Un pasillo central se extendía hasta el fondo del local. A ambos lados, todas las puertas estaban cerradas. No había ascensor; el hotel sólo tenía una planta.
Kemper contó diez puertas. Oyó un chirrido apagado.
Pete empezó a reventar puertas a patadas. Aplicó su peso a izquierda, primero, después a derecha… Unos giros precisos y unas patadas enérgicas con el tacón plano del zapato arrancaron las puertas de sus goznes.
El suelo tembló. Se encendieron unas luces. Unos pobres vagabundos soñolientos se encogieron acobardados.
Seis puertas cayeron. Kemper abrió la séptima con una carga de hombro. Una luz brillante en el techo iluminaba la escena.
Juan tenía una navaja. La puta, otra. Juan llevaba un consolador atado a la entrepierna, sobre los pantalones vaqueros.
Kemper le apuntó a la cabeza. La única bala del arma salió desviada.
Pete lo apartó de en medio. Pete apuntó abajo y disparó. Dos balas de Mágnum le volaron las rótulas al cubano.
Juan rodó sobre la barandilla del pie de la cama. La pierna izquierda se le desprendió por debajo de la rodilla.
La puta soltó una risilla y miró a Pete. Algo sucedió entre los dos.
Pete retuvo a Kemper.
Pete dejó que la puta le rajara el gaznate al cubano.
Tomaron el coche hasta un puesto de bollos y tomaron un café. Kemper percibió de pronto que Dallas se le escapaba lentamente entre los dedos.
Habían dejado allí a Juan. Habían vuelto al coche caminando muy tranquilamente. Se habían alejado despacio, respetuosos con las normas.
No cruzaron palabra. Pete no dijo nada del numerito de jugar con el destino.
La desconcertante adrenalina hacía que todo sucediese a cámara lenta. Pete se levantó de la mesa y se acercó al teléfono público. Kemper le vio meter monedas en las ranuras.
Está llamando a Carlos a Nueva Orleans. Está suplicando por tu vida.
Pete se volvió de espaldas y se encorvó sobre el teléfono.
Le está contando que Banister la ha jodido. Le está diciendo que Boyd ha matado al tirador en el que, desde el principio, no debería haber confiado.
Está suplicando cosas concretas. Está diciendo: dale a Boyd una participación en el golpe; ya sabes que es un tipo competente. Está suplicándole piedad.
Kemper tomó un sorbo de café. Pete colgó y volvió a la mesa. – ¿A quién llamabas?
–A mi mujer. Sólo quería decirle que llegaré tarde.
–Para llamar a tu hotel no necesitas tantas monedas -comentó Kemper con una sonrisa.
–Dallas es bastante caro -aseguró Pete-. Y las cosas últimamente cuestan cada vez más.
–Desde luego que sí. – Kemper lo dijo con cierta ironía.
Pete estrujó su vaso de papel.
–¿Te dejo en alguna parte?
–Tomaré un taxi hasta el aeropuerto. Littell dijo que ese piloto estaría esperándome.
–¿De vuelta a Misisipí?
–El hogar es el hogar, muchacho.
Pete le guiñó un ojo.
–Cuídate, Kemper. Y gracias por el paseo.
La terraza daba a unas suaves colinas. La vista era espléndida para tratarse de un motel barato.
Pidió una habitación que mirara al sur y el empleado le alquiló una cabaña separada del edificio principal.
El vuelo de regreso había sido espléndido. El cielo al amanecer estaba realmente radiante.
Se quedó dormido y despertó a mediodía. Por la radio dijeron que Jack había llegado a Tejas.
Llamó a la Casa Blanca y al Departamento de Justicia. Le atendieron colaboradores de segunda fila que se negaron a escucharle. Su nombre debía de constar en alguna lista. Todos lo cortaban sin darle tiempo a terminar de presentarse.
Llamó al jefe de Agentes Especiales de Dallas. El hombre se negó a hablar con él.
Llamó al Servicio Secreto. El agente de guardia colgó.
Dejó de intentarlo. Se sentó en la terraza y repasó el golpe punto por punto.
Las sombras dieron un tono verde oscuro a las colinas. El repaso continuó desarrollándose a cámara lenta.
Oyó unos pasos. Apareció Ward Littell. Llevaba colgada del brazo una gabardina Burberry recién estrenada.
–Pensaba que estarías en Dallas -dijo Kemper.
Littell meneó la cabeza.
–No. No necesito verlo. Y hay algo en Los Ángeles que sí preciso ver.
–Me gusta esa ropa, muchacho. Me encanta verte tan bien vestido. Littell dejó caer la gabardina. Kemper vio el arma y sus labios se abrieron en una gran sonrisa estúpida.
Littell disparó. El impacto lo derribó de la silla.
El segundo tiro fue una especie de A CALLAR. Kemper murió pensando en Jack.
(Beverly Hills, 22/11/63)
El botones le entregó la llave maestra y le indicó el bungaló. Littell le dio los mil dólares. El botones estaba perplejo.
–¿Y sólo quiere verlo?-repetía sin cesar.
QUIERO VER EL PREMIO.
Se detuvieron junto al cobertizo del servicio. Su acompañante no dejaba de comprobar su lado ciego e insistió.
–Hágalo deprisa. Tiene que salir antes de que esos mormones vuelvan con el desayuno.
Littell se alejo de él. Su pensamiento llevaba dos horas de adelanto y estaba fijo en el horario de Tejas.
El bungaló estaba pintado de rosa salmón y verde. La llave abría tres cerraduras.
Littell entró. La habitación delantera estaba llena de neveras médicas y soportes para suero intravenoso. El aire apestaba a agua de hamamelis e insecticida.
Oyó unos chillidos infantiles e identificó el sonido: procedía de un programa infantil de televisión.
Siguió los chillidos por un pasillo. Un reloj de pared marcaba las 8.09. Las 10.09, hora de Dallas.
Los chillidos dieron paso a un anuncio de comida para perros. Littell se apretó contra la pared y observó por la rendija de la puerta entreabierta.
Una bolsa intravenosa alimentaba la sangre del hombre. No; el hombre se alimentaba a sí mismo con una aguja hipodérmica. Yacía desnudo, absolutamente cadavérico, en una cama hospitalaria con el cabezal algo levantado.
No se encontró la vena de la cadera. Se agarró el pene y hundió la aguja.
Los cabellos le llegaban a la espalda. Las uñas de sus manos se curvaban hacia dentro y ya casi alcanzaban la palma.
La habitación apestaba a algo parecido a la orina. En una vasija llena de pis flotaban unos insectos.
Howard Hughes extrajo la aguja. La cama se hundió bajo el peso de una decena de máquinas tragaperras desmontadas.
(Dallas, 22/ 11/63)
La droga produjo su efecto. Heshie desencajó las mandíbulas y ensayó una sonrisa.
Pete retiró la aguja.
–Será a unas seis calles de aquí. Acércate a la ventana hacia las doce y cuarto. Verás pasar los coches.
Heshie tosió en un pañuelo de papel. Un hilillo de sangre se deslizó por su barbilla.
Pete le dejó el mando del televisor sobre los muslos.
–Conéctalo a esa hora. Interrumpirán lo que estén dando para emitir un boletín de noticias.
Heshie intentó decir algo. Pete le dio a beber un poco de agua.
–No te quedes dormido, Hesh. No se ve un espectáculo así todos los días.
La muchedumbre llenaba Commerce Street desde el bordillo hasta la puerta de las tiendas. Las pancartas de confección casera se alzaban hasta los tres metros.
Pete se dirigió al club. A cada paso, tenía que abrirse camino entre los espectadores apretujados. Los partidarios de Jack se mantenían firmes. La policía no hacía más que apartar de la calle a los más exaltados y devolverlos a las aceras. Los niños pequeños esperaban a hombros de sus padres. Un millón de banderitas se agitaban en sus palitroques.
Llegó al local. Barb le había reservado una mesa cerca del estrado de la orquesta. Un público poco entusiasta presenciaba el espectáculo; una decena, si acaso, de bebedores de mediodía.
El combo maltrató una pieza a ritmo acelerado. Barb le lanzó un beso. Pete se sentó y le dirigió su sonrisa de «cántame una lenta».
Un griterío invadió el local: YA VIENE YA VIENE YA VIENE…
El combo se arrancó con un crescendo desafinado. Joey y los muchachos parecían medio zumbados.
Barb pasó directamente a
Melodía desencadenada
. Todos -clientes, camareros y personal de cocina- corrieron a la puerta.
El griterío aumentó. Entre las voces se abrió paso el ruido de los motores de las limusinas y de las Harley-Davidson de gran gala.
Dejaron la puerta abierta. Tenía a Barb para él solo y no oía una palabra de lo que estaba cantando.
La contempló. Inventó su propia letra. Ella lo abrazó con sus ojos y con su boca.
El griterío se apagó lentamente. Pete se preparó para el jodido gran alarido.
FIN
JAMES ELLROY, Nació el 4 de marzo de 1948 en Los Ángeles, California. Su verdadero nombre es Lee Earle Ellroy. Es uno de los más famosos escritores de novela negra contemporánea, así como también un escritor de "ensayos" o artículos dedicados a analizar y desglosar crímenes reales. Se caracteriza por poseer una narrativa "telegráfica", la cual omite palabras que otros escritores considerarían necesarias o fundamentales, en otras palabras aprovecha la dureza y fuerza de la lengua inglesa para dar frases duras, cortantes y ambiguas. Decir mucho con pocas palabras como si la economía verbal fuese fundamental. Emplea mucho la llamada "aliteración" que es una figura literaria en la cual las frases riman unas con otras y son cadenciosa y repetitivamente subyugantes para el lector. Continúa la evolución directa de la novela policial que iniciaron Dashiell Hammett y Raymond Chandler en los años 30, caracterizada por su dureza; es el subgénero que los norteamericanos han denominado hard boiled. Sus libros se caracterizan por su oscuro humor y retrato de la Norteamérica autoritaria, racista y conservadora. Otro punto es el pesimismo que envuelve a los personajes, la decadencia y la ausencia total de esperanza. Ello explica el sobrenombre que se la ha dado como "Demon Dog of American Crime Fiction" (El Perro Demoníaco de la literatura policíaca de Estados Unidos). Ellroy forma parte de la última constelación de la novela negra norteamericana, formada por James B. Sallis, Walter Mosley, Elmore Leonard, James Crunley y Ed McBain.
B I B L I O G R A F I A