Read Anatomía de un instante Online

Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (40 page)

BOOK: Anatomía de un instante
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
CAPÍTULO 4

Es probable que la metamorfosis de Adolfo Suárez en un hombre que de algún modo siempre había estado en él y que apenas guardaba relación con el antiguo falangista de provincias y el antiguo arribista del franquismo se iniciara el mismo día en que el Rey lo nombró presidente del gobierno, pero la realidad es que sólo empezó a hacerse visible muchos meses más tarde. La acogida que la opinión pública deparó a su nombramiento fue demoledora. Nadie la resumió mejor que un humorista. En una viñeta de Forges dos devotos de Franco encerrados en un búnker comentaban la noticia; uno de ellos decía: «Se llama Adolfo, ¿no es maravilloso?»; el otro contestaba: «Ciertamente». Así fue: salvo contadas excepciones, sólo la ultraderecha —desde los camisas viejas de Falange hasta los militares y los tecnócratas del Opus, pasando por los Guerrilleros de Cristo Rey— celebró el ascenso de Suárez a la presidencia, convencida de que el joven, obsequioso y disciplinado falangista representaba vino nuevo en odres viejos, la demostración palpable de que los ideales del 18 de julio seguían vigentes y la mejor garantía de que el franquismo, con todos los cambios cosméticos que las circunstancias exigieran, no iba a morir con la muerte de Franco. Más allá de la ultraderecha, sin embargo, sólo había pesimismo y espanto: para la inmensa mayoría de la oposición democrática y de los reformistas del régimen, Suárez apenas iba a ser, como escribía Le Fígaro, «el ejecutor de las bajas maniobras de la extrema derecha, decidida a torpedear por todos los medios la democratización» o, como insinuaba
El País
, la punta de lanza de «una máquina que resulta ser el auténtico búnker inmovilista del país» y que «encarna las tradicionales formas de ser español en su leyenda más negra y atrabiliaria: el poder económico y el político aliados en una simbiosis perfecta con el integrismo eclesiástico».

Suárez no se arredró: ésa era sin duda la acogida que esperaba —dada su trayectoria, no podía esperar otra—, y ésa era también la acogida que más le convenía. Porque si el encargo. que había recibido del Rey consistía en desmontar el franquismo para montar con sus mimbres una monarquía parlamentaria, liquidando lo muerto que aún parecía vivir y haciendo vivir lo que ya parecía muerto, con lo primero que debía contar era con la complicidad (o al menos con la confianza, o al menos con la pasividad) de la ortodoxia franquista; con lo segundo que debía contar era con la comprensión (o al menos con la tolerancia, o al menos con la paciencia) de la oposición clandestina. A esa doble conquista a priori imposible se lanzó desde el primer momento. Maquiavelo recomienda al político «mantener en suspenso y asombrados los ánimos de sus súbditos», encadenando sus acciones con objeto de no conceder a sus adversarios «espacio para poder urdir algo tranquilamente contra él». Tal vez Suárez no había leído a Maquiavelo, pero siguió a rajatabla su consejo, y en cuanto fue nombrado presidente del gobierno empezó a correr un sprint de golpes de efecto con tal rapidez y seguridad en sí mismo que nadie encontró razones, recursos o ánimos con que frenarlo: al día siguiente de su toma de posesión leyó un mensaje televisado en que, con un lenguaje, un tono y unas formas de político incompatible con el andrajoso almidón del franquismo, prometía concordia y reconciliación a través de una democracia en la que los gobiernos fueran «el resultado de la voluntad de la mayoría de los españoles», y al otro día formó con la ayuda de su vicepresidente Alfonso Osorio un gabinete jovencísimo compuesto por falangistas y por democristianos bien relacionados con la oposición democrática y con los poderes económicos; un día presentaba una declaración programática casi rupturista en la que el gobierno se comprometía a «la devolución de la soberanía al pueblo español» y anunciaba elecciones generales antes del3ü de junio del año próximo, al día siguiente reformaba por decreto el Código Penal que impedía la legalización de los partidos y al día siguiente decretaba una amnistía para los delitos políticos; un día declaraba la cooficialidad de la lengua catalana proscrita hasta entonces y al día siguiente declaraba legal la proscrita bandera vasca; un día anunciaba una ley que autorizaba a derogar las Leyes Fundamentales del franquismo y al día siguiente conseguía que la aceptasen las Cortes franquistas y al día siguiente convocaba un referéndum para aprobarla y al día siguiente lo ganaba; un día suprimía por decreto el Movimiento Nacional y al día siguiente ordenaba retirar de noche y a escondidas los símbolos falangistas de las fachadas de todos los edificios del Movimiento y al día siguiente legalizaba por sorpresa el partido comunista y al día siguiente convocaba las primeras elecciones libres en cuarenta años. Ésa fue su forma de proceder durante su primer gobierno de once meses: tomaba una decisión inusitada y, cuando el país todavía intentaba asimilarla, tomaba otra decisión más inusitada, y luego otra más inusitada todavía, y luego otra más; improvisaba constantemente; arrastraba a los acontecimientos, pero también se dejaba arrastrar por ellos; no daba tiempo para reaccionar, ni para urdir algo contra él, ni para advertir la disparidad entre lo que hacía y lo que decía, ni siquiera para asombrarse, o no más del que se daba a sí mismo: casi lo único que podían hacer sus adversarios era mantenerse en suspenso, intentar entender lo que hacía y tratar de no perder el paso.

Al principio de su mandato su objetivo principal fue convencer a los franquistas y a la oposición democrática de que la reforma que iba a llevar a cabo era el único modo de que ambos consiguieran sus opuestos propósitos. A los franquistas les aseguraba que había que renunciar a ciertos elementos del franquismo con el fin de asegurar la perduración del franquismo; a la oposición democrática le aseguraba que había que renunciar a ciertos elementos de la ruptura con el franquismo con el fin de asegurar la ruptura con el franquismo. Para sorpresa de todos, los convenció a todos. Primero convenció a los franquistas y, cuando los hubo convencido, convenció a la oposición: a los franquistas los engañó por completo; a la oposición no, o no del todo, o no más de lo que se engañó a sí mismo, pero la manejó a su antojo, la obligó a jugar en el terreno y con las reglas que él eligió y diseñó y, una vez que le hubo ganado la partida, la puso a trabajar a su servicio. ¿Cómo lo consiguió? En cierto sentido, con los mismos métodos histriónicos de seductor con que Emmanuele Bardone persuadía por igual a italianos y alemanes de que no había nadie en el mundo más importante que ellos y de que estaba dispuesto a desvivirse por su causa, y con las mismas dotes de camaleón con que Bardone convencía a los alemanes de que era un partidario fervoroso del Reich y a los italianos de que era un solapado adversario del Reich. Si en la televisión fue casi siempre imbatible, porque la dominaba mejor que cualquier político, en el mano a mano lo era todavía más: podía sentarse a solas con un falangista, con un tecnócrata del Opus o con un guerrillero de Cristo Rey y el falangista, el tecnócrata y el guerrillero se despedían de él con la certeza de que en el fondo era un guerrillero, un falangista o un defensor del Opus; podía sentarse con un militar y, recordando sus tiempos de alférez de complemento, decir: No te preocupes, en el fondo sigo siendo un militar; podía sentarse con un monárquico y decir: Yo ante todo soy monárquico; podía sentarse con un democristiano y decir: En realidad, siempre he sido un democristiano; podía sentarse con un socialdemócrata y decir: Lo que yo soy, en el fondo, es un socialdemócrata; podía sentarse con un socialista o un comunista y decir: Comunista no soy, no (o socialista), pero soy de los tuyos, porque mi familia fue republicana y en el fondo yo no he dejado de serlo. A los franquistas les decía: Hay que ceder poder para ganar legitimidad y conservar el poder; a la oposición democrática le decía: Yo tengo el poder y vosotros la legitimidad: tenemos que entendernos.

Todos escuchaban de Suárez lo que necesitaban escuchar y todos salían de aquellas entrevistas encantados de su bonhomía, de su modestia, de su seriedad y su porosidad, de sus intenciones excelentes y su voluntad de convertirlas en hechos; en cuanto a él, aún no era un presidente del gobierno democrático, pero, igual que desde su ingreso en la cárcel Bardone intentó actuar como pensaba que hubiera actuado el general De la Rovere, desde su nombramiento como presidente del gobierno intentó actuar como pensaba que hubiera actuado un presidente del gobierno democrático: igual que Bardone, todo cuanto veía y experimentaba le ayudaba a perfeccionar la interpretación; igual que Bardone, pronto empezó a empaparse de la razón política y moral de los partidos democráticos; igual que Bardone, engañaba con tal sinceridad que ni siquiera él mismo sabía que engañaba.

Fue así como a lo largo de aquel primer año escaso de gobierno Suárez construyó los fundamentos de una democracia con los materiales de una dictadura a base de realizar con éxito operaciones insólitas, la más insólita de las cuales —y acaso la más esencial— suponía la liquidación del franquismo a manos de los propios franquistas. La idea se debió a Fernández Miranda, pero Suárez fue mucho más que su simple ejecutor: él la estudió, la puso a punto y la llevó a la práctica. Se trataba casi de conseguir la cuadratura del círculo, y en todo caso de conciliar lo inconciliable para eliminar lo muerto que parecía vivo; se trataba en el fondo de una martingala jurídica basada en el siguiente razonamiento: la España de Franco estaba regida por un conjunto de Leyes Fundamentales que, según el propio dictador había recalcado con profusión, eran perfectas y ofrecían soluciones perfectas para cualquier eventualidad; ahora bien, las Leyes Fundamentales sólo podían ser perfectas si podían ser modificadas —de lo contrario no hubiesen sido perfectas, porque no hubieran sido capaces de adaptarse a cualquier eventualidad—: el plan concebido por Fernández Miranda y desplegado por Suárez consistió en elaborar una nueva Ley Fundamental, la llamada Ley para la Reforma Política, que se sumase a las demás, modificándolas en apariencia aunque en el fondo las derogase o autorizase a derogarlas, lo que permitiría cambiar un régimen dictatorial por un régimen democrático respetando los procedimientos jurídicos de aquél. La argucia era brillante, pero necesitaba ser aprobada por las Cortes franquistas en un inaudito ejercicio de inmolación colectiva; su puesta en práctica fue vertiginosa: a finales de agosto de 1976 ya estaba listo un borrador de la ley, a principios de septiembre Suárez la anunciaba por televisión y durante los dos meses posteriores se lanzó a una batalla en todos los frentes para convencer a los representantes franquistas de que aceptaran su suicidio. La estrategia que ideó para conseguirlo fue un prodigio de precisión y de trapacería: mientras desde la presidencia de las Cortes Fernández Miranda ponía palos en las ruedas a los detractores de la ley, su presentación y defensa se encargaban a Miguel Primo de Rivera, sobrino del fundador de Falange y miembro del Consejo del Reino, que pediría el voto a favor «desde el emocionado recuerdo a Franco»; en las semanas previas a la reunión del pleno, Suárez, sus ministros y altos cargos de su gobierno, tras repartirse a los procuradores contrarios o renuentes a su proyecto, desayunaron, tomaron el aperitivo, almorzaron y cenaron con ellos, halagándolos con promesas pletóricas y enredándolos en trampas para incautos; sólo en unos pocos casos hubo que recurrir sin disimulo a la amenaza, pero a un grupo de procuradores sindicales no quedó más remedio que embarcarlos en un crucero por el Caribe rumbo a Panamá. Por fin, el 18 de noviembre, después de tres días consecutivos de debates y no sin que en más de un momento pareciera que todo se iba al traste, la ley se votó en las Cortes; el resultado fue inequívoco: 425 votos a favor, 59 en contra y 13 abstenciones. La reforma quedaba aprobada. Las cámaras de televisión recogieron el momento, y luego lo han reproducido en multitud de ocasiones. Los procuradores franquistas aplauden puestos en pie; puesto en pie, Suárez aplaude a los procuradores franquistas. Parece emocionado; parece a punto de llorar; no hay ningún motivo para pensar que finge o que, como el actor consumado que es, si finge no siente lo que finge sentir. Lo cierto es que hubiese podido estar riéndose por dentro y a lágrima viva del hatajo de mentecatos que acababa de firmar su sentencia de muerte en medio de los abrazos y parabienes de una apoteósica fiesta franquista.

Fue un pase de magia espectacular, y el mayor éxito de su vida. En España la oposición democrática se frotaba los ojos; fuera de España la incredulidad era total: «Asombrosa victoria de Adolfo Suárez», titulaba
The New York Times
; «Las Cortes nombradas por el dictador han enterrado el franquismo», titulaba
Le Monde
. Pocos días después, sin concederse un instante de tregua ni permitir que sus adversarios salieran del estupor, convocó un referéndum sobre la ley recién aprobada; se celebró el 15 de diciembre y lo ganó con casi un 80 por ciento de participación y casi un 95 por ciento de votos afirmativos. Para los franquistas y para la oposición democrática, que habían propugnado el voto negativo y la abstención, el revés fue concluyente; mucho más para los primeros que para la segunda, claro está: a partir de aquel momento los franquistas ya sólo podían apelar a la violencia, y la semana del 23 al 28 de enero —en la que grupos de ultraderecha asesinaron a nueve personas en una atmósfera prebélica y en la que Suárez tuvo la certeza de que alguien intentaba un golpe de estado— fue el primer aviso de que estaban dispuestos á utilizarla; respecto a la oposición democrática, se vio obligada a arrumbar la quimera de imponer su limpia ruptura frontal con el franquismo para aceptar la inesperada y trapacera reforma con ruptura impuesta por Suárez y empezar a negociar con éste, dividida, descolocada y debilitada, en los términos que él había elegido y que más le convenían. Por lo demás, a aquellas alturas, hacia febrero de 1977, ya estaba claro para todos que Suárez iba a cumplir en un tiempo récord el encargo que le habían confiado el Rey y Fernández Miranda; de hecho, cruzado el Rubicón de la Ley para la Reforma Política, a Suárez no le quedaba más que finalizar el desmontaje del esqueleto legal e institucional del franquismo y convocar elecciones libres después de pactar con los partidos políticos los requisitos de su legalización y su participación en los comicios. Ahí terminaba en teoría su trabajo, ése era en teoría el final del espectáculo, pero para entonces Suárez ya se había creído su personaje y estaba exultante, navegando en la ola más gruesa del tsunami de sus éxitos, así que nada le hubiera parecido tan absurdo como abandonar el cargo con el que había soñado desde siempre; puede que ése hubiera sido sin embargo el propósito del Rey y Fernández Miranda al entregarle el papel estelar en aquel drama de seducciones, medias verdades y engaños, seguros como estaban quizá de que el chisgarabís encantador y marrullero se quemaría en el escenario, seguros como estaban en cualquier caso deque sería incapaz de manejar las complejidades del estado en condiciones normales, y más aún tras unas elecciones democráticas: una vez convocadas éstas y concluida su tarea, Suárez debería retirarse tras el telón, entré aplausos y muestras de gratitud, para ceder la gracia de los focos a un verdadero estadista, tal vez el propio Fernández Miranda, tal vez el eterno presidenciable Fraga, tal vez el vicepresidente Alfonso Osorio, tal vez el culto, elegante y aristocrático José María de Areilza. Por supuesto, Suárez habría podido ignorar el propósito del Rey, forzar la mano y presentarse a las elecciones sin su consentimiento, pero él era el presidente nombrado por el Rey y quería ser el candidato del Rey y luego el presidente electo del Rey, y durante aquellos meses fulgurantes, mientras se liberaba poco a poco de la tutela de Fernández Miranda y hacía cada vez menos caso de Osorio, se aplicó a demostrarle al Rey con los hechos que él era el presidente que necesitaba porque era el único político capaz de arraigar la monarquía montando una democracia igual que estaba desmontando el franquismo; también se aplicó a demostrarle por contraste que Fernández Miranda era sólo un viejo jurista timorato e irreal, Fraga un bulldozer indiscriminado, Osorio un político tan pomposo como inane y Areilza un figurín sin media hostia.

BOOK: Anatomía de un instante
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead Man's Puzzle by Parnell Hall
An Excellent Wife by Lamb, Charlotte
Chromosome 6 by Robin Cook
El señor del carnaval by Craig Russell
Matthew Flinders' Cat by Bryce Courtenay
Shadow Blade by Seressia Glass