Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
Ninguna salvo la participación en el golpe de algunos de sus miembros. Porque a estas alturas ya sabemos que varios agentes del CESID —sin duda el capitán Gómez Iglesias, posiblemente el sargento Miguel Sales y los cabos Rafael Monge y José Moya— colaboraron con el teniente coronel Tejero en la tarde del golpe: el primero, persuadiendo a ciertos oficiales indecisos destinados en el Parque de Automovilismo de la Guardia Civil de que secundaran al teniente coronel en el asalto al Congreso; los últimos, escoltando hasta su objetivo a los autobuses de Tejero por las calles de Madrid. Esos cuatro agentes pertenecían a la AOME, la unidad de élite del comandante Cortina. ¿Actuaron de forma autónoma? ¿Actuaron por orden de Cortina? Ya que ni Calderón ni el CESID apoyaron ni organizaron el golpe del 23 de febrero, ¿lo apoyó o lo organizó la AOME? ¿Lo apoyó o lo organizó Cortina? Ésa es la pregunta que queda pendiente.
No sé si el éxito o el fracaso de un golpe de estado se dirimen en sus primeros minutos; sé que a las siete menos veinticinco de la tarde, diez minutos después de su inicio, el golpe de estado era un éxito: el teniente coronel Tejero había tomado el Congreso, los tanques del general Milans del Bosch patrullaban las calles de Valencia, los tanques de la Acorazada Brunete se disponían a salir de sus cuarteles, el general Armada aguardaba la llamada del Rey en su despacho del Cuartel General del ejército; a las siete menos veinticinco de la tarde todo marchaba según lo previsto por los golpistas, pero a las siete menos veinte sus planes se habían torcido y el golpe empezaba a fracasar. La suerte de esos cinco minutos cruciales se jugó en el palacio de la Zarzuela. Se la jugó el Rey.
Desde el mismo día 23 de febrero no ha cesado de acusarse al Rey de haber organizado el 23 de febrero, de haber estado de algún modo implicado en el golpe, de haber deseado de algún modo su triunfo. Es una acusación absurda: si el Rey hubiese organizado el golpe, si hubiese estado implicado en él o hubiese deseado su triunfo, el golpe hubiese sin la menor duda triunfado. La verdad es lo evidente: el Rey no organizó el golpe sino que lo paró, por la sencilla razón de que era la única persona que podía pararlo. Afirmar lo anterior no equivale a afirmar que el comportamiento del Rey en relación con el 23 de febrero fuera irreprochable; no lo fue, como no lo fue el de la mayoría de la clase política: como a la clase política, al Rey se le pueden conceder muchos atenuantes -la juventud, la inmadurez, la inexperiencia, el miedo-, pero la realidad es que en los meses anteriores al 23 de febrero hizo cosas que no debió haber hecho. No debió abandonar la estricta neutralidad de su papel constitucional de árbitro entre instituciones. No debió alentar la sustitución de Suárez. No debió alentar o barajar soluciones alternativas a Suárez. No debió hablar con nadie ni permitir que nadie hablara con él de la posibilidad de sustituir el gobierno de Suárez por un gobierno de coalición o concentración o unidad presidido por un militar. No debió presionar hasta el límite al gobierno para que aceptase al general Armada como segundo jefe del Estado Mayor del ejército, autorizándole a concebir y propagar la idea de que lo traía a Madrid para convertirlo en presidente de un gobierno de coalición o concentración o unidad. No debió ser ambiguo y debió ser tajante: no debió permitir que ningún político, que ningún empresario, que ningún periodista, que ningún militar -sobre todo que ningún militar imaginase siquiera que podía apoyar maniobras forzadamente constitucionales que tensaban las bisagras recién instaladas de la democracia entreabriendo sus puertas a un ejército deseoso de terminar con ella. Como casi toda la clase política, en los meses previos al 23 de febrero el Rey se comportó de forma como mínimo imprudente y -porque para los militares él no era sólo el jefe del estado, sino también el jefe del ejército y el heredero de Franco-, mucho más que la de la clase política su imprudencia dio alas a los partidarios del golpe. Pero el 23 de febrero fue el Rey quien se las cortó.
No resulta fácil reconstruir lo sucedido en la Zarzuela durante los primeros quince minutos del golpe; fueron momentos de enorme revuelo: no es sólo que los testimonios de los protagonistas sean escasos o se contradigan entre ellos; es que a veces los protagonistas se contradicen a sí mismos. Uso deliberadamente el plural: el protagonismo no correspondió sólo al Rey; también -de forma secundaria pero apreciable- a su secretario, Sabino Fernández Campo, en teoría la tercera autoridad de la Casa del Rey, pero en la práctica la primera. Fernández Campo era por entonces un general con experiencia política, con conocimientos jurídicos y con amplísimas relaciones militares, que no pertenecía a la aristocracia monárquica y que cuatro años atrás había sustituido en el cargo al general Armada, con quien al principio mantuvo una excelente relación que en los meses previos al golpe se había deteriorado, quizá porque tras algunos años de alejamiento de palacio Armada había conseguido acercarse de nuevo al Rey y su sombra había comenzado a planear otra vez sobre la Zarzuela. Fue Fernández Campo quien en la tarde del 23 de febrero, después de escuchar por la radio el tiroteo del Congreso, dio aviso al Rey, que se hallaba jugando una partida de squash con un amigo y que, igual que su secretario, desde el primer momento comprendió que estaba ante un golpe de estado. Lo que ocurre a continuación en la Zarzuela -lo que ocurre a lo largo de toda la noche en la Zarzuela- ocurre en unos pocos metros cuadrados, en el despacho del Rey y en el de Fernández Campo, que era el antedespacho del antedespacho del Rey. Éste, al llegar allí, se entera casi al mismo tiempo de que el Congreso ha sido asaltado y de que Milans del Bosch acaba de difundir un bando en el que declara el estado de excepción en Valencia y, puesto que Milans es un militar sólidamente monárquico cuya fidelidad se ha esmerado en cultivar, lo llama por teléfono; Milans lo tranquiliza o procura tranquilizarlo: no tiene por qué preocuparse, está como siempre a sus órdenes, sólo ha asumido todos los poderes en la región para salvaguardar el orden hasta que se solucione el secuestro del Congreso. Mientras el Rey habla con Milans, Fernández Campo consigue ponerse en contacto con Tejero gracias a un miembro de la Guardia Real que asistía de paisano a la sesión de investidura del nuevo presidente del gobierno y le informa de lo ocurrido desde una cabina y le proporciona un número de teléfono: Fernández Campo habla con Tejero, le prohíbe que, tal y como parece que ha hecho al irrumpir en el Congreso, invoque el nombre del Rey, le ordena que abandone de inmediato el Congreso; antes de que termine de hablar, no obstante, Tejero le cuelga. Es entonces cuando Fernández Campo llama al general Juste, jefe de la Acorazada Brunete. Lo hace porque sabe que la Brunete -la unidad más potente, moderna y aguerrida del ejército, y la más próxima a la capital- es determinante para el triunfo o el fracaso de un golpe; lo hace también porque le une a Juste una amistad de muchos años. Tras el imprevisto tiroteo en el Congreso, que ha dotado a lo que quiere ser un golpe blando de la escenografía de un golpe duro, el diálogo entre Juste y Fernández Campo constituye el segundo revés para los golpistas y el movimiento inicial del desmontaje del golpe. A! principio de la conversación ninguno de los dos generales habla abiertamente, en parte porque ambos ignoran de qué lado del golpe se situará su interlocutor, pero sobre todo porque a Juste lo acompañan en su despacho el general Torres Rojas y el coronel San Martín, que con el comandante Pardo Zancada encabezan la sublevación en la Brunete y que le han convencido de que lance sus tropas sobre Madrid con el argumento de que la operación ha sido ordenada por Milans, cuenta con el respaldo del Rey y está pilotada desde la Zarzuela por Armada; Torres Rojas y San Martín vigilan las palabras que Juste le dice a Fernández Campo, y éstas fluyen con dificultad al teléfono, sinuosas y plagadas de sobrentendidos, hasta que el jefe de la Brunete menciona el nombre de Armada y todo parece de repente cuadrar para él: Juste le pregunta a Fernández Campo si Armada se encuentra en la Zarzuela y Fernández Campo contesta que no; luego Juste le pregunta si esperan a Armada en la Zarzuela y Fernández Campo vuelve a contestar que no; luego Juste dice: Ah. Eso lo cambia todo.
Así empieza el contragolpe. La conversación entre Juste y Fernández Campo se prolonga todavía unos minutos, al término de los cuales el jefe de la Brunete ya ha comprendido que Torres Rojas, San Martín y Pardo Zancada le han engañado y que el Rey no avala la operación; Juste cuelga el teléfono, lo descuelga y llama a su superior jerárquico inmediato y máxima autoridad militar de la región de Madrid, el general Guillermo Quintana Lacaci. Para ese momento Quintana Lacaci ha hablado fugazmente con el Rey; como todos los capitanes generales, Quintana Lacaci es un franquista sin titubeos, pero, a diferencia de lo que harán casi todos los capitanes generales a lo largo de las horas siguientes, se ha puesto sin titubeos a las órdenes del Rey para lo que el Rey le ordene: parar el golpe o sacar los tanques; el Rey le ha agradecido su lealtad y le ha ordenado que no mueva sus tropas, de forma que cuando Quintana Lacaci recibe la llamada de Juste anunciándole que la Brunete se dispone a ocupar Madrid por orden de Milans, el capitán general monta en cólera: su subordinado ha saltado por encima de la cadena de mando y ha dado una orden de enorme trascendencia sin consultarlo con él; le ordena que la revoque: debe mantener acuartelada la división y obligar a que regresen aquellas unidades que ya han salido a la calle o se disponen a hacerlo. Juste acata la orden y a partir de ese momento empieza a dar marcha atrás, o lo intenta; lo intenta sin mucha fe, sin mucha energía, amedrentado por el ánimo de rebelión que se. ha apoderado del Cuartel General de la Brunete y por la cercanía intimidante de Torres Rojas y San Martín -quienes por otra parte, paralizados por el vértigo o por el miedo, tampoco encuentran ni energía ni fe suficientes para arrebatarle el mando de la unidad e impedir el frenazo del golpe-, así que es sobre todo Quintana Lacaci quien inicia un violento forcejeo telefónico, erizado de gritos, amenazas, insultos y apelaciones a la disciplina, con los jefes de regimiento de la Brunete, que minutos atrás obedecieron eufóricos la orden de tomar Madrid y ahora se niegan a obedecer la contraorden o aplazan cuanto pueden, mediante excusas, evasivas y puntillismos castrenses, el momento de hacerlo, con la esperanza de que la crecida militar desborde los cuarteles e inunde la capital y a continuación el país entero. Eso, sin embargo, no va a ocurrir, aunque durante toda la tarde y la noche y la madrugada del 23 de febrero parece a punto de ocurrir, y si no ocurre no es sólo porque a los quince minutos del asalto al Congreso Quintana Lacaci (o Juste y Quintana Lacaci, o Juste y Quintana Lacaci por orden del Rey) haya accionado la maquinaria del contragolpe en Madrid, sino porque a esa misma hora ha tenido lugar un hecho todavía más importante, que desbarata del todo los planes de los golpistas: el Rey (o Fernández Campo, o el Rey y Fernández Campo) le ha negado el permiso para acudir a la Zarzuela al general Armada.
El Rey y Armada han hablado por teléfono justo después de que el Rey hablase con Milans y con Quintana Lacaci, pero no ha sido Armada quien ha llamado al Rey sino el Rey quien, tal y como habían previsto los golpistas (o tal y como había previsto Armada), ha llamado a Armada. Que lo haya hecho, como que haya llamado antes a Milans y Quintana Lacaci, es lógico: Armada se encuentra en el Cuartel General del ejército, en el palacio de Buenavista, y el Rey llama allí porque quiere mantener sujeta la cúpula del ejército y conocer las noticias de que ésta dispone; aunque quizá no sólo llama por eso, quizá no sólo busca poder e información: como está asustado, como sabe que aquello es un golpe pero no sabe si es con él o contra él y tal vez no puede pensar en nada salvo en conservar la Corona que le ha costado años de esfuerzos conseguir, en aquellos instantes de pánico y desconcierto el Rey quizá busca también (o sobre todo) protección. Las tres cosas puede proporcionárselas Armada. O al menos es lógico que el Rey piense que puede proporcionárselas Armada, su viejo preceptor, su secretario de siempre, el hombre que durante años le sacó de tantos aprietos y estuvo a su lado en el momento difícil de restaurar la monarquía, el hombre a quien cediendo a las presiones de Adolfo Suárez echó de su puesto de siempre en la Casa del Rey hace menos de un lustro y a quien desde que quiere prescindir de Adolfo Suárez vuelve a escuchar, el hombre que tantas veces en los últimos meses le ha advertido del peligro de un golpe de estado cuyos hilos conoce o intuye y tal vez pueda cortar, y que tantas veces y con tanta vehemencia le ha recomendado un golpe de timón para conjurar ese peligro, el hombre a quien contra la voluntad de Adolfo Suárez ha hecho venir a Madrid como segundo jefe del Estado Mayor del ejército, para tenerlo cerca y disponible y tal vez -o eso es al menos lo que desea o imagina Armada, como lo desean o lo imaginan tantos- para que dirija el golpe de timón presidiendo un gobierno de unidad y en todo caso para que le informe y aconseje y controle a las Fuerzas Armadas y apacigüe su malestar, y eventualmente para que le ayude en una situación como ésa. De manera que, cuando aún no han transcurrido quince minutos desde el inicio del golpe, el Rey llama al Cuartel General del ejército y, después de hablar con el jefe del Estado Mayor, general Gabeiras, pide que le pongan con el general Armada, que está sentado junto a él. El coloquio entre el Rey y Armada es breve. Igual que minutos antes ha hecho Milans, Armada intenta tranquilizar al Rey: la situación es grave, le dice, pero no desesperada; y puede explicársela: Subo a mi despacho, cojo unos papeles y voy para la Zarzuela, Señor. Aún no ha terminado el Rey de escuchar esas palabras (o ya ha terminado de escucharlas y, deseoso de que Armada le cuente lo que sabe, está a punto de decir: Sí, vente para acá, Alfonso) cuando entra en el despacho Fernández Campo e interroga al Rey en silencio. Es Armada, le contesta el Rey, tapando el auricular con la mano. Quiere venir. En ese momento Fernández Campo, que acaba de hablar con Juste y ha corrido al despacho del Rey para contarle la conversación, debe de pensar dos cosas a la vez: la primera es que, si se le permite entrar en la Zarzuela, Armada puede adueñarse de palacio, porque en una situación de emergencia como aquélla el Rey tal vez prefiera confiarse a su secretario de toda la vida, relegándolo a un segundo plano a él, que apenas lleva cuatro años en el cargo; la segunda es que, si como acaba de decirle Juste los rebeldes aseguran que Armada se halla en la Zarzuela dirigiendo la operación con el consentimiento del Rey, eso significa que el antiguo secretario está en el golpe o está relacionado de algún modo con el golpe o tiene la intención de sacar provecho del golpe. Ambos pensamientos convencen a Fernández Campo de que hay que impedir que Armada entre en la Zarzuela, así que habla con el Rey y después le pide el auricular y se pone al teléfono. Soy Sabino, Alfonso, le dice a Armada. Fernández Campo no le pregunta a Armada por qué ha mencionado Juste su nombre, por qué apelan a él los golpistas de la Brunete, pero Armada le repite lo que ya le ha dicho al Rey: la situación es grave, pero no desesperada; y puede explicársela: Subo a mi despacho, cojo unos papeles y voy para la Zarzuela, Sabino. y es entonces cuando Fernández Campo pronuncia la frase final: No, Alfonso. Quédate ahí. Si te necesitamos te llamaremos.