—Lo que le dicten a usted sus convicciones.
Lievin, sonrojado y confuso, depositó su voto a la casualidad.
Los nuevos ganaron la causa; el anciano mariscal presentó su candidatura, pronunció un discurso muy conmovido, y después de ser aclamado por sus partidarios, se retiró con lágrimas en los ojos. Lievin, en pie junto a la puerta de la sala, lo vio pasar, al parecer con deseos de salir cuanto antes; la víspera había ido a verlo para tratar del asunto de la tutela, y recordaba el aire digno y respetable del anciano en su gran casa, de aspecto señorial, con sus antiguos muebles, sus viejos servidores y su anciana mujer, que llevaba gorro y un chal turco. Este mismo hombre era el que ahora, ostentando varias condecoraciones, huía como fiera acosada por los perros.
—Espero que se quedará usted con nosotros —dijo Lievin, solo por decir algo agradable.
—Lo dudo —contestó el mariscal, dirigiendo una mirada a su alrededor—; soy ya muy viejo y hay muchos jóvenes que pueden sustituirme.
Y desapareció por una puertecilla.
Por fin llegó el momento decisivo. Era preciso votar. Los responsables de ambos partidos contaban las bolas.
La discusión acerca de Fliórov dio al partido nuevo no solo un voto más, sino también tiempo para llevar a tres nobles que, gracias a las intrigas del partido conservador, no habían podido participar en las elecciones: a dos de ellos los emborracharon, al tercero le quitaron el uniforme de gala.
Al enterarse de lo ocurrido, el partido nuevo mandó buscar a los tres nobles. Trajeron al del uniforme y a uno de los borrachos.
—He traído a uno. Le he dado un buen remojón —dijo a Sviyazhski el terrateniente que fue por los borrachos—. Bueno, así sirve.
—¿Cree usted que no se caerá? —preguntó Sviyazhski.
—¡Oh, no! Con tal que no lo emborrachen mas… Ya he dado orden de que no le dejen probar ni una gota de alcohol.
L
A
sala, larga y estrecha, que hacía de comedor y salón de fumar, se llenaba de gente, y la agitación iba en aumento, pues se acercaba el momento decisivo; los jefes de las fracciones políticas, que sabían a qué atenerse respecto al número de votantes, eran los más animados; los otros procuraban distraerse, y se preparaban para la lucha comiendo, fumando y paseando.
Lievin no fumaba ni tenía apetito, y a fin de evitar el encuentro con sus amigos, entre los cuales acababa de ver a Vronski, con su uniforme de ayudante del emperador, se refugió junto a una ventana, desde la que podía examinar los grupos que se formaban y prestar oído a cuanto se decía a su alrededor. En medio de aquella multitud reconoció, aunque vestía el antiguo uniforme de general de estado mayor, al anciano propietario de bigote gris que en otro tiempo viera en casa de Sviyazhski; sus miradas se encontraron, y se saludaron cordialmente.
—¡Cuánto me alegro de ver a usted! —dijo el anciano—. Recuerdo muy bien que tuve el gusto de encontrarlo en casa de Nikolái Ivánovich.
—¿Qué tal van los asuntos del campo?
—Siempre con pérdida —contestó el anciano con aire de convencimiento, como si este resultado fuese el único que pudiera admitir—. Y usted, ¿cómo es que toma parte en nuestro golpe de estado? Toda Rusia debe haberse citado; tenemos aquí hasta chambelanes, y tal vez ministros —añadió señalando a Oblonski, cuya elevada estatura llamaba la atención.
—Confieso a usted —replicó Lievin— que no comprendo mucho la importancia de estas elecciones de la nobleza.
El anciano miró con asombro a su interlocutor.
—Pero ¿qué ha de comprender, ni qué importancia puede tener todo esto? Aquí no hay más que una institución en decadencia que se prolonga por la fuerza de la inercia; vea usted todos esos uniformes; han venido jueces de paz y empleados, pero no caballeros.
—¿Pues por qué viene usted a estas asambleas?
—Por costumbre, por mantener relaciones y por especie de obligación moral, aunque también media una cuestión de interés propio; mi yerno necesita que lo empujen un poco, y he de ayudarle para que obtenga un destino; pero ¿por qué vienen aquí personajes como esos? —añadió, señalando a un orador, cuyo tono áspero había llamado la atención de Lievin durante los debates que precedieron a la votación.
—Es una nueva generación de caballeros.
—En cuanto a nuevos, seguramente lo son; pero ¿se puede considerar como caballeros a los que atacan los derechos de la nobleza?
—Puesto que se trata de una institución en desuso, según usted dice…
—Hay instituciones antiguas que deben ser respetadas y tratadas con toda consideración. No valemos tal vez gran cosa, pero hemos durado mil años. Supongamos que se trata de un nuevo jardín: ¿cortaría usted el árbol secular que se halla en su terreno solo porque tarda más que los otros en cubrirse de follaje? No; trazará usted sus modernos cuadros de flores de modo que la añosa encina quede intacta. ¿Y qué tal van los asuntos de usted?
—No del todo bien; cuando más, me dan el cinco por ciento.
—Sin contar el trabajo, que seguramente merece una remuneración. Le cuento mi experiencia. Cuando estuve de servicio, ganaba tres mil rublos al mes; ahora, ya jubilado, trabajo mucho más y tengo lo mismo que usted, cinco por ciento, cuando sale bien la cosa. Y el propio trabajo resulta gratis.
—Siendo así, no sé por qué perseveramos.
—Supongo que por costumbre. Yo, por ejemplo, sabiendo de antemano que mi hijo único será sabio, y no agricultor, me obstino a pesar de todo; y hasta he formado otra huerta este año.
—Se diría que nos creemos obligados a llenar algún deber con la tierra, pues por mi parte hace ya mucho tiempo que no me hago ilusiones sobre mi trabajo.
—Tengo por vecino un mercader —dijo el anciano—; el otro día fue a verme, recorrimos la granja y el jardín, y después de haberlo mirado todo me dijo: «El dominio de usted me parece muy bien ordenado; pero no comprendo por qué no corta de raíz los tilos de su jardín, pues agotan la tierra, y la madera se vendería muy bien. Yo lo haría, desde luego».
—No lo dudo —dijo Lievin, sonriendo—, pues ya conozco ese razonamiento; con el importe de la madera vendida, compraría ganado, o bien un espacio de tierra para arrendarle a los campesinos. Así haría una pequeña fortuna, mientras que nosotros nos contentamos con guardar nuestra tierra intacta a fin de legarla a los hijos.
—Me han dicho que se ha casado usted.
—Sí —contestó Lievin con orgullosa satisfacción—. ¿No le parece a usted admirable que nos encariñemos así con la tierra como las vestales de la antigüedad con el fuego sagrado?
El anciano sonrió.
—Nadie como nuestro amigo Sviyazhski, y el conde Vronski, que pretenden ocuparse de la industria agrícola; aunque esto no les ha servido hasta ahora más que para comerse su capital.
—¿Por qué no habríamos de hacer nosotros lo que aconsejaba el mercader? —preguntó Lievin, a quien había llamado la atención esta idea.
—A causa de nuestra manía de mantener el fuego sagrado, como usted dice; este es un instinto de casta, y los campesinos tienen el suyo. El buen labrador se obstinará en arrendar el mayor espacio de tierra posible, y buena o mala, se labrará de todos modos.
—Todos nos parecemos —dijo Lievin—. Me alegro mucho de haberlo encontrado a usted— añadió al ver que Sviyazhski se acercaba.
—Nos hemos encontrado por primera vez desde el día que trabamos conocimiento en casa de usted —dijo el anciano, dirigiéndose a Sviyazhski.
—Sin duda habrá usted venido a murmurar del nuevo orden de cosas—repuso Sviyazhski, sonriendo.
—Preciso es desahogarse de una manera o de otra.
S
VIYAZHSKI
se cogió del brazo de Lievin y se acercó con él a un grupo de amigos, entre los cuales era imposible evitar el encuentro con Vronski, que en pie junto a Oblonski y Koznyshov los veía acercarse.
—Celebro ver a usted por aquí —dijo el conde, ofreciendo su mano a Lievin—: creo que ya nos hemos visto en casa de la princesa Scherbátskaia.
—Recuerdo muy bien nuestro encuentro —contestó Levin, que había esperado la oportunidad de establecer la conversación con Vronski para arreglar su comportamiento grosero del primer encuentro, y con el rostro purpúreo se volvió hacia su hermano para hablarle.
Vronski sonrió y se dirigió a Sviyazhski sin manifestar el menor deseo de proseguir su conversación con Lievin; pero este, arrepentido de su grosería, buscaba medio de repararla.
—¿Cómo marcha el asunto? —preguntó Lievin, dirigiéndose a Sviyazhski y Vronski
—Snietkov parece vacilar.
—¿Qué candidatura propondrá si desiste?
—La que se quiera —contestó Sviyazhski
—¿La de usted, tal vez?
—Ciertamente, no —dijo Nikolái Ivánovich, dirigiendo una inquieta mirada al personaje de voz áspera que estaba junto a Koznyshov.
—Si no es la de usted será la de Neviedovski —continuó Lievin, echando de ver que se aventuraba en un terreno peligroso.
—De ningún modo —repuso el personaje desagradable, que resultó ser el mismo Neviedovski, a quien Sviyazhski se apresuró a presentar a Lievin.
Siguió una pausa, durante la cual Vronski miró distraídamente a Lievin; y para dirigirle una palabra insignificante, le preguntó cómo era que viviendo siempre en el campo no desempeñaba el cargo de juez de paz.
—Porque estas autoridades me parecen una institución absurda —contestó Lievin.
—Yo hubiera creído lo contrario —repuso Vronski, con asombro.
—¿De qué sirven los jueces de paz? Durante ocho años no los he visto juzgar bien una sola vez.
Y citó inoportunamente algunos hechos.
—No te comprendo —dijo Serguiéi Ivánovich cuando, después de este diálogo, salieron de la sala para ir a votar—. Carecemos completamente de tacto político; te veo en buena inteligencia con nuestro adversario Snietkov, y ahora te haces un enemigo del conde Vronski. No creas que necesito la amistad de este último, pues acabo de rehusar la invitación que me ha hecho para ir a comer a su casa; pero es inútil hostigarlo para que sea nuestro adversario. Por otra parte, has dirigido preguntas indiscretas a Neviedovski…
—Todo esto es para mí un embrollo, al que no doy ninguna importancia —contestó Lievin, con expresión sombría.
—Así lo creo; pero el caso es que cuando tú intervienes lo echas a perder todo.
Lievin se calló, y los dos entraron en la sala grande. El anciano mariscal había resuelto presentar su candidatura, aunque dudara del éxito, pues sabía que un distrito le haría oposición.
En el primer escrutinio obtuvo una gran mayoría, y recibió las felicitaciones de todos, siendo aclamado por la multitud.
—Ya hemos concluido —dijo Lievin a su hermano.
—Nada de eso; ahora comienza —replicó Sviyazhski sonriendo—; el candidato de la oposición puede alcanzar más votos.
No se le había ocurrido a Lievin semejante cosa, así es que la respuesta de su hermano le produjo una especie de melancolía; creyéndose del todo inútil e insignificante, volvió a las pequeñas salas para comer alguna cosa, y a fin de no mezclarse con la multitud, fue a visitar las tribunas. Estaban llenas de damas, oficiales, profesores y abogados; y Lievin oyó elogiar la elocuencia de Serguiéi Ivánovich pero en vano trató de comprender lo que tanto excitaba a toda aquella gente. Aburrido ya y contristado, bajó la escalera con el propósito de marcharse, cuando fueron a buscarlo otra vez para votar. El candidato que se oponía a Snietkov era aquel mismo Neviedovski cuya negativa le había parecido tan categórica; él fue quien ganó la votación, con gran descontento de los unos y entusiasmo de los otros, mientras que el anciano mariscal disimulaba a duras penas su despecho. Cuando Neviedovski se presentó en la sala, le acogieron con las mismas aclamaciones con que fue saludado antes el gobernador, y hasta el anciano mariscal.
V
RONSKI
obsequió con una gran comida al nuevo elegido y a sus favorecedores.
Al asistir a las elecciones, el conde había querido asegurar su independencia a los ojos de Anna, complacer a Sviyazhski y llenar los deberes que se imponía como propietario de importancia; pero sin presentir el apasionado interés que tomaría en las elecciones y el éxito con que desempeñaría su papel. Había conseguido, por lo pronto, atraerse la simpatía general, y no se engañaba al creer que inspiraba ya confianza. Esta súbita influencia era debida, en parte, a la hermosa casa que ocupaba en la ciudad, cedida por un antiguo compañero suyo, entonces director del banco de Kashin; a su excelente cocinero, a su compañerismo con el gobernador y, sobre todo, a sus modales sencillos y afables, con que se atrajo las simpatías, a pesar de su reputación y altivez. Los que hablaron con él aquel día, excepto Lievin, le atribuyeron el triunfo de Neviedovski, y experimentó cierto orgullo al pensar que dentro de tres años, si estaba casado, nada le impediría presentarse de por sí a las elecciones. En la mesa del banquete colocó a su derecha al gobernador, como hombre a quien respetaba la nobleza, de la cual había merecido los sufragios por su discurso, pero que para Vronski no era más que Máslov Katka —así lo llamaban en el cuerpo de pajes—, a quien Vronski intentaba
mettre à son aise;
y a su izquierda se sentó Neviedovski, joven de fisonomía impenetrable y expresión desdeñosa, que fue objeto de toda clase de consideraciones.
A pesar de su derrota parcial, Sviyazhski estaba muy satisfecho de que su partido hubiese triunfado, y refirió con mucho gracejo durante la comida diversos incidentes de las elecciones, en las que el anciano mariscal había hecho un papel tan ridículo. Oblonski, muy contento al ver la satisfacción general, estaba de broma, y así es que cuando después de la comida se expidieron telegramas a todas partes, también quiso enviar uno a Dolli «para complacer a todos», según dijo a sus amigos; pero Dolli, al recibir el parte, lamentó con un suspiro el rublo que le costaba, comprendiendo que su esposo había comido bien, porque era una de sus debilidades servirse del telégrafo después de un banquete.
Se brindó con vinos excelentes, que no tenían nada de ruso; se dio al nuevo mariscal el tratamiento de excelencia, tratamiento que, a pesar de su aire indiferente, le agradó sin duda tanto como a la casada joven le gusta que la llamen señora. No se olvidó beber a la salud de «nuestro amable anfitrión» y a la del gobernador.