esplandián y a los otros donceles, se fueron a la marina donde Urganda les dijo, que en una de aquellas fustas pasasen con ella hasta se meter en la gran serpiente, lo cual así fue hecho.

Pues llegados y entrados en aquella gran nao, Urganda se metió con ellos en una grande y rica sala, donde les hizo poner mesas en que cenasen, y ella con los donceles se metió a una capilla que en cabo de la sala estaba guarnecida de oro y piedras de muy gran valor, y allí cenó con ellos, con muchos instrumentos que unas doncellas suyas muy dulcemente, tañían. Acabada la cena, Urganda, dejando los donceles en la capilla, salió a la gran sala donde aquellos señores estaban y rogóles que a la capilla se fuesen e hiciesen compaña a los noveles. A cabo de una pieza de tiempo tornó Urganda, y traía en sus manos una loriga, y tras ella venía su sobrina Solisa, con un yelmo, y Julianda, su hermana de esta Solisa, con un escudo, y estas armas no eran conformes a las de los otros noveles que acostumbraban en el comienzo de su caballería de las traer blancas, mas eran tan negras y tan oscuras que ninguna otra cosa tanto lo podía ser. Urganda se fue a Esplandián y díjole:

—Bienaventurado doncel más que otro alguno de tu tiempo, viste estas armas conforme a la mancilla y negrura del tu fuerte y bravo corazón que por el rey, tu abuelo, tienes, que así como los pasados que la orden de la caballería establecieron tuvieron por bueno que o la nueva alegría nuevas armas y blancas se diesen, así lo tengo yo que a tan gran tristeza negras y tristes se te den, porque viéndolas hayas memoria de remediar la causa de su triste color.

Entonces se vistió la loriga, que muy fuerte y bien labrada era. Solisa le puso el yelmo en la cabeza y Julianda el escudo al cuello. Entonces miró Urganda contra Amadís y díjole:

—Con mucha razón estos caballeros podían preguntar la causa por qué en estas armas la espada falte; mas vos, mi buen señor, que sabéis dónde la hallasteis y de tan grandes tiempos le está guardada por aquélla que en su tiempo par de sabiduría no tuvo en todas las artes, sino solamente en la del engañoso amor de aquél que ella más que a sí mismo amaba, por quien la desastrada y dolorosa fin hubo. Pues con aquella encantada espada que fuerza tiene de desatar y disolver todos los otros encantamientos, puesta en el puño del su muy fuerte brazo, hará tales cosas por donde los que hasta aquí mucho resplandecían en mucha oscuridad y menoscabo serán puestos.

Armado Esplandián como oís, entraron en la capilla cuatro doncellas, cada una con un guarnecimiento de caballero, de unas armas tan blancas y tan claras como la luna, orladas y guarnecidas de muchas piedras y preciosas, con unas cruces negras, y cada una de ellas armó uno de aquellos donceles, y teniendo a Esplandián en medio, hincados de rodillas delante del altar de la Virgen María, velaron las armas, así como era en aquel tiempo costumbre, todos tenían las manos y las cabezas desarmadas, y Esplandián estaba entre ellos tan hermoso que su rostro resplandecía como los rayos del sol, tanto que hacía mucho maravillar a todos aquéllos que lo veían hincado de hinojos con mucha devoción y grande humildad, rogándola que fuese su abogada en el su glorioso Hijo, que le ayudase y enderezase en tal manera que siendo su servicio pudiese cumplir con aquella tan gran honra que tomaba, y le diese gracia por la su infinita bondad, como por él, antes que por otro alguno, el rey Lisuarte si vivo era, en su honra y reino restituido fuese. Así estuvo toda la noche, sin que en cosa alguna hablase, sino en estas tales rogarías y en otras muchas oraciones, considerando que ninguna fuerza ni valentía, por grande que fuese, tenía más facultad de la que allí otorgada le fuese. Así pasaron aquella noche, como habéis oído, velando todos y todas aquellos noveles, y venida la mañana apareció encima de aquella gran serpiente un enano muy feo y muy laso, con una gran trompeta en la mano, y tañóla tan reciamente que el su fuerte son fue oído por la mayor parte de aquella ínsula, así que toda la gente hizo alborotar y salir encima de los adarves y torres del castillo y otros muchos por las peñas y alturas donde mejor pudiesen mirar, y las dueñas y doncellas que en la gran torre de la huerta estaban subieron suso a la más prisa que pudieron por mirar qué sería aquello que tan fuertemente había sonado. Cuando Urganda así los vio hizo aquellos señores que allí donde su enano se subiesen, y luego ella tomó ante sí a los cuatro noveles y a Esplandián por la mano y subió tras ellos, y en pos de ella iban seis trompetas doradas, y cuando fueron suso, Urganda dijo al gigante Balán:

—Amigo Balán, así como la natura te quiso extremar de todos aquéllos que de tu linaje fueron en te hacer tan diverso de sus costumbres, allegándote a conocer razón y virtud, la cual hasta ahora en ninguno de tus antecesores hallar se pudo, en que se puede decir que este don o gracia de la divinal esencia te vino, así por aquel amor entrañable que en ti conozco que a Amadís tienes, quiero yo que otra temporada te sea otorgada entre estos tan señalados caballeros, la cual ninguno antes que nos ni presentes y por venir alcanzaron, ni alcanzar podrían, y ésta es que de tu mano sea armado este doncel caballero, que los sus grandes hechos serán testimonio de ser mi palabra verdadera y harán estable la gloria que tú alcanzas en dar esta orden a aquél que tan señalado y aventajado sobre tantos buenos será.

El gigante, cuando esto oyó, miró a Amadís sin nada responder, como que dudaba de cumplir lo que aquella dueña le decía. Amadís que así lo vio, conoció luego que su consentimiento era necesario, y díjole con gran humildad:

—Mi buen señor, haced lo que Urganda os dice, que todos hemos de obedecer sus mandamientos sin que en ninguna cosa contradichos sean.

Entonces el gigante tomó por la mano a Esplandián y díjole:

—Hermoso doncel, ¿quieres ser caballero?

—Quiero —dijo él.

Luego le besó y le puso la espuela diestra, y dijo:

—Aquel Poderoso Señor que tanta de su forma y de su gracia en ti puso más que en ninguno que jamás se viese, Aquel te haga tan buen caballero, que con mucha razón pueda yo desde ahora guardar la cuarta promesa que hago, de nunca ser este acto en otro alguno hecho.

Esto así acabado, Urganda dijo:

—Amadís, mi señor, si por ventura hay algo en vuestra memoria que a este novel caballero queráis mandar, sea luego, porque presto le conviene de vuestra presencia ser partido.

Amadís, sabiendo las cosas de Urganda y cómo aquel amonestamiento sin gran causa no se hacía, dijo:

—Esplandián, hijo, al tiempo que yo pasé por las ínsulas de Romanía y llegué en Grecia, yo recibí de aquel grande emperador muchas honras y mercedes, y después que de su presencia me partí, mucho más, así como estos señores en mis necesidades y suyas vieron, por donde le soy obligado servir todo el tiempo de mi vida, pues entre aquellas grandes honras que allí alcancé fue una al que yo en mucho tener debo, y ésta es que la muy hermosa Leonorina, hija de aquel emperador, más graciosa y hermosa que en todo el mundo doncella hallar se podría, y la reina Menoresa, con otras dueñas y doncellas de gran guisa, me tuvieron en sus aposentamientos con tanto gozo y alegría y cuidado de a mí lo dar como si hijo de un emperador del mundo yo fuera, no habiendo al presente otra noticia de mí sino de un pobre caballero, las cuales al tiempo de mi partida me demandaron un don que si hacer lo pudiese las tornase a ver, y si ser no pudiese, las enviase un caballero de mi linaje de que servir se pudiesen; yo les prometí de así lo hacer, y porque yo no estoy en disposición de lo cumplir, a ti lo encomiendo, que si Dios por su merced te dejara acabar esto que todos deseamos, tengas memoria de quitar mi palabra donde presa en poder de tan alta señora quedó, y porque puedan creer ser tú aquél que de mi parte va, toma este hermoso anillo, que de su mano tirado fue para lo poner con ella en la mía.

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