-Pequeña -susurró con dulzura-, no tengas miedo. Estás a salvo.
La niña abrió los ojos, unos ojos ambarinos, de ámbar translúcido, ojos de miel, dorados y puros. Eran los mismos ojos de Mina, pero en ellos no había almas atrapadas, tal como había visto en los de Mina.
-Tengo frío -se quejó la pequeña, temblando.
—Mi amigo ha ido a buscar leña para encender una hoguera. En un momento entrarás en calor.
La niña se quedó mirándolo, observando su túnica naranja.
-Eres monje. —Frunció el entrecejo, como si estuviera intentando recordar algo-. Los monjes van por ahí ayudando a la gente, ¿verdad? ¿Vas a ayudarme?
-Claro, pequeña -contestó Rhys-. ¿Qué quieres que haga?
El rostro de la niña se crispó. No estaba despierta del todo y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. Le apretó la mano con más fuerza.
—Me he perdido —dijo. Empezó a temblarle el labio inferior y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Me escapé de casa y ahora no sé volver.
Rhys se sintió aliviado. Beleño se equivocaba. Seguro que la niña era hija de algún pescador. La tormenta la habría sorprendido y la habría lanzado al mar. No podía haber caminado mucho, así que su pueblo no debía de estar muy lejos. Se compadeció de sus padres. Debían de estar desesperados.
—Cuando ya hayas entrado en calor, te llevaré a tu casa, pequeña —prometió Rhys—. ¿Dónde vives?
La niña se acurrucó, temblorosa. Se le cerraron los ojos y bostezó.
-Seguramente nunca hayas oído hablar de ese sitio —respondió con voz somnolienta-. Es un lugar que se llama...
Rhys tuvo que inclinarse para oír su susurro adormilado.
—Morada de los Dioses.
Los dioses habían presenciado, debatiéndose entre el asombro y la preocupación, cómo Mina, una mortal, descendía hasta el fondo del Mar Sangriento, cogía la recientemente restaurada Torre de la Alta Hechicería y la arrancaba del lecho marino, entre las olas, para presentársela como regalo a su amante, Chemosh.
Era evidente que Mina no era una mortal. Ninguno de los hechiceros más poderosos de todos los tiempos habría conseguido tamaña proeza, ni tampoco los clérigos con más poder. Sólo un dios era capaz de algo así y desde entonces los dioses estaban inmersos en la confusión y la consternación, tratando de aclarar qué estaba pasando.
—¿Quién es este nuevo dios? —clamaba el resto de dioses—. ¿De dónde viene?
Su temor era que se tratara de algún dios de otro mundo, un intruso que hubiera cruzado los cielos hasta llegar a su mundo.
Sus temores podían ser olvidados. Era uno de ellos.
Majere tenía todas las respuestas.
-¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó Gilean al dios monje.
Gilean era el líder de los dioses grises, los dioses de la neutralidad, quienes mediaban entre la luz y la oscuridad. En ese momento los dioses de la neutralidad eran los más poderosos, pues su número se había impuesto tras el exilio voluntario de Paladine, líder de los dioses de la luz, y el destierro de la Reina Takhisis, líder de los dioses de la oscuridad. Gilean tenía el aspecto de un hombre de mediana edad, sabio y erudito, de aguda inteligencia y mirada fría e inmisericorde.
-Desde hace muchos, muchos eones, dios del libro -contestó Majere.
Majere, dios de la sabiduría, vestía una túnica naranja y no llevaba ar-
mas. Normalmente tenía un semblante afable y sereno, pero en ese momento reflejaba dolor y arrepentimiento.
-¿Por qué mantuviste un secreto así? —inquirió Gilean.
—No debía ser yo quien lo revelara —repuso Majere—. Di mi juramento solemne.
-¿A quién?
—A quien ya no está entre nosotros.
Los dioses se quedaron en silencio.
—Supongo que te refieres a Paladine —aventuró Gilean—, Pero son dos los dioses que ya no están entre nosotros. ¿Todo esto tiene algo que ver con ella?
—¿Con Takhisis? —preguntó Majere bruscamente. Su tono se endureció-, Sí, ella fue la responsable.
Chemosh tomó la palabra.
-Las últimas palabras de Takhisis, antes de que el Dios Supremo viniera a llevársela, fueron: «¡Estáis cometiendo un error! Lo que he hecho no puede deshacerse. La maldición está entre vosotros. Destruidme a mí y os destruiréis a vosotros mismos.»
—¿Por qué no nos lo dijiste? —preguntó Gilean, lanzando una mirada fulminante al Señor de la Muerte.
Chemosh era un dios bello y vanidoso, con una espesa melena negra y ojos oscuros, tan fríos y vacíos como las tumbas de los desventurados muertos sobre los que reinaba.
—La Reina Oscura siempre estaba lanzando amenazas. —Chemosh se encogió de hombros—. ¿Por qué esa vez iba a ser diferente?
Gilean no tenía la respuesta. Se quedó en silencio y el resto de los dioses también estaban callados, esperando.
—La culpa es mía —dijo Majere al fin—. Hice lo que era mejor. O eso creía.
Mina yacía tan inmóvil y helada en las almenas... Chemosh quería ir junto a ella, consolarla, pero no se atrevía. No con todos esos dioses observándolo.
-¿Está muerta? -preguntó, dirigiéndose a Majere.
—No está muerta, porque no puede morir. -Majere los miró a todos, uno a uno-. Hemos estado ciegos, pero ahora ya veis la verdad.
-La vemos, pero no la comprendemos.
-Sí la comprendéis -repuso Majere. Entrecruzó los dedos y su mirada se perdió en el firmamento—. No queréis entenderla.
No veía las estrellas. Veía la primera luz de las estrellas.
-Todo empezó al principio de los tiempos. Y empezó con júbilo. -Majere suspiró profundamente—, Y ahora, porque yo no dije nada, terminará con amargo dolor.
-¡Explícate, Majere! -gruñó Reorx, mesándose la larga barba. El dios de la fragua, que tenía el aspecto de un enano en honor de su raza favorita, no se distinguía por su paciencia—. ¡No tenemos tiempo para tus tonterías!
Majere dejó de contemplar el pasado y regresó al presente. Bajó la vista hacia Mina.
—Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.
Majere se detuvo, como si necesitara recuperar el control sobre sí mismo. Cuando volvió a hablar, la furia daba un tono grave a su voz.
—Es una diosa de la luz, a la que Takhisis burló para que sirviera a la oscuridad.
Se quedó en silencio. Los demás dioses proferían preguntas, exigían respuestas. Mientras tanto, Mina yacía inconsciente en las almenas del castillo de Chemosh, envuelta por la tormenta de furia y desconcierto, por el estallido de las acusaciones y las recriminaciones. Era tal la confusión que cuando Mina despertó, nadie se dio cuenta. Se quedó mirando a esos seres hermosos, deslumbrantes, oscuros y horrorosos que se agitaban en los cielos, que arrojaban lanzas de luz y hacían temblar la tierra con su ira. Les oyó gritando su nombre, pero lo único que entendió fue que todo era culpa suya.
Un recuerdo, un recuerdo vago de un tiempo muy lejano, de mucho tiempo atrás, se abrió camino en la mente de Mina y llevó consigo una terrible certeza.
«Nunca debí despertar.»
Mina se incorporó de un salto y antes de que nadie pudiera detenerla, se arrojó por la almena y se sumergió silenciosamente, sin articular un grito siquiera, en las aguas embravecidas.
Zeboim chilló y corrió al borde del muro para asomarse a las olas. Los vientos huracanados se aferraron a los cabellos de espuma de mar de la diosa y revolvieron la túnica verde alrededor de su cuerpo. Escudriñó el agua batida, pero no vio rastro de Mina. Se dio la vuelta y lanzó una mirada torva a Chemosh, señalándolo acusadoramente.
—¡Está muerta y es por tu culpa! -Hizo un gesto hacia el mar embravecido-, Rechazaste su amor. ¡Los hombres sois unos animales!
-Ahórranos el numerito, bruja del mar -masculló Chemosh—, Mina no está muerta. No puede morir. Es una diosa.
-Tal vez no pueda morir, pero sí puede ser herida -intervino Mishakal con voz suave.
Los vientos huracanados cesaron. Los relámpagos parpadearon y se apagaron. El trueno rodó sobre las olas y se hundió en el silencio.
Mishakal se acercó a Majere. Era la diosa de la curación, la Dama Blanca, como últimamente se la conocía en Krynn, por su túnica de un blanco impoluto y su larga melena blanca. Alargó las manos hacia él. Majere se las tomó y la miró a los ojos con un enorme pesar.
-Sé que mantienes tu voto para proteger a alguien que ya no está —dijo Mishakal-. Tienes mi permiso para hablar.
-¡Lo sabía! —ladró Sargonnas. El dios de la venganza y líder de la oscuridad dio un paso hacia delante. Tenía la cabeza de un toro y el cuerpo de un hombre, pues los minotauros eran su raza elegida—. ¡Esto es una conspiración de los «mira qué bueno soy»! ¡Vamos a descubrir la verdad y vamos a descubrirla ahora mismo!
-Sargonnas tiene razón. El tiempo del silencio ha llegado a su fin —intervino Gilean.
-Hablaré, ya que Mishakal me ha concedido la libertad para hacerlo —dijo Majere.
Sin embargo, no dijo nada, al menos inmediatamente. Se quedó mirando el agua que se había tragado a Mina. Sargonnas dejó escapar un gruñido de impaciencia, pero Gilean le hizo callar.
—Has dicho: «Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.»
—Es cierto —respondió Majere.
-Y también has dicho: «Es una diosa de la luz, a la que Takhisis burló para que sirviera a la oscuridad.»
—Y eso también es cierto. —Majere miró a Mishakal y esbozó una sonrisa enigmática—. La historia de Mina comienza en la Era del Nacimiento de las Estrellas con la creación del mundo. En aquel tiempo (el primer, último y único tiempo del mundo) todos nosotros nos unimos para utilizar nuestro poder en la creación de una maravilla y un tesoro, este mundo.
Los demás dioses se sumieron en el silencio, recordando.
—En ese momento único de creación, contemplamos a Reorx contener el caos y forjar una gran esfera, en la que separó la luz de la oscuridad, la tierra y el mar, los cielos y la tierra; en ese momento, fuimos uno. Todos nosotros sentimos júbilo. Ese momento de creación dio vida a un ser, un niño de la luz.
-¡No sabíamos nada de eso! -gruñó Sargonnas, atónito y furioso.
-Únicamente tres de nosotros lo sabíamos —replicó Majere—. Paladine, su consorte, Mishakal, y yo. La niña apareció entre nosotros, era un ser resplandeciente, más hermoso que las estrellas.
—Al menor deberíais haberme informado a mí —dijo Gilean, mirando a Mishakal con el entrecejo fruncido.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—No había por qué decírselo a todo el mundo. Sabíamos lo que teníamos que hacer. Los dioses de la oscuridad jamás habrían permitido que existiera ese nuevo dios de la luz, tan joven, pues podría desequilibrar la balanza. La mera noticia de su nacimiento habría desatado un gran tumulto, que pondría en peligro aquello que habíamos creado con tanto amor.
-Es cierto -convino Zeboim con frialdad-. Totalmente cierto. Yo misma habría estrangulado a ese cachorro.
—Paladine y Mishakal me entregaron a la diosa niña —prosiguió Maje- re—. Me pidieron que la hechizara con un profundo sueño y después la escondiera donde nadie pudiera encontrarla.
—¿Cómo pudisteis soportar el perderla? —preguntó la dulce Chislev, diosa de la naturaleza, con un estremecimiento. Su aspecto era el de una mujer joven, tierna y delicada, con los ojos inocentes de un cervatillo y las afiladas garras de un tigre.
—Nuestro dolor fue tan grande como la vastedad del tiempo -reconoció Mishakal-, pero no teníamos otra alternativa.
—Cogí a la niña —Majere se preparó para terminar su relato— y la llevé al mar. La acompañé a las profundidades del océano, allí donde nunca ha brillado un rayo de sol. La besé y la acuné hasta que se durmió. Allí la dejé, dulcemente dormida, libre de cualquier sueño que pudiera sobresaltar su descanso. Y allí tendría que haber permanecido hasta el fin de los tiempos, pero Takhisis, Reina de Todos los Colores y de Ninguno, robó el mundo y con él también a la niña.
—Y Takhisis la encontró —dijo Reorx—. Pero ¿cómo, si estaba escondida como tú dices, Majere?
-Cuando Takhisis robó el mundo, creyó, con gran suficiencia, que ella era la única fuerza divina en esa parte del universo. No estoy seguro de cómo descubrió la existencia de la niña, pero puedo imaginarlo basándome en lo que sé de la Reina Oscura. Al principio, después de robar el mundo, se quedó peligrosamente débil. Se ocultó, esperando el momento oportuno, recuperando fuerzas y haciendo planes. Y cuando ya estaba descansada y fuerte de nuevo, abandonó su escondite. Salió con recelo, cautelosa, explorando y tanteando alrededor para asegurarse de que estaba sola en esta parte del universo.
—Y descubrió que no lo estaba —dijo Morgion, dios de la enfermedad, con una sonrisa repugnante.
Majere asintió.
-Sintió la fuerza de otro dios. Apenas puedo imaginar su sorpresa y su furia. No se quedaría tranquila hasta que no encontrara a ese dios y pudiera determinar qué tipo de amenaza suponía para ella. Dado que la fuerza del dios niño resplandecía en su interior, dudo que Takhisis tuviera muchas dificultades en su búsqueda. Encontró al dios y debió de quedarse atónita.
»Pues no había encontrado otro dios que pudiera enfrentarse a ella. Había encontrado un dios niño, inocente, ignorante de su propia naturaleza, un dios de la luz. Y eso le dio una idea...
-¡Zorra estúpida! -insultó Chemosh con crudeza-. ¡Pero qué mujer más estúpida! ¡Tendría que haber previsto lo que iba a suceder!
—¡Bah! -repuso Sargonnas—. La Reina Oscura nunca vio más allá de sus propias narices. Lo único que habrá pensado es que ese dios niño podía resultarle útil. Tendría a Mina bajo su control y la utilizaría para sus propios fines.
-Y se vengaría por última vez de los dioses a los que siempre había odiado -intervino Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas. Tenía el aspecto de un caballero con una resplandeciente armadura de plata.
-Takhisis casi logra su objetivo —admitió Majere-. Pero cometió un error, provocado por su terrible deseo de venganza. Decidió que entregaría el dios niño a su enemiga, la mujer mortal a la que Takhisis siempre había culpado de su caída en la Guerra de la Lanza. Se trataba de Goldmoon. La Reina Oscura hizo que las olas arrastraran al dios niño hasta la costa de la Ciudadela de la Luz.
»Goldmoon había sido sacerdotisa de Mishakal y había llevado a Krynn el poder curativo del misticismo. Era ya una mujer mayor y acogió al dios niño, que tenía el aspecto de una niña de nueve años, en su corazón. Goldmoon la llamó Mina y Takhisis rió ante su triunfo.