Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
Nunca sabremos si, de haber salido Armada triunfante del Congreso, el Rey hubiese rechazado su triunfo negándose a sancionar un gobierno de unidad arrancado mediante chantaje, pero sabemos que el fracaso de Armada encogió el perímetro de las palabras del mensaje real hasta cerrarles a los golpistas todas las puertas de la Zarzuela y plantar al monarca públicamente y sin vuelta atrás frente al golpe de Tejero, frente al golpe de Milans, frente al golpe de Armada, frente a todos los golpes del golpe. Repito que eso no significa que a la una y veinticinco de la madrugada el golpe hubiese fracasado; había fracasado el golpe blando de Armada y Milans, pero no el golpe duro de Tejero: el teniente coronel continuaba ocupando el Congreso, Milans continuaba ocupando Valencia y una parte del ejército continuaba todavía al acecho, indiferente al mensaje del Rey o irritada o desconcertada por él, aguardando un mínimo movimiento de tropas que terminase con las dudas, reuniese la furia acumulada en los corazones franquistas y entregase la victoria a los partidarios del golpe. Y fue en ese instante cuando apareció la excusa que tantos llevaban toda la tarde esperando, el mínimo movimiento que podía presagiar la avalancha rebelde: a la una y treinta y cinco minutos de la madrugada, diez minutos después de que se hubiera consumado la derrota del antiguo secretario real, una columna mandada por un comandante de la Acorazada Brunete e integrada por catorce vehículos ligeros y más de un centenar de soldados intentaba romper el equilibrio del golpe sumándose a los varios centenares de guardias civiles que mantenían secuestrado el Congreso. y de ese modo el golpe empezó a adentrarse en su última fase.
La imagen, congelada, muestra el ala derecha del hemiciclo del Congreso en la tarde del 23 de febrero. Ha transcurrido casi un cuarto de hora desde la irrupción de los guardias civiles sublevados y el capitán Jesús Muñecas acaba de anunciar desde la tribuna de oradores la llegada del militar responsable de tomar el mando del golpe. En este preciso momento la cámara -la única cámara que sigue todavía en funcionamiento- propone un plano fijo y frontal de esa zona del hemiciclo, con la figura de Adolfo Suárez en el centro casi exacto de la imagen, monopolizando la atención del espectador como si en la sala se estuviera desarrollando un drama histórico y el presidente del gobierno interpretara el papel principal.
Nada desmiente el símil cuando la imagen se descongela; nada lo desmentirá hasta el final de la grabación. Tras el discurso del capitán Muñecas la atmósfera del hemiciclo se distiende, los diputados intercambian fuego y tabaco y miradas mortecinas y Adolfo Suárez le pide por señas un cigarrillo a un ujier y a continuación se levanta de su escaño, camina hasta el ujier, coge el cigarrillo que éste le tiende y vuelve a sentarse. Suárez es un fumador impenitente, lleva siempre tabaco encima y esta tarde no es una excepción (de hecho, ya se ha fumado varios cigarrillos desde el inicio del secuestro), así que su gesto es una forma de pulsar a los asaltantes, tanteando su grado de permisividad con los secuestrados e indagando el modo de conseguir información sobre lo que está ocurriendo. La información la encuentra en seguida. Aún no se ha fumado la mitad del cigarrillo cuando entra por la puerta derecha del hemiciclo un hombre vestido de civil; tras él aparece el teniente coronel Tejero, que hace una seña a sus hombres para que dejen que el recién llegado tome asiento junto al presidente, en la escalera lateral de acceso a los escaños. El hombre (flaco y alto y moreno, con un pañuelo blanco sobresaliendo del bolsillo de su americana oscura) se sienta en el lugar indicado y a continuación Suárez y él inician un diálogo que se prolonga sin apenas interrupciones durante los próximos minutos; la palabra diálogo es excesiva: Suárez se limita a escuchar las palabras del recién llegado y a intercalar de vez en cuando comentarios o preguntas, o lo que la vista interpreta como comentarios o preguntas. ¿Quién es el recién llegado? ¿Por qué se le ha permitido la entrada en el hemiciclo? ¿De qué está hablando con Suárez? El recién llegado es el comandante de caballería José Luis Goróstegui, ayudante del general Gutiérrez Mellado; verosímilmente, el asalto al Congreso le ha sorprendido en las inmediaciones del edificio o en alguna dependencia del edificio; también verosímilmente, ha hecho valer su condición de militar, de amigo o conocido del capitán Muñecas y de conocido de Tejero para que éste le permita tomar asiento junto al presidente y contarle lo que sabe. A juzgar por la atención distraída que le prestan los ministros y diputados que rodean a Suárez, las noticias de que dispone Goróstegui deben de ser escasas y de poca importancia; a juzgar por la atención sin resquicios que le presta Suárez, deben de ser abundantes y de suma importancia. Lo más probable es que sean las cuatro cosas a la vez, y lo más probable es que Tejero haya permitido que Goróstegui hable con Suárez para minarle la moral, para que comprenda que todo está bajo control en el Congreso y que el golpe ha triunfado.
Así transcurren varios minutos idénticos, al cabo de los cuales una voz como una navaja secciona el silencio poblado de toses y murmullos que parece amortajar el hemiciclo. «Doctor Petinto, por favor venga acá -dice-, Parece que este señor está un poco lesionado» La voz pertenece a un oficiala un suboficial golpista que reclama al médico del Congreso para que atienda a Fernando Sagaseta, diputado de Unión del Pueblo Canario, sobre el cual han caído algunos cascotes arrancados del techo por el tiroteo. Todos los parlamentarios se han vuelto al mismo tiempo hacia la zona superior del hemiciclo, de donde ha partido la voz, aunque en seguida recobran su posición en el escaño; también lo hace Adolfo Suárez, que segundos después reanuda su conciliábulo con el comandante Goróstegui. En determinado momento, sin embargo, los dos hombres enmudecen y se quedan mirando fijamente la entrada izquierda del hemiciclo: allí, tras unos segundos, casi imperceptible en la esquina inferior derecha de la imagen, aparece el teniente coronel Tejero, primero de espaldas y luego girando en redondo para abarcar con la mirada el hemiciclo, como cerciorándose de que todo está en orden; el teniente coronel desaparece y al rato vuelve a aparecer y a desaparecer de nuevo, y su ir y venir es el trasunto de otro ir y venir que anima la imagen: un diputado -Donato Fuejo, médico y socialista- se dirige al escaño de Fernando Sagaseta, dos ujieres llevan vasos de agua a los taquígrafos y finalmente sacan a los taquígrafos del hemiciclo, un periodista con la acreditación visible en su jersey sube por una escalera lateral seguido por un guardia civil. Este trasiego de gente no ha interrumpido las cábalas y comentarios de Adolfo Suárez y el comandante Goróstegui y, justo después de que entre en el hemiciclo y se siente detrás de Goróstegui Antonio Jiménez Blanco (miembro de UCD) y presidente del Consejo de Estado, que ha oído la noticia del asalto por la radio y ha conseguido que los asaltantes le autoricen a entrar en el Congreso para compartir la suerte de sus compañeros), Suárez se levanta de su escaño y dice dirigiéndose a los dos guardias civiles que custodian la entrada del hemiciclo: «Quiero hablar con quien manda la fuerza»; luego baja las escaleras y da unos pasos hacia los guardias. Lo que sucede a continuación no lo registra la cámara, porque, aunque ignora que ésta continúa grabando, un guardia civil acaba de golpear accidentalmente su visor y la ha obligado a ofrecer un confuso primer plano de la tribuna de prensa; el sonido del hemiciclo, en cambio, sigue percibiéndose con claridad. Se oye la voz de Suárez, ininteligible, en medio de un rumor de algarada; se oyen ásperas voces militares tratando de imponer silencio (una dice: «Tranquilos, señores»; otra dice: «Al próximo movimiento de manos se mueve esto, ¿eh?»; otra dice: «Las manitas tranquilas. Eso cuando estén solos. Aquí se ha acabado»; más áspera, más potente y más despectiva que las demás, una voz acaba imponiéndose «¡Señor Suárez, permanezca en su escaño!» y es entonces cuando el presidente consigue hacerse oír entre el guirigay «Yo tengo la facultad como presidente del gobierno…», hasta que su voz se ahoga en un chaparrón de gritos, insultos y amenazas que parece apaciguar la sala y devolverla al simulacro de normalidad en que vive desde hace media hora. A partir de ese momento vuelve a reinar en el hemiciclo el silencio mortuorio de antes, mientras la cámara, abandonada, sigue ofreciendo un plano estático de la tribuna de prensa; por él, en los minutos que siguen, cruza en claroscuro una anarquía de fragmentos inconexos: la cara fugaz de una mujer con gafas, chaquetas con acreditaciones ilegibles de periodistas, manos crispadas que desahogan su nerviosismo o su miedo haciendo girar bolígrafos baratos o sosteniendo cigarrillos temblones, un mazo de papeles con membrete del Congreso tirado en una escalera, la barandilla de hierro forjado de la escalera, corbatas con dibujos romboidales y camisas blancas y puños blancos y vestidos color violeta y faldas plisadas y jerséis y pantalones grises y manos que aferran carpetas reventonas de papeles y carteras de ejecutivos. Y al final, casi treinta y cinco minutos después de iniciada, la grabación se cierra con un torbellino de nieve.
Así es como acaba la grabación: en un perfecto desorden sin sentido, igual que si el documento esencial sobre el 23 de febrero no fuera el fruto azaroso de una cámara que permanece inadvertidamente conectada durante los primeros minutos del secuestro, sino el resultado de la inteligencia compositiva de un realizador que decide concluir su obra con una metáfora plausible del golpe de estado; también, con una vindicación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno. Suárez no fue un buen presidente del gobierno durante sus dos últimos años en el poder, cuando la democracia parecía empezar a estabilizarse en España, pero quizá era el mejor presidente con que afrontar un golpe de estado, porque ningún político español del momento sabía manejarse mejor que él en circunstancias extremas ni poseía su sentido dramático, su fe de converso en el valor de la democracia, su concepto mitificado de la dignidad de un presidente del gobierno, su conocimiento del ejército y su valentía para oponerse a los militares rebeldes. «Es preciso dejar muy claro que en España no existe un poder civil y un poder militar —escribió Suárez en junio de 1982, en un artículo donde protestaba por la benevolencia de las condenas impuestas a los procesados por el 23 de febrero—. El poder es sólo civil.» Ésa fue una de sus obsesiones durante sus cinco años al frente del gobierno: él era el presidente del país y la única obligación de los militares consistía en obedecer sus órdenes. Hasta el último instante de su mandato consiguió que las obedecieran, hasta el último instante de su mandato creyó haber sometido a los militares, pero justo en el último instante de su mandato el 23 de febrero desbarató esa creencia; quizá le faltó mano izquierda para someterlos, o quizá era imposible someterlos. En todo caso, Suárez no ignoraba cómo usar su mano izquierda, pero no siempre consideraba que debiera usarla con los militares, y desde el mismo día en que se convirtió en presidente y sobre todo a medida que fue afianzándose en el cargo tendió a recordarles sin más sus obligaciones con órdenes o desplantes: por eso le gustaba bajarles los humos a los generales haciéndoles esperar a la puerta de su despacho y no vacilaba en encararse con cualquier militar que pusiera en entredicho su autoridad o le faltara al respeto (o le amenazara: en septiembre de 1976, durante una violentísima discusión en el despacho de Suárez, que acababa de aceptar o de exigir su dimisión como vicepresidente del gobierno, el general De Santiago le dijo: «Te recuerdo, presidente, que en este país ha habido más de un golpe de estado». «y yo te recuerdo, general-le contestó Suárez—, que en este país sigue existiendo la pena de muerte»); por eso tuvo el valor de tomar decisiones vitales como la legalización del partido comunista sin contar con la aprobación del ejército y contra su parecer casi unánime; y por eso el anecdotario del 23 de febrero rebosa de ejemplos de su tajante negativa a dejarse amedrentar por los rebeldes o a ceder un solo centímetro de su poder de presidente del gobierno. Algunos de tales ejemplos son invenciones de la hagiografía de Suárez; dos de ellos son sin duda ciertos. El primero ocurrió durante la madrugada del día 23, en el pequeño despacho cercano al hemiciclo donde Suárez fue recluido a solas tras su intento de parlamentar con los golpistas. Según el testimonio de los guardias civiles que lo custodiaban, en determinado momento irrumpió en el despacho el teniente coronel Tejero y sin mediar palabra sacó de su funda su pistola y le puso el cañón en el pecho; la respuesta de Suárez consistió en levantarse de su asiento y en formular por dos veces en la cara del oficial rebelde la misma orden taxativa: «¡Cuádrese!». La segunda anécdota ocurrió en la tarde del día 24, una vez fracasado el golpe, durante una reunión de la Junta de Defensa Nacional en la Zarzuela, bajo la presidencia del Rey; fue entonces cuando Suárez comprendió que Armada había sido el principal cabecilla del golpe y, tras escuchar las pruebas que inculpaban al antiguo secretario del Rey, entre ellas la grabación de las conversaciones telefónicas de los ocupantes del Congreso, el presidente ordenó al general Gabeiras que lo arrestara en el acto. Gabeiras pareció dudar —era el superior inmediato de Armada en el Cuartel General del ejército, apenas se había separado de él en toda la noche y la medida debió de parecerle prematura y desproporcionada—; luego el general miró al Rey buscando una ratificación o un desmentido a la orden de Suárez, quien, porque sabía muy bien quién era el auténtico jefe del ejército, fulminó al general con dos frases furiosas: «No mire al Rey. Míreme a mí».
Eso era en el fondo Adolfo Suárez o eso le gustaba imaginar que era: un gallito de provincias encaramado en el gobierno e imbuido por completo de su papel de presidente. Así intentó comportarse durante los casi cinco años en que estuvo en el poder y así se comportó durante el 23 de febrero. Su gesto de levantarse de su escaño e intentar parlamentar con los golpistas no es en el fondo distinto de su gesto de enfrentarse a Tejero o a Gabeiras: los tres son intentos de afirmarse como presidente del gobierno; tampoco es en el fondo distinto de su gesto de permanecer en su escaño mientras a su alrededor zumbaban las balas en el hemiciclo: éste es un gesto de coraje y de gracia y de rebeldía, un gesto histriónico y un gesto libérrimo y un gesto póstumo, el gesto de un hombre acabado que concibe la política como aventura y que intenta agónicamente legitimarse y que por un instante parece encarnar la democracia con plenitud, pero también es un gesto de autoridad. Es decir: un gesto de violencia. Es decir: el gesto de un político puro.