Anatomía de un instante (11 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Pero hay también otra respuesta: una respuesta menos lógica pero más verdadera, y también más compleja. La respuesta es que una cosa es la teoría y otra la práctica: en teoría el general no renegó jamás de la sublevación del 18 de julio, tal vez ni siquiera, como cualquier otro militar de su generación, de Francisco Franco; en la práctica, por el contrario, y al menos desde el momento en que Adolfo Suárez le introdujo en política y le encargó los asuntos militares de su gobierno, el general no hizo otra cosa que renegar de Francisco Franco y de la sublevación del 18 de julio.

Me explico. Un cliché historiográfico afirma que el cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de olvido. Es mentira; o, lo que es lo mismo, es una verdad fragmentaria, que sólo empieza a completarse con el cliché opuesto: el cambio de la dictadura a la democracia en España fue posible gracias a un pacto de recuerdo. Hablando en general, la transición —el período histórico que conocemos con esa palabra equívoca, que sugiere la falsedad de que la democracia fue una consecuencia ineluctable del franquismo y no el fruto de una voluntariosa e improvisada concatenación de azares facilitada por la decrepitud de la dictadura— consistió en un pacto mediante el cual los vencidos de la guerra civil renunciaron a ajustar cuentas por lo ocurrido durante cuarenta y tres años de guerra y dictadura, mientras que, en contrapartida, tras cuarenta y tres años ajustándoles las cuentas a los vencidos los vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiese a unos y a otros y que fuese en lo esencial idéntico al sistema derrotado en la guerra. Ese pacto no incluía olvidar el pasado: incluía aparcarlo, soslayarlo, darlo de lado; incluía renunciar a usarlo políticamente, pero no incluía olvidarlo. Desde el punto de vista de la justicia, el pacto entrañaba un error, porque suponía aparcar, soslayar o dar de lado el hecho de que los responsables últimos de la guerra fueron los vencedores, que la provocaron con un golpe de estado contra un régimen democrático, y porque también suponía renunciar a resarcir plenamente a las víctimas y a juzgar a los responsables de un oprobioso ajuste de cuentas que incluyó un plan de exterminio de los vencidos; pero, desde el punto de vista político —incluso desde el punto de vista de la ética política—, el pacto fue un acierto, porque su resultado fue una victoria política de los vencidos, que restauraron un sistema en lo esencial idéntico a aquel que habían defendido en la guerra (aunque uno se llamase república y el otro monarquía, ambos eran democracias parlamentarias), y porque quizá el error moral hubiese sido intentar ajustar las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar las cuentas, añadiendo oprobio al oprobio: eso es al menos lo que pensaron los políticos que hicieron la transición, como si todos hubieran leído a Max Weber y pensaran como él que no hay nada éticamente más abyecto que practicar una ética espuria que sólo busca tener razón, una ética que, «en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado» y que, incurriendo en esta indignidad culpable, «pasa además por alto la inevitable falsificación de todo el problema», una falsificación que es el resultado del interés rapaz de vencedores y vencidos en conseguir ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena. En cualquier caso, si los políticos de la transición pudieron cumplir el pacto que ésta implicaba, renunciando a usar el pasado en el combate político, no fue porque se hubieran olvidado de él, sino porque lo recordaban muy bien: porque lo recordaban y porque decidieron que era indigno y abyecto ajustar cuentas con el pasado para tener razón a riesgo de mutilar el futuro, tal vez de volver a sumergir el país en una nueva guerra civil. Durante la transición poca gente olvidó en España, y el recuerdo de la guerra estuvo más presente que nunca en la memoria de la clase política y de la ciudadanía; ésa es precisamente una de las razones por las que nadie o casi nadie se opuso al golpe del 23 de febrero: durante aquellos años todos deseaban evitar a cualquier precio el riesgo de repetir la salvaje orgía de sangre ocurrida cuarenta años atrás, y todos transmitieron ese deseo a una clase política que era sólo su reflejo. No era un deseo heroico, sediento de justicia (o de apocalipsis); era sólo un valeroso y razonable deseo burgués, y la clase política lo cumplió, valerosa y razonablemente: aunque en el otoño y el invierno de 1980 la clase política se condujo con una irresponsabilidad que a punto estuvo de devolver el país a la barbarie, entre 1976 Y 1980 su comportamiento fue mucho menos incompetente de lo que auguraban sus dos últimos siglos de historia. Todo esto es válido, en especial, para la generación que había hecho la guerra y se conjuró para que nada semejante volviese a ocurrir. Todo esto es válido, sin duda, para el general Gutiérrez Mellado, quien, dijera lo que dijera en público, al menos desde su llegada al gobierno siempre actuó como quien renuncia de antemano a tener razón o a haberla tenido, es decir actuó como si supiera la verdad: que la democracia que estaba contribuyendo a construir era en lo esencial idéntica a la que cuarenta años atrás había contribuido a destruir, y que él era a su modo responsable de la catástrofe de la guerra. De ahí que, como si el general fuera también un héroe de la retirada —un profesional de la renuncia y la demolición que abandona sus posiciones socavándose a sí mismo—, toda su ejecutoria política estuviera orientada, no a discutir o reconocer sus culpas, sino a limpiarlas, asumiendo la responsabilidad de impedir un nuevo 18 de julio y desmontando, para impedirlo, el ejército que lo había provocado: su propio ejército, el ejército de la Victoria, el ejército de Francisco Franco. Y de ahí también que —además de un gesto de coraje y gracia y rebeldía, además de un gesto soberano de libertad y un gesto póstumo y un gesto militar— su gesto de enfrentarse a los guardias civiles rebeldes en el hemiciclo del Congreso pueda entenderse no sólo como una forma de ganarse un indulto definitivo para sus culpas de juventud, sino también como un resumen o emblema de sus dos principales empeños desde que cinco años atrás Adolfo Suárez lo nombrara su vicepresidente y le encargara la política de defensa del gobierno: someter el poder militar al poder civil y proteger al presidente de las iras de sus compañeros de armas.

CAPÍTULO 2

A principios de septiembre de 1976, cuando ocupaba la jefatura del Estado Mayor del ejército y faltaban sólo unos días para que Adolfo Suárez lo metiera en política nombrándolo vicepresidente de su primer gobierno, el general Gutiérrez Mellado era uno de los militares más respetados por sus compañeros de armas; sólo unos meses más tarde era el más odiado. No falta quien atribuye este cambio fulminante a los errores de la política militar de Gutiérrez Mellado; es muy probable que los errores existieran, pero es indudable que, de no haber existido, el resultado hubiera sido el mismo: para el ejército —para la mayoría del ejército, pétreamente instalada en la mentalidad del franquismo— el error de Gutiérrez Mellado fue su apoyo sin condiciones a las reformas democráticas de Adolfo Suárez y su papel de aval militar y de pararrayos castrense del presidente. Ambas cosas las pagó caras: Gutiérrez Mellado vivió los últimos años de su vida entre el desprecio de sus compañeros de armas, tratando en vano de digerir su defección colectiva, convertido en una sombra del militar orgulloso que había sido, admirado por gentes cuya admiración le halagaba pero no le importaba mucho y recusado por gentes cuyo afecto no había hecho otra cosa que buscar. Amaba con pasión el ejército, y el odio que sintió caer sobre él lo derrotó; también fue la causa de la drástica metamorfosis que experimentó durante su breve carrera política: a principios de los años setenta, cuando se hallaba destinado en el Alto Estado Mayor a las órdenes del general Manuel Díez Alegría —un militar de talante liberal y ribetes ilustrados de quien a partir de entonces se consideró discípulo —, Gutiérrez Mellado era un hombre serio, cordial, sosegado y dialogante; menos de una década más tarde, cuando abandonó el gobierno después del 23 de febrero, se había convertido en un hombre hosco, nervioso, desconfiado e irascible, reacio a encajar con paciencia una objeción o una crítica. La política lo trituró: aunque en los años setenta había desarrollado una fuerte vocación política —fruto en parte de sus contactos con mandos militares de países democráticos, que le habían persuadido de la ineficacia del ejército español, del anacronismo tercermundista del papel tutelar que desempeñaba en el país y de su propia capacidad para llevar a cabo una reforma impostergable—, no estaba preparado para la política; aunque la reforma militar que impulsó desde el gobierno supuso la modernización de un ejército envejecido, menesteroso, arcaico, sobre dimensionado y poco operativo, la reforma política, la intransigencia de sus compañeros y sus propios errores acabaron ocultándola; aunque su propósito principal fue apartar al ejército de la política («O se hace política y se deja de ser militar, o se es militar y se deja la política», decía), no consiguió que sus compañeros de armas aceptasen un divorcio que él fue el primero en aplicarse solicitando su pase a la reserva y convirtiéndose en general retirado, ni consiguió que no le acusasen de seguir siendo militar mientras hacía política; aunque se había pasado la vida entre militares, no parecía conocer la mentalidad de los militares de su tiempo, o quizá es que se resistía a conocerla o a reconocer que la conocía: nunca reconoció la evidencia de que la mayor parte del ejército no aceptaba la democracia o sólo la aceptaba a regañadientes; nunca reconoció la evidencia de que la mayor parte del ejército se resistía a someterse al poder civil encarnado en el gobierno y aspiraba a gozar de un margen de autonomía amplio que le permitiera, bajo el mando directo del Rey, administrarse con arreglo a criterios propios y orientar o vigilar la marcha del país; tal vez porque apenas había ejercido el mando directo en tropa, no entendió o había olvidado que en el trato con sus superiores un militar no quiere razones, sugerencias ni intercambios de pareceres, sino órdenes, y que en el ejército cualquier cosa que no sea una orden corre el riesgo de ser interpretado como un síntoma de debilidad. Estas y otras contradicciones, que no supo evitar o conciliar —quizá porque en los años en que le tocó gobernar era imposible hacerlo—, dejaron demasiados flancos abiertos a las críticas de quienes desde el principio de la transición se opusieron a la pérdida de poder del ejército como garante de la continuidad del franquismo, y al final terminaron por desbordarlo, así que cuando quiso darse cuenta ya había calado entre sus compañeros la insidia de que había traicionado al ejército y a la patria por sucia ambición política y afán de protagonismo público, y él carecía de prestigio y de poder suficientes para contrarrestarla.

Fue un calvario que empezó en la tarde del 21 de septiembre de 1976, cuando el general Gutiérrez Mellado asumió la vicepresidencia del primer gobierno de Adolfo Suárez en sustitución del general Fernando de Santiago. Aquella misma mañana De Santiago había amenazado al presidente con dimitir si, tal y como había anunciado el ministro de Relaciones Sindicales, se legalizaban los sindicatos de izquierdas; Suárez, que había heredado a De Santiago del gobierno de su antecesor y sabía que su franquismo sin fisuras iba a representar una traba para sus planes de reforma, atrapó al vuelo la oportunidad y aceptó su dimisión (o se la impuso), y en cuanto salió De Santiago de su despacho llamó a Gutiérrez Mellado y lo citó en presidencia para ofrecerle la vacante. Sólo había hablado con él en un par de ocasiones, pero no tenía ninguna duda de que era su hombre: todo el mundo conocía su pericia técnica, su disposición tolerante y sus ideas y su vocabulario de militar moderno, y no pocas personas con capacidad de influir sobre él —desde el Rey hasta el propio Díez Alegría— se lo habían encarecido como el general que necesitaba para renovar el ejército. Además, no era la primera vez que Suárez le ofrecía un ministerio: al formar su primer gobierno enjulio de aquel año el presidente le había propuesto ocupar la cartera de Gobernación, pero Gutiérrez Mellado rechazó la oferta alegando que no poseía los conocimientos adecuados para desempeñar el cargo (un hecho que por sí mismo desmiente la pasión intransitiva por el poder que siempre le reprocharon sus enemigos); ahora, en cambio, no dudó en aceptarlo: la vicepresidencia abarcaba vastos poderes en asuntos de defensa, y en este ámbito el general sí consideraba que sabía lo que había que hacer y que estaba preparado para hacerlo. En cuanto al proyecto político que llevaría a cabo el gobierno del que iba a ser vicepresidente, no es ningún secreto que Gutiérrez Mellado era un hombre de pocas ideas políticas y de un conservadurismo elemental, de manera que lo más probable es que en aquel momento pensara, como lo pensaba casi todo el mundo, como tal vez lo pensaba el propio Suárez, que la tarea del gobierno no pasaría de adaptar las viejas estructuras del franquismo a la nueva realidad del país; por la misma razón es probable que sólo a medida que la realidad imponía su disciplina y que Suárez se sometía a la disciplina de la realidad Gutiérrez Mellado terminara comprendiendo —quizá con alguna perplejidad pero cuando ya era tarde, porque estaba demasiado comprometido con Suárez y con lo que Suárez representaba para echarse atrás— que el sistema político que estaba contribuyendo a construir no era en lo esencial distinto de aquel que medio siglo atrás había contribuido a destruir, y que construirlo significaba construir un ejército democrático sobre el ejército de Franco.

Designar a Gutiérrez Mellado vicepresidente del gobierno fue para Suárez una jugada redonda: el prestigio aún intacto del general tranquilizaba a los militares y a los ultraderechistas, garantizándoles con su presencia prominente en el gobierno que el ejército controlaba las reformas; tranquilizaba también a los llamados aperturistas del régimen y a la oposición democrática todavía ilegal, garantizándoles con su reputación de militar abierto a los cambios que las reformas iban en serio; y tranquilizaba a una inmensa mayoría del país a la que el recuerdo de la guerra imponía el temor a los sobresaltos, garantizándole que las reformas iban a producirse de forma ordenada y sin violencia. En cambio, aceptar la designación de Suárez fue para Gutiérrez Mellado entreabrir una brecha en su prestigio militar, y apenas hubo ocupado su cargo el general comprendió que quienes hasta entonces lo habían admirado o apreciado aprovecharían en adelante la más mínima oportunidad de arremeter contra él. Un desliz del propio gobierno les concedió la primera, y terminó de abrir la brecha. Pocos días después del nombramiento de Gutiérrez Mellado, el general De Santiago remitió un escrito a sus compañeros de armas en el que justificaba su dimisión como vicepresidente por considerar incompatible con su honor de soldado avalar con su presencia en el gobierno la vuelta a la legalidad de los sindicatos izquierdistas proscritos por el franquismo; esta declaración fue saludada y prolongada por el general Carlos Iniesta Cano en un artículo publicado en El Alcázar en el que juzgaba deshonroso para un militar aceptar el cargo que De Santiago había abandonado, y en el que acusaba al nuevo vicepresidente de perjuro. Resuelto a reprimir el menor atisbo de desacato castrense, Suárez decidió sancionar a los dos militares con su pase inmediato a la reserva; la medida era justa y valiente, pero también era ilegal y, cuando el gobierno reparó en su equivocación, no tuvo más remedio que retractarse de ella, lo que no evitó la primera campaña de prensa contra el general en los medios ultraderechistas, que envenenaron los cuarteles denunciando la complicidad de Gutiérrez Mellado con un gobierno dispuesto a saltarse las leyes para humillar al ejército.

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