Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
En aquellas elecciones obtuvo dos escaños. Era un resultado ínfimo, que no alcanzaba siquiera para formar grupo parlamentario propio en el Congreso y que lo confinó en el desván del grupo mixto junto con su eterno compinche Santiago Carrillo, quien por entonces alargaba su agonía al frente del PCE y no se cansaba de repetirle entre risas que así les pagaba el país a los dos el gesto de aguantar el tipo en la tarde del 23 de febrero; pero también era un resultado suficiente para permitirle ejercer de aristócrata de izquierda o de centro izquierda y de estadista de la concordia. Empezó a hacerlo en cuanto se presentó la primera oportunidad: durante la sesión de investidura del nuevo presidente entregó su voto a Felipe González, que había sido su adversario más encarnizado mientras presidía el gobierno y que ni siquiera le agradeció su apoyo, sin duda porque la mayoría absoluta obtenida por el PSOE en las elecciones lo volvía superfluo. «No debemos contribuir al desencanto —dijo ese día Suárez desde la tribuna de oradores del Congreso—. No nos alegrarán los posibles errores del gobierno. No participaremos, ni en la Cámara ni fuera de ella, en operaciones de desestabilización del gobierno. No somos partidarios del irresponsable y peligroso juego de capitalizar en beneficio propio las dificultades de quien tiene la honrosa carga de gobernar España.» Estas palabras fueron acogidas por la sonora indiferencia o el desprecio silencioso de un hemiciclo casi vacío, pero contenían una declaración de principios y una lección de ética política que durante los cuatro años siguientes no se cansaría de impartir: no estaba dispuesto a hacer con los demás lo que los demás habían hecho con él al precio de provocar una crisis de estado como la que había conducido a su dimisión y al 23 de febrero. Era una forma de defensa retroactiva y, aunque nadie le reconoció autoridad para dar lecciones de ética política a nadie, Suárez continuó impertérrito predicando su nuevo evangelio. La verdad es que se atuvo a él, en parte porque se lo permitía su insignificancia parlamentaria, pero ante todo porque por encima de cualquier otra cosa deseaba ser fiel a la idiosincrasia de su nuevo personaje. Fue así como empezó a forjar su resurrección: poco a poco la gente empezó a enterrar al político desnortado de sus últimos años de mandato y a desenterrar al vibrante hacedor de la democracia, y poco a poco, y sobre todo a medida que algunos se desengañaban de la ilusión socialista, empezaron a calar sus gestos y su retórica de hombre de estado, su regeneracionismo ético y un confuso discurso progresista que le permitió tanto coquetear con la izquierda intelectual de las capitales, a la que siempre quiso pertenecer, como recuperar parte de su atractivo sobre la derecha tradicional de las provincias, a la que siempre había pertenecido.
Cuatro años después de su primer discurso en el Congreso como diputado de a pie sintió que las elecciones generales lo colocaban de nuevo a las puertas del gobierno. Se celebraron en junio del 86 y se presentó otra vez a ellas sin apenas dinero ni respaldo mediático, pero con un mensaje radical que minó a sus adversarios y le entregó casi dos millones de votos y casi veinte parlamentarios. Aquel triunfo abultado e imprevisto sumió a la derecha en la aflicción («Si este país da diecinueve escaños a Suárez es que no tiene remedio», declaró por entonces Fraga, quien al poco tiempo abandonaría el liderazgo de su partido) y en el desconcierto a la izquierda, que se vio obligada a tomarse en serio el ascenso de Suárez y que a partir de aquel momento no paró de pedirle que dejara de disputarle sus votantes y recuperara su discurso y su lugar en la derecha. Si su único propósito hubiese sido reconquistar la presidencia, hubiera debido hacerlo: liquidado Fraga y resignados los llamados poderes fácticos a su vuelta a la política, Suárez era para casi todos el líder natural del centro derecha, y por eso el sucesor de Fraga le ofreció una y otra vez convertirse en el cartel electoral de una gran coalición capaz de derrotar a los socialistas. Hubiera debido hacerlo, pero no lo hizo: había perdido su fiereza juvenil de político puro y ya no estaba dispuesto a volver al gobierno pasando por encima de las ideas que había hecho suyas; era un político de convicciones y no una piraña del poder; se sentía más próximo a la izquierda generosa que velaba por los desfavorecidos que a la mezquina derecha celosa de sus privilegios; en suma: había resuelto interpretar su personaje hasta el final. Además, después de un lustro de penalidades políticas el éxito lo volvía a propulsar con una euforia que por momentos parecía resarcirlo de las agonías de sus últimos años en la Moncloa: enarbolando el idealismo de los valores y el monto real de sus logros frente a lo que consideraba el pragmatismo sin vuelo de los socialistas y la impotencia sin futuro de la derecha, como si nunca hubiera perdido su antiguo carisma y su capacidad de conciliar lo inconciliable y su intuición histórica Suárez volvió en los meses siguientes a encandilar a muchos de sus viejos partidarios y atrajo a políticos, profesionales e intelectuales de izquierda o de centro izquierda, y en muy poco tiempo consiguió que un partido de perfume caudillista, sin otras garantías que el empecinamiento y el historial de su líder, quedara implantado en toda la geografía española, y que algunos pudieran imaginarlo erigido en una seria alternativa de poder al poder socialista.
No es imposible que algunos triunfos simbólicos de este pequeño retorno a lo grande significaran en secreto para él casi tanto como los triunfos electorales. En octubre de 1989 fue nombrado presidente de la Internacional Liberal, una organización que por exigencia suya cambió su nombre por el de Internacional Liberal y Progresista: era el reconocimiento de que el falangista de Ávila que había llegado a secretario general del partido único de Franco se había convertido en un político de referencia para el progresismo internacional, y el certificado definitivo de que también para el mundo Emmanuele Bardone era ya el general De la Rovere. Íntimamente más feliz todavía debió de hacerle una nimiedad ocurrida en el Congreso dos años atrás. Durante un debate parlamentario el nuevo líder de la derecha, Antonio Hernández Mancha, cuyas peticiones de apoyo había rechazado Suárez de forma reiterada, le dedicó con irónica altivez de abogado del estado unos versos contrahechos para la ocasión que atribuyó a santa Teresa de Jesús: «¿Qué tengo yo, Adolfo, que mi enemistad procuras? / ¿Qué interés te aflige, Adolfo mío, / que ante mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches de invierno oscuro?», En cuanto hubo concluido de hablar su adversario, Suárez saltó de su escaño y pidió la palabra: aseguró que Hernández Mancha había recitado mal todos y cada uno de los versos del cuarteto, luego los recitó correctamente y para acabar dijo que su autor no era santa Teresa sino Lope de Vega; después, sin más comentarios, volvió a sentarse. Era la escena soñada por cualquier gallito de provincias con ganas de desquite: siempre había sido un parlamentario retraído y pedestre, pero acababa de abochornar en un pleno del Congreso y ante las cámaras de televisión a su competidor más directo, recordándoles a quienes durante años lo habían considerado un chisgarabís indocumentado que quizá no había leído tanto como ellos pero había leído lo suficiente para hacer por su país muchas más cosas de las que ellos habían hecho, y recordándoles de paso que Hernández Mancha era sólo otro más de los muchos mequetrefes adornados de matrículas de honor con que se había medido en su carrera política y que, porque creían saberlo todo, nunca entenderían nada.
Todo esto fue un espejismo, el póstumo fulgor de una estrella extinguida, los cien días de gloria del emperador destronado. Me resisto a creer que Suárez lo ignorara; me resisto a creer que hubiera vuelto a la política ignorando que no volvería al poder: al fin y al cabo muy pocos sabían como él que quizá es imposible llevar la ética a la política sin renunciar a la política, porque muy pocos sabían como él que quizá nadie llega al poder sin usar medios dudosos o peligrosos o simplemente malos, jugando limpio o esforzándose al máximo por jugar limpio para fabricarse un lugar honorable en la historia; me pregunto incluso si no sabía más, si no intuía al menos que, suponiendo que podamos de veras admirar a los héroes y no nos incomoden o nos ofendan disminuyéndonos con las enfáticas anomalías de sus actos, quizá no podamos admirar a los héroes de la retirada, o no plenamente, y por eso no queremos que vuelvan a gobernarnos una vez concluida su tarea: porque sospechamos que en ella han sacrificado su honor y su conciencia, y porque tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición. El espejismo, en cualquier caso, apenas duró un par de años: al tercero ya había empezado a invadir el Congreso y la opinión pública la certeza de que lo que Suárez llamaba una política de estado era en realidad una política ambigua, tramposa y populista, que buscaba en Madrid los votos de la izquierda y en Ávila los de la derecha, y que le permitía pactar con la izquierda en el Congreso y con la derecha en los ayuntamientos; al cuarto, tras cosechar resultados decepcionantes en las elecciones generales y europeas, surgieron los problemas en el partido, las divisiones internas y los expedientes a los militantes díscolos, y la derecha y la izquierda vieron la ocasión esperada de ultimar a un adversario común y se arrojaron a la vez sobre él en busca de sus votantes de izquierda y de derecha; al quinto año sobrevino el derrumbe: en las elecciones autonómicas del 26 de mayo del 91 el CDS perdió más de la mitad de sus votos y quedó fuera de casi todos los parlamentos regionales, y aquella misma noche Suárez anunció su dimisión como presidente del partido y su renuncia a su escaño en el Congreso. Era el final: un final mediocre, sin grandeza y sin brillo. No daba más de sí: estaba exhausto y desilusionado, impotente para volver a presentar batalla dentro y fuera de su partido. No se retiraba: lo retiraban. No dejaba nada tras él: UCD había desaparecido hacía años, y el CDS no tardaría en desaparecer. La política es una carnicería: se oyeron muchos suspiros de alivio, pero ni un solo lamento por su retirada.
Durante el año siguiente Suárez empezó a familiarizarse con su futuro de jubilado precoz de la política, padre de la patria en paro, intermediario en negocios ocasionales, conferenciante de lujo en Latinoamérica y jugador de prolongadas partidas de golf. Era un futuro largo, apaciguado y un poco insípido, o así debió de imaginarlo él, acaso con cierta dosis inesperada de alegría. La primera vez que abandonó el poder, tras su dimisión y el golpe de estado, Suárez sintió sin duda un frío de heroinómano sin heroína; es muy posible que ahora no sintiese nada parecido, o que sólo sintiese algo muy parecido al asombro feliz de quien arroja una impedimenta con la que no era consciente de estar cargando. Olvidó la política; la política lo olvidó a él. Continuaba siendo profundamente religioso y no creo que hubiera leído a Max Weber, así que no tenía ningún motivo para dudar de que iba a salvarse y de que, aunque el poder fuera una sustancia abrasiva y él hubiera firmado un pacto con el diablo, nadie iba a venir a reclamárselo; continuaba siendo un optimista compulsivo, así que debió de estar seguro de que ya sólo le quedaba dejar transcurrir plácidamente el tiempo a la espera de que el país le agradeciera su contribución a la conquista de la democracia. «Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el héroe de la retirada —escribió Hans Magnus Enzensberger a propósito de Suárez poco antes de que éste renunciara a la política—: la ingratitud de la patria.» En apariencia, Enzensberger se equivocaba, o al menos se equivocaba en parte, pero Suárez se equivocaba del todo, y poco tiempo después empezó a operarse en él una metamorfosis final, como si, tras haber interpretado a un joven arribista de novela decimonónica francesa y a un pícaro adulto convertido en héroe aristocrático de película neorrealista italiana, un demiurgo le hubiese reservado para el último tramo de su vida el trágico papel de viejo, piadoso y devastado príncipe de novela rusa.
Suárez recibió el primer aviso de que no le aguardaba un retiro plácido apenas un año y medio después de abandonar la política, cuando en el mes de noviembre de 1992 supo que su hija Mariam tenía un cáncer de pecho y que los médicos no le daban más de tres meses de vida. La noticia lo dejó anonadado, pero no lo paralizó, y sin perder un minuto de tiempo se entregó a frenar la enfermedad de su hija. Dos años después, una vez que creyó haberlo conseguido, le diagnosticaron un cáncer idéntico a Amparo, su mujer. En aquella ocasión el golpe fue más duro, porque se sumaba al anterior, y ya no se rehízo. Puede que, católico hasta el fin, debilitado por la edad y la desdicha, lo que acabase de derrotarlo no fuese esa doble afección mortal, sino la culpa. En el año 2000, cuando su mujer y su hija todavía estaban vivas, Suárez puso un prólogo a un libro que la segunda escribió sobre su dolencia. «¿Por qué a ellas? ¿Por qué a nosotros? —se lamentaba en él—. ¿Qué han hecho ellas? ¿Qué hemos hecho nosotros?» Suárez entiende que tales preguntas son absurdas, «el tributo lógico de la egolatría instintiva», pero que pese a ello las formule prueba que se las hizo muchas veces y que, aunque no hubiera leído a Max Weber, muchas veces el remordimiento lo mortificó con el reproche ilusorio de que el diablo había venido a cobrarse su parte del trato y de que el yermo abrasado que lo rodeaba era el fruto de la egolatría instintiva que le había permitido llegar a ser quien siempre quiso ser. y fue justo entonces cuando ocurrió. Fue justo entonces, en el momento quizá más oscuro de su vida, cuando llegó lo inevitable, la hora anhelada del reconocimiento público, la oportunidad de que todos le agradecieran el sacrificio de su honor y su conciencia por el país, el humillante aquelarre nacional de la compasión, era el gran hombre abatido por la desgracia y ya no molestaba a nadie ni podía hacerle sombra a nadie ni volvería jamás a la política y podía ser usado por unos y por otros y convertido en el perfecto paladín de la concordia, en el as invicto de la reconciliación, en el hacedor sin mácula del cambio democrático, en una estatua viviente apta para escudarse tras ella y asear conciencias y calzar instituciones tambaleante s y exhibir sin pudor la satisfacción del país con su pasado inmediato y organizar escenas wagnerianas de gratitud con el prócer caído, empezaron a lloverle homenajes, galardones, distinciones honoríficas, recuperó la amistad del Rey, la confianza de sus sucesores en la presidencia del gobierno, el favor popular, consiguió todo lo que había deseado y previsto aunque todo fuese un poco falso y forzado y apresurado y sobre todo tardío, porque para entonces él ya se estaba yendo o se había ido y apenas alcanzaba a contemplar su desplome final sin entenderlo demasiado y a mendigar de quien se cruzaba en su camino una oración por su mujer y por su hija, como si su alma se hubiera extraviado definitivamente en un laberinto de contrición autocompasiva y meditaciones atormentadas sobre los frutos culpables de la egolatría y él se hubiera definitivamente transformado en el viejo príncipe pecador y arrepentido de una novela de Dostoievski.