Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
CAPÍTULO 1
El juicio por el golpe de estado del 23 de febrero se celebró entre el 19 de febrero y el 3 de junio de 1982 en el almacén de papel del Servicio Geográfico del Ejército, en Campamento, una zona de instalaciones militares cercana a Madrid, en medio de estrictas medidas de seguridad y a lo largo de interminables sesiones de mañana y tarde, en una sala abarrotada de familiares, letrados, periodistas, comisiones militares, invitados y observadores. El tribunal estaba compuesto por treinta y tres oficiales generales del Tribunal Supremo de Justicia Militar, máximo órgano de la jurisdicción castrense, y las personas juzgadas fueron treinta y tres, todos militares salvo un civil. Es una cifra ridícula comparada con el número real de implicados en el golpe; la razón de esta disparidad es clara: desde que tres días después de la asonada nombró a un juez especial encargado de investigar el caso, y en el curso de los cuatro meses exactos que duró la instrucción del sumario, el gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo hizo cuanto pudo por restringir al máximo el número de los imputados porque pensaba que la tambaleante democracia posterior al golpe no soportaría sin desplomarse el desfile de cientos de militares de altísima graduación por la sala del juicio y el examen riguroso de sus complicidades civiles, un examen susceptible de salpicar a los muchos miembros de la clase dirigente que sabiéndolo o sin saberlo tejieron la placenta del golpe. De hecho, durante el tiempo transcurrido entre el golpe y la vista oral del juicio, mientras en los cuarteles y en los periódicos de ultraderecha arreciaba una campaña destinada a culpar al Rey para exculpar a los golpistas, algunos procesados llegaron a acariciar la esperanza de que el juicio no se celebrara, y poco antes de que se iniciasen las sesiones el propio presidente del gobierno reunió a los directores de los principales periódicos nacionales y les pidió que evitasen publicar noticias hirientes para los militares, que no convirtiesen sus páginas en un involuntario altavoz propagandístico de los golpistas y que para ello informasen de lo que ocurriera en la sala del Servicio Geográfico del Ejército en tono menor, casi con sordina. Hubo juicio, la esperanza de impunidad de los procesados se frustró, pero los periódicos rechazaron la forma de autocensura que el gobierno les pedía, y durante más de tres meses de interrogatorios públicos los españoles tuvieron noticias diarias y exhaustivas del golpe y los golpistas dispusieron de un potente amplificador para cada una de sus palabras, cosa que contra lo que el gobierno temía contribuyó a desprestigiarlos ante la mayoría del país, aunque los dotara a ojos de sus incondicionales de un prestigio suplementario.
Fue el juicio más largo de la historia de España. Porque jueces y procesados eran militares y el ejército una institución meticulosamente endogámica, en el fondo era un juicio casi imposible: jueces y procesados habían compartido destinos y viviendas militares, sus mujeres eran amigas y compraban en los mismos economatos, sus hijos eran amigos y estudiaban en los mismos colegios; algunos jueces podrían haber estado en el lugar de los procesados y algunos procesados en el lugar de los jueces. Desde el primer momento los golpistas, sus abogados defensores y sus familiares intentaron transformar la sala de la vista y sus inmediaciones en el escenario de una sórdida carnavalada, y hasta cierto punto lo consiguieron: apenas hubo día que no registrara plantes, protestas, gritos, aplausos, insultos, amenazas, expulsiones, interrupciones o provocaciones, de tal manera que a medida que transcurrían las jornadas los procesados y sus defensores se envalentonaron hasta conseguir intimidar al tribunal, lo que explica que antes de las deliberaciones previas al veredicto fuera sustituido el general que lo presidía, demasiado débil para soportar la presión a que estaba siendo sometido y mantener a raya el matonismo de los golpistas. Desde el primer momento quedó claro también que la estrategia de las defensas dividía a los procesados en dos grupos antagónicos: uno lo formaban el general Armada, el comandante Cortina y el capitán Gómez Iglesias, subordinado de Cortina en la AOME; el otro lo formaban todos los demás, con el general Milans y el teniente coronel Tejero a la cabeza. Los primeros se limitaron a defenderse mejor o peor del delito de rebelión militar que se les imputaba y a tratar de desvincularse para ello del golpe y del resto de los procesados; en cambio los segundos —con la excepción del comandante Pardo Zancada, que asumió sin esconderse su responsabilidad en los hechos— trataron de vincularse a los primeros y, a través de ellos, al Rey, buscando convertir aquel consejo de guerra en un juicio político y presentándose como un grupo de hombres de honor que había actuado bajo las órdenes de Armada, que a su vez había actuado bajo las órdenes del Rey, con el fin de salvar a un país corrompido por un régimen político corrompido y una clase política corrompida, y en consecuencia con la eximente militar de obediencia debida y la eximente política de estado de necesidad. Jurídicamente esta línea de defensa era en apariencia lógica: o bien Armada le había dicho la verdad a Milans en sus reuniones conspiratorias y el golpe de estado era una operación querida por el Rey, con lo que según sus defensores los procesados no eran culpables porque se habían limitado a obedecer al Rey a través de Armada y de Milans, o bien Armada le había mentido a Milans y el Rey no deseaba el golpe y en consecuencia el único culpable de todo era Armada; en realidad era una línea de defensa contradictoria y disparatada: contradictoria porque la eximente de obediencia debida negaba la eximente de estado de necesidad, dado que si los golpistas consideraban necesario o indispensable un golpe de estado era porque conocían la situación del país y por tanto no habían actuado ingenuamente y a ciegas a las órdenes del Rey; disparatada porque era disparatado pretender que la figura jurídica de la obediencia debida cubriera desafueros como el asalto al Congreso o como la invasión de Valencia por los tanques. Fue así como a base de contradicciones y disparates el juicio se envileció con un festival de mentiras en el que, salvo Pardo Zancada, ninguno de los procesados dijo lo que hubiera debido decir: que habían hecho lo que habían hecho porque creían que era lo que había que hacer, aprovechando que Milans decía que Armada decía que el Rey decía que era lo que había que hacer, y que en todo caso lo hubiesen hecho tarde o temprano, porque era lo que igual que tantos de sus compañeros estaban deseando hacer desde hacía mucho tiempo.
Durante la vista oral los principales protagonistas del golpe se comportaron como lo que eran: Tejero, como un patán embrutecido de buena conciencia; Milans, como un filibustero uniformado y desafiante; Armada, como un cortesano millonario en dobleces: aislado, despreciado e insultado por casi todos sus compañeros de banquillo, que exigían que delatase al Rey o reconociera que había mentido, Armada por un lado rechazaba la implicación del monarca, pero por otro la insinuaba con sus proclamas de lealtad a la Corona y aún más con sus silencios, que sugerían que callaba para proteger al Rey; en cuanto al comandante Cortina, demostró ser con diferencia el más inteligente de los procesados: desmontó todas las acusaciones que pesaban sobre él, sorteó todas las trampas que le tendieron el fiscal y las defensas y, según escribió Martín Prieto —cronista de
El País
en las sesiones del juicio—, sometió a sus interrogadores a «un sufrimiento superior a la capacidad humana de resistencia». Los últimos días fueron difíciles para Armada, Cortina y Gómez Iglesias; aunque durante meses habían convivido sin excesivos problemas con los demás procesados en la residencia del Servicio Geográfico, a medida que se acercaba la hora del veredicto y se hacía evidente que todos o casi todos iban a ser condenados las relaciones entre los dos grupos se volvieron insostenibles, y el mismo día en que Tejero intentó agredir a Cortina al terminar la sesión de la mañana el tribunal decidió proteger a los tres disidentes confinándolos en un ala aislada de la residencia. Por fin, el día 3 de junio, el tribunal emitió su fallo: Tejero y Milans fueron condenados a treinta años de cárcel —la pena máxima—, pero a Armada sólo le cayeron seis, como a Torres Rojas y Pardo Zancada, y todos los demás jefes y oficiales se libraron con penas de entre uno y cinco años; todos salvo Cortina, que fue absuelto, igual que lo fueron un capitán de la Brunete y un capitán y nueve tenientes que acompañaron a Tejero hasta el Congreso. No era una condena indulgente, sino casi una invitación a repetir el golpe, y el gobierno la recurrió ante los magistrados civiles del Tribunal Supremo. Menos de un año más tarde el último tribunal dictó la sentencia definitiva; la mayoría de los procesados vio por lo menos duplicada su condena: Armada pasó de seis años a treinta, Torres Rojas y Pardo Zancada de seis a doce, Ibáñez Inglés de cinco a diez, San Martín de tres a diez, y así sucesivamente, e incluso los tenientes que asaltaron el Congreso y habían sido declarados inocentes por el primer tribunal fueron también condenados. El gobierno no recurrió la absolución de Cortina y de los otros dos capitanes, y el Supremo se limitó a confirmar la pena de treinta años impuesta a Milans y Tejero.
Quizá el castigo continuaba siendo benévolo, pero ya no quedaban tribunales a los que apelar y los golpistas empezaron a salir de las cárceles poco después de su condena en firme. Algunos abandonaron a la fuerza el ejército, pero casi todo el que tuvo oportunidad permaneció en él, incluidos por supuesto los guardias civiles y suboficiales que, a pesar de haber tiroteado el hemiciclo del Congreso y zarandeado al general Gutiérrez Mellado, ni siquiera fueron procesados. Hubo oficiales que hicieron notables carreras después del golpe: Manuel Boza —un teniente a quien la grabación del asalto al Congreso muestra encarándose con Adolfo Suárez, probablemente increpándolo o insultándolo— reingresó en la guardia civil tras cumplir una pena de doce meses de cárcel, y en los años posteriores recibió las siguientes condecoraciones por sus méritos excepcionales y su intachable conducta: Cruz al Mérito de la Guardia Civil con Distintivo Blanco, Real Orden de San Hermenegildo, Placa de San Hermenegildo y Encomienda de San Hermenegildo; Juan Pérez de la Lastra —un capitán cuyo entusiasmo golpista no impidió que en la noche del 23 de febrero abandonase a sus hombres en el Congreso para dormir unas horas en casa y regresar después sin que nadie notase su ausencia— también volvió a la guardia civil una vez cumplida su condena, y en 1996 se retiró con el grado de coronel y con las siguientes condecoraciones obtenidas tras el golpe: Cruz de San Hermenegildo, Encomienda de San Hermenegildo y Placa de San Hermenegildo. La gratitud de la patria.
Los principales responsables del 23 de febrero tardaron más tiempo en salir de prisión; algunos de ellos han muerto. El último en obtener la libertad fue el teniente coronel Tejero, quien un año después del golpe intentó en vano presentarse a las elecciones con un efímero partido llamado Solidaridad Española cuyo eslogan de campaña rezaba: «Mete a Tejero en el Congreso con tu voto»; como muchos de sus compañeros, durante sus años de reclusión llevó una vida confortable, agasajado por algunos de los directores de las cárceles donde cumplió condena y convertido en un icono de la ultraderecha, pero cuando en 1996 salió de prisión ya no era un icono de nada o sólo era un icono pop, y sus únicas actividades conocidas desde entonces son pintar cuadros que nadie compra y mandar a los diarios cartas al director que nadie lee, además de celebrar cada mes de febrero el aniversario de su gesta. Milans murió en julio de 1997 en Madrid; fue enterrado en la cripta del Alcázar de Toledo, donde había iniciado su historial de guerra de héroe franquista; como Tejero, nunca se arrepintió de haber organizado el 23 de febrero, pero después de esa fecha abandonó su monarquismo de siempre, y a lo largo de los años que pasó en prisión acicateó o bendijo casi todos los nuevos intentos de golpe de estado, incluido el que el 2 de junio de 1985 proyectaba asesinar a la cúpula del ejército, al presidente del gobierno y a la familia real en pleno durante un desfile militar. Armada, en cambio, sí continuó siendo monárquico, o al menos es lo que él asegura, si bien en ninguna de sus numerosas declaraciones públicas —ni desde luego en sus melifluas y tramposas memorias— ha dejado de alimentar la ambigüedad sobre el papel del Rey en el golpe; fue indultado por un gobierno socialista a finales de 1988, y desde entonces divide su vida entre su casa de Madrid y su pazo de Santa Cruz de Rivadulla, en La Coruña, una aristocrática mansión barroca donde hasta hace poco cuidaba personalmente un vivero que produce cien mil especímenes de camelia. Por lo que respecta a Cortina, lo ocurrido con él tras el golpe merece una explicación menos sucinta.
En la madrugada del 14 de junio de 1982, mes y pico después de que se conociera la sentencia del Tribunal de Justicia Militar que absolvía al comandante de inteligencia, cuatro potentes cargas explosivas hicieron saltar por los aires las cuatro sedes secretas de la AOME. Las bombas estallaron casi al mismo tiempo, en una operación sincronizada que no produjo víctimas, y al día siguiente los medios de comunicación atribuyeron el ataque a una nueva ofensiva terrorista de ETA. Era falso: ETA jamás reivindicó la acción: que llevaba la firma de la guardia civil y que sólo pudo realizarse contando con informes procedentes de miembros de la AOME. Todavía bajo el efecto de la tremenda tensión militar provocada por el consejo de guerra multitudinario y por la condena de algunos de los jefes más prestigiosos del ejército, hubo quien interpretó el cuádruple atentado como un signo de que estaba en marcha un nuevo golpe militar y como un aviso al CESID para que esta vez no se interpusiera en el camino de sus organizadores; lo más probable es que fuese un aviso más personal: muchos militares y guardias civiles estaban furiosos con el CESID porque el 23 de febrero no se había puesto del lado del golpe y había hecho lo posible por pararlo, pero aún estaban más furiosos con Cortina, que según ellos había lanzado a los golpistas a la aventura, los había abandonado a mitad del recorrido y había logrado pese a todo salir indemne del juicio. Este ominoso precedente y una cierta coincidencia de fechas y lugares explican las dudas que suscitó un episodio ocurrido un año más tarde, el 27 de julio de 1983. Ese día, sólo unos meses después de que el Tribunal Supremo dictase sentencia definitiva multiplicando por dos la pena de la mayoría de los condenados por el 23 de febrero, el padre de Cortina murió calcinado en un incendio que se declaró en su domicilio; el hecho de que el lugar fuera el mismo donde según Tejero se celebró su entrevista con el comandante en los días previos al golpe, por no hablar de las circunstancias en que se produjo el siniestro —a las cuatro de la tarde y mientras el progenitor de Cortina dormía—, terminó de reforzar la hipótesis de una venganza. Cortina y los investigadores atribuyeron el incendio a un cortocircuito eléctrico; la explicación no convenció a casi nadie, pero no siempre la verdad convence. Sea como sea, pasado el juicio Cortina se reintegró en el ejército; aunque nunca volvió a los servicios de inteligencia —todos sus destinos a partir de entonces estuvieron relacionados con la logística—, no consiguió disipar las sospechas que pendían sobre él, su equívoca reputación lo persiguió a todas partes y en los años ulteriores el ejército apenas conoció un escándalo con el que no se pretendiese relacionar su nombre. En 1991, ya ascendido a coronel, fue cesado en su cargo por facilitar la filtración a la prensa de planes secretos de operaciones militares, pero, a pesar de que finalmente fue absuelto de la acusación de negligencia, para entonces ya había solicitado su pase a la reserva. Luego, durante algún tiempo, asesoró a un vicepresidente del gobierno de José María Aznar, y en la actualidad posee una consultoría de asuntos de logística llamada 12V y participa en una empresa de seguridad familiar. Mientras termino este libro es un anciano atlético, de pelo blanco y escaso, con la calva punteada de pecas, de gafas de montura dorada y nariz de boxeador, un hombre afable, irónico y risueño que tiene en su despacho un retrato firmado del Rey y que desde hace muchos años no quiere oír ni una sola palabra del 23 de febrero.