—Es el día de nuestra boda —jadeó ella. Su cuerpo empezó a ejecutar una danza lenta y ondulante.
Blake levantó la cabeza al comprender lo que quería decir.
—¿No puedo persuadirte de que nos casemos antes?
—No sé —gimió ella. Clavó las uñas en sus hombros. Tal y como estaba en ese momento, Blake podía convencerla de todo lo que quisiera. Aunque habían hecho el amor un rato antes, el deseo que la embargaba era tan intenso que parecían haber transcurrido años desde la última vez que la había tomado. Se volvió hacia Blake y pegó a él su cuerpo grácil y suave, y él comprendió sin necesidad de palabras lo que quería. Se echó hacia tras y sus manos la guiaron mientras se colocaba sobre él. Dione se volvía loca cuando le amaba así; su largo pelo negro se derramaba por su espalda, le caía sobre la cara cuando se inclinaba hacia delante. Le veneraba con la danza antigua y carnal del amor, y el corazón de rubí yacía sobre su pecho como una gota de fuego líquido.
Durante dos días nada perturbó el feliz embrujo que los envolvía. Su compromiso alegró a todo el mundo, desde el taciturno Miguel a la efervescente Serena. Alberta estaba tan contenta como si lo hubiera dispuesto todo ella misma, y Ángela se pasaba el día canturreando. Serena les trasmitió la felicitación de Richard. Saltaba a la vista que todos querían una boda, y Dione casi olvidó por qué había sido tan cauta al principio.
El tercer día, Serena fue a cenar, sola y pálida, aunque tranquila.
—Más vale que os lo diga antes de que os enteréis por otra persona —dijo con calma—. Richard y yo nos separamos.
Dione sofocó un gemido de sorpresa. Durante las semanas anteriores se habían llevado tan bien que había dejado de preocuparse por ellos. Miró rápidamente a Blake y le sorprendió de nuevo su cambio de expresión. Le había visto risueño, enamorado, burlón, enfadado, incluso asustado, pero nunca antes le había visto tan reconcentrado y colérico. De pronto se dio cuenta de que nunca había sentido por completo la fuerza de su personalidad porque siempre había atemperado sus actos por consideración hacia ella. Ahora, mientras se disponía a defender a su hermana, su energía pura y acerada se reflejaba en su rostro.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó a Serena en un tono tranquilo y letal.
Ella lo miró y hasta sonrió. Sus ojos estaban llenos de amor.
—Nada —dijo con sencillez—. Esto es algo que tengo que solucionar con Richard. Por favor, Blake, no permitas que esto interfiera en vuestra relación profesional. Es más culpa mía que suya, y no sería justo que lo pagaras con él.
—¿Por qué es culpa tuya? —gruñó él.
—Por no madurar ni dejar claras mis prioridades hasta que era ya demasiado tarde —contestó, y en su voz apareció una nota acerada—. No voy a darme por vencida sin luchar. No me hagas más preguntas, porque no voy a contestarlas. Es mi marido, y es un asunto privado.
Blake la miró en silencio un momento y luego asintió con la cabeza brevemente.
—Está bien. Pero ya sabes que haré todo lo que pueda, cuando me lo pidas.
—Claro que sí —repuso ella, y su semblante se relajó—. Es sólo que esto tengo que hacerlo yo sola. Tengo que aprender a luchar en mis propias batallas —mientras le hablaba le lanzó a Dione una mirada que parecía decir: «¿Ves? Lo estoy intentando».
Dione asintió con la cabeza, comprensiva, y al levantar la vista vio que Blake había sorprendido su gesto y la estaba observando con férrea determinación. Dione le sostuvo la mirada sin expresión alguna. Él podía preguntar, pero ella no tenía por qué responder. Si Serena quería que su hermano supiera que intentaba poner distancia entre ellos, que se lo dijera ella. Si no, Blake tendría que averiguarlo por sí mismo. Richard y Serena no necesitaban nuevas interferencias en su matrimonio, y si Blake descubría que él era el motivo fundamental de su separación, era muy capaz de hablar con Richard.
Esa noche, después de hacerle el amor a Dione con una intensidad que la dejó aturdida y soñolienta, dijo lánguidamente:
—¿Qué os traéis Serena y tú entre manos? Todas esas miradas tienen que significar algo.
Dione se dio cuenta de que era una treta y luchó por despejarse. Blake le había hecho el amor como siempre y había esperado a que estuviera medio dormida para pillarla desprevenida. Para nivelar la situación, Dione se acurrucó a su lado y deslizó la mano por su costado en una larga y lenta caricia. Al alcanzar sus muslos, notó que todo su cuerpo se tensaba.
—No era nada —murmuró al tiempo que depositaba besos suaves y ardientes sobre su pecho—. Sólo una conversación que tuvimos el día que me llevó a comprar esa ropa tan sexy que tanto te gusta. Debe de tener una fascinación secreta por la ropa interior indecente. Fue ella quien eligió casi todos esos camisones transparentes, y luego me regaló ese body por Navidad.
Los dedos fuertes de Blake se cerraron en torno a su muñeca para apartarle la mano. Se inclinó y encendió la lámpara, que los bañó de luz. Dione lo miraba, consciente de que quería ver los matices de su expresión. Intentó ocultar sus pensamientos, pero una inquietante frialdad recorrió su piel mientras miraba los ojos azules y penetrantes de Blake.
—No intentes cambiar de tema —dijo él con dureza—. ¿Te estaba advirtiendo Serena que te alejaras de Richard?
¡Ya estaba con eso otra vez! Ella se envaró, enojada y dolida porque la hubiera acusado constantemente de ver a Richard a escondidas. ¿Cómo podía pensar tal cosa de ella? Había aceptado casarse con él sólo dos días antes, pero por alguna razón no podía quitarle de la cabeza que no estaba con ningún otro hombre. Se sentó; la sábana resbaló hasta su cintura, pero estaba tan enfadada que no le preocupaba su desnudez.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó, furiosa—. Pareces un disco rayado. ¿Por qué sospechas de mí? ¿Por qué crees siempre que soy la causa de los problemas de Serena y Richard?
—Porque Richard no te quita ojo cuando estáis juntos —contestó, su boca una línea dura.
—Yo de eso no tengo la culpa —era una acusación tan injusta que le daban ganas de gritar.
—¿Ah, no? —replicó él—. Cada vez que le miras es como si le estuvieras mandando mensajes secretos.
—Acabas de acusarme de hacer lo mismo con Serena. ¿También crees que estoy liada con ella? —estalló Dione. Apretó los puños en un esfuerzo por controlar la furia que brotaba dentro de ella. Sería absurdo perder los estribos, de modo que se obligó a respirar hondo para calmarse y procuró relajar los músculos.
Blake la miraba con los ojos entornados.
—Si no tienes nada que ocultar, entonces ¿por qué no me dices qué quería decir Serena? —preguntó.
Otra estratagema. Dione encajó el golpe y se dio cuenta de que había vuelto a sorprenderla con la guardia baja.
—Si tanta curiosidad tienes, ¿por qué no se lo preguntas a ella? —dijo con aspereza, y volvió a tumbarse. Le dio la espalda y se tapó con la sábana hasta la barbilla.
Oyó el siseo de su respiración al pasar entre los dientes un instante antes de que le arrancara la sábana y la arrojara a los pies de la cama. Una mano de hierro enganchó su hombro y la hizo volverse de espaldas.
—No me des la espalda —le advirtió él con suavidad, y el frío desasosiego de Dione se convirtió en un gélido temor.
En silencio, la cara pálida y crispada, le apartó la mano de su hombro. Nunca, jamás, había podido soportar pasivamente la violencia, ni siquiera cuando el resistirse podía costarle un dolor mucho mayor. No pensaba; reaccionaba de manera instintiva, con la resistencia automática de quien luchaba por sobrevivir. Cuando Blake tendió el brazo hacia ella, enfadado por su respuesta, eludió su contacto y salió de la cama.
No importaba que se tratara de Blake. De alguna manera eso empeoraba las cosas. La imagen de Blake se mezclaba con la de Scott, y ella sentía un dolor penetrante que amenazaba con hacerla caer de rodillas. Había confiado en él, lo había amado. ¿Cómo podía haberse puesto así con ella, sabiendo lo que sabía de su pasado? La sensación de haber sido traicionado casi la asfixiaba.
Él se levantó de un salto y le tendió los brazos en el instante en que Dione estiraba la mano hacia el picaporte. La agarró del codo y la hizo girarse.
—¡No vas a ir a ninguna parte! —gruñó—. Vuelve a la cama.
Dione se desasió y se pegó de espaldas a la puerta. Sus ojos dorados, fijos en él, parecían dilatados y ciegos.
—No me toques —dijo con voz ronca.
Blake volvió a alargar los brazos hacia ella, pero se detuvo bruscamente al ver su mirada fija. Estaba blanca, tan pálida que parecía a punto de desmayarse a pesar de que se mantenía muy erguida.
—No me toques —repitió, y él dejó caer los brazos.
—Cálmate —dijo en tono tranquilizador—. No pasa nada. No voy a hacerte daño, cariño. Volvamos a la cama.
Ella no se movió. Seguía con los ojos clavados en él, calibrando cada uno de sus movimientos, por leve que fuera. Hasta la dilatación de su pecho cada vez que respiraba parecía hacer mella en sus sentidos. Notaba la leve vibración de las aletas de su nariz, la flexión de sus dedos.
—No pasa nada —repitió Blake—. Hemos discutido, Di, nada más. Sólo ha sido una discusión. Tú sabes que no voy a pegarte —extendió la mano lentamente hacia ella, y Dione vio acercarse sus dedos. Sin moverse, su cuerpo se replegó sobre sí mismo, encogiéndose para evitar su contacto. Justo antes de que la tocara, se deslizó rápidamente hacia un lado y se apartó de su mano.
Él la siguió inexorablemente, moviéndose con ella sin llegar a acercarse.
—¿Adónde vas? —le preguntó con suavidad.
Ella no contestó. Sus ojos tenían una expresión recelosa. Ya no lo miraba fijamente, a ciegas. Blake le tendió las manos con las palmas hacia arriba en un ademán de súplica.
—Cielo, dame las manos —musitó; la desesperación corría por sus venas y espesaba su sangre—. Créeme, por favor. Jamás te haría daño. Vuelve a la cama conmigo y déjame abrazarte.
Dione lo miró. Se sentía extraña, como si una parte de su ser observara la escena desde lejos. Eso le había sucedido ya con Scott, como si de algún modo tuviera que distanciarse de la fealdad de lo que le ocurría. Su cuerpo había reaccionado irracionalmente, intentando protegerse, mientras su mente ponía en marcha sus propios mecanismos de defensa cubriendo lo que sucedía con un velo de irrealidad. Ahora aquella misma escena volvía a repetirse con Blake, pero era en cierto modo distinta.
Scott nunca había ido tras ella, nunca le había hablado con voz suave y ronroneante. Blake quería que le diera las manos y volviera con él a la cama, que se tumbara a su lado como si nada hubiera pasado. Pero ¿qué había pasado en realidad? Él se había enfadado y la había agarrado del hombro y la había tirado de espaldas… No, ése había sido Scott. Scott le había hecho eso una vez, pero no estaban en la cama.
Frunció el ceño y levantó ambas manos para frotarse la frente. Dios, ¿nunca podría librarse de Scott, de lo que le había hecho? El enfado de Blake había desencadenado el recuerdo de otra época, y aunque no había confundido sus identidades, había reaccionado como si estuviera ante Scott y no ante Blake. Blake no le había hecho daño; estaba enfadado, pero no le había hecho daño.
—¿Di? ¿Estás bien?
Dione casi no podía soportar su voz angustiada.
—No —dijo con la voz sofocada por sus manos—. Me pregunto si alguna vez estaré bien.
De pronto sintió su contacto, sus manos en los brazos, atrayéndola lentamente hacia sí. Sintió su tensión cuando la abrazó.
—Claro que sí —le dijo él besándole la frente—. Vuelve a la cama conmigo. Tienes frío.
Ella sintió de pronto el frío de la noche sobre su cuerpo desnudo. Caminó con él hasta la cama, dejó que la metiera entre las sábanas y que la arropara con el edredón. Él rodeó la cama hasta el otro lado, apagó la lámpara y se metió en la cama con ella. Con mucho cuidado, como si intentara no sobresaltarla, la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza.
—Te quiero —dijo en la oscuridad, y su voz baja vibró sobre la piel de Dione—. Di, te juro que no volveré a tocarte cuando esté enfadado. Te quiero demasiado para hacerte pasar por eso otra vez.
Lágrimas ardientes quemaron los párpados de Dione. ¿Cómo podía él disculparse por algo que era esencialmente una debilidad suya? ¿Cuánto tiempo tardaría en empezar a detestar aquella falla de su carácter? No podría comportarse espontáneamente con ella, y aquel esfuerzo acabaría por separarlos. Las parejas normales tenían discusiones, se gritaban, conscientes de que sus enfados no dañarían el amor que se tenían. Blake tendría que refrenarse por temor a otra escena. ¿Se sentiría asfixiado por ella y llegaría a odiarla? Blake se merecía una mujer completa y libre, como lo era él.
—Seguramente lo mejor será que me vaya —dijo Dione, y le tembló la voz a pesar de que intentó modularla.
El brazo que tenía bajo el cuello se tensó, y Blake se apoyó sobre el codo y se cernió sobre ella en la oscuridad.
—No —dijo con la firmeza que ella había intentado conseguir en vano—. Éste es tu sitio, y vas a quedarte aquí. Vamos a casarnos, ¿recuerdas?
—Eso es lo que intento decir —protestó ella—. ¿Cómo vamos a vivir juntos si tienes que vigilar constantemente lo que dices y haces por miedo a no perturbarme? Acabarías odiándome, y yo odiándome a mí misma.
—Te preocupas por nada —dijo él secamente—. Yo jamás te odiaré, así que olvídate de eso.
El filo de su voz la cortaba como una navaja. Se quedó callada, preguntándose por qué había cometido la estupidez de creer que podrían tener una vida normal. Debería haber aprendido ya que el amor no estaba destinado a formar parte de su vida. Blake no la quería. ¿Acaso no se lo había dicho su sentido común desde el principio? Estaba encaprichado con ella, se sentía atraído por el desafío de seducirla y por la atmósfera de invernadero que había generado su intensa rehabilitación. Los invernaderos producían flores espectaculares, pero ella debería haber tenido presente que esas flores no se daban en el mundo real. Necesitaban una atmósfera protegida; cuando se exponían a los elementos, a menudo hostiles, de la vida cotidiana, se marchitaban y morían.
La flor del enamoramiento de Blake había empezado ya a marchitarse, aniquilada no por su atracción hacia otra mujer, como ella había temido, sino por su exposición diaria a la vida cotidiana.
Saber lo que estaba pasando era una cosa; prepararse para ello, otra bien distinta. Cada vez que levantaba la vista y sorprendía a Blake observándola con expresión cavilosa, tenía que desviar la mirada para ocultar la angustia que se agitaba dentro de ella. Sabía que él se arrepentía de haberle pedido matrimonio y que su orgullo no le permitía desdecirse. Probablemente nunca le pediría que le liberara de aquel compromiso. Tendría que ser ella quien lo rompiera. Tenía la sensación de que Blake no estaba listo aún para admitir que se había equivocado, y había decidido no hacer nada de momento para poner fin a su compromiso. Cuando llegara el momento, lo sabría y liberaría a Blake.