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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (41 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Todo esto acabaría de quedar claro para el Rey cuando a principios del mes de abril Suárez dio el golpe más audaz de su carrera, otro salto mortal político, pero esta vez sin red: la legalización del partido comunista. Esa medida era el límite que los militares habían puesto a la reforma y que Suárez había parecido aceptar o les había hecho creer que aceptaba; tal vez en principio la aceptó de veras, pero, conforme se imbuía de su personaje de presidente democrático sin democracia y se impregnaba de las razones de una oposición que lo empujaba desde la calle con movilizaciones populares y le forzaba a llegar mucho más lejos de lo que había previsto en el camino de la reforma, Suárez comprendió que necesitaba al partido comunista tanto como el partido comunista lo necesitaba a él. Hacia finales de febrero ya había tomado una decisión y había ideado un malabarismo de funambulista como el que permitió que las Cortes de Franco se inmolaran, sólo que esta vez optó por realizarlo prácticamente en solitario y prácticamente a escondidas: primero, con la disconformidad de Fernández Miranda y Osario pero con la conformidad del Rey, se entrevistó a escondidas con Santiago Carrillo y selló con él un pacto de acero; luego buscó cubrirse las espaldas con un dictamen jurídico del Tribunal Supremo favorable a la legalización y, cuando se lo denegaron, maniobró para arrancárselo a la Junta de Fiscales; luego sondeó a los ministros militares y sembró la confusión entre ellos ordenando al general Gutiérrez Mellado que les advirtiese de que el PCE podía ser legalizado (estaban a la espera de un trámite judicial, les dijo Gutiérrez Mellado, y también que si deseaban alguna aclaración el presidente estaba dispuesto a proporcionársela), aunque no les dijo cuándo ni cómo ni si efectivamente iba a ser legalizado, un malabarismo dentro del malabarismo con el que pretendía evitar que los ministros militares le acusaran de no haberlos informado y al mismo tiempo que pudieran reaccionar contra su decisión antes de que la anunciase; luego esperó a las vacaciones de Semana Santa, mandó a los reyes de viaje por Francia, a Carrillo a Cannes, a sus ministros de vacaciones y, con las calles de las grandes ciudades desiertas y los cuarteles desiertos y las redacciones de los periódicos y las radios y la televisión desiertas, se quedó solo en Madrid, jugando a las cartas con el general Gutiérrez Mellado. Por fin, otra vez con el apoyo del Rey y la oposición de Osario y ya sin consultar siquiera con Fernández Miranda, el Sábado Santo —el día más desierto de aquellos días desiertos-legalizó el PCE. Era una bomba, y a punto estuvo de estallarle en las manos: había tomado aquella decisión salvaje porque sus triunfos le habían dotado de una confianza absoluta en sí mismo y, aunque esperaba que la sacudida en el ejército sería brutal y que habría protestas y amenazas y tal vez amagos de rebelión, la realidad superó sus peores presagios, y en algunos momentos, durante los cuatro días de locos que siguieron al Sábado Santo, Suárez quizá pensó en más de un momento que había sobrevalorado sus fuerzas y que el golpe de estado era inevitable, hasta que al quinto tradujo de nuevo en beneficio propio la catástrofe anunciada: presionó hasta el límite a Carrillo y éste consiguió que el partido renunciara públicamente a algunos de sus símbolos y aceptara todos los que el ejército consideraba amenazados con su legalización: la monarquía, la unidad de la patria y la bandera rojigualda. En ese punto acabó todo. Los militares permanecieron en sus cuarteles, el país entero dejó de contener la respiración y Suárez se anotó un triunfo por partida doble: de un lado consiguió domesticar a los militares —o al menos domesticarlos por el momento—, obligándolos a digerir una decisión indigerible para ellos e indispensable para él (y para la democracia); de otro lado consiguió domesticar al partido comunista —y con el partido comunista, no mucho después, a toda la oposición democrática—, obligándolo a sumarse sin reservas al proyecto de la monarquía parlamentaria y trocando al adversario de siempre en el principal soporte del sistema. Para acabar de rematar la carambola, Suárez había convertido a Fernández Miranda y Osario en dos políticos súbitamente anticuados, a punto para la jubilación, y todo estaba listo para que convocara las primeras elecciones democráticas en cuarenta años y las ganara capitalizando el éxito de sus reformas.

Las convocó y las ganó, y por el camino también eliminó a Fraga y a Areilza, sus dos últimos rivales. Al primero lo arrinconó en un partido antediluviano donde manoteaban las glorias fugitivas de la desbandada franquista; con el segundo no tuvo piedad. Suárez carecía de un partido propio con que acudir a los comicios, así que durante meses, agazapado, maquinando a distancia y jugando de farol con la pamema de que no iba a presentarse siquiera como candidato, aguardó a que se formase una gran coalición de partidos centristas en torno a un partido encabezado por Areilza; una vez formada la coalición, cayó en picado sobre ella y, fortalecido por la certidumbre generalizada de que la lista electoral que él encabezase con su prestigio de partero de la reforma sería la vencedora de las elecciones, colocó a los dirigentes de la nueva formación ante una disyuntiva diáfana: o Areilza o él. No hizo falta que respondieran: Areilza tuvo que retirarse, él remodeló la coalición como quiso y el 3 de mayo de 1977, el mismo día en que se fundaba UCD, anunció su candidatura a las elecciones. Menos de mes y medio más tarde las ganó. Tal vez Suárez pensó con razón que las había ganado él, no UCD, porque sin él UCD no sería lo que era; pero, con razón o sin ella, tal vez también empezó a pensar otras cosas. Tal vez pensó que sin él no sólo no existiría UCD: tampoco existirían los demás partidos. Tal vez pensó que sin él no sólo no existirían los demás partidos: tampoco existiría la democracia. Tal vez pensó que su partido era él, que el gobierno era él, que la democracia era él, porque él era el líder carismático que había terminado en once meses y de forma pacífica con cuarenta años de dictadura mediante una operación inédita en la historia. Tal vez pensó que iba a gobernar durante décadas. Tal vez pensó que, por tanto, no iba a gobernar con la vista sólo puesta en la derecha y el centro —que eran los suyos, los que lo habían llevado al poder con sus votos—, sino también con la vista puesta en la izquierda: al fin y al cabo, pensaría, un gobernante de verdad de izquierdas, Suárez se sacó de la manga a Josep Tarradellas, el último presidente del gobierno catalán en el exilio, un viejo político pragmático que garantizaba a la vez el apoyo de todos los partidos catalanes y el respeto a la Corona, el ejército y la unidad de España, de forma que su regreso en octubre de 1977 tradujo el restablecimiento tras cuarenta años de una institución republicana en una herramienta legitimadora de la monarquía parlamentaria y en una victoria del gobierno de Madrid. En Galicia las cosas no funcionaron tan bien, y en el País Vasco aún menos. Muchos militares acogieron el anuncio de la autonomía de esos tres territorios como el anuncio del desmembramiento de España, pero los auténticos problemas surgieron más tarde; más tarde y en más de un sentido por culpa de Suárez o del general De la Rovere que dentro de Suárez se atropellaba para expulsar a Emmanuele Bardone: dado que con manifiesta incongruencia en la España de aquellos años nacionalismo e izquierda se identificaban, dado que con manifiesta congruencia se identificaban izquierda y descentralización del estado, en parte para arrimarse a la izquierda y en todo caso para que nadie pudiera acusarlo de discriminar a nadie —para continuar siendo el más justo, el más moderno y el más audaz— Suárez se apresuró a conceder la autonomía a todos los territorios, incluidos aquellos que nunca la habían solicitado porque carecían de conciencia o ambición de singularidad, con el corolario de que antes incluso de que se celebrara el referéndum constitucional aparecieran casi de un día para otro catorce gobiernos preautonómicos y empezaran a discutirse catorce estatutos de autonomía cuya aprobación hubiera exigido celebrar a toda prisa decenas y decenas de referendos y elecciones regionales en medio de una floración improvisada de particularismos vernáculos y de una guerra larvada de recelos y agravios comparativos entre comunidades. Era más de lo que un estado secularmente centralista podía soportar en pocos meses sin amenazar con desarbolarse, y empezó a cundir la alarma incluso entre los nacionalistas y los partidarios más entusiastas de la descentralización ante una huida hacia delante cuyo final nadie vislumbraba y cuyas consecuencias casi todos empezaron a temer. Hacia finales de 1979 el propio Suárez pareció advertir que el desorden galopante con que se estaba llevando a cabo la descentralización del estado democrático entrañaba una amenaza para la democracia y para el estado, así que intentó dar marcha atrás, racionalizarla o ralentizarla, pero para entonces ya se había transformado en un político ortopédico y sin recursos, y el amago de frenazo sólo consiguió dividir al gobierno y a su partido y hacerle acreedor de una impopularidad que a principios del año siguiente le llevó a perder en menos de un mes, de forma sucesiva y aparatosa, un referéndum en Andalucía, unas elecciones en el País Vasco y otras en Cataluña. Es verdad que nadie le ayudó a arreglar el desaguisado: durante la primavera y el verano de 1980 ya todo valía contra él y, en vez de intentar apuntalarlo como habían hecho durante sus primeros años de mandato —porque entendieron que apuntalarlo significaba apuntalar la democracia—, los partidos políticos se obsesionaron con derribarlo a cualquier precio, sin entender que derribarlo a cualquier precio significaba contribuir a derribar la democracia; pero no fue sólo esa obsesión: articular territorialmente el estado era quizá el problema central del momento, y ningún asunto como éste desnudó la indigencia y la frivolidad temeraria de una clase política que a cuenta de él se enzarzó a lo largo de 1980 en reyertas delirantes, persiguió sin escrúpulos posiciones de ventaja, fomentó una apariencia de caos universal y se ganó un descrédito acelerado, colocando al país en una tesitura cada vez más precaria mientras la segunda crisis del petróleo disipaba la fugaz bonanza atraída por los Pactos de la Moncloa, estrangulaba la economía y abandonaba a la mitad de los trabajadores en el paro, y mientras ETA buscaba el golpe de estado asesinando militares en la campaña terrorista más despiadada de su historia. Ése fue el humus omnívoro en que nació y creció el 23 de febrero, y la torpeza de Suárez para manejar el arranque del Estado de las Autonomías alimentó su voracidad como no lo hizo acaso ninguna de las no gobernaba para unos pocos, sino para todos; al fin y al cabo, pensaría, también necesitaba a la izquierda para gobernar; al fin y al cabo, pensaría, en el fondo él era un socialdemócrata, casi un socialista; al fin y al cabo, pensaría, él ya no era un falangista pero lo había sido y el falangismo y la izquierda compartían la misma retórica anticapitalista, la misma preocupación social, el mismo desprecio por los potentados; al fin y al cabo, pensaría, él era cualquier cosa menos un potentado, él era un chusquero de la política y de la vida, él conocía el desamparo de las calles y las pensiones miserables y los sueldos de hambre y de ninguna manera iba a aceptar que lo calificasen de político de derechas, él era de centro izquierda, cada vez más de izquierda y menos de centro aunque lo votase el centro y la derecha, él se hallaba a años luz de Fraga y sus paquidermos franquistas, ser de derechas era ser viejo de cuerpo y de espíritu, estar contra la historia y contra los oprimidos, cargar con la culpa y la vergüenza de cuarenta años de franquismo, mientras que ser progresista era lo más justo, lo más moderno y lo más audaz y él siempre —siempre: desde que mandaba su pandilla de adolescentes en Ávila y encarnaba a la perfección el ideal juvenil de la dictadura— había sido el más justo, el más moderno y el más audaz, su pasado franquista quedaba a la vez muy lejos y demasiado cerca y lo humillaba con su cercanía, él ya no era quien había sido, él era ahora no sólo el hacedor de la democracia sino su campeón, el principal baluarte de su defensa, él la había construido con sus manos y él iba a defenderla de los militares y de los terroristas, de la ultraderecha y de la ultraizquierda, de los banqueros y de los empresarios, de políticos y periodistas y aventureros, de Roma y Washington.

Tal vez fue eso lo que sintió con los años Adolfo Suárez; eso o una parte de eso o algo muy semejante a eso, un sentimiento que se le impuso de forma paulatina tan pronto como resultó elegido presidente del gobierno en las primeras elecciones democráticas y que a partir de aquel instante empezó a operar sobre él una metamorfosis radical: el antiguo falangista de provincias, el antiguo arribista del franquismo, el Julien Sorel o Lucien Rubempré o Frédéric Moreau de los años sesenta acabó invistiéndose de la dignidad del héroe de la democracia, Emmanuele Bardone se creyó el general De la Rovere y el plebeyo fascista se soñó convertido en un aristócrata de izquierdas. Como Bardone, no lo hizo por soberbia, porque la soberbia no estaba en su naturaleza, sino porque un instinto estético y político que lo excedía le empujó a interpretar con una fidelidad anterior a la razón el papel que la historia le había asignado o que él sintió que le había asignado. He dicho con los años, he dicho de forma paulatina: como la de Bardone, la mutación de Suárez no fue, casi sobra aclararlo, una epifanía instantánea, sino un trámite lento, zigzagueante y a menudo secreto para todo el mundo o para casi todo el mundo, pero quizá sobre todo para el propio Suárez. Aunque sería razonable remontar el origen de todo al mismo día en que el Rey lo nombró presidente del gobierno y, ennoblecido por el cargo, se propuso actuar como si fuera un presidente del gobierno nombrado por los ciudadanos, abriéndose a la razón política y moral de la oposición democrática, lo cierto es que su nuevo personaje no dio señales de vida hasta que, a fin de desmarcarse de la derecha, poco antes de las elecciones Suárez insistió en conceder un peso desproporcionado en UCD al pequeño partido socialdemócrata de la coalición, y hasta que, justo después —mientras en su grupo parlamentario se discutía la posibilidad de que sus diputados ocuparan el ala izquierda del hemiciclo del Congreso, simbólicamente reservada a los partidos de izquierda—, él se declaraba socialdemócrata ante su antiguo vicepresidente y le anunciaba la formación de un gobierno de centro izquierda. Estos ademanes anticipan la deriva que Suárez experimentó durante los cuatro años en que todavía estuvo en el gobierno. Fueron años de declive: nunca volvió a ser el político explosivo de sus primeros once meses de mandato, pero hasta marzo del 79, cuando ganó sus segundas elecciones generales, fue todavía un político resuelto y eficaz; desde entonces hasta 1981 fue un político mediocre, a veces nefasto. Tres proyectos monopolizaron el primer período; tres proyectos colectivos, que Suárez pilotó pero en los que tomaron parte los principales partidos políticos: los Pactos de la Moncloa, la elaboración de la Constitución y el diseño del llamado Estado de las Autonomías. No eran las empresas épicas que habían espoleado su imaginación y multiplicado su talento durante su primer año en la presidencia, hazañas que exigieran embelecos jurídicos, pases de magia nunca vistos, falsos duelos contra enemigos falsos, entrevistas secretas, decisiones a vida o muerte y escenografías de paladín a solas con su escudero ante el peligro; no era ese tipo de empresas, pero eran asuntos de envergadura histórica; no los acometió con el ímpetu depredador que había exhibido hasta entonces, pero al menos lo hizo con la convicción que le daban la fuerza de sus triunfos y la autoridad de los votos; también lo hizo mientras el general De la Rovere desplazaba poco a poco en su interior a Emmanuele Bardone. Así, los Pactos de la Moncloa fueron un intento en gran parte logrado de pacificar una vida social en pie de guerra desde los estertores del franquismo y convulsionada por las consecuencias devastadoras de la primera crisis del petróleo; pero esos pactos fueron ante todo un acuerdo entre el gobierno y la izquierda y, aunque los firmaron los principales partidos políticos, recibieron ásperas críticas de los empresarios, de la derecha y de determinados sectores de UCD, que acusaron al presidente de haberse rendido a los sindicatos y a los comunistas. Así también, la Constitución fue un intento logrado de dotar a la democracia de un marco legal duradero; pero lo más probable es que Suárez sólo accediera a elaborarla presionado por las exigencias de la izquierda, y es seguro que, pese a que al principio hizo lo posible por que el texto se ciñese al pie de la letra a sus intereses, cuando comprendió que su pretensión era inútil y perniciosa se esforzó más que nadie para que el resultado fuera obra del acuerdo de todos los partidos, y no, como lo habían sido todas o casi todas las constituciones anteriores, un motivo continuo de discordia y a la larga un lastre para la democracia, igual que es verdad que para conseguirlo siempre buscó aliarse con la izquierda y no con la derecha, lo que produjo más resquemores en su propio partido. Estos dos grandes proyectos —el primero aprobado en el Congreso en octubre de 1977 y el segundo aprobado en referéndum en diciembre de 1978— representaron dos éxitos para Suárez (y para la democracia); igual que en ellos, en el tercero es imposible no imaginar de nuevo al general De la Rovere pugnando por suplantar a Emmanuele Bardone: la diferencia es que en esta ocasión el proyecto se le escapó a Suárez de las manos y acabó convirtiéndose en uno de los principales causantes del desorden político que condujo a su salida del poder y al golpe del 23 de febrero.

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