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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (13 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Pero el descontento militar que crucificó a Gutiérrez Mellado y acabó desembocando en el 23 de febrero no se alimentaba sólo de agravios profesionales, de vejaciones imaginarias y de intransigencia política; los militares golpistas no tenían razón, pero tenían razones, y algunas de ellas eran muy poderosas. No me refiero a la inquietud con que asistían hacia 1980 al deterioro de la situación política, social y económica, ni al disgusto sin disimulo que les producía —a ellos, que habían sido encargados por la Constitución del 78 de la defensa de la unidad de España pero que se sentían vinculados a ese mandato por un imperativo enterrado en su ADN a proliferación de banderas y reivindicaciones nacionalistas y la descentralización impulsada por el Estado de las Autonomías, una combinación de palabras que para la inmensa mayoría de los militares era apenas un eufemismo que ocultaba o anticipaba la voladura controlada de la patria; me refiero a un asunto mucho más hiriente, en definitiva una de las causas directas del golpe de estado: el terrorismo, y en particular el terrorismo de ETA, que por aquellas fechas se encarnizaba con el ejército y la guardia civil ante la indulgencia de una izquierda que aún no había desprovisto a los etarras de su aureola de luchadores antifranquistas. Es fácil entender esta actitud de la izquierda: basta recordar para ello el funesto papel de sostén de la dictadura que durante cuarenta años desempeñaron el ejército, la guardia civil y la policía, por no mencionar la lista abultada de sus atrocidades; es imposible justificarla: si las Fuerzas Armadas debían proteger con todos sus medios a la sociedad democrática frente a sus enemigos, la sociedad democrática debía proteger con todos sus medios a las Fuerzas Armadas de la matanza a que estaban siendo sometidas, o al menos debía solidarizarse con sus miembros. No lo hizo, y la consecuencia de ese error fue que las Fuerzas Armadas se sintieron abandonadas por una parte considerable de la sociedad democrática y que terminar con aquella matanza se convirtió, a ojos de una parte considerable de las Fuerzas Armadas, en un argumento irresistible para terminar con la sociedad democrática.

Poca gente era tan consciente de ese estado de cosas como el general Gutiérrez Mellado, poca gente hizo tantos esfuerzos por enmendarlo y poca gente lo sufrió en sus carnes tanto como él, porque fue a él a quien la indignación militar espoleada por la ultraderecha hizo desde el principio responsable de permitir los asesinatos de sus compañeros de armas y de la condescendencia con que los recibía un sector del país. Esa indignación provocó contra el general repetidos actos de indisciplina y motines públicos que a su modo eran anuncios o prefiguraciones del 23 de febrero; no siempre fue el terrorismo la causa o la excusa de ellos —no siempre ocurrieron al calor de funerales por militares, guardias civiles o policías asesinados: también lo hicieron en reuniones informativas de altos mandos, en visitas de rutina a los cuarteles, incluso en ceremonias protocolarias o vinos de honor—, pero siempre fue la causa o la excusa de los más multitudinarios y violentos. Tal vez el más grave tuvo lugar la tarde del 4 de enero de 1979, en el Cuartel General del ejército, durante las honras fúnebres por el gobernador militar de Madrid Constantino Ortín, muerto la víspera en un atentado de ETA, y hay que decir que, como la mayoría de los alborotos militares de aquellos años, no se trató de un fruto espontáneo de la emoción del momento, sino de un acto preparado por una alianza previa de oficiales partidarios del golpe y de grupos ultraderechistas. La escena, que ha sido narrada en numerosas ocasiones por numerosos testigos presenciales, pudo ocurrir así:

Gutiérrez Mellado, amigo personal del general Ortín y único miembro del gobierno que asiste al acto, preside las exequias. El patio de armas del Cuartel General se halla abarrotado de una muchedumbre de militares. Bajo un cielo cerrado de invierno, la ceremonia se desarrolla en una atmósfera de duelo pero también de crispación inducida, hasta que en determinado momento, justo después de que la banda toque oración y el himno de infantería y de que los empleados de pompas fúnebres se hagan cargo del féretro mientras rompen filas las formaciones de jefes, oficiales y suboficiales alineadas frente a la tribuna de autoridades, empiezan a brotar aquí y allá gritos contra el gobierno e insultos contra su vicepresidente, quien es en seguida abordado por varios oficiales que lo zarandean con violencia, lo acorralan contra la puerta sur del patio, lo injurian y lo golpean. A escasos metros de donde esto ocurre, otro grupo de oficiales arrebata el féretro a los empleados de pompas fúnebres y, tras amenazar a la guardia que custodia el recinto con abrir a tiros sus puertas, consigue salir con el féretro a hombros a la calle Alcalá, donde una multitud que grita «¡Ejército al poder!» saluda enfervorizada a los varios cientos de jefes y oficiales insurrectos, se funde con ellos y los acompaña durante tres kilómetros por el centro de Madrid hasta el cementerio de La Almudena, mientras en un despacho del Cuartel General Gutiérrez Mellado, abatido, sin gafas y ajeno al ensayo de asonada militar que inunda las calles de la capital, intenta recuperarse de la humillación entre el puñado de compañeros de armas que acaba de impedir su linchamiento.

Ésa es la escena: para proteger su amor propio maltrecho; y el de su ejército, Gutiérrez Mellado siempre negó haber sido víctima de aquella tropelía, pero dos años después ya no pudo repetir la negativa, porque en la tarde del 23 de febrero las cámaras de televisión grabaron un ultraje que, con variantes más o menos atenuadas, ~l había conocido a menudo en la intimidad de los cuarteles. En este sentido, también, su gesto de enfrentarse en el hemiciclo del Congreso a los golpistas fue un resumen o un emblema de su carrera política; por lo mismo, fue la última batalla de una guerra despiadada contra los suyos que lo dejó exhausto, listo para el desguace: como Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado era el 23 de febrero un hombre políticamente acabado y personalmente roto, con la moral hundida y los nervios deshechos por cinco años de escaramuzas cotidianas. Es posible sin embargo que el 23 de febrero el general fuera al mismo tiempo un hombre feliz: aquella tarde abandonaba el poder Adolfo Suárez, y con su caída él se había prometido abandonar una carrera política que sin Adolfo Suárez quizá nunca hubiese emprendido.

Cumplió su promesa: no le impidieron hacerlo ni Leopoldo Calvo Sotelo, que al sustituir a Suárez en la presidencia le propuso continuar en el gobierno, ni el propio Suárez, que intentó captarlo para el partido con el que regresó a la política tras el 23 de febrero, y Gutiérrez Mellado se dispuso a pasar el resto de sus días como un jubilado, sin otra ocupación que presidir fundaciones benéficas, jugar largas partidas de cartas en compañía de su mujer y pasar largos veraneos en Cadaqués en compañía de amigos catalanes. Durante sus cinco años de trabajo político muchos de sus compañeros de armas lo habían aborrecido por intentar en vano terminar con el ejército de Franco y por colocar con éxito las bases del ejército de la democracia; su retirada no atenuó ese sentimiento: la primera petición de los altos mandos del ejército al ministro de Defensa posterior a su salida del gobierno fue que el general no se acercase por sus unidades, y tiempo después de que Gutiérrez Mellado abandonara el cargo de vicepresidente hubo que desistir de organizar un acto de desagravio concebido para contrarrestar una nueva campaña de prensa en su contra por temor a que la propuesta dividiera a las Fuerzas Armadas. Nunca volvió a pisar un cuartel, salvo el día en que la Academia donde se había hecho militar le brindó un homenaje de última hora y el general pudo experimentar —al menos mientras escuchaba sin derramar una sola lágrima la ovación de cinco minutos que puestos en pie le tributaron los cadetes que aquel día llenaban la sala de actos— la certeza ficticia y sentimental de que todos los sinsabores de sus años de gobierno estaban justificados. Murió poco después de aquella jornada engañosa, el 15 de diciembre de 1995, cuando el Opel Omega en que viajaba a Barcelona para dar una conferencia patinó sobre el hielo al tomar una curva y se salió de la calzada. Con él desapareció el político más fiel que tuvo a su lado Adolfo Suárez, el último militar español que ocupó un escaño en el Congreso, el último espadón de la historia de España. Quienes lo frecuentaron en sus años finales recuerdan a un hombre humilde, disminuido, silencioso y un poco ausente, que jamás hacía declaraciones a la prensa, que jamás hablaba de política, que jamás mencionó el 23 de febrero. No le gustaba recordar aquella tarde, sin duda porque no consideraba su gesto de enfrentarse a los guardias civiles golpistas como un gesto de coraje o de gracia o de rebeldía, ni siquiera como un gesto soberano de libertad o como un gesto extremo de contrición o como un emblema de su carrera, sino simplemente como el mayor fracaso de su vida; pero siempre que alguien conseguía que hablase de él lo despachaba con las mismas palabras: «Hice lo que me enseñaron en la Academia». No sé si alguna vez añadió que quien dirigía la Academia donde se lo enseñaron era el general Francisco Franco.

CAPÍTULO 3

Vuelvo a una imagen de la grabación: de pie, con los brazos caídos a los costados y desafiando a los seis guardias civiles que acribillan el hemiciclo del Congreso, el general Gutiérrez Mellado —tanto como querer impedir la entrada de los rebeldes en el recinto, tanto como querer someter el poder militar al poder civil— parece querer proteger con su cuerpo el cuerpo de Adolfo Suárez, sentado a su espalda en la soledad de su escaño de presidente. Esa imagen es otro resumen o emblema: el emblema o resumen de la relación entre esos dos hombres.

La fidelidad de Gutiérrez Mellado a Adolfo Suárez fue una fidelidad sin condiciones desde el principio hasta el fin de su carrera política. Cabe en parte atribuir este hecho al sentido de la gratitud y la disciplina de Gutiérrez Mellado, a quien Suárez había convertido en el primer militar del ejército tras el Rey y en el segundo hombre más poderoso del gobierno; es seguro que se debió a la confianza total que depositó en la sagacidad política de Suárez y en su coraje, su juventud y su instinto. Suárez y Gutiérrez Mellado eran no obstante, al margen de la tarea política que los unió, dos hombres opuestos en casi todo: ambos, es verdad, compartían una granítica fe católica, ambos cultivaban un cierto dandismo, ambos eran delgados, frugales e hiperactivos, ambos amaban el fútbol y el cine, ambos eran buenos jugadores de cartas; pero prácticamente ahí terminaban sus afinidades: el primero era un experto en las añagazas del mus y el segundo en la limpia aristocracia del bridge, el primero era un provinciano de familia republicana y el segundo era un madrileño de pura cepa y de buena familia monárquica, el primero fue un estudiante desastrado y el segundo un estudiante de matrículas, el primero fue siempre un profesional del poder y el segundo fue siempre un profesional de la milicia, el primero poseía, en fin, una inteligencia política, un encanto personal, un don de gentes y un descaro de jefe de pandilla de barrio con los que practicó con destreza indiscriminada el arte de la seducción, mientras que la inteligencia técnica y la sobriedad de carácter del segundo tendieron a confinar su vida social en el círculo de su familia y de unos pocos amigos. A ambos los separaba, además, una diferencia más obvia y más importante: Suárez tenía exactamente veinte años menos que Gutiérrez Mellado; por edad hubieran podido ser padre e hijo, y es casi imposible resistirse a interpretar la relación que los unió como una extraña y descompensada relación paterno-filial en la que el padre ejercía de padre porque protegía al hijo pero también ejercía de hijo porque no discutía sus órdenes ni ponía en duda la validez de sus juicios.

Preceptivamente, la devoción política de Gutiérrez Mellado por Adolfo Suárez empezó en la primera oportunidad en que hablaron, o eso al menos le gustaba recordar al general. Es probable que se hubieran cruzado alguna vez a finales de los años sesenta, mientras Suárez dirigía Televisión Española y halagaba a los militares con programas sobre el ejército emitidos en horarios de máxima audiencia y con ramos de rosas que enviaba a sus mujeres acompañados por notas de gratitud en las que se disculpaba por ocupar a sus maridos fuera de las horas de servicio, pero no fue hasta el invierno de 1975 cuando estuvieron a solas por primera vez. En aquella época, recién fallecido Franco, Suárez acababa de ser nombrado ministro secretario general del Movimiento del primer gobierno del Rey; por su parte, Gutiérrez Mellado llevaba ya varios meses como comandante general y delegado del gobierno en Ceuta, y en uno de sus viajes a la capital solicitó audiencia al nuevo ministro para hablarle de un polideportivo pendiente de construcción en la ciudad. Suárez lo recibió, y una reunión que debía ser de trámite se prolongó durante varias horas, al cabo de las cuales el general salió del despacho de la calle Alcalá 44 encandilado por la simpatía irresistible, el lenguaje novedoso y la claridad de ideas del joven ministro, de modo que cuando a principios de julio Suárez fue encargado de formar gobierno ante la sorpresa apesadumbrada de gran parte del país Gutiérrez Mellado pudo experimentar sorpresa, pero no pesadumbre, porque para entonces ya estaba convencido de la valía excepcional del nuevo presidente. Éste, sólo tres meses más tarde, lo llamó a su lado para convertirlo a la vez en su guardaespaldas y su mano derecha, y ya no volvieron a separarse. Gutiérrez Mellado fue el vicepresidente primero y el único ministro invariable de los seis gobiernos que formó Suárez, pero la amistad que trabaron Suárez y Gutiérrez Mellado no fue sólo política. No mucho después de su incorporación al gobierno, Gutiérrez Mellado se mudó con su familia a uno de los edificios que integraban el complejo de la Moncloa, donde ya estaba instalado el hogar de la familia Suárez; a partir de aquellas fechas apenas dejaron de verse un solo día: trabajaban casi pared con pared, y a medida que transcurría el tiempo empezaron a compartir no sólo las horas de trabajo sino también las de ocio, unidos por una intimidad respetuosa que no desdeñaba las confidencias ni los largos silencios familiares, y que no hizo sino afianzarse mientras en los meses previos al golpe Suárez perdía a diario, entre los escombros de su poder y su prestigio, aliados políticos, colaboradores próximos y amistades de años. En esos momentos finales de la presidencia de Suárez y de su propia carrera política Gutiérrez Mellado era, además de un hombre políticamente acabado y personalmente roto, un hombre perplejo: no entendía la ingratitud del país con el presidente que había terminado con la dictadura y construido la democracia; menos aún entendía la frivolidad irresponsable de la clase política —en especial la de los políticos del partido del presidente, en especial la de los miembros del gobierno del presidente—, enzarzada en una lucha in sensata por el poder mientras la democracia se desmoronaba en torno a ella. De ahí que intentara apaciguar sin que nadie le hiciera caso las rebeliones internas de UCD, y de ahí que al menos en una ocasión y con idéntico resultado aprovechara la ausencia de Suárez en un consejo de ministros para abroncar a sus miembros y exigirles a gritos lealtad a quien los había nombrado. De esa época datan dos anécdotas que hablan por sí solas. La primera ocurrió a las cinco de la tarde del 29 de enero de 1981 en la Moncloa, cuando, después de que Suárez anunciara a sus ministros su dimisión en un consejo extraordinario, Gutiérrez Mellado se levantó de su asiento e improvisó un brevísimo discurso que concluyó con este ruego: «Pido a Dios que justifique los servicios que usted, señor presidente, ha prestado a España»; la frase era sincera, no elocuente: lo que es elocuente es que la reunión se disolviese de inmediato sin que ningún ministro pronunciara en público una sola palabra de consuelo o de solidaridad con el presidente dimisionario. La segunda anécdota carece de fecha y de lugar precisos, pero lo más probable es que ocurriera en la Moncloa, tal vez en las dos semanas que precedieron a la anterior; si así fue, debió de ocurrir en un despacho a medio terminar que Suárez estrenó por entonces en la parte trasera del palacio, un enorme salón destartalado con grandes ventanas provisionales por las que entraba el aire de invierno y con cables sueltos colgando de las paredes que parecía el trabajo de un decorador encargado de convertir aquel espacio en una metáfora del desamparo de los últimos meses de Adolfo Suárez en el gobierno. Pudo ser allí y entonces, ya digo, pero también pudo no serlo: al fin y al cabo la realidad carece de la menor inclinación decorativa. En cualquier caso merecería haber sido allí y entonces donde, según el propio Suárez recordó en público a la muerte del general, éste le dijo tras un diálogo de postrimerías o un inventario de reveses y deserciones: «Dime la verdad, presidente: aparte del Rey, de ti y de mí, ¿hay alguien más que esté con nosotros?».

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