Ana Karenina (90 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

BOOK: Ana Karenina
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Jamás hubiera esperado Vronski verse en provincia como centro de tan distinguida reunión.

Hacia el fin del banquete redobló la alegría, y el gobernador rogó al conde que asistiera a un concierto organizado por su esposa «en provecho de nuestros hermanos»; era antes de la guerra de Serbia.

—Se bailará después —dijo—, y verás a nuestra beldad, que es notable.


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—contestó Vronski, sonriendo—; pero, en fin, iré.

En el momento en que se encendían los cigarros, al levantarse los convidados de la mesa, el ayuda de cámara de Vronski se le acercó, llevando una carta en una bandeja.

—Un mensajero la trae del campo —dijo.

La carta era de Anna, y antes de abrirla, Vronski adivinó su contenido; se había obligado a estar de vuelta el viernes, pero aún se hallaba ausente el sábado, a causa de haberse prolongado las elecciones. La carta debía estar llena de quejas, y sin duda se había cruzado con la que envió la víspera para explicar su retraso. El contenido de la carta fue más penoso aún de lo que esperaba; la niña estaba enferma y el médico temía una inflamación.

Aquí sola —decía— pierdo la cabeza, pues la princesa Varvara, en vez de auxiliar, es un estorbo. Te esperaba anteanoche, y te envío un mensajero para saber lo que ha sido de ti. Si no hubiese temido ser desagradable, hubiera ido yo misma. Da una contestación cualquiera, a fin de que yo sepa lo que debo hacer.

¡La niña estaba gravemente enferma, y Anna había querido ir ella misma!

El contraste de este amor exigente con la divertida reunión que era preciso abandonar, produjo en Vronski una impresión desagradable; pero marchó aquella misma noche en el primer tren.

XXXII

A
NTES
de que Vronski marchara a las elecciones, Anna se había prometido hacer los mayores esfuerzos para soportar estoicamente la separación; pero la mirada fría e imperiosa con que el conde le anunció que se ausentaba hirió su amor propio, y sus resoluciones se debilitaron. Una vez sola, comenzó a comentar aquella mirada y se la explicó de una manera humillante. «Sin duda tiene derecho para ausentarse cuando le parezca, y a decir verdad, todos los derechos, mientras que yo no tengo ninguno; pero es poco generoso demostrármelo de esa manera, y mucho menos con la dura mirada que me ha dirigido… Su falta es bien leve…, mas en otro tiempo no me miraba así, y esto prueba que su amor se ha enfriado.»

A fin de distraerse, multiplicó su actividad, sus quehaceres, y por la noche tomaba morfina. En medio de sus pensamientos, le pareció que el divorcio era un medio de impedir que Vronski la abandonara, porque el divorcio implicaba el matrimonio; en consecuencia, resolvió no resistir ya más sobre este punto, como lo había hecho hasta entonces desde la primera vez que Vronski le hablara sobre el particular.

Cinco días pasaron así. Para matar el tiempo, Anna paseaba con la princesa, visitaba el hospital y, sobre todo, leía; pero llegado el sexto día, y al ver que Vronski no regresaba, se debilitaron sus fuerzas; y la niña enfermó, aunque demasiado ligeramente para que la inquietud distrajese a la madre, la cual no podía, por otra parte, fingir sentimientos que no experimentaba.

En la noche del sexto día, el temor de que Vronski la abandonase fue tan vivo, que quiso marchar, pero se contentó con la carta que envió por medio de un mensajero. A la mañana siguiente sintió ya haber procedido con tanta ligereza, al recibir una misiva de Vronski en la cual este explicaba su tardanza; y al punto se apoderó de ella el temor de volver a verlo. ¿Cómo so portaría ella la severidad de su mirada cuando supiese que su hija no había estado seriamente enferma? A pesar de todo, su regreso era una dicha; tal vez echaba de menos su libertad, pareciéndole pesada su cadena; pero estaría allí y podría verlo de continuo.

Sentada junto a la lámpara, leía una obra nueva de Taine, escuchando el silbido del viento y los más leves rumores para espiar la llegada del conde; y después de engañarse varias veces, oyó al fin con toda claridad la voz del cochero y el ruido del vehículo al entrar en el zaguán. Anna se levantó; pero no atreviéndose a bajar, como lo había hecho ya dos veces, se detuvo, ruborizada, confusa e inquieta por la acogida que se le haría. Se habían desvanecido ya todas sus anteriores susceptibilidades; ya no temía más que el descontento de Vronski, y enojada al recordar que la niña estaba muy bien, le tenía mala voluntad por haberse restablecido tan pronto. Sin embargo, al pensar que iba a ver el conde, ya no se acordó de nada más, y cuando oyó su voz, corrió alborozada al encuentro de su amante.

—¿Cómo está Ania? —preguntó tímidamente Vronski desde abajo al ver a Anna bajar rápidamente, mientras le quitaban las botas.

—Mucho mejor.

—¿Y tú?

Anna le cogió ambas manos, y lo atrajo hacia sí sin separar de él la vista.

—Me alegro mucho —replicó el conde fríamente, fijando su atención en el vestido de Anna y comprendiendo que se lo había puesto solo para recibirlo.

Estas atenciones lo agradaban, pero le habían gustado hacía ya demasiado tiempo; y por eso se reflejó en su semblante la expresión de severidad que Anna temía.

—¿Cómo sigues? —preguntó Vronski, besando la mano de su amante después de limpiarse la barba, húmeda por el frío.

«Tanto peor —pensó Anna—; con tal de que él esté aquí, todo me es igual, pues cuando yo me hallo a su lado no se atreve a dejar de amarme.»

La noche se pasó alegremente en compañía de la princesa, que se quejaba de que Anna tomase morfina.

—No puedo prescindir de ella —dijo Anna— porque mis pensamientos me impiden conciliar el sueño; cuando él está aquí, no la tomo casi nunca.

Vronski refirió los diferentes episodios de la elección, y Anna supo interrogarlo hábilmente para que hablara de la buena acogida que había merecido; a su vez contó cuanto había ocurrido en ausencia de Vronski, y solo le dijo cosas que pudieran agradarlo.

Cuando estuvieron solos, Anna quiso borrar la impresión desagradable producida por su carta, y más segura de sí misma, dijo:

—Confiesa que te ha desagradado mi carta y que no has creído en mis palabras.

En cuanto pronunció estas palabras Anna, comprendió que, a pesar de su amor, Vronski no le había perdonado aquella carta…

—Es verdad —contestó Vronski—; tu misiva era extraña; me decías que Ania te inquietaba, y, sin embargo, querías ir tú misma.

Anna comprendió que Vronski, a pesar de su ternura, no perdonaba.

—Una y otra cosa eran verdad.

—No lo dudo.

—Sí, lo dudas; y veo que estás incomodado.

—Nada de eso; pero me contraría que tú no quieras reconocer deberes…

—¿Qué deberes? ¿El de ir al concierto?

—No hablemos más.

—¿Por qué no hablar?

—Quiero decir que puede haber deberes imperiosos; así, por ejemplo, me será preciso ir a Moscú para resolver algunos asuntos… Pero, Anna, ¿por qué te irritas de ese modo cuando sabes que no puedo vivir sin ti?

—Pues te advertiré —repuso Anna, cambiando súbitamente de tono— que si llegas un día para marcharte al siguiente, y si te cansa esta vida…

—Anna, no seas cruel; ya sabes que estoy dispuesto a sacrificártelo todo.

—Cuando vayas a Moscú —continuó Anna, sin escuchar —no me quedaré sola aquí; vivamos juntos, o separémonos.

—Yo no deseo otra cosa más que vivir contigo; pero es indispensable…

—¿El divorcio? Pues voy a escribir; reconozco que no puedo vivir de esta manera. Iré contigo a Moscú.

—Dices eso con aire de amenaza, pero yo no deseo otra cosa —replicó Vronski, sonriendo.

La mirada del conde al pronunciar estas palabras afectuosas era glacial, como la de un hombre a quien la persecución exaspera, y parecía decir: «¡Qué desgracia!». Anna lo comprendió, y nunca pudo olvidar la impresión que experimentó en aquel instante.

Sin pérdida de tiempo, Anna escribió a Karenin pidiéndole el divorcio, y a fines de noviembre, después de separarse de la princesa, que debía ir a San Petersburgo, marchó a Moscú para establecerse allí con Vronski.

Séptima Parte
I

L
OS
Lievin estaban en Moscú hacía dos meses, y había pasado ya el término fijado por los médicos para el alumbramiento de Kiti sin que nada hiciese presagiar un desenlace próximo, lo cual comenzaba a producir cierta inquietud. Mientras que Lievin veía acercarse con terror el momento decisivo, Kiti conservaba toda su calma; aquella criatura tan esperada existía ya para ella, y hasta daba pruebas de su presencia, haciéndola sufrir a veces; pero este dolor extraño y desconocido hacía asomar la sonrisa a sus labios y sentía nacer en su corazón un nuevo y suave amor. Nunca le había parecido su felicidad tan completa; jamás los suyos la habían mimado tanto; y, de consiguiente, ¿por qué iba a apresurar con sus votos el término de una situación que le era tan grata? La única circunstancia enojosa en su nueva vida era el cambio sobrevenido en el carácter de su esposo; siempre estaba inquieto, sombrío y agitado, sin ocuparse en nada; no parecía el mismo hombre de antes consagrado útilmente al campo, y cuya tranquila dignidad admiraba tanto como sus sentimientos hospitalarios. Kiti no reconocía ya a Lievin, y su transformación le inspiraba un sentimiento de lástima que ella era la única en experimentar, pues reconocía que en su marido nada excitaba la conmiseración; cuando se entretenía en estudiar el efecto que producía su marido en la sociedad, como a veces se hacen con las personas amadas, intentando verlas desde fuera, como si fuesen extrañas, Kiti observaba con cierto temor para sus celos que Levin no solo no daba ninguna pena, sino era un hombre atractivo por sus principios, por su cortesía tímida y un poco anticuada con las damas, su aspecto fuerte y su rostro particular, como lo veía ella, y expresivo. No obstante, como había adquirido Kiti aquel habito de leer en su alma, estaba convencida que aquel Levin no era el verdadero, no sabía definir mejor su estado; pero aunque censurase a Lievin su incapacidad para acomodarse a una nueva existencia, Kiti reconocía que Moscú no le proporcionaba ninguna satisfacción. ¿Qué ocupaciones le era dable encontrar allí? No le gustaba el juego. No iba a ningún círculo. ¿Tener amistad con los hombres alegres, como Oblonski? Kiti sabía ahora que aquello significaba beber y luego, una vez bebidos, ir Dios sabía adónde. Y ella nunca había podido pensar sin horror en los lugares a donde debían ir los hombres en tales ocasiones. Tampoco le atraía la alta sociedad. Para atraerlo habría debido frecuentar el trato de mujeres jóvenes y bellas, cosa, que a Kiti no podía gustarle de ninguna manera; y, por tanto, nada le quedaba fuera del monótono círculo de su familia. Había pensado en terminar su libro, para lo cual comenzó a buscar datos en las bibliotecas públicas; pero confesó a Kiti que no sentía ya interés por ese trabajo; y, por otra parte, no se juzgaba en estado de hacer nada formal.

Las condiciones particulares de su vida en Moscú tuvieron, en cambio, un resultado inesperado; el de poner término a sus disputas; el temor que ambos abrigaban de ver reproducirse escenas de celos, no se confirmó, ni aun a causa de un incidente imprevisto, cual fue el encuentro con Vronski. Kiti, acompañada de su padre, lo halló un día en casa de su madrina, la princesa María Borísovna, y al ver aquellas facciones tan conocidas en otro tiempo, sintió latir su corazón, tiñéndose sus mejillas de un vivo carmín; pero su emoción no duró más que un segundo. El anciano príncipe se apresuró a entablar un animado diálogo con Vronski, y antes de que lo terminaran, Kiti hubiera podido sostener la conversación sin que su sonrisa ni el sonido de su voz pudiera suscitar en su marido el más leve recelo.

Cambió algunas palabras con Vronski, sonrió cuando este tituló a la asamblea de Kashin «nuestro parlamento», para demostrar que comprendía la broma, y no volvió la cabeza hasta que el conde se levantó para marcharse; entonces correspondió a su saludo sencilla y políticamente.

El anciano príncipe no hizo observación alguna sobre aquel encuentro al salir, pero Kiti comprendió que estaba contento de ella y le agradeció su silencio. También ella estaba satisfecha de haber podido dominar sus sentimientos, hasta el punto de ver a Vronski con indiferencia.

—He sentido que no estuvieses allí —dijo a su esposo, al hablarle de aquella entrevista—, o por lo menos me habría agradado que hubieses podido verme por el agujero de la cerradura, pues delante de ti me hubiera sonrojado mucho más, siéndome tal vez imposible conservar mi aplomo. ¡Mira cómo me ruborizo ahora!

Lievin, al principio más sonrojado que ella y escuchándola con expresión sombría, se calmó ante la mirada sincera de su mujer, y le hizo algunas preguntas como ella deseaba. Lievin declaró que en lo futuro no se conduciría tan torpemente como en las elecciones ni huiría tampoco de Vronski.

—Es muy penoso —dijo— temer la presencia de un hombre y considerarlo como enemigo.

II

¡N
O
olvides hacer una visita a los Boll! —dijo Kiti a su marido cuando antes de partir, entró en su cuarto a las once de la mañana—. Sé que comerás en el club con papá, pero ¿qué harás antes?

—Iré a casa de Katavásov.

—¿Por qué tan temprano?

—Me ha prometido presentarme a un sabio de San Petersburgo, Metrov, con quien quiero hablar sobre mi libro.

—¿Y después?

—Al tribunal para un asunto de mi hermana.

—¿No irás al concierto?

—¿Qué quieres que haga allí solo?

—Te ruego que vayas, pues oirás dos composiciones nuevas que te gustarán.

—En todo caso volveré antes de comer para verte.

—Ponte la levita para ir a casa de los Boll.

—¿Lo crees necesario?

—Ciertamente, lo mismo hizo el conde para venir a vernos.

—He perdido de tal modo la costumbre de las visitas, que tengo cortedad; siempre me parece que van a preguntar con qué derecho se introduce en la casa un extraño como yo que no va para tratar de negocios.

Kiti soltó la carcajada.

—Bien hacías visitas cuando eras soltero.

—Es verdad, pero mi confusión era la misma. Ahora he perdido el habito por completo, y de verás, prefiero quedarme dos días sin comer a una visita de estas. ¡Que vergüenza! Siempre pienso que se van a enfadar y decir: ¿para que habrá venido si no tiene ningún asunto pendiente?

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