Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
No era la única elección posible. Había candidatos mucho más evidentes, con más credenciales monárquicas, más preparación intelectual y más experiencia política; pero el Rey (o el Rey aconsejado por Fernández Miranda) calculó que en aquellos momentos tales virtudes eran más bien defectos: un gobierno, digamos, de José María de Areilza —un hombre culto, cosmopolita y adicto desde siempre a la Corona, bien relacionado con la oposición clandestina y favorito de muchos reformistas del régimen— o un gobierno de Manuel Fraga —el antiguo ministro de Franco y más tarde líder de la derecha hubieran sido un gobierno de Areilza o de Fraga, porque tanto Fraga como Areilza poseían personalidades muy acusadas y proyectos políticos propios; un gobierno de Suárez, en cambio, no sería un gobierno de Suárez, sino un gobierno del Rey, porque Suárez (o ésa era al menos la creencia del Rey y de Fernández Miranda) carecía de proyecto político alguno y estaba dispuesto a llevar a cabo el que el Rey le encomendara y de la forma en que se lo encomendara. El proyecto del Rey era la democracia; más exactamente: el proyecto del Rey era alguna forma de democracia que permitiese arraigar la monarquía; más exactamente aún: el proyecto del Rey era alguna forma de democracia no porque le repugnase el franquismo o porque estuviese impaciente por renunciar a los poderes que había heredado de Franco o porque creyese en la democracia como panacea universal, sino porque creía en la monarquía y porque pensaba que en aquel momento una democracia era el único modo de arraigar en España la monarquía. Ahora bien, cambiar una dictadura por una democracia sin quebrar la legalidad era una operación muy compleja, quizá inédita, y al Rey le urgía controlarla de cerca, así que necesitaba que la condujese alguien cuya pasión por el poder lo volviese absolutamente fiel y absolutamente dócil, un hombre de su edad que no sintiese la tentación de tutelarle o de imponerse a él y con quien pudiese mantener una relación fluida. Suárez cumplía de entrada esas condiciones; también otras. Conocía de memoria a la clase política del franquismo y los pasillos, covachuelas y recovecos del sistema que había que desmontar, era joven, listo, rápido, fresco, realista, flexible, eficaz, y lo bastante encantador y marrullero para persuadir a la oposición de que todo iba a cambiar mientras persuadía a los franquistas de que nada iba a cambiar aunque todo cambiase. Por último, además del atrevimiento de la ignorancia y del arrojo de los que nada tienen que perder, poseía una confianza desorbitada en sí mismo y un temple coriáceo de ganador que debía permitirle realizar la tarea que iban a encargarle soportando las furiosas acometidas de unos y de otros sin claudicar ni quemarse por completo antes de tiempo.
Pero naturalmente acabó quemándose. Para cuando eso ocurrió, sin embargo, Suárez ya había cumplido con el Rey: a fin de arraigar la monarquía había levantado una democracia, quizá una democracia más completa o más profunda de lo que el Rey y él mismo en un principio imaginaron. Había hecho bien su trabajo. Sólo que a la altura de 1980 parecía empeña do en estropearlo. Porque a juicio del Rey como al de casi toda la clase dirigente española el problema era que, después de construir la democracia, Suárez se había creído capaz de gestionarla, y que su permanencia en el gobierno ya no hacía más que ahondar una crisis de la que él mismo era el causante. El otro problema es que el Rey se propuso solucionar ese problema, y que para ello arrimó el hombro a las maniobras destinadas a sustituir a Suárez que formaron la placenta del 23 de febrero. Probablemente se creyó en la obligación de hacerlo. Como toda la clase política, como el propio Suárez, el Rey estaba estrenando las reglas de la democracia, y aún no había asimilado su nuevo papel de figura institucional o simbólica sin poder político efectivo (o no había querido hacerlo); como si aún conservara la facultad de poner y quitar presidentes que había heredado de Franco y a la que había renunciado sancionando la Constitución del 78, quiso volver a intervenir en la política del país más allá de los límites impuestos por las reglas recientes de la monarquía parlamentaria. Su error no fue sólo fruto de la inexperiencia; también lo fue de la costumbre y del miedo. Durante el idilio de sus primeros años en el gobierno, Suárez había acostumbrado al Rey a consultarle cada uno de los pasos que daba, a convertir sus deseos en órdenes; ahora, en cambio, crecido por sus éxitos y convertido en presidente no por voluntad del monarca sino por los votos de los ciudadanos, Suárez abandonó sus formas sumisas y su proceder de fámulo y empezó a discrepar del Rey y a tomar decisiones no sólo al margen de su opinión, sino contra ella (apremiado por Estados Unidos, el Rey consideraba urgente entrar en la OTAN y Suárez no; apremiado por los militares, el Rey consideraba urgente apartar del gobierno a Gutiérrez Mellado y Suárez no; en los meses previos al 23 de febrero mantuvieron fuertes discusiones sobre asuntos que serían determinantes el 23 de febrero, en especial sobre el nombramiento del general Armada como segundo jefe de Estado Mayor del ejército, que el Rey consideraba necesario y Suárez peligroso); el Rey encajó malla insubordinación o el afán de independencia de Suárez, a los que sin duda atribuía en parte la mala marcha del país, y esto acabó emponzoñando la relación entre los dos hombres: cuatro años atrás, tres años atrás, dos años atrás, Suárez acudía sin avisar a la Zarzuela y el Rey aparecía por sorpresa en la Moncloa sólo para tomarse un whisky con su amigo, improvisaban reuniones o despachos de trabajo, cenas de matrimonios y sesiones de cine en familia; ahora ese espíritu de camaradería se había evaporado, sustituido por un tira y afloja cada vez más irritante que incluía, además de diferencias de pareceres, llamadas del Rey a la Moncloa sin respuesta o con respuestas insolentemente postergadas y esperas vejatorias de Suárez en la Zarzuela. Puede que también intervinieran los celos entre dos hombres que se disputaban en España y fuera de ella la paternidad prestigiosa de la nueva democracia. Sin duda intervino el miedo. El Rey había nacido en el exilio, y sólo había recobrado el trono para él y para su familia a base de grandes dosis de inteligencia, de fortuna, de habilidad y de sacrificio; ahora tenía pánico a perderlo y, según le repetían tanto los líderes políticos como los cortesanos de la Zarzuela —y entre ellos su padre, enfrentado al presidente desde tiempo atrás—, el descrédito de Suárez no sólo estaba contaminando a la democracia, sino también a la monarquía, si es que en aquel momento ambas cosas podían separarse: aunque Suárez ya no era el presidente del Rey, como lo había sido cuando él lo nombró a dedo en 1976, sino el de los ciudadanos, que por dos veces lo habían elegido en las urnas, la mayoría de los ciudadanos seguía identificando al Rey con Suárez, de forma que el hundimiento de Suárez podía arrastrar consigo a la monarquía. Este argumento alarmante, especioso y reiterado debió de contribuir a que, forzando la neutralidad a que la ley le obligaba, el Rey se impusiera el deber y se arrogara el derecho de contribuir a la caída de Suárez. «A ver si me quitáis a éste de encima —le oyeron decir en el otoño y el invierno de 1980, refiriéndose a Suárez, numerosos visitantes de la Zarzuela—. Porque con éste vamos a la ruina.» No se limitó el Rey a incentivar con el peso de su autoridad el acoso a Suárez; también discutió con unos y con otros la forma de sustituirlo, y es muy probable que, a la vista de la lúgubre situación del país, como gran parte de la clase dirigente también él pensara que la democracia se había hecho de forma precipitada, que quizá convenía un golpe de bisturí con el fin de extirpar abscesos y suturar desgarrones, y que llegados a aquel punto un simple cambio de gobierno tal vez ya no bastara para enderezar las cosas, pero sobre todo es muy probable que en algún momento viera con buenos ojos o al menos barajara o permitiera creer que barajaba seriamente la propuesta de un gobierno de coalición o concentración o unidad presidido por un militar monárquico —y no había un militar más monárquico que su antiguo secretario Alfonso Armada, con quien sin duda discutió la cuestión en las semanas previas al golpe—, siempre y cuando la propuesta contase con el beneplácito de los partidos políticos y estuviese orientada a rectificar con un golpe de timón la derrota extraviada del país evitando que la democracia, que cinco años atrás había sido el instrumento de supervivencia de la Corona, acabase convirtiéndose en el de su perdición.
Suárez lo sabía. Sabía que el Rey ya no estaba con él. Mejor dicho: lo sabía pero no quería admitir que lo sabía, o al menos no quiso admitirlo hasta que ya no le quedó más remedio que admitirlo. En el otoño de 1980 Suárez sabía que el Rey lo consideraba el principal responsable de la crisis y que albergaba serias dudas sobre su capacidad para resolverla, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey abominaba de él cada vez que hablaba con un político, con un militar o con un empresario; Suárez también sabía que su relación con el Rey era mala, pero no sabía (o no quería admitir que sabía) que el Rey había perdido la confianza en él y que exhortaba a que sus adversarios lo echasen del poder. Finalmente el 24 de diciembre a Suárez ya no le quedó más remedio que admitir que sabía lo que sabía en realidad desde hacía varios meses. Aquella noche la televisión emitió el discurso navideño del Rey; casi siempre ha sido un discurso ornamental, pero en aquella ocasión no lo fue (y, como si quisiera subrayar que no lo era, el monarca apareció ante las cámaras solo y no acompañado por su familia, como había hecho hasta entonces). La política, dijo entre otras cosas el Rey aquella noche, debe ser considerada «como un medio para conseguir un fin y no como un fin en sí mismo». «Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial-dijo—, si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio.» «Al recapitular hoy sobre nuestras conductas —dijo—, debemos preguntarnos si verdaderamente hemos hecho lo necesario para sentirnos orgullosos.» «Es urgente —dijo—, que examinemos nuestro comportamiento en el ámbito de responsabilidad que a cada uno es propio, sin la evasión que siempre supone buscar culpas ajenas.» «Quiero invitar a reflexionar a los que tienen en sus manos la gobernación del país —recalcó—. Han de poner la defensa de la democracia y del bien común por encima de sus limitados y transitorios intereses personales, de grupo o de partido.» Ésas fueron algunas de las frases que el Rey pronunció en su discurso, y es imposible que Suárez no sintiera que estaban dirigidas a él; también, que no las interpretara como lo que probablemente eran: una acusación de aferrarse al poder como un fin en sí mismo, de proteger lo accesorio, que era su cargo de presidente, por encima de lo esencial, que era la monarquía; una acusación de comportarse irresponsablemente buscando culpables a sus propias culpas y poniendo su transitorio y limitado interés por encima del bien común; una forma pública y confidencial, en fin, de pedirle que dimitiera.
Desconozco cuál fue la reacción inmediata de Suárez al discurso del Rey. Pero sé que Suárez sabía dos cosas: una es que aunque el Rey no tenía el derecho legal de pedirle que dimitiera conservaba sobre él un derecho moral por haberle convertido en presidente cuatro años atrás; la otra es que —habiendo perdido el apoyo de la calle, del Parlamento, de su partido, de Roma y Washington, ciego y tambaleándose y resollando en el centro del ring entre el aullido del público y el calor de los focos— perder del todo el apoyo del Rey equivalía a perder su último apoyo y a encajar el golpe definitivo. Aquel mismo día Suárez debió de entender que su única alternativa era dimitir. No es contradictorio con ello el hecho de que, según algunas fuentes, en una reunión celebrada el4 de enero en su refugio de montaña de La Pleta, en Lérida, el Rey le insinuara que debía dimitir, y que Suárez se negara a hacerlo. Puede ser: una agonía es una agonía, y algunos muertos se resisten a morir, aunque sepan que ya están muertos. Lo cierto es que sólo tres semanas después de la meridiana admonición navideña del monarca Suárez les dijo a sus más allegados que abandonaba la presidencia del gobierno. El día 27 se lo dijo al Rey en su despacho de la Zarzuela. El Rey no fingió: no le pidió que le explicara las razones de su dimisión, no hizo el menor amago protocolario de rechazarla ni le preguntó protocolariamente si la había meditado bien, tampoco tuvo una palabra de gratitud para el presidente que le había ayudado a conservar la Corona; se limitó a llamar a su secretario, el general Sabino Fernández Campo, y a decirle en cuanto entró en el despacho, mirándole a él pero señalando a Suárez con un dedo sin caridad: Éste se va.
El 29 de enero de 1981, veinticinco días antes del golpe, Adolfo Suárez anunció en un discurso televisado su dimisión como presidente del gobierno. La pregunta es forzosa: ¿cómo es posible que se marchase voluntariamente de la Moncloa quien había asegurado que sólo se marcharía de la Moncloa si perdía unas elecciones o si le sacaban de allí con los pies por delante? ¿No era Suárez un político puro y no es un político puro un político que no abandona el poder a menos que lo echen? La respuesta es que Suárez no se marchó voluntariamente del poder, sino que lo echaron: le echó la calle, le echó el Parlamento, le echaron Roma y Washington, le echó su propio partido, le echó su propio derrumbe personal, al final le echó el Rey. Hay otra respuesta, que es la misma: como era un político absolutamente puro, Suárez se marchó antes de que la suma de esos adversarios le echara y a fin de legitimarse ante el país, desbaratando así la alianza que se había formado contra él y preparando su regreso al poder.
Con la excepción del golpe del 23 de febrero —del que en realidad constituye un ingrediente básico—, ningún acontecimiento de la última historia española ha desatado mayor cantidad de especulaciones que la dimisión de Adolfo Suárez; no obstante, de todos los enigmas del 23 de febrero quizá el menos enigmático sea la dimisión de Adolfo Suárez. Aunque es imposible agotar los motivos que la desencadenaron, es posible descartar los más truculentos y publicitados. Suárez no dimitió porque le obligaran a hacerlo los militares ni dimitió para frenar un golpe militar: como presidente del gobierno adolecía de muchos defectos, pero entre ellos no figuraba la cobardía, y no hay ninguna duda de que, por muy aniquilado que estuviera, si los militares le hubiesen puesto una pistola en el pecho Suárez les hubiese ordenado inmediatamente que se pusieran en posición de firmes; tampoco hay ninguna duda de que si hubiera sabido que tramaban un golpe se hubiera aprestado a pararlo. La frase más recordada de su discurso de dimisión desmiente en apariencia este último aserto: «Como frecuentemente ocurre en la historia —dijo Suárez—, la continuidad de una obra exige un cambio de personas, y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». Esta declaración sacrificial, que sugería que su autor se inmolaba para salvar la democracia y que de forma retrospectiva pareció saturarse de significado el 23 de febrero, no figuraba en el borrador del discurso que Suárez envió en la víspera de su comparecencia televisiva a la Casa Real, la añadió a última hora y, pese a que al menos una de las personas que solía escribir y corregir sus textos la tachó del discurso, Suárez volvió a añadirla. Se trataba quizá de un subrayado dramático característico del personaje y de una pieza de su particular estrategia de dimisión, pero no de una impostura. Aunque no sabía que crecía en el país la placenta de un golpe contra la democracia, Suárez no ignoraba que las intrigas contra él eran también peligrosas para la democracia, porque pretendían sacarlo del poder sin pasar por unas elecciones y tensando al máximo los engranajes de un juego recién estrenado; no ignoraba (o por lo menos sospechaba) que se estaba preparando una moción de censura destinada a derribarlo; no ignoraba (o por lo menos sospechaba) que esa moción podría contar con el respaldo de una parte de su partido, y que podría por tanto triunfar; no ignoraba que para muchos la moción debía llevar a la presidencia a un general al frente de un gobierno de coalición o concentración o unidad; no ignoraba que el Rey miraba con buenos ojos o barajaba seriamente la maniobra, o que por lo menos permitía que algunos creyesen que la miraba con buenos ojos o la barajaba seriamente; no ignoraba que el militar más verosímil con que llevarla a cabo era Alfonso Armada, y que a pesar de que él se opusiera a ello el Rey estaba haciendo lo posible por traerse a su antiguo secretario a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Todo esto sin duda le pareció peligroso para su futuro, pero —porque suponía poner a prueba los engranajes flamantes del juego democrático involucrando al ejército en una operación que abría las puertas de la política a unos militares reacios a comulgar con el sistema de libertades, si no impacientes por destruirlo— también le pareció peligroso para el futuro de la democracia: Suárez conocía sus normas y, aunque no se manejase bien con ellas, había inventado el juego o consideraba que había inventado el juego y no estaba dispuesto a permitir que se malograse, por la sencilla razón de que él era su inventor. Para evitar el riesgo de que se malograse el juego dimitió.