Anatomía de un instante (26 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Entre tanto, tascado el freno del golpe en la Brunete, en el Congreso y sus inmediaciones parecía calmarse poco a poco el revuelo formidable levantado por el secuestro de los parlamentarios. Allí las dos horas posteriores al inicio del golpe habían sido dementes. Mientras a medida que avanzaba la tarde Madrid se convertía en una ciudad fantasmal (una ciudad sin bares ni restaurantes abiertos, sin taxis ni apenas circulación, con calles despobladas por donde bandas de ultraderechistas campaban a sus anchas coreando consignas, destrozando escaparates e intimidando a los escasos transeúntes al tiempo que la gente se encerraba en su casa y se pegaba a aparatos de radio y televisión que a ratos no emitían más que música militar o música clásica, porque desde antes de las ocho de la tarde la radio y la televisión públicas habían sido ocupadas por un destacamento mandado por un capitán de la Brunete), frente a la fachada del Congreso, al otro lado de la Carrera de San Jerónimo, los salones y escalinatas del hotel Palace empezaron a hervir de militares de todas las armas y graduaciones, de periodistas, fotógrafos, locutores de radio, curiosos, borrachos y chiflados, y casi en seguida se instaló en la oficina del gerente del hotel un pequeño gabinete de crisis compuesto entre otros por el general Aramburu Topete, director general de la guardia civil, y por el general Sáenz de Santamaría, jefe de la policía nacional, dos militares leales que llegaron a las cercanías del Congreso poco después del asalto y que apenas comprendieron que el secuestro podía prolongarse durante un tiempo imposible de prever montaron dos cordones de seguridad —uno de la policía nacional, otro de la guardia civil— con el fin de aislar el edificio y dominar la vorágine de sus alrededores. Tardaron horas en conseguir ambas cosas, si es que en verdad las consiguieron; de hecho, grupos vociferantes de partidarios de los golpistas acosaron durante toda la noche la Carrera de San Jerónimo y, desde los primeros minutos del secuestro hasta los últimos, militares, policías y guardias civiles vestidos de uniforme o de paisano entraron a placer en el Congreso sin que nadie supiera con certeza si quien entraba lo hacía para unirse a Tejero y sus hombres o para averiguar sus intenciones, para solidarizarse con su causa o para minarles la moral, para llevarles noticias del exterior o para recogerlas del interior e informar a las autoridades, para parlamentar con ellos o para fisgonear; más aún: muchas personas que acudieron a las cercanías del Congreso en los primeros momentos del golpe aseguran que, en medio de aquella barahúnda, nadie parecía tener en absoluto claro si los guardias civiles y policías de Aramburu y Sáenz de Santamaría habían rodeado el edificio para reducir a los asaltantes o para velar por su seguridad, para impedir que nuevos contingentes de militares o civiles los reforzasen o para franquearles la entrada, para rechazar el golpe o para alentarlo. Era una impresión errónea, o al menos se volvió cada vez más errónea conforme el golpe se clarificaba, y, aunque quizá nunca llegaron a tener un dominio absoluto del cerco y a impermeabilizar del todo el Congreso, hacia las ocho de la tarde Aramburu y Sáenz de Santamaría habían conseguido al menos ordenar el asedio a los rebeldes y poner fin a los improvisados intentos de acabar con el secuestro de forma expeditiva, alejando su temor a que un estallido de violencia entre partidarios y opositores al golpe precipitara con la intervención masiva del ejército el vuelco que anhelaban los golpistas. Dos de esos intentos se habían producido muy pronto: el primero tuvo lugar media hora después del asalto al Congreso y lo protagonizó el coronel de la policía nacional Félix Alcalá-Galiano; el segundo tuvo lugar apenas cinco minutos más tarde y lo protagonizó el propio general Aramburu. Circulan versiones distintas de lo ocurrido en ambos casos; las más verosímiles son las siguientes:

El coronel Alcalá-Galiana es uno de los primeros altos mandos militares en llegar a la Carrera de San Jerónimo tras el inicio del golpe. Cuando lo hace acaba de hablar con el general Gabeiras, jefe del Estado Mayor del ejército, que le ha dado la orden de entrar en el Congreso y arrestar o eliminar al teniente coronel Tejero. Alcalá-Galiana obedece: entra en el edificio, localiza a Tejero y, mientras habla con él, busca su oportunidad de apresarlo o matarlo; en determinado momento de la conversación, sin embargo, Tejero es reclamado al teléfono desde Valencia por el segundo jefe de Estado Mayor de Milans, coronel Ibáñez Inglés, quien al saber que Alcalá-Galiana se halla en el Congreso le ordena a Tejero que lo desarme y lo arreste de inmediato, pero el teniente coronel ni siquiera alcanza a intentarlo, porque Alcalá-Galiana ha tenido la precaución y la astucia de escuchar por otro teléfono el diálogo entre los dos rebeldes y tiene luego la habilidad de conseguir, entre bromas esforzadas y buenas palabras de conocidos y compañero de armas, que Ibáñez Inglés retire la orden y Tejero le permita regresar a la calle. Por lo que respecta a la tentativa del general Aramburu, es mucho menos sutil o sinuosa, mucho más comprometida también. Tan pronto como llega a la Carrera de San Jerónimo, poco después de que Alcalá-Galiana haya salido del Congreso, Aramburu se dirige a la verja de entrada en compañía de dos de sus ayudantes y exige hablar con el jefe de los sublevados; segundos después aparece el teniente coronel Tejero, la pistola en la mano, la mirada y los gestos desafiantes, y sin más preámbulos el general le da la orden terminante de que desaloje el edificio y se entregue. Aramburu es el jefe de la guardia civil y por tanto el mando con más autoridad del cuerpo al que pertenece el teniente coronel, pero éste no se arredra y, blandiendo su arma mientras un grupo de guardias civiles rebeldes encañona a Aramburu, contesta: «Mi general, antes que entregarme le pego un tiro y después me mato». La réplica de Aramburu es instintiva y consiste en echar mano a su pistola, pero uno de sus dos ayudantes le sujeta del brazo, impide que saque el arma y consigue que la escaramuza se cierre sin otra violencia que la de la indisciplina y con Aramburu alejándose del Congreso furioso y atónito, convencido de que la resolución de Tejero augura un asedio dilatado.

Este episodio tuvo lugar hacia las siete de la tarde. Para entonces, pasados los gritos y el tiroteo inicial de los asaltantes y el pánico y el estupor de los parlamentarios, los periodistas y los invitados que ocupaban el hemiciclo, en el interior del Congreso se respiraba un aire enrarecido de pesadilla, o así lo recuerdan muchos de los que permanecían allí, casi como si la sesión de investidura del nuevo presidente del gobierno continuara desarrollándose en una dimensión distinta, o como si apenas minúsculos detalles espantosos o ridículos la alteraran, volviéndola sutilmente irreal. Por el ancho pasillo que circunvala el hemiciclo caminaban como siempre los parlamentarios, sólo que lo hacían cabizbajos y humillados, con el miedo pintado en la cara, escoltados por guardias civiles que los acompañaban al baño y oyendo las voces de mando y los gritos de júbilo de los golpistas resonando por los despachos y los pasillos; a ratos los lavabos parecían tan llenos de gente como en los descansos de las sesiones plenarias, sólo que los políticos y periodistas encajados en los mingitorios no cambiaban los intrascendentes comentarios de siempre, sino únicamente susurros de incertidumbre, de agonía, de autocompasión o de humor negro; también como en los descansos de cualquier sesión plenaria, se había formado la multitud de siempre en el bar, por aquel entonces situado en la entrada principal del edificio viejo, y los camareros servían consumiciones, las cobraban y recibían propinas, sólo que la clientela no estaba compuesta por políticos y periodistas sino por oficiales, suboficiales y números de la guardia civil armados con Cetmes y subfusiles Star que proferían frente a la barra palabras de ánimo, tacos, exabruptos y desahogos patrióticos, y sólo que los carajillos, whiskys, coñacs, ginebras, gin-tonics y cervezas superaban largamente el número habitual. En cuanto al hemiciclo, tras la irrupción de los golpistas reinaba allí un silencio ominoso entrecortado por las toses de los parlamentarios y por las órdenes ocasionales de los guardias civiles; el silencio se heló cuando, diez minutos después de iniciado, un capitán subió a la tribuna de oradores para anunciar la llegada de una autoridad militar encargada de tomar el mando del golpe, y se hizo trizas cuando poco después Adolfo Suárez se levantó de su escaño y exigió hablar con el teniente coronel Tejero, provocando una algarabía de revuelta que a punto estuvo de desencadenar un nuevo tiroteo, y que terminó cuando los guardias civiles consiguieron a base de gritos y amenazas sentar de nuevo al presidente. Minutos más tarde, sin duda para fortalecer la moral de sus hombres y debilitar la de los secuestrados, Tejero anunció que Milans había decretado la movilización general en Valencia. No fue el único anuncio de este tipo que a lo largo de la noche hicieron los rebeldes desde la tribuna de oradores: en un determinado momento un oficial les leyó a los parlamentarios el bando de guerra promulgado por Milans en Valencia; en otro, un guardia civil les leyó novedades favorables a los golpistas transmitidas por agencias de prensa; en otro, poco antes ya de la medianoche, Tejero proclamó que varias regiones militares —la II, la III, la IV y la V— habían aceptado a Milans como nuevo presidente del gobierno. Estas noticias fueron las únicas que acerca de lo que ocurría en el exterior del Congreso recibieron los diputados durante las primeras horas del secuestro; o casi las únicas: también circulaban de forma fragmentaria y confusa las que escuchaba a escondidas en un transistor el ex vicepresidente del gobierno Fernando Abril Martorell, quien más de una vez las hizo correr maquilladas para infundir ánimo en sus compañeros. Por supuesto, no consiguió animar a nadie, no como mínimo en aquellas primeras horas, cuando ni uno solo de los hechos que ocurría en el hemiciclo —ni siquiera el hecho de que la autoridad militar anunciada no llegase, ni siquiera el hecho de que los asaltantes hubieran permitido la salida del Congreso a quienes no ostentasen la condición de parlamentarios— servía para apaciguar el desasosiego de los diputados: durante mucho rato el cataclismo pareció ineludible y los nervios, la rabia y el comportamiento brutal de los guardias civiles no amainaron, y hacia las siete y media, después de que el parpadeo repetido de la iluminación de la sala hiciera temer a los secuestradores un corte deliberado del fluido eléctrico que fuese el prólogo de un intento de sacarlos del Congreso por la fuerza, el teniente coronel Tejero redobló la vigilancia de los accesos al hemiciclo y exigió a voz en grito a sus hombres que en caso de apagón hicieran fuego al menor roce o movimiento extraño, y acto seguido ordenó descuartizar algunas sillas para armar frente a la tribuna de oradores una pira con que suplir la posible falta de luz, cosa que propagó un escalofrío entre los diputados, convencidos de que una hoguera provocaría el incendio automático de aquel recinto tapizado de gruesas alfombras y maderas nobles. Ese escalofrío fue sólo un anticipo del que recorrió el hemiciclo a las ocho menos veinte de la tarde, en el momento en que varios guardias civiles sacaron de allí a Adolfo Suárez y luego, sucesivamente, al general Gutiérrez Mellado, a Felipe González, a Santiago Carrillo, a Alfonso Guerra, a Agustín Rodríguez Sahagún. Los seis salieron de la sala en medio de un mutismo horrorizado, algunos blancos como el yeso, todos tratando de mantener la entereza, o de fingirla, y la mayoría de sus compañeros los vio partir con el pálpito de que serían ejecutados y de que no otra era la suerte que los golpistas les reservaban a muchos de ellos. El presentimiento no los abandonó durante buena parte de la noche, porque los diputados no empezaron sino muy lentamente a apartar el temor de un baño de sangre y a acariciar la esperanza de que los golpistas sólo hubieran aislado a sus líderes para negociar con una autoridad militar a la que nunca llegaron a ver una salida al golpe que nunca llegaron a negociar.

Ésa era la situación hacia las ocho y media o las nueve de la noche del 23 de febrero: con el Congreso secuestrado, la región de Valencia sublevada, la Acorazada Brunete y los capitanes generales todavía devorados por las dudas y el país entero sumido en una pasividad temerosa, resignada y expectante, el golpe de los rebeldes parecía bloqueado por el contragolpe de la Zarzuela, y parecía también a la espera de que alguien —los rebeldes o la Zarzuela-lo desbloquease, sacándolo del paréntesis en que lo habían encerrado el fracaso parcial de los primeros y el éxito parcial de la segunda. Fue entonces cuando arrancaron dos movimientos opuestos y determinantes, uno lanzado desde el Cuartel General del ejército, en el palacio de Buenavista, y otro desde la Zarzuela, uno en favor del golpe y otro en favor del contragolpe. Hacia las siete y media u ocho de la tarde, mientras el Rey y Fernández Campo aún estaban sondeando a los capitanes generales y exigiéndoles que mantuvieran acuarteladas sus tropas, en la Zarzuela había empezado a discutirse la posibilidad de que el Rey compareciera en televisión con un mensaje que despejase cualquier equívoco sobre su rechazo al asalto del Congreso y reiterase la orden de defender la legalidad que ya les había hecho llegar por teléfono y por télex a Milans y a los demás capitanes generales; la idea se trocó en seguida en urgencia, pero antes de que en la Casa Real pudiesen plantearse la forma de satisfacerla hubo que afrontar un problema previo: de momento era imposible grabar y emitir la alocución del monarca porque los estudios de radio y televisión en Prado del Rey estaban ocupados por un destacamento de caballería de la Brunete; así que la Zarzuela se movilizó durante los minutos siguientes para desalojar de allí a los golpistas, hasta que por fin, después de averiguar que el destacamento ocupante pertenecía al Regimiento de Caballería Villaviciosa 14, mandado por el coronel Valencia Remón, el marqués de Mondéjar, jefe de la Casa del Rey y general de caballería, consiguió que su compañero de arma retirara a sus hombres, y poco más tarde la Zarzuela solicitaba a la televisión recién liberada un equipo móvil para que el Rey pudiera grabar con él su mensaje.

Ése fue el arranque del primero de los dos movimientos opuestos, el movimiento contra el golpe. El segundo, el movimiento a favor del golpe, posiblemente empezó a fermentar en la mente de los cabecillas rebeldes no mucho después de que el Rey prohibiera la entrada de Armada en la Zarzuela, y debió de afianzarse en ella a medida que comprendieron que el Rey no iba a apoyar en principio el golpe y que en principio los capitanes generales tampoco estaban dispuestos a hacerlo; en el fondo, el movimiento no era más que una variante casi obligada del plan original del golpe: en el plan original Armada acudía al Congreso ocupado desde la Zarzuela y, con el respaldo explícito del Rey y del ejército en pleno, formaba un gobierno de coalición o concentración o unidad bajo su presidencia a cambio de la libertad de los diputados y del retorno del ejército a sus cuarteles; en esta casi obligada variante Armada acudía al Congreso con el mismo propósito, sólo que no desde la Zarzuela sino desde el Cuartel General del ejército, donde tenía su puesto de mando como segundo jefe de Estado Mayor, y con todo el respaldo explícito o implícito que fuera capaz de recabar, empezando por el respaldo del Rey. Para los golpistas el movimiento era más arduo y más inseguro que el originalmente planeado, porque nadie sabía con cuántos apoyos podría contar Armada en aquellas circunstancias, pero, dada la inesperada reacción de rechazo al golpe por parte del Rey, también era, repito, casi obligado, o lo era para Milans y para Armada: Milans había actuado a cara descubierta sacando sus tropas a la calle y negándose a retirarlas, de modo que ya no tenía otra opción que seguir adelante, empujando a Armada a llevar hasta el final el plan previsto, aunque fuera en peores condiciones de las previstas; por lo que se refiere a Armada, que había permanecido inmóvil y casi emboscado en el Cuartel General del ejército, procurando no realizar ningún ademán que delatara su implicación en el golpe, el movimiento entrañaba riesgos adicionales, pero también podía suponer ventajas: si el movimiento triunfaba, Armada terminaría como presidente del gobierno, tal y como preveía el plan original, pero si fracasaba limpiaría las sospechas que se habían acumulado sobre él desde el principio del golpe, permitiéndole aparecer como el sacrificado aunque frustrado negociador de la liberación del Congreso. Es probable que hacia las nueve de la noche tanto Milans como Armada hubieran llegado cada uno por su cuenta a la conclusión de que ese movimiento era necesario. Sea como fuere, media hora más tarde Milans llamó al palacio de Buenavista y pidió que le pusieran con Armada, en aquel momento la máxima autoridad del Cuartel General del ejército en ausencia del general Gabeiras, que se hallaba reunido con la Junta de Jefes de Estado Mayor en su sede de la calle Vitruvio. La conversación, larga y enrevesada, fue la primera que los dos generales golpistas mantuvieron aquella noche, y a partir de entonces, para muchos de los que en seguida tuvieron noticia de ella, el golpe de estado pareció empezar a desbloquearse; la realidad es que simplemente se internaba en una fase distinta.

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