Anatomía de un instante (20 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Es posible que estas similitudes saltaran a la vista de ambos en cuanto se conocieron a finales de febrero de 1977, pero es seguro que ninguno de los dos hubiera sellado el pacto que selló con el otro si ambos no hubieran comprendido mucho antes que se necesitaban para prevalecer en política, porque en aquel momento Suárez tenía el poder del franquismo pero Carrillo tenía la legitimidad del antifranquismo, y Suárez necesitaba la legitimidad tanto como Carrillo necesitaba el poder; otra cosa es segura: como eran dos políticos puros, tampoco hubieran sellado ese pacto si no hubieran creído que el país podía prescindir de su alianza individual, pero no de la alianza colectiva entre las dos Españas irreconciliables que los dos representaban, y que también una y otra se necesitaban. Pese a ello, cabe presumir que para Suárez, criado en la claustrofobia maniquea de la dictadura, fuera una sorpresa reconocer su íntimo parentesco con el malvado oficial de la dictadura; cabe presumir también que la sorpresa de Carrillo fuera todavía mayor al comprobar que un joven falangista de provincias competía ventajosamente con su habilidad de político experimentado —cuya leyenda de guerra y exilio, cuyo prestigio internacional y cuyo poder absoluto en el partido tendían a devolverle una imagen de semidiós—, obligándole a liquidar en pocos meses la estrategia que había ideado y mantenido durante años para el posfranquismo y a seguir el camino que él había trazado.

La historia de esa liquidación y de sus consecuencias es en parte la historia del cambio de la dictadura a la democracia y sin ella no se puede entender el vínculo irrompible que unió durante años a Santiago Carrillo y a Adolfo Suárez; tampoco el 23 de febrero; tampoco, tal vez, el gesto gemelo de esos dos hombres gemelos en la tarde del 23 de febrero, mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso. La historia empieza en algún momento de 1976. Pongamos que empieza el 3 de julio de 1976, el mismo día en que el Rey nombró a Adolfo Suárez presidente del gobierno en medio del estupor general. Para entonces, después de treinta y siete años de exilio, Santiago Carrillo llevaba seis meses viviendo clandestinamente en un chalet de la colonia del Viso, en Madrid, convencido de que necesitaba pulsar la realidad del país y sujetar la organización del partido en el interior a fin de que en aquel principio del posfranquismo los comunistas se hiciesen valer en tanto que fuerza política más numerosa, más activa y mejor organizada de la oposición al régimen. Para entonces había transcurrido un año exacto desde que Carrillo iniciara el desmontaje o socavamiento o demolición ideológica del PCE con el propósito de presentarse ante la sociedad española como un partido moderno y liberado de los viejos dogmatismos estalinistas: junto con Enrico Berlinguer y Georges Marchais —líderes de los comunistas italianos y franceses—, había fundado enjulio del 75 el eurocomunismo, una versión ambigua y heterodoxa del comunismo que proclamaba su independencia de la Unión Soviética, su rechazo de la dictadura del proletariado y su acatamiento de la democracia parlamentaria. Para entonces hacía tres décadas exactas que el PCE había elaborado la llamada política de reconciliación nacional, lo que en la práctica significaba que el partido renunciaba a derrocar el régimen con las armas y confiaba en una huelga nacional pacífica que paralizase el país y entregase el poder en manos de un gobierno provisional compuesto por todos los partidos de la oposición democrática, cuyo primer cometido consistiría en convocar elecciones libres. Para entonces, sin embargo, Carrillo ya había cobrado conciencia de que, a pesar de que ésa siguiera siendo la política oficial del partido, las organizaciones antifranquistas carecían de fuerza para terminar por su cuenta con la prolongación del franquismo encarnada en aquel momento por la monarquía; no era menos consciente de que, si el objetivo era instaurar sin sangre una democracia en España, tarde o temprano los partidos políticos de la oposición tendrían que acabar negociando con representantes del régimen proclives a la reforma —ya que no se podía romper el franquismo para imponer la democracia había que negociar la ruptura del franquismo con franquistas lo bastante lúcidos o lo bastante resignados para aceptar que el único futuro del franquismo era la democracia—, un cambio de estrategia que no empezó a entreverse en la doctrina oficial del PCE hasta que a principios de 1976 el secretario general introdujo un matiz terminológico en su discurso y dejó de hablar de «ruptura democrática» para hablar de «ruptura pactada».

Así pues, Carrillo recibió la noticia inesperada de la designación de Suárez en un momento de total incertidumbre y de cierto desánimo, sabiendo que, aunque pareciera fuerte, su partido aún era débil, y que, aunque pareciera débil, el franquismo todavía era fuerte. Su respuesta a la noticia fue tan inesperada como la propia noticia, o al menos lo fue para los cuadros y militantes de su partido, que igual que la oposición democrática y los reformistas del régimen y la mayoría de la opinión pública juzgaron que la elección del último secretario general del Movimiento significaba el fin de las esperanzas liberalizado ras y el triunfo de los reaccionarios del régimen. El 7 de julio, cuatro días después del nombramiento de Suárez y apenas unas horas más tarde de que éste anunciara por televisión que el propósito de su gobierno consistía en conseguir la normalización democrática («Que los gobiernos del futuro sean resultado de la libre voluntad de los españoles», había dicho), Carrillo publicó en el semanario Mundo Obrero, órgano clandestino del PCE, un artículo lleno de benévolo escepticismo hacia el nuevo presidente: no creía que Suárez fuera capaz de cumplir sus promesas, ni siquiera estaba seguro de que fueran sinceras, pero reconocía que su lenguaje y su tono no eran los de un dirigente falangista al uso y que sus buenos propósitos merecían el beneficio de la duda. «El gobierno Suárez —concluía— podría servir para llevar la negociación que conduzca a la ruptura pactada.»

La predicción de Carrillo fue exacta. O casi exacta: Suárez no sólo llevó la negociación que condujo a la ruptura; también la formuló en unos términos que nadie esperaba: para Carrillo, para la oposición democrática, para los reformistas del régimen, la disyuntiva política del posfranquismo consistía en elegir entre la reforma del franquismo, cambiando su forma pero no su fondo, y la ruptura con el franquismo, cambiando su forma para cambiar su fondo; Suárez sólo tardó unos meses en decidir que la disyuntiva era falsa: entendió que en política la forma es el fondo, y que por tanto era posible realizar una reforma del franquismo que fuese en la práctica una ruptura con el franquismo. Lo entendió gradualmente, a medida que entendía que era imprescindible romper con el franquismo, pero tan pronto como tomó posesión de su cargo e hizo una declaración programática en la que anunciaba elecciones libres antes del 30 de junio del año siguiente Suárez inició una cautelosa serie de entrevistas con los líderes de la oposición ilegal para sondear sus intenciones y explicar su proyecto. Carrillo quedó al margen de ella; en aquel momento Suárez tenía prisa para todo, menos para hablar con Carrillo: aunque intuía que sin los comunistas su reforma política carecería de verosimilitud, de momento no se planteaba legalizar el partido, quizá sobre todo porque estaba seguro de que ésa era una medida inaceptable para la mentalidad franquista del ejército y de los sectores sociales que debía pastorear hacia la democracia o hacia alguna forma de democracia. Quien sí tenía prisa para hablar con él era Carrillo: Suárez había prometido en su primer discurso presidencial reunirse con todas las fuerzas políticas, pero la promesa no se había cumplido y, aunque aún no sabía si Suárez pretendía romper de verdad con el franquismo o simplemente reformarlo, Carrillo no quería correr el riesgo de que el país fuera hacia alguna forma de democracia sin la presencia de los comunistas, porque pensaba que eso prolongaría de forma indefinida la clandestinidad del partido y lo condenaría al ostracismo y quizá a la desaparición. Así que a mediados de agosto Carrillo toma la iniciativa y poco después consigue entrar en contacto con Suárez a través de José Mario Armero, jefe de la agencia de noticias
Europa Press
. La primera entrevista entre Carrillo y Armero se celebra en Cannes, a finales de agosto; la segunda se celebra en París a principios de septiembre. Ninguno de los dos encuentros produce resultados concretos (Armero asegura que Suárez va hacia la democracia y para ello pide paciencia a Carrillo: aún no se halla en condiciones de legalizar el PCE; Carrillo ofrece su ayuda para construir el nuevo sistema, no exige la legalización inmediata de su partido y afirma que éste no rechaza la monarquía si equivale a una democracia auténtica); pero ninguno de los dos encuentros es un fracaso. Al contrario: a partir de septiembre y a lo largo del otoño y el invierno del 76 Carrillo y Suárez continúan en contacto a través de Armero y de Jaime Ballesteros, hombre de confianza de Carrillo en la dirección del PCE. y es entonces cuando empieza a anudarse entre ellos una extraña complicidad a través de persona interpuesta: como dos ciegos palpándose mutuamente sus facciones en busca de un rostro, durante meses Carrillo y Suárez ponen a prueba sus propósitos, su lealtad, su inteligencia y su astucia, adivinan intereses comunes, descubren afinidades secretas, admiten que deben entenderse; ambos comprenden que necesitan la democracia para sobrevivir y que se necesitan el uno al otro, porque ninguno de los dos posee la llave de la democracia pero cada uno de ellos posee una parte —Suárez el poder y Carrillo la legitimidad— que completa la que posee el otro: mientras insiste una y otra vez en entrevistarse con él, Carrillo se percata cada vez con más claridad de las dificultades que afronta Suárez, la mayor de las cuales deriva de la resistencia de una parte poderosa del país a la legalización del PCE; mientras la presión social en favor de un régimen democrático le empuja día a día a reconocer que el franquismo sólo es reformable con una reforma que signifique su ruptura y empieza a desmontar el esqueleto del régimen y dialoga con los líderes de las demás fuerzas políticas opositoras —a quienes no urge en absoluto la legalización del PCE: en general no creen que haya que correr ningún riesgo para que se realice antes de las prometidas elecciones—, Suárez comprende cada vez con más claridad que no habrá democracia creíble sin comunistas y que Carrillo mantiene su partido bajo control, ha jubilado sus ideales revolucionarios y está dispuesto a hacer cuantas concesiones sean necesarias para conseguir el ingreso del PCE en el nuevo sistema político. A distancia, la cautela y la desconfianza inicial de los dos hombres empiezan a disolverse; de hecho, es posible que hacia finales de octubre o principios de noviembre Suárez y Carrillo esbocen una estrategia para legalizar el partido, una estrategia implícita, confeccionada no con palabras sino con sobrentendidos, que acabará suponiendo un éxito total para Suárez y un éxito sólo relativo para Carrillo, que la acepta porque no tiene otra alternativa, porque a esas alturas ya ha asumido que es válida la forma de cambio político que Suárez propone y porque abriga la esperanza de que su éxito sea también total.

La estrategia consta de dos partes. Por un lado, Suárez hará lo posible para legalizar el PCE antes de las elecciones a cambio de que Carrillo persuada a los comunistas de que olviden su propósito de ruptura frontal con el franquismo y de que sólo conseguirán la legalidad y sólo se construirá una democracia mediante la reforma de las instituciones franquistas que está armando el gobierno, porque esa reforma supone en la práctica una ruptura; Carrillo cumple de inmediato esta parte del trato: en una reunión clandestina del Comité Ejecutivo del PCE celebrada el 21 de noviembre, el secretario general arrumba el programa táctico del partido durante el franquismo convenciendo a los suyos de que ya no sirve ni la ruptura democrática ni la ruptura pactada sino sólo la reforma con ruptura propuesta por Suárez. La segunda parte de la estrategia es más compleja y más peligrosa, y por eso quizá satisface la íntima propensión de Carrillo y de Suárez a la política como aventura. A fin de legalizar el PCE, Suárez necesita que el partido de Carrillo obligue al gobierno a aumentar el margen de tolerancia con los comunistas, que los vuelva cada vez más visibles, que les dé carta de naturaleza en el país con el propósito de que la mayoría de los ciudadanos entienda que no sólo son inofensivos para la democracia futura, sino que la democracia futura no puede construirse sin ellos. Esta progresiva legalización de jacto, que debía facilitar la legalización de iure, adoptó la forma de un duelo entre el gobierno y los comunistas en el que ni los comunistas querían acabar con el gobierno ni el gobierno con los comunistas, y en el que ambos sabían con antelación (o por lo menos lo sospechaban o lo intuían) cuándo y dónde iba a golpear el adversario: los golpes de este falso duelo fueron golpes de efecto propagandísticos que incluyeron una huelga general que no consiguió paralizar al país pero sí poner en aprietos al gobierno, ventas masivas de Mundo Obrero por las calles de Madrid y masivos repartos de carnés del partido entre sus militantes, sendos reportajes de las televisiones francesa y sueca que mostraban a Carrillo circulando en coche por el centro de la capital, una sonada rueda de prensa clandestina en la que el secretario general del PCE —junto a Dolores Ibárruri, el mito por antonomasia de la resistencia antifranquista, demonizado e idealizado a partes iguales por gran parte del país— anunciaba entre palabras conciliadoras que se hallaba desde hacía meses en Madrid y que no pensaba marcharse, y por fin la detención policial del propio Carrillo, a quien ya en la cárcel el gobierno no podía expulsar del país sin infringir la legalidad y tampoco retener en ella en medio del escándalo nacional e internacional ocasionado por su captura, con lo que a los pocos días Carrillo salió en libertad convertido en ciudadano español de pleno derecho.

Fue un paso sin vuelta atrás en la legalización del PCE: una vez legalizado a la fuerza el secretario general, la legalización del partido era sólo cuestión de tiempo. Carrillo lo sabía y Suárez también; pero Suárez tenía tiempo y Carrillo no: la legalización de los demás partidos había empezado a producirse a partir de principios de enero, y él aún no estaba seguro de que Suárez fuera a cumplir su parte del trato, o de que no fuera a aplazar su cumplimiento hasta después de las elecciones, o de que no fuera a aplazarlo indefinidamente. A mediados de enero Carrillo necesitaba con urgencia despejar las dudas de Suárez, pero fue la realidad quien las despejó por él, porque fue entonces cuando un revoltijo mortífero de miedo y de violencia se apoderó de Madrid, y cuando el falso duelo que ambos mantenían a punto estuvo de terminar porque el país entero a punto estuvo de saltar por los aires. A las once menos cuarto de la noche del lunes 24 de enero, cuando Carrillo todavía no lleva un mes residiendo legalmente en España, cinco miembros de un bufete de abogados comunistas son acribillados a balazos por pistoleros de ultraderecha en un despacho situado en el número 55 de la calle Atocha. Era la apoteosis macabra de dos días de hecatombe. En la mañana de la víspera otro pistolero de ultraderecha había asesinado de un disparo a un estudiante en una manifestación proamnistía, y aquella misma tarde una estudiante falleció a causa del impacto de un bote de humo lanzado por fuerzas de orden público contra un grupo de personas que protestaba por la muerte del día anterior, mientras que sólo unas horas antes el GRAPO —una banda terrorista de ultraizquierda que tenía en su poder desde el 11 de diciembre a Antonio María de Oriol y Urquijo, uno de los más poderosos, acaudalados e influyentes representantes del franquismo ortodoxo— secuestraba al general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Cuatro días después el GRAPO iba a asesinar todavía a dos policías nacionales y un guardia civil, pero en la noche del 24 Madrid vive ya un clima casi prebélico: se oyen explosiones y disparos en distintos puntos de la capital, y partidas de ultraderechistas siembran el terror en las calles. Añadida a los demás episodios de esos días sangrientos, la matanza de sus militantes de Atocha supone para el PCE un reto brutal destinado a provocar una respuesta violenta en sus filas que, provocando a su vez una respuesta violenta del ejército, aborte las incipientes reformas democráticas; pero los comunistas no responden: el Comité Ejecutivo ordena evitar cualquier manifestación o enfrentamiento callejero y hacer gala de toda la serenidad posible, y la consigna se cumple a rajatabla. Tras arduas negociaciones con el gobierno —que teme que cualquier chispa prenda el incendio buscado por la ultraderecha—, el partido consigue permiso para instalar la capilla ardiente de los abogados en el Palacio de Justicia, en la plaza de las Salesas, y también consigue que los féretros puedan ser trasladados a hombros de sus compañeros hasta la plaza de Colón. Así se hace poco después de las cuatro de la tarde del miércoles; las cámaras de televisión captan un espectáculo que sobrecoge el centro de Madrid; las imágenes se han emitido muchas veces: en medio de una marea de rosas rojas y puños cerrados y de un silencio y un orden impuestos por la dirección del partido y acatados por la militancia con una disciplina labrada en la clandestinidad, decenas de miles de personas colman la plaza de las Salesas y las calles adyacentes para despedir a los asesinados; algunos fotogramas muestran a Santiago Carrillo caminando entre la multitud, guardado por una muralla de militantes. El acto termina sin un solo incidente, con el mismo gran silencio con que empezó, convertido en una proclama de concordia que disipa todas las dudas del gobierno sobre el repudio del PCE a la violencia y que esparce por todo el país una oleada de solidaridad con los miembros del partido.

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