Authors: Fredric Brown
Bela Joad cogió un cigarrillo de la cajita que había encima del escritorio de Rand; se encendió automáticamente tan pronto como lo tuvo en los labios. Era un cigarrillo verde y Joad sacó dos nubecillas de humo verde por la nariz, antes de contestar, casi sin interés aparente:
—¿Tiene alguna sugerencia que ofrecer, Rand?
—He tenido dos ideas —dijo Rand—, pero ya las he desechado. La primera es que las máquinas habían sido preparadas, con el fin de que declarasen a favor de los delincuentes. La segunda es que los técnicos que las hacen funcionar se habían puesto de acuerdo con los acusados. Pero he hecho que se investigara tanto a los hombres como a las máquinas, desde todos los puntos de vista posibles y no he podido encontrar nada sospechoso. En los casos importantes he tomado precauciones especiales. Por ejemplo, el detector que usamos en el juicio de Girard era nuevo, recién salido de la fábrica y lo comprobé en esta misma oficina. —Rand se rió—. Puse al Capitán Burke bajo el aparato y le pregunté si era fiel a su esposa. Me contestó que sí y casi rompe la aguja. De aquí salió para el Tribunal, bajo custodia especial.
—¿Y el técnico que lo hizo funcionar?
—Yo mismo me senté a los controles. Fui a aprender su uso, por las noches, durante cuatro meses.
Bela Joad asintió.
—De modo que no es la máquina ni el técnico. Hemos eliminado estas posibles causas y ahora puedo investigar de aquí en adelante.
—¿Cuánto tiempo le va a llevar, Joad?
—No tengo la menor idea.
—¿Puedo ayudarle en algo? ¿Algo que necesite para empezar a trabajar?
—Sólo una cosa, Dyer. Necesito una lista de los delincuentes que han conseguido vencer al detector y el expediente de cada uno de ellos. Sólo de aquellos en los que estemos totalmente seguros de que han cometido los crímenes imputados. Si hay alguna duda razonable, no los ponga en la lista. ¿Cuándo podré tener esta lista?
—Ahora mismo; la tenía hecha pensando en el día que podríamos hablar de este asunto. Es un informe muy largo, de modo que lo he microcopiado —dijo Rand, mientras entregaba a Bela Joad un pequeño sobre.
—Gracias —dijo Joad—. No vendré a verle a menos de que tenga alguna información importante o necesite su cooperación. Creo que lo primero que voy a hacer, va a ser preparar un asesinato para que podamos poner al asesino enfrente del detector.
Los ojos de Dyer Rand se abrieron.
—¿A quién se va a asesinar?
—A mí —dijo Bela Joad sonriendo.
Cuando llegó a su hotel, sacó el sobre que Rand le había dado y pasó varias horas estudiando los microfilms con su microlector de bolsillo, hasta que pudo repetir palabra por palabra su contenido, de memoria. Luego quemó los films y el sobre.
Después de aquello, Bela Joad pagó su cuenta en el hotel y desapareció, pero un hombre bajito que no se parecía ni remotamente a Joad, alquiló un cuarto en un hotel barato, bajo el nombre de Martin Blue. El hotel estaba en Lakeshore Drive, que entonces era el corazón del hampa de Chicago.
El mundo criminal de Chicago había cambiado menos, en cincuenta años, de lo que uno podía suponer. Las pasiones humanas no cambian, o lo hacen muy lentamente. Era cierto que ciertos delitos habían disminuido apreciablemente, pero por el contrario, el juego había aumentado. La seguridad y el bienestar de que todos disfrutaban era quizás un factor dominante en ese aumento. Ya no había necesidad de ahorrar para la vejez como, en épocas pasadas, habían hecho unos cuantos.
El juego era un campo propicio para los criminales y ellos cultivaban ese campo adecuadamente. Una técnica muy adelantada había aumentado el número de formas de juego, y al mismo tiempo había mejorado la eficiencia de los sistemas utilizados para dar ventaja a los fulleros. El juego con trampa era un negocio enorme, y diariamente ocurrían muertes y luchas entre bandas que se disputaban los derechos territoriales para sus casas de juego, del mismo modo que habían luchado por las mismas causas en los días idos de la prohibición, cuando el alcohol era el rey del crimen. Aún existían cabarets y clubs nocturnos, pero ése era un negocio de menor importancia. La gente había aprendido a beber con moderación. Y las drogas eran una cosa pasada, aunque aún se hacía algún tráfico en ellas.
Todavía había robos y atracos, aunque no con tanta frecuencia como cincuenta años atrás.
El asesinato era ligeramente más frecuente. Sociólogos y criminólogos diferían respecto a las razones para este aumento en los delitos de esa categoría.
Las armas de defensa y ataque habían, desde luego, mejorado mucho, pero no incluían las atómicas. Todas las armas atómicas y subatómicas eran rígidamente controladas por el Ejército y nunca eran usadas, ni por la policía ni por los delincuentes. Eran demasiado peligrosas; la pena de muerte era obligatoria para cualquiera a quien se encontrara en posesión de un arma atómica.
Pero las pistolas y revólveres que poseían el criminal de 1999, eran muy eficaces. Eran mucho más pequeñas, más compactas y completamente silenciosas. Tanto las pistolas como las municiones estaban hechas de magnesio superduro y eran muy ligeras. El arma más común era la pistola del calibre 16 —tan mortal como la 45 del tiempo pasado, porque los diminutos proyectiles eran explosivos— y hasta una pequeña pistola de bolsillo contenía de cincuenta a cien balas.
Pero volvamos a Martin Blue, cuya entrada en el mundo del hampa coincidió con la desaparición de Bela Joad del hotel de este último.
Se vio muy pronto que Martin Blue no era un hombre agradable. No tenía medios de vida aparente, aparte del juego y parecía perder, en pequeñas cantidades, más de lo que ganaba. Casi se vio metido en dificultades por una cuestión de un cheque sin fondos, que entregó para saldar sus pérdidas en un garito, pero pudo evitar que lo liquidaran pagando al día siguiente en efectivo. Lo único que leía era el Microdiario de las carreras y bebía mucho, casi siempre en una taberna con una sala de juego clandestina en la trastienda que antes había sido propiedad de Gyp Girard. Una vez le dieron una paliza, porque defendió a Gyp Girard ante un comentario del actual propietario, quien dijo que Gyp había perdido el valor y se había vuelto honrado.
Durante una temporada la suerte se volvió contra Martin y éste se vio tan apurado que tuvo que emplearse como camarero, en el bar de un garito en el Boulevard Michigan, llamado Sucio Joe, quizá porque el dueño del local, Joe Zatelli, era considerado como uno de los hombres más bien vestidos de Chicago, y eso en los años de fin de siglo, cuando los trajes de piel de leopardo (piel sintética, pero más fina y cara que la verdadera piel de leopardo) eran muy comunes y todo el mundo usaba ropa interior de seda plástica.
Entonces le sucedió una cosa muy graciosa a Martin Blue. Joe Zatelli lo mató. Lo sorprendió, después de haber cerrado, mientras robaba la caja del bar y en el momento en que Martin daba media vuelta para huir, Zatelli disparó. Hizo tres disparos para asegurarse. Y luego Zatelli, quien nunca había confiado en los cómplices, puso el cuerpo en su coche y lo abandonó en una calleja detrás de un teleteatro.
El cuerpo de Martin Blue se levantó y se fue a ver al jefe Rand para decirle personalmente lo que quería que se hiciera.
—Se ha arriesgado mucho, Joad —dijo Rand.
—No lo crea —contestó Blue—. Yo había puesto cartuchos de fogueo en su pistola y estaba bien seguro de que usaría aquella arma. Y no se va a enterar de qué clase de cartuchos lleva, a menos de que se trate de matar a otra persona. Tienen toda la apariencia de cartuchos verdaderos. Y además llevaba un chaleco especial bajo el traje. Flexible para facilitar los movimientos y acolchado por encima para que parezca carne al contacto, y desde luego no pudo sentir el latido del corazón cuando me cogió para llevarme al coche. Y estaba preparado para emitir un sonido como el de las balas explosivas al estallar en el interior.
—¿Y qué habría pasado si hubiese cambiado de pistola o de balas?
—¡Oh!, ese chaleco es a prueba de balas de cualquier arma, excepto las atómicas. El peligro estaba en que se le ocurriese alguna forma extravagante de hacer desaparecer el cuerpo. Me las habría arreglado, desde luego, pero se habría estropeado el plan que me ha costado tres meses de preparación. Pero tenía bien estudiada su forma de operar y estaba seguro de lo que haría. Y ahora esto es lo que quiero que haga usted, Dyer.
Los periódicos y programas de televisión de la mañana siguiente, difundieron la noticia de que había sido encontrado el cuerpo de un hombre sin identificar, en cierta callejuela de los barrios bajos. Al mediodía se informó al público de que el muerto había sido identificado como un tal Martin Blue, un ratero de poca categoría que había vivido en Lakeshore Drive, en el corazón de Chicago. Y a la noche, ya se rumoreaba en todos los bares y cabarets de la ciudad que la policía sospechaba de Joe Zatelli, que había sido el patrón de Martin Blue, y que posiblemente lo iban a detener para ponerle ante el detector.
Varios agentes de paisano vigilaron el local de Zatelli, tanto la entrada principal como la trasera, para ver dónde iría si es que salía a la calle. Vigilando el frente del local había un hombre pequeño, con la estatura de Bela Joad o Martin Blue. Desgraciadamente, a Zatelli se le ocurrió salir por la puerta trasera y consiguió despistar a los detectives que le siguieron la pista.
Lo detuvieron a la mañana siguiente, a pesar de todo, y lo llevaron a jefatura. Lo pusieron enfrente del detector de mentiras y le preguntaron qué sabía sobre Martin Blue. Zatelli admitió que Blue había trabajado para él, pero que lo había visto por última vez, cuando Martin había dejado el trabajo, la noche del asesinato. El detector indicó que no mentía.
Entonces los policías se sacaron un as de la manga. Hicieron entrar a Martin Blue en la habitación donde se estaba interrogando a Zatelli. Pero la jugada falló. Las agujas del detector no se movieron ni una fracción de milímetro y Zatelli contempló a Blue y luego a sus interrogadores con gran indignación.
—¿Qué significa esto? —exigió—. Este tipo ni siquiera está muerto, ¿y me están preguntando si es que yo lo he matado?
Los policías aprovecharon la ocasión de tener a Zatelli allí, para preguntarle sobre unos cuantos crímenes que podía haber cometido, pero pronto se hizo aparente de acuerdo a sus contestaciones y al detector de mentiras que no había cometido ninguno de ellos. Al final lo pusieron en libertad.
Desde luego aquello fue el fin de Martin Blue. Después de mostrarse ante Zatelli en la jefatura, igual podía estar muerto en aquella calleja, para lo que les iba a servir de ahora en adelante.
Bela Joad comentó con el jefe Rand.
—Bien, de todos modos, ahora lo sabemos.
—¿Qué es lo que sabemos?
—Tenemos la seguridad de que el detector está siendo engañado sistemáticamente. Era posible que se hubieran cometido una serie de detenciones equivocadas con anterioridad. Inclusive las pruebas que le di contra Gerard podían haber estado equivocadas. Pero ahora sabemos que Zatelli venció a la máquina. Solamente siento que Zatelli no hubiera salido por la puerta principal, de modo que yo hubiese podido seguirle; ahora podríamos tener el caso completamente resuelto, en vez de conocer sólo una parte de él.
—¿Va a regresar? ¿Tendremos que empezar de nuevo?
—Sí, pero no del mismo modo. Esta vez tengo que estar en el otro extremo de un asesinato, y voy a necesitar su ayuda para eso.
—La tendrá. Pero, ¿no quiere decirme qué es lo que piensa hacer?
—Me temo que no me es posible, Dyer. Es sólo una idea muy vaga. En realidad, la he tenido desde que empecé a trabajar en este asunto. ¿Querrá hacerme otro favor, Dyer?
—Desde luego. ¿Qué es?
—Ponga uno de sus hombres a seguir a Zatelli y que vigile todo lo que haga de ahora en adelante. Ponga otro en la pista de Gyp Girard. En realidad, quisiera que usara todos los hombres de que pueda disponer y que vigilen a cada uno de los hombres de los que estamos seguros de que se han burlado del detector durante estos dos últimos años. Y que se mantengan siempre a distancia, que no dejen que esos tipos se den cuenta de que están siendo seguidos. ¿Podrá hacerlo?
—No sé qué es lo que busca, pero lo haré. ¿No puede decirme nada? Joad, esto es importante. No olvide que no se trata de un caso rutinario. Esto es algo que puede llevar al derrumbe de la ley.
Bela Joad sonrió.
—El asunto no es tan grave, Dyer. La ley que se pueda aplicar contra el hampa, desde luego. Pero usted está consiguiendo su porcentaje usual de condenas para los crímenes y delitos que no son cometidos por profesionales.
Dyer Rand lo miró confuso.
—¿Y qué es lo que esto tiene que ver con nuestro caso?
—Quizá tenga mucha importancia. Es por esto que aún no le puedo decir nada. Pero no se preocupe. —Joad se inclinó a través de la mesa y golpeó en el hombro del jefe, y en aquel momento los dos parecían, aunque ellos no se dieran cuenta, como si un «foxterrier» le extendiera la pata a un gran «San Bernardo».
—No se preocupe, Dyer. Le prometo que le traeré la solución. Aunque quizá no podrá hacer uso de ella.
—¿Sabe realmente lo que está buscando?
—Sí. Estoy buscando a un criminólogo que desapareció hace más de dos años. El Dr. Ernst Chappel.
—¿Usted cree...?
—No estoy seguro. Por esto quiero encontrar al Dr. Chappel.
Y esto fue todo lo que Rand pudo conseguir de Joad. Bela Joad abandonó la oficina de Dyer Rand y regresó al hampa.
Y en el bajo mundo de Chicago apareció una nueva estrella. Quizá deberíamos llamarla una nova más bien que simplemente una estrella, tan rápidamente se convirtió en famoso o notorio. Físicamente, era un hombre bajito, no más alto que Bela Joad o Martin Blue, pero no era una persona de maneras corteses como Joad ni una hiena como Blue. Tenía lo necesario para imponerse en un mundo de malhechores y sabía utilizar bien sus cualidades. Se hizo el dueño de un pequeño club nocturno, pero era sólo para cubrir las apariencias. Detrás de esa fachada, sucedían muchas cosas, cosas de las que la policía aún no podía acusarle, y las que no parecían conocer, pero el bajo mundo estaba bien enterado.
Su nombre era Willie Ecks, y nadie en el mundo del hampa hizo amigos y enemigos con mayor rapidez. Tenía muchos de cada; los primeros eran poderosos y los segundos peligrosos. En otras palabras, ambos eran el mismo tipo de personas.