Anna se inclinó hacia él, rodeó con sus brazos la calva cabeza de su esposo, y alzó la vista con aire de reto.
—¡Ya está aquí —exclamó—, bien lo sabía! ¡Adiós ahora, adiós a todos…, ya han vuelto! ¿Por qué no se van? ¡Quitadme de encima todas estas pieles!
El doctor recostó a la enferma sobre las almohadas y cubrió sus brazos con la colcha, sin que Anna, mirando siempre con ojos brillantes, opusiese la menor resistencia.
—Recuerda —continuó— que solo he pedido tu perdón; no pido más. ¿Y por qué no viene él? —añadió, mirando hacia la puerta—. ¡Ven, ven, dame la mano!
Vronski se acercó al lecho, y al ver a Anna ocultó el rostro entre las manos.
—¡Descubre tu semblante y míralo! —dijo la enferma—. ¡Es un santo! Sí, descúbrete —repitió, con acento irritado—. Alexiéi Alexándrovich, separa las manos de su rostro para que yo lo vea.
Karenin cogió las manos de Vronski y las apartó, dejando ver su rostro desfigurado por el sufrimiento y la humillación.
—Dale la mano, perdónalo.
Alexiéi Alexándrovich presentó la mano, sin tratar de contener sus lágrimas.
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —exclamó Anna—. Ahora está ya todo dispuesto; estiraré un poco las piernas…, así. ¡Qué feas son estas flores —añadió, señalando el papel que revestía las paredes de su habitación—; no parecen violetas! ¡Dios mío!, ¿cuándo acabará esto? ¡Déme usted morfina, doctor, morfina! ¡Dios mío, Dios mío!
Y se agitó en su lecho.
Los médicos decían que con semejante fiebre todo era de temer. La enferma pasó todo el día presa del delirio; llegada la medianoche, apenas tenía pulso y se esperaba su fin a cada instante.
Vronski se fue a su casa, pero volvió a la mañana siguiente para preguntar si había novedad. Alexiéi Alexándrovich lo recibió en la antecámara; lo invitó a quedarse, para en caso de que la enferma preguntara por él, y él mismo lo condujo a la alcoba. Por la mañana se produjo la misma agitación y viveza, seguidas otra vez del delirio; y como al tercer día se presentaran iguales síntomas, los médicos recobraron la esperanza. En este mismo día, Alexiéi Alexándrovich entró en el gabinete donde estaba Vronski, cerró la puerta y se sentó frente a él.
—Alexiéi Alexándrovich —dijo Vronski adivinando que había llegado el momento de la explicación—, me siento incapaz de hablar ni de comprender; compadézcase usted de mí, y por mucho que sea su pesar, crea que el mío es más terrible aún.
Y quiso levantarse; pero Karenin lo detuvo, diciéndole:
—Haga usted el favor de escucharme, porque es indispensable; me veo en la precisión de explicarle la naturaleza de los sentimientos que me guían, y me guiarán aún, a fin de que no incurra usted en ningún error respecto a mí. Ha de saber usted que yo estaba resuelto a entablar el divorcio, para lo cual había dado los primeros pasos, y no quiero ocultarle que al proceder así he vacilado, porque me dominaba el deseo de vengarme. Al recibir el telegrama que me llamaba, este deseo subsistía aún; y hasta diré que deseaba su muerte; pero… —se detuvo un instante, reflexionando sobre la oportunidad de descubrir todo su pensamiento— he vuelto a verla y la he perdonado sin restricción. La felicidad de poder perdonar me ha mostrado claramente mi deber; presento la otra mejilla para recibir el bofetón; doy mi último vestido al que me despoja, y solo pido a Dios que me conserve la alegría del perdón.
Las lágrimas llenaban sus ojos; su mirada, luminosa y serena, llamó la atención de Vronski.
—He aquí —continuó— mi verdadera situación; podrá usted arrastrarme por el fango y ponerme en ridículo ante todo el mundo, mas no abandonaré por eso a mi esposa ni le dirigiré reprensión alguna; mi deber es claro y preciso; debo permanecer con ella, y permaneceré; si desea verlo, se le avisará; mas creo que será mejor que se aleje usted por ahora.
Karenin se levantó, con la voz ahogada por los sollozos; y Vronski se puso en pie también, pero del todo encorvado, mirando de reojo a Karenin y sin comprender los sentimientos de aquel. Se confesaba, sin embargo, que era un orden de ideas superior, inconciliable con una concepción vulgar de la vida.
D
ESPUÉS
de esta conversación, cuando Vronski salió de la casa de Karenin, se detuvo en el zaguán, preguntándose dónde estaba y qué debía hacer; humillado y confuso, se veía privado de todo medio de lavar su vergüenza y arrojado fuera de la vía por donde hasta entonces avanzó siempre orgullosamente, sin la menor dificultad. Todas las reglas que habían servido de base en su vida, y que él creía inatacables, resultaban ahora falsas y engañosas; el marido engañado, aquel triste personaje que hasta entonces considerara como un obstáculo accidental, y a veces cómico, para su dicha, acababa de elevarse a una altura que inspiraba respeto, y en vez de parecer falso y ridículo, se mostraba sencillo, grande y generoso. Vronski no podía ocultarse que los papeles habían cambiado, comprendía la grandeza, la rectitud de Karenin y su propia conducta, que ahora le parecía vil; aquel esposo engañado era magnánimo en su dolor, mientras que él se reconocía pequeño y mísero; pero este sentimiento de inferioridad respecto al hombre a quien había despreciado injustamente no era más que una pequeña parte de su dolor.
Lo que lo afligía sobre todo era la idea de perder a Anna para siempre, porque su pasión, enfriada un momento, se había despertado más violenta que nunca. Durante su enfermedad pudo conocerla mejor, y creía no haberla amado jamás; sería necesario perderla ahora, cuando ya la conocía y amaba verdaderamente, y dejar, al perderla, el recuerdo más humillante. Recordaba con horror el momento ridículo y odioso en que Alexiéi Alexándrovich le había apartado las manos del semblante; e inmóvil en el zaguán de la casa de Karenin parecía no saber dónde estaba ni qué hacía.
—¿Llamo a un cochero? —preguntó el conserje.
—Sí, llámalo.
Cuando entró en su casa, después de tres noches de insomnio, Vronski se tendió en un sofá sin desnudarse, con los brazos cruzados sobre la cabeza. Las reminiscencias, los pensamientos, las impresiones más extrañas se sucedían en su espíritu con singular lucidez. Unas veces se figuraba que daba una poción a la enferma, otras veces que contemplaba las blancas manos de la comadrona, y después la singular actitud de Alexiéi Alexándrovich, arrodillado junto al lecho.
«¡Dormir, olvidar!», se dijo con la tranquila solución del hombre que, hallándose en su estado normal, sabe que puede reposar si está cansado. Sus ideas se embrollaron muy pronto, y le pareció caer en el abismo del olvido; pero de pronto, en el momento que abandonaba la vida real, como si las olas de un océano hubiesen pasado sobre su cabeza, una violenta sacudida eléctrica pareció agitar su cuerpo sobre los muelles del diván, y se halló de rodillas, con los ojos tan abiertos como si no hubiese pensado en dormir y sin experimentar el menor cansancio.
«Podrá usted arrastrarme por el fango…»
Estas palabras de Alexiéi Alexándrovich resonaban en sus oídos, y aún creía verlo ante sí, y también el rostro encendido de Anna, y sus ojos brillantes, que miraban con ternura no a él, sino a su esposo; pensaba también en lo ridículo que debió parecer cuando Alexiéi Alexándrovich le separó las manos del rostro; y echándose hacia atrás en el diván, cerró los ojos, murmurando:
—¡Dormir, olvidar!
Un momento después se representó el rostro de Anna más radiante que nunca, tal como lo vio el día memorable de las carreras.
—¡Es imposible, y no será así! —murmuró—. ¿Cómo quiere ella borrar este recuerdo? ¡Yo no puedo vivir así! ¿Cómo reconciliarnos?
Pronunciaba estas palabras en voz alta, sin saber lo que decía, y esta repetición maquinal impidió durante algunos segundos que los recuerdos y las imágenes que le acosaban volvieran a reproducirse; pero los dulces momentos del pasado y las recientes humillaciones recobraban muy pronto su imperio.
Vronski permaneció así echado, buscando el sueño sin esperanza de encontrarlo y murmurando algunas frases para alejar las nuevas y desconsoladoras alucinaciones que le asediaban. Le parecía oír su propia voz, que repetía con singular persistencia: «No has sabido apreciarla; no has sabido aprovecharte».
«¿Me volveré loco? —preguntóse al fin—. Tal vez. ¿Por qué se vuelve uno loco y por qué se suicida?»
Contestándose a sí mismo, abrió los ojos, y su mirada se posó en un cojín bordado por su cuñada Varia; entonces fijó en ella su recuerdo, pero una idea extraña a la que lo acosaba era para él nuevo martirio: «No —se dijo—, es preciso dormir». Y acercando a su cabeza el cojín, hizo un esfuerzo y procuró conservar los ojos cerrados. De pronto, se incorporó y se estremeció, murmurando: «Todo ha concluido para mí ¿Qué puedo hacer ya?». Y se representaba la vida sin Anna.
La ambición, Serpujovskói, el mundo, la corte; todo esto podía tener algún sentido en otro tiempo; ahora, no. Vronski se levantó, se despojó de la levita y de la corbata para poder respirar más libremente, y comenzó a pasear por la habitación. «Así es como uno se vuelve loco —repitió—; así es como uno se suicida…, para evitar la vergüenza», añadió, lentamente.
Se dirigió hacia la puerta; después, con la mirada fija y apretados los dientes, se acercó a la mesa, cogió un revólver, lo examinó y lo cargó. Cuando hubo reflexionado durante dos minutos, completamente inmóvil, con el arma en la mano y la cabeza inclinada, su espíritu se fijó al parecer en una sola idea. «Ciertamente —se dijo, y esta decisión parecía ser resultado lógico de una serie de pensamientos; pero en el fondo giraba siempre en el mismo círculo de impresiones que hacía una hora recorría por centésima vez—, ciertamente», repitió; y apoyando el revólver en el lado izquierdo de su pecho, oprimió el gatillo. El golpe violento que recibió lo hizo caer, sin que oyese la menor detonación, y al tratar de cogerse en el reborde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y cayó al suelo, mirando a su alrededor con asombro. Su habitación le parecía desconocida; los pies torneados de la mesa y el cesto de los papeles, la piel de tigre, todos estos objetos tenían un aspecto distinto. Los pasos de su criado, que acudía presuroso, lo hicieron volver en sí; entonces comprendió que estaba en el suelo, y al ver sangre en sus manos y en la piel de tigre, se dio cuenta de lo que había hecho. «¡Qué torpeza, me ha fallado el tiro!», pensó, buscando en la mano la pistola que estaba junto a él; pero perdió el equilibrio y cayó de nuevo bañado en sangre.
El ayuda de cámara, hombre sensible, que se quejaba siempre de la delicadeza de sus nervios, se espantó de tal modo al ver a su amo, que dejándolo en el suelo, corrió en busca de auxilio.
Una hora después llegó Varia, la cuñada de Vronski, y con ayuda de tres médicos que había ido a buscar, consiguió que se acostase el herido. A partir de ese momento hizo de enfermera.
A
LEXIÉI
Alexándrovich no había previsto el caso de restablecerse su esposa, después de obtener el perdón; el error se le representó en toda su gravedad dos meses después de su regreso de Moscú; pero si lo había cometido fue porque desconociera hasta allí su propio corazón. Cerca del lecho de su esposa moribunda había experimentado, por primera vez en su vida, ese sentimiento de compasión enternecida que inspiran los dolores de otro, y contra el cual luchó siempre, como se lucha para combatir una peligrosa debilidad. El remordimiento por haber deseado la muerte de Anna, la compasión que esta le inspiró y, sobre todo, la satisfacción de haber perdonado, transformaban las angustias morales de Karenin en una paz profunda, convirtiendo la pena en alegría; todo cuanto había juzgado incomprensible en su odio y su cólera era ya sencillo porque amaba y perdonaba.
Había perdonado a su esposa y la compadecía, así como se lamentaba también del acto desesperado de Vronski. Su hijo, del cual sentía ya no haber hecho caso alguno, le daba lástima; y en cuanto a la recién nacida, sentía por ella, más que compasión, ternura. Al ver aquella pobre criatura casi abandonada durante la enfermedad de su madre, cuidó de ella, y sin echarlo de ver, le tomó cariño. El aya y la nodriza lo veían entrar varias veces en la habitación de los niños; intimidadas al principio, se acostumbraron poco a poco a su presencia; a veces permanecía allí media hora, contemplando el rostro colorado de la niña que no era suya, y observando sus movimientos cuando con el dorso de sus manecitas se frotaba los ojos. En tales instantes Alexiéi Alexándrovich estaba tranquilo, y no veía nada de anormal en su situación, nada que quisiera cambiar.
Y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, reflexionaba que no se le permitiría contentarse con aquella situación que para él era natural, y que nadie, sin embargo, aceptaría.
Fuera de la fuerza moral, casi santa, que lo guiaba interiormente, sentía otra brutal, pero poderosa, que dirigía su vida a pesar suyo, sin concederle la calma.
A su alrededor, todos parecían interrogar su actitud, sin comprenderla, esperando de él alguna cosa muy diferente.
En cuanto a las relaciones con su esposa, no eran naturales ni estables.
Cuando hubo cesado el enternecimiento producido por la aproximación de la muerte, Alexiéi Alexándrovich observó hasta qué punto Anna temía su presencia, sin atreverse a mirarlo de frente; parecía perseguida siempre por un pensamiento que no se atrevía a expresar; y era que ella también presentía la corta duración de las relaciones actuales, y esperaba alguna cosa de su esposo, sin saber qué.
Hacia fines de febrero, la niña, a la cual se había dado el nombre de la madre, enfermó; Alexiéi Alexándrovich, que la vio una mañana antes de ir al ministerio, envió a buscar al médico; y al volver, a las cuatro, encontró en la antecámara un lacayo muy galoneado que parecía guardar un manto forrado de piel blanca.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—La princesa Yelizavieta Fiódorovna Tverskaia —contestó el lacayo.
Y Alexiéi Alexándrovich creyó observar que sonreía.
Durante todo aquel penoso periodo, Karenin había notado un interés muy particular hacia él y su esposa por parte de sus amigos mundanos, y en particular de las damas; observaba en todos cierta expresión alegre, mal disimulada en los ojos del abogado, y que veía también en los del lacayo. Cuando lo encontraban y se le preguntaba por su salud, sus interlocutores parecían todos muy satisfechos, como si se tratase de arreglar alguna boda.