Anatomía de un instante (35 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Ninguno. Milans será el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. En ese momento, a punto ya de franquear la entrada del edificio viejo, Tejero se detiene y sujeta a Armada por el antebrazo. Un momento, mi general, dice el teniente coronel. Esto tenemos que hablarlo. Durante los dos o tres minutos siguientes Armada y Tejero permanecen en el patio que separa el edificio nuevo y el edificio viejo del Congreso, hablando, la mano de Tejero siempre fija en el antebrazo de Armada, observados a pocos metros por el comandante Bonell y el capitán Abad, que no entienden lo que está ocurriendo. Bonell y Abad tampoco entienden que, pasados los dos o tres minutos, Armada y Tejero no entren en el edificio viejo, como se disponían a hacer, sino que crucen el patio y entren en el edificio nuevo y en seguida aparezcan tras los grandes ventanales de un despacho de la primera planta. A continuación los dos hombres pasan casi una hora encerrados allí, discutiendo, pero Bonell y Abad (y los oficiales y guardias civiles que contemplan junto a ellos la escena desde el patio) sólo pueden intentar deducir sus palabras de sus gestos, como si estuvieran asistiendo a una película muda: nadie distingue claramente la expresión de sus caras pero todos los ven hablar, primero con naturalidad y más tarde con énfasis, todos los ven acalorarse y manotear, todos los ven pasear arriba y abajo, en determinado momento algunos creen ver a Armada sacando de su guerrera unas gafas de leer y más tarde otros creen verle descolgando un teléfono y hablando por él durante unos minutos antes de entregárselo a Tejero, que habla también por el aparato y luego se lo devuelve a Armada, por lo menos un guardia civil recuerda que hacia el final vio a los dos hombres inmóviles, de pie y en silencio, apenas separados por unos metros, mirando a través de las ventanas como si de repente hubieran advertido que estaban siendo observados aunque en realidad con la mirada vuelta hacia dentro, sin ver nada excepto su propia furia y su propia perplejidad, como dos peces boqueando en el interior de una pecera sin agua. Así que ni el comandante Bonell ni el capitán Abad ni ninguno de los oficiales y guardias civiles que asistieron desde el patio del Congreso a la discusión entre Armada y Tejero pudieron captar ni deducir una sola de las palabras que se cruzaron en ella, pero todos supieron que la negociación había fracasado mucho antes de que los dos hombres reaparecieran en el patio y se separaran sin saludarse militarmente, sin mirarse siquiera, y sobre todo mucho antes de que le oyeran pronunciar a Armada, mientras pasaba a su lado en dirección a la Carrera de San Jerónimo y al hotel Palace, una frase que todos los que la escucharon tardarían en olvidar: «Este hombre está completamente loco».

No lo estaba. Es posible reconstruir con bastante exactitud lo ocurrido entre Armada y Tejero en el edificio nuevo del Congreso, porque contamos con los testimonios directos y contrapuestos de ambos protagonistas; también contamos con numerosos testimonios indirectos. Tal y como yo lo reconstruyo o lo imagino, lo que ocurrió es lo siguiente:

Apenas se quedan los dos hombres a solas en el despacho, Armada vuelve a explicarle al teniente coronel lo que ya le ha explicado en el patio: su misión ha concluido y ahora debe permitirle entrar a parlamentar con los diputados para ofrecerles su libertad a cambio de la formación de un gobierno de unidad bajo su presidencia; añade que, dado que las cosas no han salido exactamente como habían previsto y la violencia y el estrépito del asalto al Congreso han provocado una reacción negativa en la Zarzuela, lo más conveniente es que en cuanto los diputados acepten sus condiciones el teniente coronel y sus hombres salgan hacia Portugal en un avión que ya les está esperando en el aeródromo de Getafe, con dinero suficiente para pasar una temporada en el extranjero hasta que las cosas se calmen un poco y puedan regresar a España. El teniente coronel escucha con cuidado; de momento pasa por alto la oferta de dinero y exilio, pero no la mención del gobierno de unidad. En las reuniones previas al golpe se le ha explicado que el resultado del golpe será un gobierno de unidad, pero, fiel a su utopía del país como cuartel, él siempre ha dado por hecho que ese gobierno sería un gobierno de militares. Le pregunta a Armada qué entiende por un gobierno de unidad; Armada se lo explica: un gobierno integrado por personalidades independientes —por militares, empresarios, periodistas—, pero sobre todo por miembros de todos los partidos políticos. Perplejo, Tejero pregunta qué políticos integrarían ese gobierno; Armada husmea el peligro, divaga, trata de no contestar, pero termina revelando que su gobierno no sólo incluirá a políticos de derecha y de centro, sino también a socialistas y comunistas. Hay quien asegura incluso que Armada lleva escrita una lista de gobierno a fin de poder negociarla con los líderes de los partidos políticos y que, arrinconado por Tejero, accede a leérsela. Sea como sea, en este punto el teniente coronel estalla: él no ha asaltado el Congreso para entregarles el gobierno a socialistas y comunistas, él no ha dado un golpe de estado para que gobierne España la Antiespaña, él no piensa coger un avión y marcharse como un fugitivo mientras se organiza a su costa ese enjuague ignominioso, él sólo acepta una junta militar presidida por el general Milans. Enfrentado a aquel amago de rebelión en el interior de la rebelión, Armada intenta que el teniente coronel se avenga a razones: una junta militar es una quimera y un error, el gobierno de unidad es el mejor desenlace del golpe y además el único posible, Milans está de acuerdo y no aceptará otra cosa, el Rey no aceptará otra cosa, el ejército no aceptará otra cosa, el país no aceptará otra cosa; las circunstancias son las que son, y Tejero debe entender que es mil veces preferible el triunfo de un golpe blando que el fracaso de un golpe duro, porque, aunque las formas sean distintas, los objetivos del golpe duro son los mismos que los del golpe blando; también debe entender que el golpe duro no cuenta con ningún apoyo ni tiene la más mínima posibilidad de triunfar y que, para él y para sus hombres, es mil veces preferible una pequeña temporada en el extranjero como exiliados de lujo que una larga temporada en prisión como delincuentes de la democracia. Tejero contesta que no quiere ni oír hablar de exilios, de gobiernos de unidad y de golpes blandos. Insiste: Yo no he llegado hasta aquí para eso. Entonces (entonces o un poco antes, o un poco después: imposible situarlo con precisión) Armada también estalla, y los dos hombres intercambian gritos, reproches y acusaciones, hasta que Armada apela al recurso último de la disciplina y Tejero replica: Yo sólo obedezco órdenes del general Milans. Es en ese momento cuando Armada recurre a Milans. Por el teléfono del despacho, intervenido desde hace horas por la policía como todos los demás teléfonos del Congreso, Armada habla con Milans, le explica lo que ocurre, le pide que convenza a Tejero de la bondad de su plan y entrega el auricular al teniente coronel. Milans le repite a Tejero los argumentos de Armada: la única solución es un gobierno de unidad para todos y un exilio temporal para el teniente coronel y sus hombres; Tejero le repite a Milans sus propios argumentos: el exilio es una salida indigna, un gobierno de socialistas y comunistas no es ninguna solución, no acepta más solución que una junta militar presidida por él, mi general. ¿Quién ha hablado de una junta militar?, replica Milans. Yo no soy un político, y usted tampoco: aquí de lo que se trataba era de poner las cosas a disposición de Su Majestad, y de que él y Armada decidieran; ya han decidido, así que misión cumplida: obedezca a Armada y deje que él se haga cargo de todo. Se lo ordeno. Yo no puedo obedecer esa orden, mi general, contesta Tejero. y usted lo sabe. No me pida que haga lo que no puedo hacer. La conversación entre los dos hombres se prolonga todavía por espacio de unos minutos, pero la cadena de mando del golpe ya está rota y Milans no consigue que Tejero le obedezca; fracasado Milans, Armada hace todavía un último intento, también inútil: ni siquiera la advertencia de que un grupo de operaciones especiales está preparándose para tomar al asalto el Congreso consigue vencer la terquedad del teniente coronel, que antes de que Armada se marche lo amenaza con una masacre si alguien intenta poner fin al secuestro por la fuerza.

De esa forma terminó la entrevista entre Tejero y Armada, o de esa forma imagino que terminó. El general salió del Congreso exactamente a la una y veinticinco minutos de la madrugada; cinco minutos antes la televisión había emitido el mensaje grabado por el Rey en la Zarzuela, un mensaje que hacía ya varias horas que diversos medios anunciaban y en el que el Rey había proclamado que estaba con la Constitución y con la democracia. Los dos hechos resultaron determinantes para el desenlace del golpe, pero el segundo fue considerado por la mayor parte del país como el signo seguro de que el golpe había fracasado; no era verdad: la verdad es que el fracaso de Armada en el Congreso y la emisión del mensaje televisado del Rey sólo significaban que, tal y como había sido concebido originalmente, el golpe había fracasado: el golpe ya no podía ser el golpe de Armada y de Milans, pero sí podía ser todavía el golpe de Tejero (y Armada y Milans aún podían incorporarse a él); el golpe ya no podía ser un golpe blando: tenía que ser un golpe duro; el golpe ya no podía ser con el Rey o con la coartada fraudulenta del Rey: tenía que ser un golpe contra el Rey. Esto lo volvía desde luego un golpe mucho más peligroso, porque podía partir al ejército en dos mitades enfrentadas, una leal al Rey y otra rebelde; pero en absoluto lo volvía un golpe imposible, porque no era en absoluto imposible que, en vista de que el Rey no estaba con ellos, los militares con el corazón más franquista y con más furia acumulada optaran por seguir el ejemplo de Tejero y aprovechar aquella oportunidad tal vez irrepetible para agruparse ya sin coartadas en torno al golpe que venían reclamando desde hacía años. El golpe de Armada y Milans había muerto en el despacho del edificio nuevo del Congreso no porque Tejero estuviera loco, como pensó o fingió pensar Armada, sino porque, ebrio de poder, de egolatría, de notoriedad y de idealismo, dispuesto a salir del Congreso por la puerta grande del triunfo o del fracaso (pero sólo por la puerta grande), el teniente coronel rompió una cadena de mando demasiado débil y trató de imponerles su golpe a Armada y Milans: no un golpe que desembocara en un gobierno de unidad sino un golpe que desembocara en una junta militar, no un golpe con la monarquía contra la democracia sino un golpe contra la monarquía y contra la democracia; el golpe de Armada y Milans fracasó porque en su entrevista con Armada en el Congreso Tejero se jugó el todo por el todo y prefirió el fracaso del golpe al triunfo de un golpe distinto del suyo, pero a la una y media de la madrugada todavía faltaba por saber cuántos militares aceptarían el desafío de Tejero, cuántos compartían su idea excluyente del golpe y su utopía del país como cuartel y cuántos estaban dispuestos a correr un riesgo verdadero para realizarla, lanzándose a un golpe duro que colocara al Rey ante la disyuntiva de aceptar su resultado o renunciar a la Corona.

La comparecencia del Rey en televisión y el fracaso de Armada en el Congreso no marcaron por tanto el final del golpe, sino el inicio de una fase distinta del golpe: la última. Ambos hechos se produjeron casi al mismo tiempo; esa sincronía inevitablemente disparó las conjeturas. La más tenaz fue elaborada y propagada por los golpistas de cara al juicio por el 23 de febrero y afirma que la Zarzuela retuvo el mensaje real hasta conocer el resultado de la entrevista entre Armada y Tejero y que sólo autorizó a que se emitiera por televisión cuando supo que el general había fracasado; también afirma que, si Armada no hubiese fracasado, si Tejero hubiese dejado que el general negociase con los diputados y éstos hubiesen accedido a formar con él un gobierno de unidad para dar salida al golpe, el Rey hubiese aceptado el acuerdo, su mensaje no se hubiese emitido y el golpe hubiese triunfado con su beneplácito: a fin de cuentas, con el gobierno de unidad presidido por Armada y respaldado por el Congreso el Rey conseguía lo que buscaba cuando le encargó a Armada el golpe. Se trata de una conjetura tramposa —una más de las muchas que sirvieron durante el juicio del 23 de febrero para intentar culpar al Rey e intentar exculpar a los golpistas—, porque parte de la falsedad de que el Rey ordenó el golpe y porque mezcla lo verificable con lo inverificable, pero en cierto sentido no es insensata. En lo verificable es falsa; está demostrado que el Rey no aguardó a conocer el resultado de la gestión de Armada para permitir que la televisión emitiera su mensaje: dejando de lado el unánime testimonio en contra de los directivos y técnicos de televisión, que aseguran haber puesto en pantalla el mensaje en cuanto llegó a sus manos, es un hecho que Armada salió del Congreso cinco minutos después de que se emitieran las palabras del Rey, que no pudo avisar a la Zarzuela de su fracaso desde el interior del Congreso —hubiese tenido que hacerlo en presencia de Tejero y éste hubiese sido el más interesado en airearlo durante el juicio— y que, cuando llegó al hotel Palace y supo por quienes dirigían el cerco a los asaltantes que el Rey acababa de hablar por televisión, el general mostró su sorpresa y su disgusto, en teoría porque la intervención del monarca podía dividir al ejército y provocar un conflicto armado, pero en la práctica porque no se resignaba a su fracaso (y sin duda también porque empezó a sentir que había calculado mal, que se había expuesto demasiado negociando con Tejero, que las sospechas que se cernían sobre él se volvían cada vez más densas y que, si los golpistas eran derrotados, no le iba a resultar tan sencillo como pensó en un principio esconder su auténtico papel en el golpe tras la fachada de mero negociador infructuoso de la libertad de los parlamentarios secuestrados). Hasta aquí lo verificable; luego está lo inverificable: ¿qué hubiera ocurrido si Armada hubiera podido negociar con los parlamentarios la creación de un gobierno de unidad? ¿Lo hubieran aceptado? ¿Lo hubiera aceptado el Rey? El plan de Armada puede parecer inverosímil, y tal vez lo era, pero la historia abunda en inverosimilitudes y, como recordaba aquella noche Santiago Carrillo mientras permanecía encerrado en la sala de los relojes del Congreso, no hubiese sido la primera vez que un Parlamento democrático cede al chantaje de su propio ejército y presenta esa derrota como una victoria o como una prudente salida negociada —temporal, tal vez insatisfactoria pero imperiosa— a una situación límite: Armada tuvo siempre presente que veinte años atrás, poco antes de que él se instalara en París como estudiante de la Escuela de Guerra, el general De Gaulle había llegado de una forma parecida a la presidencia de la república francesa, y sin duda pensó que el 23 de febrero podría adaptar a España el modelo De Gaulle para dar un golpe encubierto. Por lo que al Rey se refiere, cabe preguntarse si se hubiese negado a sancionar un acuerdo adoptado por los representantes de la soberanía popular, o incluso si hubiese podido hacerlo. Sea cual sea la respuesta que se elija dar a esa pregunta, una cosa me parece indudable: de haber aceptado los líderes parlamentarios las condiciones de Armada, el mensaje real no hubiese representado ningún obstáculo para que se cumpliesen, porque ni una sola de sus frases rechazaba que el gobierno presidido por Armada pudiera convertirse en el expediente de circunstancias del retorno al orden constitucional violado con el asalto al Congreso o porque el perímetro de las palabras del Rey tenía la suficiente amplitud para abarcar, si hubiese sido preciso, la solución de Armada. El mensaje era una reelaboración de un télex que a las diez y media de la noche se había remitido desde la Zarzuela a los capitanes generales y decía textualmente lo que sigue: «Al dirigirme a todos los españoles, con brevedad y concisión, en las circunstancias extraordinarias que en estos momentos estamos viviendo, pido a todos la mayor serenidad y confianza y les hago saber que he cursado a los Capitanes Generales de las Regiones Militares, Zonas Marítimas y Regiones Aéreas la orden siguiente: "Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso de los Diputados y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente. Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse, deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor". La Corona, símbolo de la permanencia y la unidad de la Patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum». Estas palabras —pronunciadas por un monarca enfundado en su uniforme de capitán general y con el rostro transfigurado por las horas más difíciles de sus cuarenta y tres años de vida— son una palmaria declaración de lealtad constitucional, de apoyo a la democracia y de rechazo del asalto al Congreso, y así fueron interpretadas cuando el Rey las pronunció y han sido interpretadas desde entonces; la interpretación me parece correcta, pero las palabras tienen amo, y es evidente que, si Armada hubiese conseguido pactar con los líderes políticos el gobierno previsto por los golpistas y presentar como solución al golpe lo que era en realidad el triunfo del golpe, esas mismas palabras hubieran continuado significando desde luego una condena de los asaltantes del Congreso, pero hubieran podido pasar a significar un espaldarazo para quienes, como Armada y los líderes políticos que hubieran aceptado formar parte de su gobierno, habían conseguido terminar con el secuestro de los parlamentarios y restaurar así la legalidad y el orden constitucional quebrantados. En definitiva: no es que el discurso del Rey se redactase previendo o deseando que Armada saliese triunfante del Congreso; es que sus palabras constituían una condena del golpe de Tejero, no necesariamente una condena del golpe de Armada.

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