Ana Karenina (61 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
6.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

La presencia de la princesa no podía agradar a Karenin; jamás le había sido simpática, y le hacía evocar además enojosos recuerdos, por lo cual se dirigió sin detenerse a la habitación de los niños.

En el primer aposento, Seriozha, inclinado sobre la mesa y con los pies en una silla, dibujaba y hablaba; el aya inglesa, que había sustituido a la francesa poco después de la enfermedad de Anna, se levantó e hizo una reverencia al ver a Karenin, y puso después al niño en pie.

Alexiéi Alexándrovich acarició a su hijo, contestó a las preguntas del aya sobre la salud de la señora y preguntó qué había dicho el médico respecto a la niña.

—El doctor no encuentra nada grave, y ha prescrito unos baños.

—Sin embargo, debe sufrir —replicó Karenin—, pues la oigo llorar.

—Creo que la nodriza no es buena —dijo la inglesa, con aire de convencimiento.

—¿Por qué lo cree usted así?

—Porque he visto una cosa análoga en casa de la condesa Paul; se prodigaban medicamentos a un niño, y lo único que le irritaba era la falta de alimento, porque la nodriza no tenía leche.

Alexiéi Alexándrovich reflexionó y un momento después entró en la segunda pieza, la niña gritaba, echada en los brazos de su nodriza, y no quería el pecho, sin que pudiesen calmarla las dos mujeres inclinadas sobre ella.

—¿No está mejor? —preguntó Karenin.

—Parece muy agitada —contestó a media voz la niñera.


Miss
Edward cree que la nodriza no tiene leche.

—Así me parece a mí también.

—¿Por qué no lo ha dicho usted?

—¿A quién se lo digo? Anna Arkádievna continúa enferma —contestó la niñera, con expresión de descontento.

Esta mujer servía en la casa hacía muchos años, y sus sencillas palabras extrañaron a Karenin, pues le pareció que aludían a su posición.

La niña gritaba con más fuerza que nunca, hasta perder el aliento; la niñera volvió a tomarla de los brazos de la nodriza y comenzó a mecerla para calmarla.

—Será preciso rogar al doctor que examine a la nodriza —dijo Alexiéi Alexándrovich.

La nodriza, mujer sana y fuerte, con ropas bonitas, temerosa de perder su colocación, sonrió con desdén al pensar que pudiera sospecharse que no tuviera leche, y se cubrió el pecho. Su sonrisa pareció también irónica a Karenin, que fue a sentarse, con expresión de tristeza, sin perder de vista a la niñera mientras tuvo a la criatura en brazos. Cuando hubo vuelto a colocarla en la cuna, alejándose de allí, Alexiéi Alexándrovich se acercó de puntillas a la criatura, la miró silenciosamente y salió después poco a poco, sonriendo.

Al entrar en el comedor, dio orden para que fueran a buscar al médico, y disgustado al ver que su esposa se cuidaba tan poco de la encantadora niña, no quiso entrar a verla ni encontrar tampoco a la princesa Betsi; pero como su esposa podía extrañar que no entrase como de costumbre, hizo un esfuerzo y se dirigió hacia la puerta. La conversación siguiente llegó a sus oídos, bien a su pesar, pues al acercarse, una espesa alfombra ahogaba el ruido de sus pasos.

—Si no marchase, comprendería la negativa de usted y la suya, pero Alexiéi Alexándrovich debe sobreponerse a eso —decía Betsi.

—No es cuestión de mi esposo, sino mía; no me hable usted más de eso —contestaba la voz conmovida de Anna.

—Sin embargo, debe usted desear ver otra vez al que ha estado a punto de morir por su amor…

—Por eso mismo no quiero volver a verlo.

Karenin se detuvo, estaba nervioso, como si fuese culpable; de buena gana se hubiera alejado sin ser oído, pero reflexionando que aquella retirada sería poco digna, prosiguió su camino tosiendo; las voces callaron, y entró en la habitación.

Anna, con bata de color gris y su negro cabello cortado, estaba sentada en una silla larga. Toda su animación desapareció, como de costumbre, al ver a su esposo; inclinó la cabeza y dirigió una inquieta mirada a Betsi. Esta última, vestida a la última moda, con un sombrerito en la parte superior de la cabeza, a semejanza de una pantalla en un quinqué, y una falda de vivos colores, estaba junto a su amiga; se mantenía tan erguida como era posible, y saludó a Karenin con una sonrisa irónica.

—¡Ah! —exclamó con expresión de asombro—, celebro encontrarlo en su casa; no se presenta usted en ninguna parte, y no lo he visto desde la enfermedad de Anna; por otros he sabido de sus cuidados. ¡Sí, es usted un marido extraordinario!

Y le dirigió una mirada cariñosa y significante que debía considerarse como una medalla de generosidad para Karenin por la conducta observada con su esposa.

Alexiéi Alexándrovich saludó fríamente, y besando la mano de Anna, preguntó por su salud.

—Me parece que estoy mejor —contestó, evitando su mirada.

—Sin embargo, parece que tiene usted una animación febril —repuso Alexiéi Alexándrovich, recalcando la última palabra.

—Hemos hablado en demasía —dijo Betsi—, lo cual es egoísmo de mi parte, y, por tanto, me voy.

Y se levantó, pero Anna, que se había ruborizado, la detuvo por el brazo.

—Le ruego que no se vaya —repuso—, pues aún quiero decirle… no, a usted… —dijo volviéndose hacía su esposo, con la cara y el cuello sonrojado—. No quiero ni puedo ocultarle nada…

Alexiéi Alexándrovich inclinó la cabeza, haciendo crujir sus dedos.

—Betsi me ha dicho —continuó— que el conde Vronski deseaba venir aquí para despedirse antes de su marcha a Tashkent.

Anna hablaba deprisa, sin mirar a su esposo, y como deseosa de concluir cuanto antes.

—Yo he contestado —añadió— que no podía recibirlo.

—Ha contestado usted, amiga mía —dijo Betsi, corrigiendo a Anna—, que esto dependía de Alexiéi Alexándrovich.

—No, no puedo recibirlo, y esto no concluiría…

Se detuvo de pronto, interrogando a su marido con la mirada, pero Karenin había vuelto la cabeza.

—En una palabra —añadió—, no quiero…

Alexiéi Alexándrovich se acercó a su esposa e hizo ademán de cogerle la mano.

El primer impulso de Anna fue retirarla, pero se dominó y estrechó la de su marido.

—Le doy las gracias por su confianza… —comenzó a decir Karenin, pero al mirar a la princesa se interrumpió, avergonzado y molesto.

Lo que podía juzgar y decir fácilmente hallándose solo le era imposible en presencia de Betsi, en quien se encarnaba para él esa fuerza brutal independiente de su voluntad, y dueña, sin embargo, de su vida; delante de ella no podía experimentar sentimiento generoso de amor y perdón.

—Vamos, adiós, querida mía —dijo Betsi, levantándose y abrazando a Anna antes de salir.

Karenin la acompañó hasta la puerta.

—Alexiéi Alexándrovich —dijo Betsi, deteniéndose en medio de la habitación para estrecharle una vez más la mano de una manera significativa—, reconozco que es usted un hombre sinceramente generoso, y lo aprecio tanto que me permitiré darle un consejo, aunque no tengo interés alguno en la cuestión: reciba usted a Vronski, que es el honor personificado, y que marcha mañana a Tashkent.

—Le agradezco su simpatía y consejo, princesa; la cuestión es saber si mi esposa puede o quiere también recibir a alguien: ella lo decidirá.

Pronunció estas palabras con dignidad, elevando las cejas como de costumbre, pero comprendió al punto que, cualesquiera que fuesen sus palabras, esta dignidad no era compatible con su situación. La sonrisa irónica y maligna con que Betsi escuchó sus palabras, lo demostraba lo suficientemente.

XX

D
ESPUÉS
de despedirse de Betsi, Karenin volvió a la habitación de su esposa; Anna seguía ocupando su silla, mas al oír los pasos de su marido, se levantó precipitadamente, y lo miró con expresión de espanto. Karenin reconoció que había llorado.

—Te agradezco mucho tu confianza —dijo con dulzura, repitiendo en ruso la contestación que había dado en francés delante de Betsi; esta manera de tutear en ruso irritaba a Anna, a pesar suyo—; te agradezco tu resolución, porque me parece, como a ti, que desde el momento en que el conde Vronski se marcha, no hay necesidad de recibirlo. Por otra parte…

—Pero, puesto que lo he dicho, ¿a qué hablar más del asunto? —interrumpió Anna, con una irritación que no podía dominar.

«Para nada necesita —pensó— un hombre que ha querido matarse despedirse de la mujer a quien ama, y que, por su parte, no puede vivir sin él. ¡Para nada!»

Anna oprimió los labios, fijó la mirada de sus brillantes ojos en las venas dilatadas de las manos de su marido, que este frotaba porfiadamente una contra otra.

—No hablemos más de eso —añadió con más calma.

—Te he dejado en plena libertad de resolver esta cuestión y me alegro de ver… —comenzó a decir de nuevo Alexiéi Alexándrovich.

—Que mis deseos están conformes con los de usted —añadió Anna vivamente, completando la frase y enojada al oírle hablar tan despacio, cuando ella sabía de antemano lo que iba a decirle.

—Sí —dijo Alexiéi Alexándrovich—; la princesa Tverskaia hace muy mal en mezclarse en asuntos de familia penosos; y además…

—No creo nada de lo que cuentan de ella —dijo Anna—; solo sé que me quiere sinceramente.

Alexiéi Alexándrovich suspiró y calló; Anna jugaba nerviosamente con el cordón de su bata, y de cuando en cuando miraba a su esposo con ese sentimiento de repulsión física de que se acusaba, aunque sin poder reprimirlo. Su mayor deseo en aquel instante era estar sola.

—He dado orden para que vayan a buscar al doctor —dijo Karenin.

—¿Para qué? Ya estoy buena.

—Para la niña, que llora mucho; dicen que la nodriza tiene poca leche.

—¿Por qué no me has permitido amamantarla? A pesar de todo —Alexiéi Alexándrovich comprendió el sentido de la frase—, es una niña, pero la dejarán morir —y Anna ordenó que trajesen a la criatura—. He querido morir cuando pedí criar a la niña y me lo negaron —dijo—, y ahora me lo echan en cara.

—Yo no reprocho…

—¡Sí, me lo reprocha usted! ¡Dios mío, por qué no habré muerto! Dispénsame; estoy nerviosa y soy injusta —añadió tratando de dominarse—; pero vete.

—«No —se dijo Alexiéi Alexándrovich al salir de la habitación de su esposa—, esto no puede continuar así.»

Jamás había pensado tanto en la imposibilidad de prolongar a los ojos del mundo semejante situación de Anna y el poder de esa fuerza misteriosa que se apoderaba de su vida para dirigirla en contradicción con las necesidades de su alma.

El mundo y su mujer exigían de él una cosa que no comprendía bien, pero esta cosa despertaba en su alma sentimientos de odio que turbaban su tranquilidad, anulando el mérito de su victoria sobre sí mismo. Anna, según él, debía romper con Vronski; pero si todo el mundo juzgaba imposible ese rompimiento, estaba dispuesto a tolerar sus relaciones, a condición de no deshonrar a los hijos ni trastornar su propia existencia.

Aquello era penoso, pero no tanto como dejar a su mujer en una posición vergonzosa y sin salida, privándose él de todo cuanto amaba. Sin embargo, reconocía su impotencia en esta lucha, y sabía de antemano que le impedirían obrar sabiamente para obligarlo a hacer el daño que todo el mundo juzgaba indispensable.

XXI

A
PENAS
había salido Betsi del comedor, cuando apareció en la puerta Stepán Arkádich, quien venía de casa de Yeliséev, donde acababan de recibir ostras frescas.

—¡Usted aquí, princesa! —exclamó—. ¡Qué feliz encuentro! Ahora vengo de su casa.

—El encuentro no será largo, pues me voy —contestó Betsi, sonriendo, mientras se abotonaba los guantes.

—Un momento, princesa, permítame usted besar su mano antes de que se la cubra. Nada me agrada tanto en las antiguas costumbres como la de besar la mano de las damas.

Y cogió la mano de Betsi.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—No es usted digno de ello —contestó Betsi, riendo.

—¡Oh, sí! Ahora comienzo a ser un hombre formal, y no solamente arreglo mis propios asuntos, sino también los de los demás —dijo con aire de importancia.

—¿De veras? Lo celebro mucho —repuso Betsi, sabiendo que se trataba de Anna.

Y entrando de nuevo en el comedor, atrajo a Oblonski hasta la parte opuesta.

—Ya verá usted —murmuró, con tono de convencimiento— cómo al fin la matará; es imposible resistir eso…

—Me alegro de que piense usted así —replicó Stepán Arkádich, moviendo la cabeza de un lado para otro con aire serio de conmiseración—. Por eso estoy en San Petersburgo.

—En toda la ciudad no se habla de otra cosa —dijo la princesa—, y semejante situación es intolerable. Anna enflaquece por momentos y su esposo no comprende que es una de esas mujeres cuyos sentimientos no se pueden tratar a la ligera. Una de dos, o se la lleva, procediendo con energía, o de lo contrario debe divorciarse, pues el estado actual concluirá con la vida de Anna.

—Sí…, sí…, precisamente —repuso Oblonski, suspirando— he venido para esto, aunque no del todo, pues acabo de ser nombrado chambelán, y es preciso dar gracias a quien corresponde. Sin embargo, es necesario arreglar este asunto.

—¡El cielo os ayude! —dijo Betsi.

Stepán Arkádich acompañó a la princesa hasta el vestíbulo, volvió a besar su mano más arriba del guante, en la muñeca, y después de permitirse un requiebro, que la princesa acogió con una sonrisa a fin de no incomodarse, se separó de ella para ir a ver a su hermana, a la cual encontró llorando. Stepán Arkádich, a pesar de su buen humor, pasó, naturalmente, de la alegría al enternecimiento poético que convenía a la disposición de espíritu de su hermana, a quien preguntó cómo seguía.

—¡Muy mal, muy mal! —contestó—. Lo mismo por la noche que por la mañana, lo mismo en el pasado que en el futuro, todo va mal.

—Siempre ves las cosas negras; es preciso recobrar valor y hacer frente a las circunstancias; ya sé que es difícil, pero…

—He oído decir que algunas mujeres aman a los hombres por sus vicios —comenzó a decir Anna de pronto—; pero lo odio por sus virtudes, y no puedo vivir con él. Compréndeme, no lo aguanto, me pongo mala físicamente nada más verlo. No puedo vivir en su compañía. ¿Qué debo hacer? He sido desgraciada, y creí que no era posible serlo más, pero esto ya traspasa todo lo que imaginé. ¿Puedes creer… que sabiendo yo que es bueno y perfecto, y hallándome persuadida de mi inferioridad, lo aborrezca por su generosidad a pesar de todo? No tengo más remedio que…

Other books

Death's Excellent Vacation by Charlaine Harris, Sarah Smith, Jeaniene Frost, Daniel Stashower, A. Lee Martinez, Jeff Abbott, L. A. Banks, Katie MacAlister, Christopher Golden, Lilith Saintcrow, Chris Grabenstein, Sharan Newman, Toni L. P. Kelner
The Line by Brandt, Courtney
Queen of Kings by Maria Dahvana Headley
For Every Evil by Ellen Hart
Written in the Scars by Adriana Locke
Sweet Perdition by Cynthia Rayne