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Authors: Javier Cercas
Pero, aunque estaba políticamente acabado y personalmente roto, también dimitió por la misma razón por la que lo hubiera hecho cualquier político puro: para poder seguir jugando; es decir: para no ser expulsado por las malas de la mesa de juego y verse obligado a salir del casino por la puerta falsa y sin posibilidad de volver. De hecho, es posible que Suárez pretendiera al presentar su dimisión imitar un órdago triunfal de Felipe González, que en mayo de 1979 había abandonado la dirección del PSOE, en desacuerdo con el hecho de que el partido siguiera definiéndose como marxista, y que apenas cuatro meses más tarde, una vez que el PSOE no acertó a sustituirlo y borró el término marxista de sus estatutos, había regresado a su cargo en olor de multitudes. Es posible que Suárez intentara provocar una reacción semejante en su partido; si así fue, a punto estuvo de conseguirlo. El 29 de enero, justo el día en que Suárez dio a conocer por televisión su renuncia a la presidencia, estaba previsto en Palma de Mallorca el inicio del segundo congreso de UCD; la estrategia de Suárez tal vez consistía en anunciar por sorpresa su renuncia durante la jornada inaugural y en aguardar a que la conmoción así provocada encendiera una revuelta de las bases de la organización contra sus jefes de filas que le devolviese directamente o en el plazo de pocos meses el mando del partido y del gobierno. La mala suerte (quizá combinada con la astucia de alguno de sus adversarios en el gobierno) desbarató sus planes: una huelga de controladores aéreos obligó a aplazar el congreso unos días en el momento en que Suárez ya había comunicado su propósito de dimitir a varios ministros y jefes de filas de su partido, y el resultado de esta contrariedad fue que, convencido de que la primicia no podría mantenerse en secreto durante tanto tiempo, tuvo que dar a conocer su dimisión antes de lo previsto, de forma que cuando por fin se celebró el congreso en la primera semana de febrero el tiempo transcurrido desde el anuncio de su retirada había amortiguado el impacto de la noticia, que no le alcanzó para recuperar el poder perdido pero sí para hacerse con el control de la directiva de UCD, para ser el miembro de ésta más votado por sus compañeros y para que el congreso puesto en pie lo aclamara calurosamente.
Hay quizá todavía otra razón por la que dimitió Suárez, una razón tal vez más decisiva que todas las anteriores, porque constituye su fundamento y porque las dota de un sentido adicional y más hondo: Suárez dimitió como presidente del gobierno para legitimarse como presidente del gobierno. Es una paradoja, pero Suárez es un personaje paradójico, y los casi cinco años en que permaneció en el poder no fueron en cierto modo para él sino eso: una pelea permanente, agónica y en definitiva inútil por legitimarse como presidente del gobierno. En julio de 1976, cuando el Rey le encargó que tomase el mando de la reforma política, Suárez sabía que era un presidente del gobierno legal, pero no ignoraba que —como él mismo le dijo a un periodista que lo abordó poco después de su nombramiento— no era un presidente legítimo, porque no estaba respaldado por los votos de los ciudadanos para llevar a cabo la reforma; en diciembre de 1976, cuando ganó por mayoría aplastante el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política —el instrumento legal que permitía llevar a cabo la reforma—, Suárez sabía que esa victoria lo legitimaba para realizar el cambio desde la dictadura a la democracia o a alguna forma de democracia, pero no ignoraba que no estaba legitimado para ejercer de presidente, porque él había sido elegido por el Rey y un presidente del gobierno sólo era legítimo después de haber sido elegido por los ciudadanos en unas elecciones libres; en junio de 1977, cuando ganó las primeras elecciones libres, Suárez sabía que era un presidente democrático porque tenía la legitimidad del voto de los ciudadanos, pero no ignoraba que carecía de la legitimidad de las leyes, porque todavía gobernaba con las leyes del franquismo, y no con las de la democracia; en marzo de 1979, cuando ganó las primeras elecciones celebradas tras la aprobación de la Constitución, Suárez sabía que contaba con toda la legitimidad de los votos y las leyes, pero fue entonces cuando supo que no contaba con la legitimidad moral, porque fue entonces cuando la clase dirigente en pleno se lanzó a recordarle —y tal vez él se lo repitió a sí mismo, y contra sí mismo no tenía protección posible— que nunca había dejado de ser el chico de los recados del Rey, un mero falangistilla de provincias, un arribista del franquismo, un chisgarabís consumido por la ambición y un pícaro intelectualmente incapacitado para presidir el gobierno que nunca había concebido la política sino como un instrumento de medro personal, y cuyo aun insensato de poder le mantenía atado a la presidencia mientras a su alrededor el país entero se caía a pedazos. Así pues, desde la primavera de 1979 Suárez sabía que poseía toda la legitimidad política para gobernar, pero sólo un año más tarde descubrió que carecía de la legitimidad moral (o que le habían despojado de ella): la única forma que encontró de obtenerla fue dimitir.
Ese es en realidad el significado de su discurso de despedida en televisión, un discurso que contiene una respuesta individual a los reproches navideños del Rey y un reproche colectivo a la clase dirigente que le ha negado la legitimidad anhelada, pero que sobre todo contiene una vindicación de su integridad política, lo que, en un político como Suárez, refractario a distinguir lo personal de lo político, significa también una vindicación de su integridad personal. Orgullosamente, a fin de cuentas verazmente (aunque sólo a fin de cuentas), Suárez empieza aclarando al país que se marcha por decisión propia, «sin que nadie me lo haya pedido», y que lo hace para demostrar con actos («porque las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos») que es falsa la imagen que se ha impuesto de él, según la cual es «una persona aferrada al cargo». Suárez recuerda su papel en el cambio desde la dictadura a la democracia y afirma que no abandona la presidencia porque sus adversarios lo hayan derrotado o porque se haya quedado sin fuerzas para seguir peleando, lo que posiblemente no es cierto o no es del todo cierto, sino porque ha llegado a la conclusión de que su marcha del poder puede ser más beneficiosa para el país que su permanencia en él, lo que probablemente sí lo es: quiere que su renuncia sea «un revulsivo moral» capaz de desterrar para siempre de la práctica política de la democracia «la visceralidad», «la permanente descalificación de las personas», «el ataque irracionalmente sistemático» y «la inútil descalificación global»: todas aquellas agresiones de las que durante muchos meses se ha sentido víctima. «Algo muy importante tiene que cambiar en nuestras actitudes y comportamientos —afirma—.
Y yo quiero contribuir con mi renuncia a que ese cambio sea realmente inmediato.» Por lo demás, Suárez no dice que se retira de la política —aunque sí de la presidencia de su partido—; al revés: tras declarar su optimismo sobre el porvenir del país y sobre la capacidad de UCD) para guiarlo, asegura que la política «va a seguir siendo la razón fundamental de mi vida». «Les doy las gracias por su sacrificio, por su colaboración y por las reiteradas pruebas de confianza que me han dado —termina—. Quise corresponder a ellas con entrega absoluta a mi trabajo y con dedicación, abnegación y generosidad. Les prometo que donde quiera que esté me mantendré identificado con sus aspiraciones. Que estaré siempre a su lado y que trataré, en la medida de mis fuerzas, de mantenerme en la misma línea y con el mismo espíritu de trabajo. Gracias a todos y por todo.»
Lo repito: el discurso, incluidos los buenos propósitos y la retórica emotiva, quiere ser una declaración moral además de política. Nada autoriza a dudar de su sinceridad: abandonando la presidencia Suárez intenta dignificar la democracia (y, en cierto sentido, protegerla); pero a las razones de ética política se suman razones de estrategia personal: para Suárez dimitir es también una forma de protegerse y dignificarse a sí mismo, recobrando su amor propio y su mejor yo con el fin de preparar su retorno al poder. Por eso dije antes que dimitir como presidente fue su último intento de legitimarse como presidente. Me corrijo ahora. No fue su último intento: fue el penúltimo. El último lo hizo en la tarde del 23 de febrero, cuando, sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y ya no eran suficientes las palabras y había que demostrar con actos lo que era y lo que quería, le dijo a la clase política y a todo el país que, aunque tuviera el pedigrí democrático más sucio de la gran cloaca madrileña y hubiera sido un falangistilla de provincias y un arribista del franquismo y un chisgarabís sin formación, él sí estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia.
He dejado una pregunta pendiente, y vuelvo a ella: ¿conspiraban contra el sistema democrático los servicios de inteligencia en el otoño y el invierno de 1980? ¿Participó el CESID en el golpe de estado? La hipótesis no es sólo literariamente irresistible, sino históricamente verosímil, y de ahí en parte que éste siga siendo uno de los puntos más controvertidos del 23 de febrero. La hipótesis es verosímil porque no es infrecuente que en períodos de cambio de régimen político los servicios de inteligencia —liberados de sus antiguos patronos y aún no controlados del todo por los nuevos, o descontentos con sus antiguos patronos por promover la desaparición del antiguo régimen— tiendan a operar de forma autónoma y a constituir focos de resistencia al cambio, organizando o participando en maniobras destinadas a hacerlo fracasar. Es lo que en 1991 ocurrió por ejemplo en la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov. ¿Ocurrió también diez años antes en la España de Adolfo Suárez? ¿Era en 1981 el CESID un foco de resistencia al cambio? ¿Organizó el CESID el golpe del 23 de febrero? ¿Participó en él?
El general Gutiérrez Mellado tenía quizá una conciencia más clara que ningún otro político español del peligro que unos servicios de inteligencia desafectos podían representar para la democracia, porque había realizado en ellos gran parte de su carrera y conocía de primera mano sus interioridades; a la inversa: pocos políticos españoles debían de tener una conciencia más clara que Gutiérrez Mellado de la utilidad que podían tener para la democracia unos servicios de inteligencia leales a los nuevos gobernantes. Así que en junio de 1977, en cuanto Adolfo Suárez formó el primer gobierno democrático tras las primeras elecciones libres, Gutiérrez Mellado se apresuró a intentar dotar al estado de unos servicios modernos, eficaces y fiables. Para ello quiso de entrada fusionar los numerosos organismos de inteligencia de la dictadura en uno solo, el CESID, pero la cerrada resistencia que encontró su proyecto sólo le permitió unir los dos principales: el SECED y la tercera sección del Alto Estado Mayor del ejército. Eran servicios muy distintos: ambos estaban integrados por militares, pero la tercera sección del Alto se orientaba al espionaje exterior y tenía un carácter más técnico que político, mientras que el SECED se orientaba al espionaje interior y tenía un carácter mucho más político que técnico, porque había sido concebido a mediados de los años sesenta por el entonces comandante San Martín —el coronel golpista de la Acorazada Brunete durante el 23 de febrero— como una suerte de policía política encargada de velar por la ortodoxia franquista. El fracaso de Gutiérrez Mellado al tratar de unificar todos los organismos de inteligencia se repitió al tratar de modernizarlos: en 1981 el CESID era todavía un servicio de inteligencia insuficiente y primitivo, casi artesanal; su dotación humana era escasa y su estructura rudimentaria: lo componían apenas setecientas personas, poseía poco más de quince delegaciones repartidas por todo el país y estaba organizado en cuatro divisiones (Interior, Exterior, Contrainteligencia, y Cifra y Comunicaciones); al mando de ellas se encontraban un director y un secretario general; al margen de ellas —y sólo supervisada por el secretario general— se encontraba una unidad de élite: la AOME, la unidad de operaciones especiales dirigida por el comandante Cortina. De las dificultades que afrontó el servicio de inteligencia de Gutiérrez Mellado da una idea un hecho insólito: pese a que una de las principales misiones que le encomendó el general fuera el control de las tramas golpistas y pese a que existiera un área dedicada a ello en la División de Interior, el área de Involución, los miembros del CESID no estaban oficialmente autorizados a entrar en los cuarteles e informar sobre lo que ocurría o se planeaba en ellos (esa tarea estaba reservada al servicio de información de la División de Inteligencia del ejército, la llamada Segunda Bis, que en la práctica bloqueaba las noticias y fomentaba el golpismo), de manera que todo cuanto el CESID sabía sobre el ejército lo sabía de forma oficiosa, lo que no impidió que en noviembre de 1978 el centro desarticulara gracias a un chivatazo el primer intento de golpe de estado del teniente coronel Tejero, la llamada Operación Galaxia. Del desorden que reinaba en el servicio de inteligencia da una idea un hecho no menos insólito que el anterior: a la altura del 23 de febrero, tras poco más de tres años de existencia, el CESID había tenido tres directores, ninguno de ellos era un experto en espionaje, todos habían sido poco menos que obligados a aceptar su cargo y todos consideraban poco menos que indigno investigar a sus compañeros de armas. Esto significa que, además de insuficiente y primitivo, en 1981 el CESID era también un servicio de inteligencia caótico y chapucero. ¿Significa también que no era fiable?
Tras la fusión en el CESID de los dos principales servicios de espionaje de la dictadura, la herencia que predominó en él fue la del SECED —la policía política del régimen: la rama de la inteligencia más adicta al franquismo—, pero Gutiérrez Mellado procuró que al mando del centro siempre estuvieran hombres procedentes de la tercera sección del Alto que gozaran de su total confianza. Quien llevaba la dirección efectiva del CESID el 23 de febrero no era el coronel Narciso Carreras, su director, sino el teniente coronel Javier Calderón, su secretario general. La trayectoria de Calderón es singular porque es característica de una reducidísima minoría de militares que, al modo de Gutiérrez Mellado, intentaron liberarse de la dependencia ideológica del franquismo y propiciar el cambio político: educado a fines de los cincuenta en la Academia Forja —una escuela militar preparatoria que estimulaba un falangismo con inquietudes sociales de la que surgieron algunos miembros de la futura, exigua e ilegal Unión Militar Democrática (UMD)—, a principios de los setenta Calderón empezó a trabajar en el servicio de contrainteligencia de la tercera sección del Alto; poco más tarde ejerció de abogado defensor del capitán Restituto Valero, uno de los responsables de la UMD, y participó en GODSA, un gabinete de estudios o amago de partido que pretendía promover en el tardofranquismo un ensanchamiento del régimen y que apostó por Manuel Fraga como conductor de la reforma hasta que, desplazado y rebasado por Suárez, aquél se enrocó en el franquismo desnatado de Alianza Popular; en 1977, con la creación del CESID, Calderón se incorporó a su División de Contrainteligencia, y en 1979 Gutiérrez Mellado lo convirtió en el hombre fuerte del centro. El 23 de febrero Calderón mantuvo una conducta impecable: el CESID fue bajo su mando uno de los escasos organismos militares que se colocó desde el principio y de forma inequívoca al lado de la legalidad, contribuyendo notoriamente a frenar la salida de la Acorazada Brunete en Madrid (cosa que acabó siendo capital para la derrota de los golpistas); más dudas ofrece su conducta tras el 23 de febrero: el CESID había cosechado un fracaso rotundo al no detectar de antemano el golpe y; para no esquilmar del todo el crédito del centro, en los días que siguieron al 23 de febrero Calderón intentó acallar los rumores sobre la participación de algunos de sus hombres en la asonada, pero el hecho es que al final ordenó abrir una investigación y que acabó expulsando a quienes quedaron salpicados por sospechas de connivencia con los golpistas, incluido el comandante Cortina. Esta discutible forma de proceder de Calderón tras el golpe no puede sin embargo ocultar lo evidente, y es que a la altura de 1981 el hombre fuerte del CESID era uno de los pocos militares demócratas del ejército español, cuya labor en el servicio de inteligencia hizo de éste lo opuesto a un foco de resistencia al cambio político: por eso los militares de ultraderecha colocaron al CESID en el blanco de sus críticas; por eso el nombre de Calderón figuraba en todas las listas de compañeros de armas indeseables que publicaban periódicamente; por eso era un hombre del todo seguro para Gutiérrez Mellado, con quien antes del 23 de febrero mantenía una buena amistad que se afianzó después del 23 de febrero y que explica que en 1987, a raíz de la muerte de un hijo de Calderón por consumo de drogas, el general creara una Fundación de Ayuda a la Drogadicción a cuyo patronato incorporó a su amigo. No: Gutiérrez Mellado no consiguió poner en marcha unos servicios de inteligencia potentes, unitarios, modernos y eficaces, y a ese fracaso cabe atribuir el fracaso del CESID a la hora de prever el quién, el cuándo, el cómo y el dónde del 23 de febrero; pero el general sí consiguió poner en marcha unos servicios de inteligencia fiables: el CESID como organismo cooperó en el fracaso del golpe de estado, y no hay por el contrario ninguna prueba que lo vincule con sus preparativos o su ejecución.