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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (7 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Eso fue todo. O eso es todo lo que sabemos, porque en aquella época los dirigentes del PSOE discutieron a menudo el papel que el ejército podía desempeñar en situaciones de emergencia como la que según ellos atravesaba el país, lo que no dejaba de ser una forma de señalizar la pista de aterrizaje de la intervención militar. En todo caso, la larga charla de sobremesa entre Enrique Múgica y el general Armada en Lérida y los movimientos y rumores a que dio lugar constituyeron un respaldo a las inclinaciones golpistas de Armada y una buena coartada para que en los meses previos al golpe el antiguo secretario del Rey insinuara o declarara aquí y allá que los socialistas participarían de grado en un gobierno unitario presidido por él o incluso que le estaban animando a formarlo, y para que en la misma noche del 23 de febrero, agitando de nuevo la banderola de la aquiescencia del PSOE, tratara de imponer por la fuerza ese gobierno. Todo esto no significa desde luego que durante el otoño y el invierno de 1980 los socialistas conspiraran en favor de un golpe militar contra la democracia; significa sólo que una fuerte dosis de aturullamiento irresponsable provocada por la comezón del poder les llevó a apurar hasta lo temerario el asedio al presidente legítimo del país y que, creyendo maniobrar contra Adolfo Suárez, acabaron maniobrando sin saberlo en favor de los enemigos de la democracia.

CAPÍTULO 7

Pero quien sobre todo conspira contra Suárez (quien Suárez siente sobre todo que conspira contra él) es su propio partido:

Unión de Centro Democrático. La palabra partido es inexacta; en realidad, UCD no es un partido sino un cóctel laborioso de grupos de ideologías dispares —desde los liberales y democristianos a los socialdemócratas, pasando por los llamados azules, procedentes como Suárez de las entrañas mismas del aparato franquista—, un sello electoral improvisado en la primavera de 1977 para concurrir a los primeros comicios libres en cuarenta años con el reclamo de Adolfo Suárez, quien según la previsión unánime los ganará gracias al éxito de su trayectoria como presidente del gobierno, durante la que ha conseguido desarmar en menos de un año el armazón institucional del franquismo y convocar las primeras elecciones democráticas. Finalmente los pronósticos se cumplen, Suárez consigue la victoria y a lo largo de los dos años siguientes UCD permanece unida por el pegamento del poder, por el liderazgo indiscutido de Suárez y por la urgencia histórica de construir un sistema de libertades. La primavera de 1979 conoce el momento estelar de Suárez, la cima de su dominio y también del de su partido: en diciembre se ha aprobado la Constitución, en marzo ha ganado sus segundas elecciones generales, en abril sus primeras municipales, el edificio del nuevo estado parece a punto de rematarse con la tramitación de los estatutos de autonomía de Cataluña y el País Vasco; justo en ese momento de plenitud, sin embargo, Suárez empieza a sumirse en una suerte de letargia de la que ya no saldrá hasta abandonar la presidencia, y su partido a resquebrajarse sin remedio. El fenómeno es extraño, pero no inexplicable, sólo que no tiene una única explicación, sino varias. Adelanto dos: una es política y es que Suárez, que ha sabido hacerlo más difícil, es incapaz de hacerlo más fácil; otra es personal y es que Suárez, que hasta entonces parece un político de acero, se derrumba psicológicamente. Añado una tercera explicación, a la vez política y personal: los celos, las rivalidades y las discrepancias que germinan en el seno de su partido.

En efecto: a fines de marzo de 1980, cuando la mala marcha del país es ya inocultable y abrumador el pesimismo de las encuestas que maneja el gobierno, tres agrias derrotas en las urnas (en el País Vasco, en Cataluña y. en Andalucía) desnudan en UCD ambiciones insatisfechas y disensiones ideológicas hasta entonces tapadas por los oropeles de la victoria, de forma que cualquier asunto relevante (la política económica, la política autonómica, la política educativa, la ley del divorcio, la integración en la OTAN) y más de uno irrelevante provoca controversias que se aplazan para evitar una explosión intestina y que el tiempo no hace más que enconar; por su parte, Suárez está cada vez más ausente, más perplejo y más encerrado en el laberinto doméstico de la Moncloa, ha perdido la energía de sus primeros años en el gobierno y parece incapaz de poner orden en el guirigay levantisco en que se ha convertido su partido, tal vez porque sospecha desde hace tiempo que, animados por su propia debilidad, igual que animales que han olido el miedo en su presa los líderes de los grupos teóricamente fusionados en UCD vuelven a considerar lo que en el fondo quizá nunca dejaron de considerarlo: un falangistilla de provincias consumido por la ambición, un chisgarabís ignorante, un arribista de manual que había medrado en el caldo corrompido del franquismo gracias a la adulación y el mangoneo y que continuó medrando después gracias a. que el Rey le encargó que desmontara con trucos de trilero y verborrea de mercachifle el tinglado del Movimiento, un pícaro que años atrás tal vez fue un mal necesario, porque conocía mejor que nadie las sentinas del franquismo, pero que ahora está conduciendo el país al despeñadero con sus irrisorias pretensiones de estadista. Así es como Suárez empieza a sospechar que le ven los líderes de su partido; sus sospechas no carecen de fundamento: juristas arrogantes, prestigiosos profesionales de buenas familias, altos funcionarios de carrera, hombres cultos y cosmopolitas o que se imaginan cultos y cosmopolitas, los líderes de UCD han pasado en pocos años de adular a Suárez, invistiéndolo de una supremacía de líder carismático, a denunciar cada vez más a las claras sus limitaciones personales e intelectuales, su nulidad como gobernante, sus pésimas dotes de parlamentario, su ignorancia de los usos democráticos —que le autoriza a creer que puede seguir gobernando como en sus tiempos de presidente a dedo, cuando sólo rendía cuentas ante el Rey—, sus desaires al Congreso y a los diputados de su partido en el Congreso, su caótico método de trabajo, su populismo seudoizquierdista y su aislamiento de prófugo en la Moncloa, donde vive abducido por una recua de turiferarios incompetentes y descoordinados. En abril de 1980 ésa es la realidad que por entonces es para Suárez sólo una sospecha: que todos los jefes de más de su partido lo desprecian, igual que muchos de sus segundones, y que todos sienten que podrían sustituirlo con ventaja en su cargo.

Este íntimo sentimiento de los dirigentes de UCD encuentra poco más tarde una confirmación pública, y la sospecha de Suárez se transforma en certeza. Noqueado por la oratoria demoledora de Felipe González, durante el debate de la moción de censura presentada en mayo por los socialistas Suárez abochorna a los diputados de su partido rehuyendo el combate dialéctico y permitiendo que sean sus ministros quienes defiendan al gobierno desde la tribuna de oradores mientras el número dos socialista, Alfonso Guerra, fulmina al presidente con un secreto a voces. «La mitad de los diputados de UCD se entusiasma cuando oye hablar a Felipe González —proclama Guerra en el Congreso— y la otra mitad se entusiasma cuando oye hablar a Manuel Fraga.» Suárez sobrevive a duras penas a la moción de censura, pero lo hace sabiendo que la frase de Guerra no es una mera estocada retórica de rifirrafe parlamentario, que su prestigio político limita con la nada, que su partido amenaza con desintegrarse y que si quiere evitar el final de su gobierno y recuperar el control de UCD debe tomar la iniciativa de inmediato. Es así como, en cuanto puede hacerlo, reúne a los jefes de fila del partido en una finca del Ministerio de Obras Públicas, en Manzanares el Real, no lejos de Madrid. El cónclave dura tres días y supone la peor humillación que ha padecido hasta entonces en su vida política; de hecho, es fácil imaginar que, apenas empezado el debate, los ojos de sus compañeros le devuelven a Suárez la verdad, y que Suárez lee en ellos la palabra falangistilla, la palabra chisgarabís, la palabra arribista, la palabra adulador, la palabra ignorante, la palabra trilero, la palabra mercachifle, la palabra pícaro, la palabra populista, la palabra incapaz. Pero no hace falta imaginar nada, porque la realidad es que durante esos tres días los jefes de filas de UCD le dicen a Suárez en la cara todo lo que llevan diciendo hace meses a su espalda, y que si no terminan definitivamente con él es porque aún no disponen de un sustituto viable —ninguno de ellos cuenta con el apoyo de los demás, y las bases y cuadros del partido están todavía con el presidente— y porque Suárez aprovecha esa carencia para revolverse: tras encajar como puede las críticas a la totalidad que le infligen, Suárez promete enmendar sus hábitos desdichados de presidente y sobre todo adquiere el compromiso de repartir el poder con ellos, de tal modo que a partir de aquel momento deje de ser en la práctica el jefe del partido y del gobierno para convertirse en un
primus inter pares
. Concluida la reunión, Suárez intenta cumplir la promesa de inmediato; también el compromiso, y a finales de agosto diseña con algunos fieles una estrategia que supone rehacer el gobierno por segunda vez en pocos meses y entregar ministerios fuertes a los jefes de filas de UCD. El arreglo no carece de contrapartidas perjudiciales para su futuro —la peor: tal vez precipita la salida del gobierno del vicepresidente Abril Martorell, un amigo de muchos años que en los últimos tiempos le ha servido a la vez como escudo y como hombre para todo—, pero convence a Suárez de que con él sofoca la revuelta y puede prolongar su presidencia agonizante y resarcirse de los agravios recibidos demostrándoles a sus críticos que se equivocan. Quien se equivoca sin embargo es él, porque no sabe o no puede entender que una vez que se pierde el respeto por alguien ya no puede recuperarse, y que en el interior de su partido la rebelión es imparable.

El 17 de septiembre, recién constituido su nuevo gobierno, un Suárez que parece por momentos despertar de su letargo gana con holgura en el Congreso una moción de confianza que, puesto que debe permitirle gobernar sin problemas en los próximos meses, confirma durante unas horas el optimismo de sus predicciones. Al día siguiente, no obstante, estalla el motín. Miguel Herrero de Miñón —uno de los líderes del sector democristiano del partido— publica en
El País
un artículo que finge ser una matización razonada del resultado de la moción de confianza pero que es en realidad un ataque frontal a la forma de hacer política de su presidente. Pocos días después los diputados de UCD eligen a Herrero de Miñón para el cargo de portavoz del partido en el Congreso; dado que Herrero de Miñón se había presentado a la elección como antídoto de los abusos y negligencias de Suárez, y dado que éste había promovido una candidatura derrotada, la elección supone un severo varapalo para el presidente, quien sólo entonces intuye que sus promesas y concesiones veraniegas no han disuelto el rechazo acumulado contra él, sino que lo han acrecentado. La intuición es ahora exacta, pero tardía: a esas alturas el poderoso sector democristiano de UCD conspira públicamente para echarlo de la presidencia; también han empezado a hacerlo los liberales y los socialdemócratas y los azules, y a medida que avanza el otoño y empieza el invierno incluso los más leales al presidente se desenganchan a escondidas de su lealtad y toman posiciones ante un futuro sin él: presionados, cortejados y respaldados por periodistas, empresarios, financieros, militares y eclesiásticos, unos aspiran a formar una nueva mayoría con Fraga; presionados, cortejados y respaldados por el ímpetu juvenil, la ambición desaforada y la fe absoluta en sí mismos de los socialistas, otros aspiran a formar una nueva mayoría con González; todos o casi todos —democristianos y liberales y socialdemócratas y azules, antisuaristas de siempre y antisuaristas de última hora— discuten cómo sustituir a Suárez sin pasar por las urnas y a quién colocar en su lugar. En los primeros días de 1981, mientras UCD prepara su segundo congreso, que debe celebrarse a finales de enero en Palma de Mallorca, la confusión en el partido es total, y en esas fechas un documento donde se exige mayor democracia interna, redactado por los adversarios del presidente, ha sido ya suscrito por más de quinientos compromisarios centristas, lo que supone una amenaza muy seria para el control que Suárez conserva todavía sobre las bases y cuadros del partido, en los que tiene su último reducto. Como en Alianza Popular, como en el PSOE, como en todo el pequeño Madrid del poder, en UCD también se viene discutiendo la hipótesis de que un militar o un político de prestigio al frente de un gobierno de coalición o de concentración o de gestión o de unidad sea el mejor instrumento para echar a Suárez del gobierno y superar la crisis; la miman ciertos diputados con peso en el partido —sobre todo diputados del sector democristiano bien relacionados con los militares, y en especial con Alfonso Armada, con quien alguno ha discutido personalmente la idea— y a mediados de enero se recrudecen rumores que circulan con intensidad variable desde el verano, rumores de golpes duros o blandos y rumores según los cuales se prepara una nueva moción de censura contra el presidente, una moción presentada probablemente por el PSOE pero apoyada por un sector de UCD si no gestada dentro de él, lo que debe garantizar su éxito y quizá la formación del gobierno de emergencia del que todo el mundo habla y para el que todo el mundo empezando por el propio Suárez sabe que se postula el general Armada. En realidad los rumores sobre la moción de censura son mucho más que rumores —no hay duda de que la moción de censura se discutió seriamente en el partido—, pero en cualquier caso UCD es a un mes del 23 de febrero un tropel de políticos que maquina sin descanso contra el presidente del gobierno mucho antes que el partido político que sostiene al gobierno. En medio de ese tropel crece el golpe: ese tropel no es la placenta del golpe, pero sí es una parte sustancial de la placenta del golpe.

CAPÍTULO 8

Lo anterior sucede en España, donde todo parece conspirar contra Adolfo Suárez (o donde Adolfo Suárez siente que todo conspira contra él). Fuera de España la situación no es más favorable para el presidente; lo fue, pero ya no lo es, entre otras razones porque desde que llegó al poder Suárez ha hecho lo contrario de lo que ha hecho el mundo: mientras él intentaba desesperadamente girar a la izquierda, el mundo giraba tranquilamente a la derecha.

Enjulio de 1976, cuando el Rey entrega a Suárez la presidencia del gobierno, Europa aguarda con simpatía no exenta de escepticismo el cambio pacífico de la dictadura a la democracia; Estados Unidos, con simpatía no exenta de aprensión: por entonces su ideal para España —desde el punto de vista estratégico un país clave en caso de guerra con la Unión Soviética— es una monarquía parlamentaria dócil y una democracia con límites, que impida la existencia de un partido comunista legal e integre al país en la OTAN. De entrada el nombramiento de Suárez, catalogado como un joven león del franquismo, complace mucho más a Estados Unidos que a Europa, pero pronto las preferencias se invierten: Suárez legaliza el partido comunista, propulsa el país hacia una democracia plena y, pese a las constantes presiones que se ejercen sobre él —incluida la presión de sus propios correligionarios de UCD—, aplaza sin fecha la solicitud de ingreso en la Alianza Atlántica; no sólo eso: convencido de que manteniéndose al margen de la división en bloques impuesta por la guerra fría España puede desempeñar un papel internacional más eficaz o más visible que inscribiéndose como comparsa en la disciplina del bloque estadounidense, durante su último año de gobierno Suárez recibe en la Moncloa al líder palestino Yassir Arafat y envía un observador oficial a la Conferencia de Países No Alineados. Cuatro años atrás, estos ademanes de independencia —que en España irritan a la derecha y a casi todos los líderes del partido del presidente pero no a una opinión pública mayoritariamente antiamericana— hubieran causado en Washington una tenue inquietud mezclada de asombro; añadidos a la inestabilidad del país, en el otoño de 1980 causan una alarma notoria. Porque en esos cuatro años las cosas han cambiado de forma radical, y no sólo para Estados Unidos: en octubre de 1978 Karol Wojtila ha sido elegido Papa de la Iglesia católica; en mayo de 1979 Margaret Thatcher ha sido elegida primera ministra del Reino Unido; en noviembre de 1980 Ronald Reagan ha sido elegido presidente de Estados Unidos. Se extiende por Occidente una revolución conservadora y, a fin de terminar con la Unión Soviética mediante un anillo de presiones concéntricas, Reagan relanza la carrera armamentística y caldea la guerra fría. Dadas esas circunstancias, si hay algo que no quiere Washington son trastornos al sur de Europa: en septiembre apoyó con éxito un golpe militar en Turquía, y ahora alberga el temor de que la fragilidad de aquel Suárez inclinado hacia la izquierda y acosado por la crisis política y económica y por un partido socialista cada vez más fuerte, termine propiciando una revolución semejante a la portuguesa de 1974. De forma que cuando en los meses previos al 23 de febrero la embajada norteamericana en Madrid y la estación de la CIA empiezan a recibir noticias de la inminencia de un golpe de bisturí o de timón en la democracia española, su reacción, más que favorable, es entusiasta, en particular la de su embajador Terence Todman, un diplomático ultraderechista que años atrás, como encargado de la política norteamericana en América Latina, apoyó a fondo las dictaduras latinoamericanas, que ahora consigue que los dos únicos políticos españoles acogidos por el presidente Reagan en la Casa Blanca antes del golpe sean dos significados políticos franquistas en barbecho —Gonzalo Fernández de la Mora y Federico Silva Muñoz— y que el día 13 de febrero se reúne en una finca próxima a Logroño con el general Armada. No conocemos el contenido de esa reunión, pero hay hechos que demuestran sin lugar a dudas que el gobierno norteamericano estuvo informado del golpe antes de que ocurriera: desde el día 20 de febrero las bases militares de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza se hallaban en estado de alerta y buques de la VI Flota fueron situados en las cercanías del litoral mediterráneo, y a lo largo de la tarde y la noche del día 23 un avión AWACS de inteligencia electrónica perteneciente al 86 Escuadrón de Comunicaciones desplegado en la base alemana de Ramstein sobrevoló la península con objeto de controlar el espacio radioeléctrico español. Estos detalles no se conocieron sino días o semanas o meses más tarde, pero en la misma noche del 23 de febrero, cuando el secretario de estado norteamericano, el general Alexander Haig, despachó una pregunta sobre lo que estaba sucediendo en España sin una palabra de condena del asalto al Congreso ni una palabra en favor de la democracia —el intento de golpe de estado no pasaba de ser para él «un asunto internos», nadie dejó de entender lo único que podía entenderse: que Estados Unidos aprobaba el golpe y que, si éste acababa triunfando, el gobierno norteamericano sería el primero en celebrarlo.

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