Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
A pesar de que a la una y media de la madrugada quizá pocas personas temían que aquel imprevisto supusiera un revulsivo suficiente para entregar el triunfo a los golpistas, los primeros momentos de Pardo Zancada en el Congreso parecieron confirmar estos negros pronósticos. La llegada de su columna levantó el ánimo de los guardias civiles sublevados, que empezaban a ser víctimas de la fatiga y del desaliento, conscientes de que el fracaso de la negociación entre Armada y Tejero había impedido un desenlace favorable del secuestro y de que a cada momento que pasaba era más difícil que el ejército acudiera en su auxilio; pero, además de proporcionar una momentánea dosis de moral a los rebeldes -permitiéndoles creer que por fin la Brunete se había unido al golpe y que aquel destacamento era sólo la cabeza de puente del esperado movimiento general-, tan pronto como se puso a las órdenes de Tejero Pardo Zancada se concentró en la tarea de insubordinar otras unidades: provisto de un listín telefónico de la división que se había procurado en el Cuartel General y saltando de teléfono en teléfono a medida que quienes dirigían el asedio al Congreso le cortaban las comunicaciones con el exterior hasta dejar únicamente cuatro o cinco aparatos en funcionamiento de los ochenta de que disponía el edificio, Pardo Zancada habló (desde un despacho de la planta baja del edificio nuevo, desde la centralita, desde las cabinas de prensa) con numerosos jefes de la Brunete dotados de mando en tropa; tras dar novedades a San Martín llamándole al Cuartel General, habló con el coronel Centeno Estévez, de la Brigada Mecanizada II, con el teniente coronel Fernando Pardo de Santayana, del Grupo de Artillería Antiaérea, con el coronel Pontijas, de la Brigada Acorazada XII, con el teniente coronel Santa Pau Corzán, del Regimiento de Caballería Villaviciosa 14. Con todos ellos la conversación fue parecida: Pardo Zancada les informaba de lo que había hecho y a continuación los conminaba a que siguieran su ejemplo, asegurándoles que muchos otros como ellos se disponían a imitar su gesto y que bastaba colocar un tanque en la Carrera de San Jerónimo para que el golpe fuera irreversible. Las reacciones a sus soflamas telefónicas oscilaron entre el derrotismo de Pardo de Santayana y el entusiasmo de Santa Pau Corzán («¡Descuida, Ricardo, no te dejaremos con el culo al aire! ¡Iremos con vosotros!»), y hacia las tres y media de la madrugada sus esfuerzos parecieron fructificar cuando un ayudante de Milans llamó al Congreso para anunciar que los regimientos de caballería Villaviciosa y Pavía acababan de sublevarse y se dirigían a la Carrera de San Jerónimo. No era verdad, pero -gracias al teniente coronel De Meer y al coronel Valencia Remón, que hasta bien avanzada la madrugada estuvieron a punto de sacar sus tanques de los cuarteles- faltó muy poco para que lo fuera; también faltó muy poco para que al menos otras dos o tres unidades de la Brunete imitasen a Pardo Zancada. Éste fracasó igualmente cuando quiso difundir un manifiesto donde exponía las razones de los golpistas: el periódico El Alcázar rehusó publicarlo en sus páginas; la emisora La Voz de Madrid alegó problemas técnicos para no emitirlo: ambos medios privaron así al comandante de un recurso propagandístico orientado a vencer la indecisión de sus compañeros de armas en todo el país.
Poco después de recibir la noticia de ese doble revés Pardo Zancada llamó a Valencia y habló con Milans. Fue la última vez que lo hizo aquella noche y, aunque el comandante lo ignoraba, para entonces hacía ya varias horas que Milans había comprendido que el golpe tocaba a su fin. Minutos más tarde de la alocución televisada del Rey y de que Tejero se negara a obedecerle desde el despacho del edificio nuevo del Congreso, sellando el fracaso de su golpe blando, Milans recibió un télex de la Zarzuela en el que se le urgía de forma dramática a terminar con el cuartelazo. En él, tras reiterar su decisión de defender el orden constitucional, decía el Rey: «Cualquier golpe de estado no podrá escudarse en el Rey, es contra el Rey». Y también decía: «Te ordeno que retires todas las unidades que hayas movido». Y también: «Te ordeno que digas a Tejero que deponga inmediatamente su actitud». Y por fin: «Juro que ni abdicaré la Corona ni abandonaré España. Quien se subleve está dispuesto a provocar, y será responsable de ello, una nueva guerra civil». Este ultimátum pareció vencer la resistencia de Milans, quien apenas lo hubo recibido cursó a todos sus grupos tácticos la orden de regresar a los acuartelamientos, pero la tensión en la capitanía general de Valencia se había prolongado aún durante varias horas, y no sólo a causa de los fallidos intentos de arrestar a su titular impulsados desde el Cuartel General del ejército por el general Gabeiras, sino sobre todo porque las dudas no dejaban de atormentar a Milans ni le permitían dar del todo su brazo a torcer, como si confiase en que alguna adhesión rezagada pudiera proporcionar todavía la victoria a los golpistas, o tal vez como si le avergonzase abandonar a su suerte a los ocupantes del Congreso, a quienes a fin de cuentas él había metido allí. No hubo ninguna otra adhesión, nadie se atrevió a desobedecer al Rey, los coroneles liderados por San Martín o vinculados a San Martín decidieron permanecer agazapados a la espera de una ocasión más propicia y, tras convencerse de que tampoco podía hacer nada por Tejero y por Pardo Zancada (o de que lo mejor que podía hacer por ellos era precisamente abandonarlos, para provocar su rendición y terminar con el secuestro), Milans admitió su derrota. Eso vino a ser lo que le dijo a Pardo Zancada la última vez que hablaron por teléfono aquella noche: que ninguna capitanía secundaba el golpe y que él había devuelto las tropas a los cuarteles y anulado el bando que proclamaba el estado de excepción; a esto sólo añadió que intentase persuadir a Tejero de que aceptara el acuerdo que horas atrás le había ofrecido Armada y que el teniente coronel había rechazado. En aquel momento la petición ya era absurda, además de inútil, y los dos sabían que era inútil y absurda. Mi general, dijo Pardo Zancada. ¿No quiere hablar directamente con el teniente coronel? No, contestó Milans. Háblale tú. A sus órdenes, mi general, dijo Pardo Zancada. ¿Quiere alguna cosa más de mí? Nada, Pardo, dijo Milans. Un fuerte abrazo.
Eran las cuatro y media de la mañana del día 24 y el golpe no había terminado aún, pero sí había mudado definitivamente su naturaleza: hasta entonces había sido un problema político y militar; a partir de entonces, fracasado el golpe blando de Armada y Milans y su intento de conversión sobre la marcha en el golpe duro de Tejero, ya era sólo un problema de orden público: todo consistía ahora en encontrar una salida sin violencia al secuestro del gobierno y de los diputados. y la realidad era que a aquellas alturas de la madrugada -a medida que tras la comparecencia del Rey en televisión caían en cascada las condenas al golpe de las organizaciones políticas, sindicales y profesionales, de los gobiernos autonómicos, de las alcaldías, de las diputaciones, de la prensa y de un país entero que había permanecido en silencio hasta que vislumbró el fracaso de los golpistas- el interior del Congreso empezaba a estar maduro para la capitulación, o eso era al menos lo que pensaban quienes dirigían el cerco al edificio y habían abandonado ya la idea de asaltarlo con grupos de operaciones especiales por temor a una escabechina y concluido que bastaba dejar correr el tiempo para que la falta de apoyos externos hiciese sucumbir a los secuestradores: salvo los principales líderes políticos, aislados durante toda la noche en otras dependencias del Congreso, los parlamentarios permanecían en el hemiciclo, fumando y dormitando e intercambiando en voz baja noticias contradictorias, a cada minuto que pasaba más seguros de la derrota del golpe, vigilados por guardias civiles que intentaban hacerles olvidar los ultrajes de los primeros instantes del secuestro tratándolos con mayor consideración cada vez porque cada vez estaban más desmoralizados por la evidencia de su soledad, más diezmados por el sueño, la fatiga y el desaliento, más arrepentidos de haberse embarcado o haberse dejado embarcar en aquella odisea sin salida, más asustados ante el futuro que les aguardaba y más impacientes por que todo acabase cuanto antes.
Hacia el amanecer empezaron los intentos de negociar la rendición de los rebeldes. El primero partió de la capitanía general de Madrid (o tal vez de la Zarzuela) y el encargado de llevarlo a cabo fue el coronel San Martín; el segundo partió del Cuartel General del ejército y el encargado de llevarlo a cabo fue el teniente coronel Eduardo Fuentes Gómez de Salazar. Ambos intentos perseguían sacar del Congreso a Pardo Zancada (la teoría era que, si Pardo Zancada salía de allí, Tejero no podía tardar en seguirlo), pero, aunque San Martín parecía la persona ideal para conseguirlo, porque era amigo e inmediato superior jerárquico de Pardo Zancada y quizá porque muchos sospechaban que estaba de algún modo involucrado en el golpe, el primero de ellos fracasó; no así el segundo. El teniente coronel Fuentes era un oficial destinado en la División de Inteligencia Exterior del Cuartel General del ejército a quien unía una antigua amistad con Pardo Zancada: ambos habían trabajado a las órdenes de San Martín en el servicio de inteligencia del almirante Carrero Blanco, ambos formaban parte del comité de redacción de la revista militar Reconquista y ambos compartían ideas radicales; aquella noche Pardo Zancada y él habían hablado por teléfono en varias ocasiones, arengándose mutuamente, pero hacia las ocho de la mañana Fuentes ya había aceptado que la permanencia de su amigo en el Congreso carecía de sentido y decidió solicitar el permiso de sus superiores para hablarle e intentar que desistiera. Su idea fue bien acogida en el Cuartel General, se le concedió el permiso y, después de pasar por el puesto de mando del asedio en el hotel Palace -donde los generales Aramburu Topete y Sáenz de Santamaría le exigieron que sólo aceptara condiciones de rendición que juzgase absolutamente razonables-, poco después de las nueve se presentó a los guardias civiles que custodiaban la verja de acceso al Congreso y pidió hablar con Pardo Zancada.
Así se abrió el epílogo del golpe. Para entonces hacía ya varias horas que el país se había despertado en medio de un cierto y tardío fervor antigolpista, los periódicos agotaban ediciones especiales con portadas restallantes de entusiasmo por el Rey y por la Constitución y de invectivas contra los sublevados y, aunque todas las ciudades recobraban el ajetreo de una mañana cualquiera de invierno siguiendo la consigna de normalidad impartida por la Zarzuela y por el gobierno provisional, en Madrid más de cuatro mil personas se agolpaban en los alrededores de la Carrera de San Jerónimo, alborotados durante la noche por bandas de ultraderechistas, dando vivas a la libertad y a la democracia; para entonces los secuestradores apenas dominaban ya la situación en el interior del Congreso: hacia las ocho de la mañana los parlamentarios se habían negado entre voces de protesta a desayunar las provisiones que se les ofrecían -leche, queso, jamón de York-, hacia las nueve los guardias civiles tuvieron que reprimir con la amenaza de las armas un amago de motín protagonizado por Manuel Fraga y secundado por varios de sus compañeros, y faltaba poco más de una hora para que Tejero permitiera la salida de las diputadas y para que varias decenas de guardias civiles se entregaran a las fuerzas leales saltando a la Carrera de San Jerónimo por la ventana de la sala de prensa del edificio nuevo del Congreso. Estos síntomas de estampida explican que, a diferencia del coronel San Martín unas horas antes, el teniente coronel Fuentes encontrara a un Pardo Zancada predispuesto a pactar un final. La negociación, sin embargo, fue larga y laboriosa. Pardo Zancada pidió salir del Congreso al mismo tiempo que Tejero, pidió hacerlo al mando de su unidad y poder entregarla en el cuartel general de la Brunete, pidió que no se reclamase responsabilidades a ninguno de sus hombres salvo a él, pidió que no hubiera fotógrafos ni cámaras de televisión en el momento de la salida. Fuentes consideró aceptables todas las condiciones salvo una. No dejarán que los capitanes queden libres, objetó. De acuerdo, contestó Pardo. Entonces de teniente para abajo. Fuentes partió hacia el Palace, donde se apresuraron a dar el visto bueno a lo convenido por él, igual que lo hizo el general Gabeiras desde el Cuartel General del ejército, y el teniente coronel regresó en seguida al Congreso para intentar convencer también a Tejero. Tras reunirse con sus oficiales y sus guardias, Tejero suscribió las exigencias de Pardo Zancada, pero matizó algunas y añadió otras, entre ellas que fuese el general Armada quien garantizase con su presencia el acuerdo. Fuentes lo anotó todo en una hoja de bloc, y al salir otra vez hacia el Palace se encontró a unos metros de la verja de entrada al general Aramburu Topete en compañía del general Armada, a quien se había hecho llamar para que reforzase las negociaciones. Hubo más conciliábulos, más idas y venidas entre el Congreso y el Palace, y hacia las once y media la rendición se había consumado: en el patio que separa el edificio nuevo y el edificio viejo, sobre el techo de uno de los Land Rover de Pardo Zancada, en presencia de éste; de Tejero, de Fuentes y de Aramburu Topete, el general Armada avaló el cumplimiento de los puntos del pacto firmando la hoja donde Fuentes los había anotado. Media hora más tarde comenzó el desalojo del Congreso. Se realizó de forma ordenada: el presidente de la Cámara levantó reglamentariamente la sesión y los parlamentarios empezaron a desfilar; una última humillación los aguardaba no obstante en el patio, donde Pardo Zancada había formado en línea de a tres su columna de soldados para obligarlos a pasar ante ella, estragados por las zozobras de la noche en vela y observados de lejos por la multitud que esperaba a las puertas del Palace, antes de salir en libertad a la Carrera de San Jerónimo.
Uno de los primeros parlamentarios en salir fue Adolfo Suárez. Lo hizo solo, urgente, ignorando a los soldados alineados en el patio, pero al cruzar la verja de entrada y dirigirse hacia su coche oficial advirtió la presencia del general Armada y, porque en algún momento de sus largas horas de encierro a solas en el cuarto de los ujieres había oído que el antiguo secretario del Rey estaba negociando una solución al secuestro, Suárez se desvió hacia él, lo saludó calurosamente y casi lo abrazó, convencido de que el hombre a quien siempre había considerado un golpista en potencia y en los últimos tiempos el promotor de vidriosas operaciones políticas contra el gobierno había sido a la postre el responsable de su liberación y del fracaso del golpe. Otros diputados copiaron el gesto de Suárez, entre ellos el general Gutiérrez Mellado, pero casi todos ellos recordarían muchas veces la cara de cadáver del general Armada mientras encajaba sus efusiones. Eran las doce en punto de la mañana de un martes helado y brumoso, acababan de transcurrir las diecisiete horas y media más confusas y decisivas del último medio siglo de historia de España y el golpe del 23 de febrero había terminado.