Anatomía de un instante (48 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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CAPÍTULO 2

Durante los meses que siguieron al fracaso del golpe de estado algunos políticos y periodistas demócratas repitieron con frecuencia que el golpe había triunfado, o que al menos no había fracasado por completo. Era una figura retórica, un modo de alertar contra lo que consideraban un encogimiento de la democracia tras el 23 de febrero. El golpe no triunfó, ni siquiera triunfó en parte, pero a corto plazo algunos objetivos políticos de los golpistas parecieron cumplirse.

¿Cuál era en teoría el objetivo político fundamental de los golpistas? Para Armada, para Cortina, para quienes pensaban como Armada y Cortina —no para Milans y para Tejero y para quienes pensaban como Milans y Tejero, que sin duda era la mayoría de los golpistas—, el objetivo político fundamental del 23 de febrero consistía en proteger la monarquía, rectificando o recortando o encogiendo una democracia que a su juicio constituía una amenaza para ella y enraizándola en España. Para conseguir este objetivo fundamental había que conseguir otro objetivo fundamental: terminar con la carrera política de Adolfo Suárez que era el primer responsable de aquel estado de cosas; luego había que terminar con aquel estado de cosas: había que terminar con el riesgo de un golpe duro y antimonárquico, había que terminar con el terrorismo, había que terminar con el Estado de las Autonomías o ponerlo entre paréntesis o rebajar sus pretensiones y afianzar el sentimiento nacional, había que terminar con la crisis económica, había que terminar con una política internacional que irritaba a Estados Unidos porque distanciaba a España del bloque occidental, había que estrechar en todos los ámbitos los márgenes de tolerancia, había que darle una lección a la clase política y había que devolverle la confianza perdida al país. Ésos eran en teoría, insisto, los objetivos del 23 de febrero. En los meses posteriores al golpe —mientras el país trataba de asimilar lo ocurrido aguardando con más escepticismo que temor el juicio a los golpistas, y mientras el gobierno y la oposición practicaban una política de apaciguamiento con los militares y ciertos políticos y muchos periodistas denunciaban la realidad de una democracia vigilada por el ejército—, algunos de ellos se cumplieron de inmediato. La carrera política de Adolfo Suárez terminó el mismo 23 de febrero, justo cuando realizó su último acto verdaderamente político permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso: sin el golpe Suárez tal vez tenía alguna posibilidad de regresar al poder; con el golpe no tenía ninguna: quizá podamos admirar a los héroes, quizá podamos incluso admirar a los héroes de la retirada, pero no queremos que nos gobiernen, así que después del 23 de febrero Suárez no fue más que un superviviente de sí mismo, un político póstumo. Después del golpe de estado todos los despachos oficiales, todos los balcones de los ayuntamientos, todas las asambleas de los partidos y todas las sedes de los gobiernos autonómicos florecieron bruscamente de banderas nacionales, y todas las cárceles se llenaron de delincuentes comunes. El golpe de estado, se ha dicho a menudo, fue la vacuna más eficaz contra otro golpe de estado, y es cierto: tras el 23 de febrero el gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo invirtió billones en modernizar las Fuerzas Armadas y realizó una purga en profundidad —sustituyó en bloque a la Junta de Jefes de Estado Mayor, pasó a la reserva a los generales más franquistas, rejuveneció a los mandos, controló severamente los ascensos y remodeló los servicios de inteligencia— y, aunque después de 1981 hubo todavía varios intentos de rebelión militar, lo cierto es que fueron organizados por una minoría cada vez más excéntrica y aislada, porque el 23 de febrero no sólo desacreditó a los golpistas ante la sociedad, sino también ante sus propios compañeros de armas, precipitando de esa forma el final de una tradición de dos siglos de golpes militares. Apenas tres meses después del 23 de febrero, el gobierno firmó el tratado de adhesión a la OTAN que durante años Suárez se había negado a firmar, lo que tranquilizó a Estados Unidos, contribuyó a civilizar al ejército poniéndolo en contacto con ejércitos democráticos e incrustó de lleno al país en el bloque occidental. Poco más tarde, a principios de junio, el gobierno, los empresarios y los sindicatos, con el apoyo de otros partidos políticos y una intención semejante a la que animó los Pactos de la Moncloa, firmaron un Acuerdo Nacional de Empleo que frenó la destrucción diaria de miles de puestos de trabajo, redujo la inflación y supuso el inicio de una serie de cambios que anunciaban el principio de la recuperación económica de mediados de los ochenta. Y al cabo de un mes y medio el gobierno y la oposición firmaron entre grandes protestas de los nacionalistas la llamada LOAPA, una ley orgánica que amparándose en la necesidad de racionalizar el estado autonómico intentó poner freno a la descentralización del estado. Los terroristas no dejaron de matar, desde luego, pero es un hecho que después del golpe la actitud del país frente a ellos cambió, la izquierda se esmeró en arrebatarles las coartadas que les había entregado, las Fuerzas Armadas empezaron a notar la solidaridad de la sociedad civil y los gobiernos empezaron a luchar contra ETA con instrumentos que Suárez nunca se atrevió a utilizar: en marzo del 81 Calvo Sotelo autorizó la intervención del ejército en la lucha antiterrorista en las fronteras terrestres y marítimas, y sólo dos años más tarde, apenas llegaron al poder, los socialistas crearon el GAL, un grupo de mercenarios financiado por el estado que inició una campaña de secuestros y asesinatos de terroristas en el sur de Francia. La mayor beligerancia social con el terrorismo era sólo un aspecto de un cambio social más amplio. Diecisiete horas y media de vejaciones en el hemiciclo del Congreso fueron un correctivo suficiente para la clase política, que pareció encontrar una súbita madurez forzosa, aparcó por un tiempo las furiosas rencillas intrapartidarias y la furiosa rapacidad de poder que habían servido para crear la placenta del golpe, dejó de especular con turbias operaciones de ingeniería constitucional y no volvió a mencionar gobiernos de gestión o concentración o salvación o unidad ni a involucrar de ningún modo al ejército en ellos; no menos duro fue el correctivo para la mayoría del país, la que había aceptado con pasividad el franquismo, se había ilusionado primero con la democracia y luego parecía desengañada: bruscamente se evaporó el desencanto y todos parecieron redescubrir con entusiasmo las bondades de la libertad, y quizá la mejor prueba de ello es que año y medio después del golpe una mayoría desconocida de españoles decidió que no habría reconciliación real entre ellos hasta que los herederos de los perdedores de la guerra gobernasen de nuevo, permitiendo una alternancia en el poder que acabó de amarrar la democracia y la monarquía. Éste es otro efecto secundario que resulta difícil no añadir parcialmente a la cuenta del 23 de febrero: a principios de 1981 todavía costaba trabajo imaginar al partido socialista gobernando España, pero en octubre del año siguiente llegó al poder con diez millones de votos y todos los parabienes de la monarquía y del ejército, de los empresarios y los financieros y los periodistas, de Roma y Washington.

Es verdad: nada de lo anterior ocurrió gracias al golpe, sino a pesar del golpe; no ocurrió porque el golpe triunfase, sino porque fracasó y porque su fracaso convulsionó el país y pareció cambiarlo de cuajo. Pero sin el golpe esa convulsión no se hubiera producido, ni ese cambio, o no como se produjo y con la rapidez con que se produjo, y sobre todo no se hubiera producido lo más importante, y es que la Corona se armó de un poder y una legitimidad con las que antes del golpe ni siquiera había soñado. El poder del Rey provenía de Franco, y su legitimidad del hecho de haber renunciado a los poderes o a parte de los poderes de Franco para cedérselos a la soberanía popular y convertirse en monarca constitucional; pero ésa era una legitimidad precaria, que le restaba poder efectivo al Rey y lo dejaba expuesto al albur de los vaivenes de una historia que había expulsado del trono a muchos de los que lo precedieron en él. El golpe de estado blindó a la Corona: actuando al margen de la Constitución, usando la última baza de poder de un Rey sin poder —la que tenía como jefe simbólico del ejército y heredero de Franco—, el Rey paró el golpe y se convirtió en el salvador de la democracia, lo que colmó de legitimidad a la monarquía y la convirtió en la institución más sólida, más apreciada, más popular, más resguardada contra la crítica y, en el fondo, más poderosa del país. Eso es lo que sigue siendo ahora mismo, para la incredulidad de ultratumba de los antepasados del Rey y para la envidia de todas las monarquías del continente. O dicho de otro modo: si antes del 23 de febrero los golpistas hubieran realizado un cálculo de riesgos y beneficios y hubieran llegado a la conclusión de que era menos peligroso para la monarquía parlamentaria dar un golpe o permitir que se diese que no darlo, o si hubieran diseñado el golpe no para destruir la democracia sino para encogerla por un tiempo y resguardar así a la monarquía en un momento de zozobra y asentarla en el país, entonces habría razones para sostener que el golpe del 23 de febrero triunfó, o al menos que no fracasó por completo. Pero es mejor decirlo así: el golpe de estado fracasó por completo y fue su completo fracaso lo que convirtió el sistema democrático bajo la forma de la monarquía parlamentaria en el único sistema de gobierno verosímil en España, y por eso quizá es posible decir también que, igual que si hubiera querido insinuar que la violencia es la cantera de la historia, la materia de la que está hecha, y que únicamente un acto de guerra puede revocar otro acto de guerra —igual que si hubiera querido insinuar que únicamente un golpe de estado puede revocar otro golpe de estado, que únicamente un golpe de estado podía revocar el golpe de estado que el 18 de julio del 36 engendró la guerra y la prolongación de la guerra por otros medios que fue el franquismo—; el 23 de febrero no sólo puso fin a la transición y a la posguerra franquista: el 23 de febrero puso fin a la guerra.

CAPÍTULO 3

Tiene razón Borges y es verdad que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo instante, el instante en que un hombre sabe para siempre quién es? Vuelvo a mirar la imagen de Adolfo Suárez en la tarde del 23 de febrero y, como si no la hubiera visto centenares de veces, vuelve a parecerme una imagen hipnótica y radiante, real e irreal al mismo tiempo, minuciosamente cebada de sentido: los guardias civiles disparando sobre el hemiciclo, el general Gutiérrez Mellado de pie junto a él, la mesa del Congreso despoblada, los taquígrafos y los ujieres tumbados en el suelo, los parlamentarios tumbados en el suelo y Suárez recostado contra el cuero azul de su escaño de presidente mientras las balas zumban a su alrededor, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos.

Es una imagen huidiza. Si no me equivoco, hay en los gestos paralelos de Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo una lógica que sentimos en seguida, antes con el instinto que con la inteligencia, como si fueran dos gestos necesarios para los que hubieran sido programados por la historia y por sus dos contrapuestas biografías de antiguos enemigos de guerra. El gesto de Suárez es casi idéntico al suyo, pero al mismo tiempo sentimos que es diferente y más complejo, o al menos lo siento yo, sin duda porque siento también que su significado completo se me escapa. Es verdad que es un gesto de coraje y un gesto de gracia y un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad y un gesto histriónico, el gesto de un hombre acabado que concibe la política como aventura y que intenta agónicamente legitimarse y que por un momento parece encarnar la democracia con plenitud, un gesto de autoridad y un gesto de redención individual y tal vez colectiva, el último gesto puramente político de un político puro, y por eso el más violento; todo esto es verdad, pero también es verdad que por algún motivo ese inventario de definiciones no satisface ni al sentimiento ni al instinto ni a la inteligencia, como si el gesto de Suárez fuera un gesto inagotable o inexplicable o absurdo, o como si contuviera infinitos gestos. Hace unos días, por ejemplo, pensé que el gesto de Suárez no era en realidad un gesto de coraje, sino un gesto de miedo: me acordé de un torero que decía que sólo se emocionaba hasta el llanto toreando, no por lo bien que lo hiciera, sino porque el miedo le hacía vencer al miedo, y me acordé al mismo tiempo de un poeta que dijo de un torero que salía muerto de miedo a la plaza y que, como estaba muerto, ya no le tenía miedo al toro y era invulnerable, y entonces pensé que en aquel instante Suárez estaba tan quieto en su escaño porque estaba emocionado hasta el llanto, bañado en lágrimas por dentro, muerto de miedo. Anteanoche pensé que el gesto de Suárez era el gesto de un neurótico, el gesto de un hombre que se desmorona en la fortuna y se crece en la adversidad. Anoche pensé otra cosa: pensé que llevaba escritas muchas páginas sobre Suárez y aún no había dicho que Suárez era cualquier cosa menos un chisgarabís, que era un tipo serio, un tipo que se hacía responsable de sus palabras y de sus actos, un tipo que había fabricado la democracia o sentía que la había fabricado y que en la tarde del 23 de febrero entendió que la democracia estaba a su cargo y no se escondió y permaneció inmóvil en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo como el capitán que permanece inmóvil en el puente de mando mientras su barco se hunde. Y hace un rato, después de escribir la frase de Borges que encabeza este fragmento, pensé que el gesto de Suárez es un gesto borgiano y esa escena una escena borgiana, porque me acordé de Alan Pauls, que en un ensayo sobre Borges afirma que el duelo es el ADN de los relatos de Borges, su huella digital, y me dije que, a diferencia del falso duelo que alguna vez inventaron Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, esa escena es un duelo de verdad, es decir un duelo entre hombres armados y hombres desarmados, es decir un éxtasis, un trance vertiginoso, una alucinación, un segundo extirpado a la corriente del tiempo, «una suspensión del mundo», dice Pauls, «un bloque de vida arrancado al contexto de la vida», un agujero minúsculo y deslumbrante que repele todas las explicaciones o tal vez las contiene todas, como si efectivamente bastara saber mirar para ver en ese instante eterno la cifra exacta del 23 de febrero, o como si misteriosamente, en ese instante eterno, no sólo Suárez sino todo el país hubiera sabido para siempre quién era.

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