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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (10 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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A esa misma hora, a apenas quinientos metros del Congreso, en la sede del Cuartel General del ejército en el palacio de Buenavista, todo está también dispuesto para que el último signo se produzca. Allí, en su recién estrenado despacho de segundo jefe de Estado Mayor del ejército, el general Alfonso Armada acaba de llegar de Alcalá de Henares, donde esa mañana ha participado en los festejos conmemorativos de la fundación de la Brigada Paracaidista, ha cambiado la uniformidad de festivo por la de diario y espera sin impaciencia, sin siquiera escuchar por la radio el debate de investidura del nuevo presidente del gobierno, la irrupción de algún subordinado anunciándole el asalto al Congreso. Pero lo que sobre todo espera Armada —acaso el militar más monárquico del ejército español, hasta hace cuatro años secretario del Rey, desde hace varios meses candidato de muchos en el pequeño Madrid del poder a presidir un gobierno de coalición o de concentración o de unidad— es la llamada subsiguiente del Rey pidiéndole que acuda a la Zarzuela a explicarle lo que ocurre en el Congreso. Armada tiene buenas razones para esperarlo: no sólo porque está seguro de que, después de casi tres lustros siendo su hombre de máxima confianza, el Rey se fía de él más que de nadie o de casi nadie, sino también porque tras su dolorosa salida de la Zarzuela ambos se han reconciliado y en las últimas semanas ha advertido al monarca en multitud de ocasiones sobre el riesgo de un golpe y le ha insinuado que conoce sus entresijos y que si finalmente se produce él podrá dominarlo. Entonces, una vez en la Zarzuela, Armada se hará cargo del problema, igual que solía hacerlo en los viejos tiempos: respaldado por el Rey, respaldado por el ejército del Rey, acudirá al Congreso y, sin necesidad de esforzarse demasiado por convencer a los partidos políticos de que acepten una solución que de todos modos la mayoría ya consideraba razonable mucho antes de que los militares se echaran a la calle, liberará a los diputados, formará un gobierno de coalición o de concentración o de unidad bajo su presidencia y devolverá la tranquilidad al ejército y al país. Eso es lo que Armada espera que ocurrirá y eso es lo que, según las previsiones de los golpistas, inevitablemente acabará ocurriendo.

De modo que a las seis de la tarde del 23 de febrero los elementos esenciales del golpe se encontraban dispuestos en el lugar asignado por los golpistas: seis autobuses cargados de guardias civiles a las órdenes del teniente coronel Tejero estaban a punto de salir del Parque de Automovilismo en dirección al Congreso (y uno más a las órdenes del capitán Muñecas se disponía a hacerlo desde Valdemoro); los mandos militares de la región de Valencia habían abierto los sobres lacrados con las instrucciones de Milans y, una vez repostadas y municionadas las unidades, los cuarteles se disponían a abrir sus puertas; los jefes de brigada y de regimiento de la Brunete acababan de salir del Cuartel General hacia sus puestos de mando respectivos con órdenes de operaciones redactadas por Pardo Zancada y aprobadas por Juste que contenían indicaciones concretas sobre objetivos prioritarios, zonas de despliegue y misiones de ocupación y vigilancia; aunque no en su despacho sino en el del general Gabeiras —su superior inmediato y jefe del Estado Mayor del ejército, que acababa de llamarle para discutir un asunto de rutina—, el general Armada aguardaba en el Cuartel General del ejército la llamada de la Zarzuela. Media hora más tarde el teniente coronel Tejero irrumpió en el Congreso y se desencadenó el golpe. La toma del Congreso fue un éxito acaso más fácil de lo esperado: ni los policías que custodiaban el edificio ni los guardaespaldas de los diputados ofrecieron la menor resistencia a los asaltantes, y pocos minutos después de su entrada en el hemiciclo, cuando tanto el interior como el exterior del Congreso se hallaban bajo su control y el estado de ánimo de sus hombres era de euforia, el teniente coronel Tejero llamaba por teléfono a Valencia para dar eufóricamente novedades al general Milans; fue un éxito fácil, pero no fue un éxito completo. Dado que debía ser el pórtico de un golpe blando, Tejero tenía órdenes de que la ocupación del Congreso fuera incruenta y discreta: se trataba sólo de suspender la sesión de investidura del nuevo presidente del gobierno, de retener a los parlamentarios y de mantener el orden a la espera de que el ejército ya sublevado los relevase a él y a sus guardias civiles y el general Armada diese una salida política al secuestro; milagrosamente, Tejero consiguió que la ocupación fuera incruenta, pero no que fuera discreta, y ése fue el primer problema para los golpistas, porque un tiroteo en el hemiciclo del Congreso retransmitido en directo por radio a todo el país dotaba de una escenografía de golpe duro a lo que quería ser un golpe blando o mantener la apariencia de un golpe blando y dificultaba que el Rey, la clase política y la ciudadanía transigiesen de grado con él. Hubiera podido ser mucho peor, por supuesto; si, como en un principio pareció inevitable a quienes escucharon el tiroteo en la radio (por no hablar de quienes lo padecieron en el hemiciclo), además de indiscreta la operación hubiese sido cruenta, entonces todo hubiera sido distinto: porque los muertos no tienen vuelta atrás, el golpe blando se hubiera convertido en un golpe duro, y quizá el baño de sangre en inevitable. Sin embargo, tal y como ocurrieron las cosas, pese a la violencia de la puesta en escena de la operación nada esencial se interponía en· el camino de los golpistas pasados diez minutos del golpe: después de todo una puesta en escena es sólo una puesta en escena y, aunque sin duda el tiroteo del hemiciclo obligaría a realizar ciertos ajustes en el plan previsto, la realidad es que el Congreso estaba secuestrado, que el general Milans había proclamado el estado de guerra en su región y había lanzado sobre Valencia cuarenta tanques y mil ochocientos soldados de la División Motorizada Maestrazgo nº 3, que la Acorazada Brunete estaba sublevada y sus carros de combate AMX—30 listos para salir de los acuartelamientos y que en la Zarzuela el Rey estaba a punto de llamar al Cuartel General del ejército para hablar con el general Armada. Si es verdad que la suerte de un golpe se decide durante sus primeros minutos, entonces también es verdad que, diez minutos después de su inicio, el golpe del 23 de febrero había triunfado.

SEGUNDA PARTE
UN GOLPISTA FRENTE AL GOLPE

La imagen, congelada, muestra el hemiciclo del Congreso de los Diputados desierto. O casi desierto: en el centro de la imagen, ligeramente escorado a la derecha, solo, estatuario y espectral en una desolación de escaños vados, Adolfo Suárez permanece sentado en su escaño azul de presidente. A su izquierda, el general Gutiérrez Mellado se halla de pie en el hemiciclo central, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, de espaldas a la cámara y mirando a los seis guardias civiles que disparan en silencio sus armas, como si quisiera impedirles la entrada en el hemiciclo o como si intentara proteger con su cuerpo el cuerpo de su presidente. Detrás del viejo general, más próximos al espectador, otros dos guardias acribillan el hemiciclo con fuego de subfusil mientras pistola en mano, desde la escalera de la tribuna de oradores, el teniente coronel Tejero exige a sus hombres con gestos de alarma y voces inaudibles de mando el final de aquel tiroteo que pulveriza las instrucciones que ha recibido. Por encima del presidente Suárez unas pocas manos de diputados escondidos brotan entre el rojo sin interrupción de los escaños; frente al presidente, debajo y alrededor de una mesa ocupada por libros abiertos y un quinqué encendido, se acurrucan tres taquígrafos y un ujier, desparramados por la alfombra historiada del hemiciclo central; más acá, en la parte inferior de la imagen, casi mimetizadas con el azul de los escaños del gobierno, se distinguen las espaldas tumbadas de algunos ministros: una hilera de caparazones de crustáceos. Toda la escena está envuelta en una luz acuosa, escasa e irreal, como si transcurriera en el interior de un estanque o como si la única iluminación del hemiciclo procediera del barroco racimo de globos de luz que pende de una pared, en el extremo superior derecho de la imagen; tal vez por ello, toda la escena tiene también una sugestión de danza o de fúnebre retrato de familia y una avidez de significado que no satisfacen ni los elementos que la integran ni la ficción de eternidad que les presta su quietud ilusoria.

Pero si descongelamos la imagen la quietud se desvanece y la realidad recobra su andadura. Lentamente, mientras se espacian los disparos, el general Gutiérrez Mellado se vuelve, pone los brazos en jarras y, dando la espalda a los guardias civiles y al teniente coronel Tejero, observa el hemiciclo sin nadie, igual que un oficial puntilloso haciendo un inventario visual de estragos cuando aún no ha concluido del todo la batalla; mientras tanto, el presidente Suárez se retrepa en su escaño, enderezando un poco el tronco, y el teniente coronel consigue por fin que los guardias obedezcan sus órdenes y que se apodere del hemiciclo un silencio exagerado por el estruendo reciente, tan denso como el que sigue a un terremoto o a una catástrofe aérea. En ese momento el plano cambia; la imagen muestra ahora de frente al teniente coronel, pistola en alto en la escalera de la tribuna de oradores; a su izquierda, el secretario del Congreso, Víctor Carrascal —todavía en el regazo los papeles con la lista de diputados que hace sólo unos segundos recitaba monótonamente durante la votación de investidura—, observa con pánico, tirado en el suelo, a dos guardias civiles que apuntan al general Gutiérrez Mellado, quien los observa a su vez con los brazos en jarras. Entonces, advirtiendo de improviso que el viejo general sigue allí, de pie y desafiante, el teniente coronel baja a toda prisa las escaleras, se abalanza sobre él por la espalda, lo agarra del cuello e intenta derribarlo ante la mirada de los dos guardias civiles y de Víctor Carrascal, que en ese momento esconde la cara en sus brazos como si le faltara coraje para ver lo que va a ocurrir o como si sintiera una vergüenza incalculable por no poder evitarlo.

El plano vuelve a cambiar. Es un plano también frontal del hemiciclo, sólo que más amplio: los diputados yacen encogidos bajo los escaños y las cabezas de algunos de ellos se asoman con prudencia para ver lo que sucede en el semicírculo central, frente a la tribuna de oradores, donde el teniente coronel no ha conseguido tirar al suelo al general Gutiérrez Mellado, que se ha mantenido en pie agarrándose con todas sus fuerzas al apoya brazos de su escaño. Ahora lo rodean el teniente coronel y tres guardias civiles, apuntándolo con sus armas, y el presidente Suárez, a apenas un metro del general, se incorpora en su escaño y se acerca a él, apoyándose también en el apoyabrazos: por un momento los guardias civiles parecen a punto de disparar; por un momento, en el apoyabrazos del escaño, la mano del joven presidente y la mano del viejo general parecen buscarse, como si los dos hombres quisieran afrontar juntos su destino. Pero el destino no llega, ni llegan los disparos, o no de momento, aunque los guardias civiles estrechan el cerco al general-ya no son cuatro sino ocho— y, mientras uno de ellos lo injuria y le exige a gritos que obedezca y se tumbe en la alfombra del semicírculo central, el teniente coronel se le acerca por la espalda y lo zancadillea y ahora casi consigue tirarlo, pero el general resiste otra vez aferrándose de nuevo al salvavidas del apoyabrazos. Sólo entonces el teniente coronel se da por vencido y él y sus guardias se alejan del general mientras el presidente Suárez vuelve a buscar su mano, la coge un instante antes de que el general se la aparte con rabia, sin quitar la mirada de sus agresores; el presidente, sin embargo, insiste, intenta apaciguar con palabras su ira, le ruega que vuelva a su escaño y consigue que entre en razón: tomándole de la mano como si fuera un niño, lo atrae hacia él, se levanta y le deja paso, y el viejo general después de desabrocharse la chaqueta con un gesto que descubre del todo su camisa blanca, su chaleco gris y su corbata oscura— se sienta finalmente en su escaño.

CAPÍTULO 1

He aquí un segundo gesto diáfano que acaso contiene como el primero muchos gestos. Igual que el gesto de Adolfo Suárez permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, el gesto del general Gutiérrez Mellado enfrentándose furiosamente a los militares golpistas es un gesto de coraje, un gesto de gracia, un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad. Tal vez sea también, por así decir, un gesto póstumo, el gesto de un hombre que sabe que va a morir o que ya está muerto, porque, con la excepción de Adolfo Suárez, desde el inicio de la democracia nadie había acaparado tanto odio militar como el general Gutiérrez Mellado, quien apenas se desató el tiroteo quizá sintió como casi todos los presentes que sólo podía saldarse con una masacre y que, suponiendo que ella sobreviviera, los golpistas no tardarían en eliminarlo. No creo que sea, en cambio, un gesto histriónico: aunque desde hacía cinco años ejerciese la política, el general Gutiérrez Mellado nunca fue esencialmente un político; fue siempre un militar, y por eso, porque siempre fue un militar, su gesto de aquella tarde fue antes que nada un gesto militar y por eso fue también de algún modo un gesto lógico, obligado, casi fatal: Gutiérrez Mellado era el único militar presente en el hemiciclo y, como cualquier militar, llevaba en los genes el imperativo de la disciplina y no podía tolerar que unos militares se insubordinaran contra él. No anoto esto último para rebajar el mérito del general; lo hago sólo para tratar de precisar el significado de su gesto. Un significa do que por otra parte quizá no alcance a precisarse del todo si no imaginamos que, mientras se encaraba con los golpistas negándose a obedecerles o mientras les exigía a gritos que salieran del Congreso, el general pudo verse a sí mismo en los guardias civiles que desafiaban su autoridad disparando sobre el hemiciclo, porque cuarenta y cinco años atrás él había desobedecido el imperativo genético de la disciplina y se había insubordinado contra el poder civil encarnado en un gobierno democrático; o dicho de otra manera: tal vez la furia del general Gutiérrez Mellado no estaba hecha únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo, y tal vez no sea del todo ilícito entender su gesto de enfrentarse a los golpistas como el gesto extremo de contrición de un antiguo golpista.

El general no hubiese aceptado esta interpretación, o no la hubiese aceptado en público: no hubiese aceptado que cuarenta y cinco años atrás había sido un oficial rebelde que había apoyado un golpe militar contra un sistema político fundamentalmente idéntico al que él representaba ahora en el gobierno. Pero nadie se libra de su biografía, y la biografía del general le corrige: el 18 de julio de 1936, cuando contaba apenas veinticuatro años y era un teniente recién salido de la Academia de Artillería, afiliado a Falange y destinado en un regimiento acantonado a pocos kilómetros de Madrid, Gutiérrez Mellado contribuyó a sublevar su unidad contra el gobierno legítimo de la república, y el día 19, hasta que la insurrección militar fue aplastada en Madrid, se pasó la mañana encaramado en el tejado de su cuartel disparando con una ametralladora convencional a los Breguet XIX procedentes del aeródromo de Getafe que bombardeaban desde el amanecer a los rebeldes. El general nunca negó estos hechos, pero sí hubiera negado la comparación entre la democracia de 1936 y la de 1981 y entre los golpistas del 18 de julio y los del 23 de febrero: jamás se arrepintió en público de haberse sublevado en 1936, jamás hubiese admitido que el régimen político contra el que se insubordinó en su juventud era fundamentalmente idéntico al que había contribuido a crear en su vejez y ahora representaba, y siempre aseguró que el golpe de estado del general Franco había sido necesario porque la democracia de 1936, que había permitido en pocos meses trescientas muertes violentas en incidentes políticos, era de una imperfección escandalosa e insostenible y había abandonado el poder en la calle, de donde el ejército se había limitado a recogerlo. Éste o muy similar era el argumento del general (un argumento compartido por ese generoso sector de la derecha española que todavía no ha roto su adhesión histórica al franquismo); su incoherencia es manifiesta: ¿acaso no invocaban los golpistas de 1981 razones parecidas a los de 1936? ¿No afirmaban que la democracia de 1981 era escandalosamente imperfecta? ¿No afirmaban que el poder estaba en la calle, listo para que alguien lo recogiese? ¿Y no tenían tantas o casi tantas razones para afirmarlo como los golpistas de 1936? ¿Cuántos muertos hay que poner sobre la mesa para que un régimen democrático deje de serlo o resulte insostenible y termine volviendo necesaria una intervención militar? ¿Doscientos? ¿Doscientos cincuenta? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos? ¿No bastaría con menos? En la semana del 23 al 30 de enero de 1977, cuando el general Gutiérrez Mellado llevaba ya cuatro meses al frente de la vicepresidencia del primer gobierno de Adolfo Suárez, en España fueron asesinadas por motivos políticos diez personas, hubo quince heridos graves y dos secuestros de altísimas personalidades del régimen (Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado, y el general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar); sólo en 1980 se produjeron más de cuatrocientos cincuenta atentados terroristas, más de cuatrocientos treinta heridos, más de ciento treinta muertos, lo que equivale a más de un atentado diario, a más de un herido diario, a casi un muerto cada tres días. ¿Era ésa una situación sostenible? ¿Era la democracia que la permitía una democracia real? ¿Era necesaria en 1977 o en 1981 una intervención militar? Una respuesta a esas preguntas es evidente: si, según declaró el general Gutiérrez Mellado hasta el final de sus días, a la altura de 1936 la república era un régimen insostenible, a la altura de febrero de 1981 la monarquía constitucional también lo era y no era el general quien tenía razón sino los guardias civiles que aquella tarde asaltaron el Congreso.

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