Anatomía de un instante (31 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Convencido de que Armada hablaba en nombre del Rey, ansioso por convencerse de ello, Milans aceptó el trato, y de esa forma la Operación Armada se dotó de un ariete militar: a través de Milans el antiguo secretario real sujetaba a los militares golpistas y podía esgrimir la amenaza o la realidad de la fuerza en el momento en que más conviniera a sus propósitos. Fue un cambio de rasante. Hasta aquel momento la Operación Armada era una operación solamente política que quería imponerse por medios solamente políticos; a partir de aquel momento era una operación más que política, puesto que guardaba en la recámara el recurso de un golpe militar para el caso de que no pudiera imponerse por medios solamente políticos. La diferencia era obvia, aunque lo más probable es que Armada no quisiera percibirla, no al menos todavía: lo más probable es que se dijese a sí mismo que su entrevista con Milans había sido sólo su forma de cumplir el encargo informativo del Rey enfriando de paso la vehemencia golpista del capitán general; además, como si buscara contribuir a su ceguera voluntaria, los meses de noviembre y diciembre se poblaron de acontecimientos que Armada tal vez leyó como presagios de un triunfo sin violencia de la operación solamente política: mientras el malestar del ejército se manifestaba con nuevos escándalos —el 5 de diciembre varios cientos de generales, jefes y oficiales boicotearon un acto en la Escuela de Estado Mayor en protesta por una decisión gubernamental— y mientras circulaba por Madrid el runrún de que un grupo de capitanes generales había pedido al Rey la dimisión de Adolfo Suárez y de que se preparaba una nueva moción de censura contra el presidente, algunos líderes de partidos políticos acudían a la Zarzuela para expresar su alarma por el deterioro de la situación y para proclamar la necesidad de un gobierno fuerte que terminara con la insoportable debilidad del gobierno de Suárez. Estos signos propicios o que Armada pudo interpretar como signos propicios parecieron recibir el refrendo público de la Corona cuando poco antes de que terminara el año, en su mensaje televisado de Navidad, el Rey le dijo a todo el que quiso entenderlo —y el primero en entenderlo fue Adolfo Suárez— que su apoyo al presidente del gobierno había terminado.

Quizá era el gesto que Armada llevaba esperando desde su salida de la Zarzuela: caído en desgracia su adversario, desprovisto de la confianza y la protección real, para la soberbia y la mentalidad cortesana de Armada era el momento de recobrar acrecentado el lugar de favorito del Rey que Suárez había hecho lo posible por arrebatarle, convirtiéndose en jefe de su gobierno en aquellos tiempos de dificultad para la Corona. Este presentimiento le animó a estrechar el asedio al monarca. Durante las vacaciones de Navidad, Armada estuvo al menos dos veces con el Rey, una en la Zarzuela y otra en La Pleta, donde la familia real pasó los primeros días de enero. Volvieron a hablar largamente, y en esas conversaciones el antiguo secretario real pudo acumular evidencias de que regresaba la privanza con el Rey que llevaba casi un lustro añorando; no eran evidencias ficticias: preocupado por el futuro de la monarquía, renuente a aceptar el papel de árbitro institucional sin poder auténtico que le asignaba la Constitución, el Rey buscaba recursos con que capear la crisis, y es absurdo imaginar que rechazase los que podía ofrecerle o los que pensaba que podía ofrecerle el hombre que tantos obstáculos le había ayudado a superar en su juventud. Aunque sólo conocemos el testimonio de Armada acerca de lo hablado en esos conciliábulos con el Rey, podemos dar algunas cosas por seguras o por muy probables: es seguro o muy probable que, además de insistir ambos en la negra opinión de Suárez y del momento político, Armada hablara de los rumores de una moción de censura contra Suárez y de los rumores de un gobierno de unidad, que se mostrara partidario de éste y que de forma más o menos elíptica se propusiera como candidato a presidirlo, subrayando que su perfil monárquico y liberal respondía al perfil del presidente confeccionado por los medios de comunicación, las organizaciones sociales y los partidos políticos, muchos de los cuales (siempre según Armada) ya le habían dado o insinuado su beneplácito; es seguro o muy probable que el Rey dejara hablar a Armada y no lo contradijese y que, si no lo había hecho antes, empezase ahora a considerar seriamente la propuesta del gobierno de unidad presidido por un militar, fuera o no éste Armada, siempre y cuando contase con la aprobación del Congreso y con un engarce constitucional que Armada consideraba garantizado; es seguro que, además de insistir ambos en su negra opinión del momento militar, Armada la exasperaría al máximo y hablaría de su visita a Milans, presentándose a sí mismo como un freno a la fogosidad intervencionista del capitán general de Valencia, dosificando con zorrería la información sobre sus proyectos o amenazas y sin entrar en detalles perjudiciales para sus propios fines (es improbable por ejemplo que mencionara a Tejero y su relación con Milans); también es seguro que el Rey le pidió a Armada que continuara teniéndole al corriente de lo que sucedía o se tramaba en los cuarteles; también, que prometió encontrarle un destino en la capital. La razón de esta promesa no debió de ser una sola: el Rey sin duda pensaba que el hecho de hallarse destinado Armada lejos de Madrid dificultaba su acceso a noticias más abundantes y exactas acerca del ejército; sin duda creía que situarlo en un lugar central de la jerarquía castrense podría ayudarle a frenar un golpe; sin duda quería tenerle cerca para poder recurrir a él en cualquier contingencia, incluida tal vez la de que presidiera un gobierno de coalición o concentración o unidad. Quizá hubo todavía más razones. Sea como sea, el Rey se apresuró a cumplir lo prometido y, pese a la drástica oposición de Suárez, que desconfiaba más que nunca de las maquinaciones del antiguo secretario real, consiguió que el ministro de Defensa reservase para Armada la plaza de segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Provisto de ese nombramiento futuro, de sus muchas horas de cercanía al Rey y de una propuesta concreta, tan pronto como terminaron las vacaciones de la familia real en Lérida Armada volvió a viajar a Valencia con su mujer y volvió a ver a Milans.

Ocurrió el 10 de enero y fue la última vez que los dos líderes del 23 de febrero hablaron cara a cara antes del golpe. Lo que Armada le dijo aquel día a Milans es que el Rey compartía los puntos de vista de ambos acerca de la situación política y que su próximo regreso a Madrid como segundo jefe de Estado Mayor del ejército era la plataforma ideada por el monarca para convertirlo en presidente de un gobierno de unidad cuya formación sólo podía ser cuestión de semanas, el tiempo que tardase en cristalizar una moción de censura victoriosa contra Adolfo Suárez; por lo tanto, concluyó Armada, era el momento de detener las operaciones militares en curso, supeditándolas a la operación política: se trataba de aglutinar bajo un mando único y un único proyecto todas las tramas golpistas dispersas, para poder desactivarlas en cuanto triunfase la operación política o, si no quedaba otro remedio porque la operación política fracasaba, para poder reactivarlas con el fin de que triunfase. Ese propósito definido por Armada y aceptado por Milans fue el que dominó una reunión celebrada ocho días más tarde en el domicilio madrileño del ayudante de campo del capitán general de Valencia, en la calle General Cabrera; a ella asistieron, convocados por el propio Milans, varios generales en la reserva —entre ellos Iniesta Cano—, varios generales en activo —entre ellos Torres Rojas— y varios tenientes coroneles —entre ellos Tejero—; en cambio, fiel a una estrategia consistente en no hablar nunca del golpe en presencia de más de una persona y en buscar coartadas para cualquier movimiento hipotéticamente comprometedor (de ahí que siempre hablara a solas con Milans y que siempre acudiera a Valencia en compañía de su esposa y con el pretexto de resolver asuntos privados), Armada puso una excusa de última hora y no asistió al cónclave. Dado que éste fue el más concurrido de los que prepararon el golpe, y el más importante desde el punto de vista del operativo militar, lo que en él se discutió es bien conocido: durante el juicio del 23 de febrero varios asistentes dieron versiones similares, y años después lo harían también algunos asistentes que en su momento eludieron ser procesados. Quien llevó la batuta de la reunión fue Milans. El capitán general de Valencia asumió el mando de los proyectos de golpe más o menos germinales en que se hallaban involucrados los presentes y explicó el plan de Armada tal y como Armada se lo había explicado a él, recalcando que todo se hacía bajo los auspicios del Rey; asimismo, después de que Tejero expusiera los detalles técnicos de su operación, Milans definió el dispositivo básico que habría de desplegarse en el momento elegido: Tejero tomaba el Congreso, él tomaba la región de Valencia, Torres Rojas tomaba con la Brunete Madrid y Armada acompañaba al Rey en la Zarzuela mientras los demás capitanes generales, cuya complicidad habría recabado previamente, se sumaban a ellos tomando sus respectivas regiones y de ese modo cerraban el golpe; éste, por lo demás —según repitió una y otra vez Milans—, era un simple proyecto, y su realización no iba a ser necesaria si, tal Y como él esperaba, Armada ponía en marcha en un plazo razonable de tiempo su proyecto solamente político; Milans aclaró incluso qué entendía por un plazo razonable de tiempo: treinta días.

Aún no habían transcurrido quince cuando parecieron pulverizarse los planes de los golpistas. El 29 de enero Adolfo Suárez anunció en un mensaje televisado su dimisión como presidente del gobierno. Pese a que hacía muchos meses que la clase dirigente la pedía a gritos, la noticia sorprendió a todo el mundo, y cabe imaginar que en el primer momento Armada pensara con razón que Suárez había dimitido para abortar las operaciones políticas dirigidas contra él, entre ellas la Operación Armada; pero igualmente cabe imaginar que en el segundo momento el general intentase convencerse de que, lejos de complicarle las cosas, la dimisión de Suárez se las simplificaba, puesto que le ahorraba el trámite incierto de la moción de censura y dejaba su futuro político en manos del Rey, a quien la Constitución otorgaba la potestad de proponer el nuevo presidente del gobierno previa consulta con los líderes parlamentarios. Fue en ese momento cuando Armada decidió presentar sin subterfugios su candidatura al Rey y presionarle a fondo para que la aceptara. Lo hizo en una cena a solas con el monarca, una semana después de la dimisión de Suárez. Para aquel entonces Armada sentía que todo conspiraba a su favor, y la prueba es que, sin duda aconsejado por él, días atrás Milans había vuelto a reunir a su gente o a parte de su gente en General Cabrera para asegurarle que el golpe quedaba congelado hasta nuevo aviso porque la caída del presidente del gobierno y el traslado inmediato de Armada a Madrid significaban que el golpe era innecesario y que la Operación Armada había arrancado: a la mañana siguiente de la dimisión de Suárez los periódicos se llenaron de hipótesis de gobiernos de coalición o de concentración o de unidad, los partidos políticos se ofrecían a participar en ellos o buscaban apoyos para ellos y el nombre de Armada corría de boca en boca en el pequeño Madrid del poder, promocionado por personas de su entorno como el periodista Emilio Romero, que el 31 de enero proponía al general en su columna de ABC como nuevo presidente del gobierno; tres días más tarde el Rey llamó por teléfono a Armada y le dijo que acababa de firmar el decreto de su nombramiento como segundo jefe de Estado Mayor del ejército y que preparara las maletas porque volvía a Madrid. En esa óptima coyuntura para Armada se celebró su cena con el Rey, a lo largo de la cual el antiguo secretario reiteró sus razonamientos con ahínco: la necesidad de un golpe de bisturí o de timón que alejase el peligro de un golpe de estado, la conveniencia de un gobierno de unidad presidido por un militar y el carácter constitucional de tal solución; también se ofreció a asumir la presidencia del gobierno y aseguró o dejó entender que contaba con el apoyo de los principales partidos políticos. Ignoro cuál fue la reacción del Rey a las palabras de Armada; no hay que descartar que dudara, y un motivo para no descartarlo es que, aunque UCD ya había propuesto a Leopoldo Calvo Sotelo como sucesor de Suárez, el Rey aún tardó once días en presentar su candidatura al Congreso: es muy improbable que en la ronda obligada de consultas con los líderes de los partidos políticos, previa a la presentación de la candidatura, se mencionase siquiera el nombre de Armada, pero en ella sin duda se habló de gobiernos de coalición o de concentración o de unidad; además de esa demora, otro motivo invita a no descartar que el Rey dudara: mucha gente y desde hacía mucho tiempo abogaba por una salida excepcional que, sin violentar en teoría la Constitución, no supusiese una aplicación automática de la Constitución, y él tenía una confianza absoluta en Armada y pudo pensar que un gobierno presidido por el general y apoyado por todos los partidos políticos calmaría al ejército, ayudaría al país a superar la crisis y fortalecería la Corona. No hay que descartar que dudara, pero lo cierto es que, por los motivos que fuese —tal vez porque comprendió a tiempo que forzar la Constitución suponía poner en peligro la Constitución y que poner en peligro la Constitución suponía poner en peligro la democracia y que poner en peligro la democracia suponía poner en peligro la Corona—, el Rey decidió aplicar al pie de la letra la Constitución y presentar el 10 de febrero al Congreso la candidatura de Leopoldo Calvo Sotelo.

Ése fue el final de la Operación Armada, el final de la operación solamente política; a partir de aquel punto quedaba excluido que el antiguo secretario del Rey alcanzara la presidencia de un gobierno de coalición o de concentración o de unidad por el cauce parlamentario. Ante Armada ya sólo se abrían dos alternativas: una consistía en olvidar sus ambiciones y en convencer a Milans de que olvidara la operación militar y en que Milans convenciera a su vez a Tejero y a los demás conjurados de que olvidaran la operación militar; la otra consistía en descongelar la operación militar y en usarla a modo de ariete para imponer por la fuerza una receta política que no había podido imponerse por medios solamente políticos. Ni Armada ni ninguno de los demás conjurados se planteó siquiera la primera alternativa; ni Armada ni ninguno de los demás conjurados renunció en ningún momento a la segunda, así que fue la alternativa militar la que acabó ganando. Bien es verdad que las circunstancias de aquel mes no le pusieron difícil la victoria, porque en las tres semanas previas al 23 de febrero los conjurados acaso sintieron que la realidad les exigía perentoriamente el golpe, esgrimiendo un último arsenal de argumentos para terminar de persuadirles de que sólo un levantamiento del ejército podía impedir la extinción de la patria: el 4 de febrero, el mismo día en que se publicaba un durísimo documento de la Conferencia Episcopal contra la ley del divorcio, un grupo de diputados proetarras interrumpió con un alboroto de gritos y cánticos patrióticos el primer discurso del Rey ante el Parlamento vasco; el 6 apareció el cadáver de un ingeniero de la central nuclear de Lemóniz secuestrado por ETA; el 13 murió en el hospital penitenciario de Carabanchel el etarra Joseba Arregui, y en los días siguientes la tensión política se desbocó: durante una bronca sesión parlamentaria la oposición acusó al gobierno de tolerar la tortura, hubo enfrentamientos públicos entre el Ministerio del interior y el Ministerio de Justicia, hubo destituciones de funcionarios y acto seguido un plante policial que incluyó la dimisión de su directiva al completo; el 21, en fin, ETA secuestró al cónsul de Uruguay en Pamplona y a los de Austria y El Salvador en Bilbao. En medio de aquellas jornadas convulsas Armada vio dos veces al Rey, una el día 11 y otra el día 13, ambas en la Zarzuela: en la primera, durante los funerales por Federica de Grecia, suegra del Rey, apenas pudo hablar con el monarca; en la segunda, durante su presentación preceptiva como segundo jefe de Estado Mayor del ejército, lo hizo durante una hora. A lo largo de la entrevista Armada se mostró nervioso e irritado: no se atrevió a reprocharle al Rey que no le hubiera nombrado presidente del gobierno, pero sí le dijo que había cometido un error gravísimo nombrando a Calvo Sotelo; según Armada, también le anunció un inminente movimiento militar al que se incorporarían varios capitanes generales, entre ellos Milans, igual que se lo anunció al general Gutiérrez Mellado, a quien aquella mañana visitó de forma asimismo preceptiva al salir de la Zarzuela. Como mínimo este último anuncio me parece improbable: al menos el general Gutiérrez Mellado lo negó ante el juez. Es seguro en cambio que tres días más tarde Armada abrió las compuertas del golpe: el 16 de febrero se entrevistó en su flamante despacho del Cuartel General del ejército con el coronel Ibáñez Inglés, segundo jefe del Estado Mayor de Milans y enlace habitual entre ambos, y le dijo que la operación política había fracasado; quizá no le dijo más, pero no hacía falta: eso bastaba para que Milans supiera que, a menos que aceptara que todo quedase en nada, había que seguir adelante con la operación militar.

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