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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (27 page)

BOOK: Ángel caído
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Se dedicó a mirar el paisaje desde Slussen y maldijo el triste hormigón. Desearía que la antigua plaza de Slussen siguiera existiendo, con los tranvías que pasaban por allí y los verdes árboles en fila en la glorieta empedrada. Actualmente era una incomprensible triste rotonda gris para automóviles que desagradaba profundamente a Peter Dagon.

Notó la pesada figura que se sentó a su lado. Peter Dagon no necesitaba volver la cabeza para saber que era Moses. Éste lo había llamado hacía dos horas y le había pedido que tuvieran una reunión de urgencia. Sin saludar, Moses se puso a hablar.

—Tenemos un problema.

Peter Dagon volvió la cabeza y levantó una ceja en lugar de preguntar.

—Amanda, la jefa de la investigación preliminar, está embarazada.

—Y ¿tú estás seguro de que es tuyo? —preguntó Peter Dagon.

—Bastante.

—Yo creía que ibas con cuidado —se quejó Peter Dagon.

—Creía que tomaba anticonceptivos —se excusó Moses.

Sin esperar respuesta añadió:

—Sí, ya lo sé. Ha sido una estupidez.

—Independientemente de quién sea la culpa, esto tiene que solucionarse —constató Peter Dagon—. La línea sanguínea no puede diluirse demasiado.

Moses asintió serio con la cabeza. Habían cometido errores con anterioridad y habían aprendido. Antes del diluvio, los nefilim se habían mezclado con los hombres y de esa manera casi llegaron a formar un reino a su gusto, si no hubiera sido por el Diluvio Universal. Después de las inundaciones, intentaron hacer lo mismo pero con un resultado mucho peor. Sus genes estaban demasiado diluidos y debilitados. En muchos casos, el resultado fue gente increíblemente inteligente y capaz, pero que no seguía en absoluto su lema. En lugar de ciegos seguidores, engendraban grandes opositores. Por mucho que Moses quisiera tener un hijo, ésta no era la forma adecuada. Tenía que ser fuerte y hacer lo más conveniente para su gente.

Mientras le daba un largo sorbo a su bebida, miró hacia la noche. Los últimos rayos de sol habían desaparecido detrás de la silueta de Estocolmo. Las miles de luces eléctricas de la ciudad alumbraban las calles.

Amanda estaba tumbada mirando fijamente la oscuridad. En la pared de enfrente el póster de Marc Chagall sonreía. Moisés parecía en esa pintura más cornudo que nunca. «Ahora lo entiendo —pensó Amanda—. Es el auténtico Moses. Puto cerdo.»

No podía dormir. Los pensamientos le daban vueltas como en una centrifugadora. La furia por la traición de Moses se mezclaba con la necesidad de tomar una decisión sobre si se quedaría con el niño o no. En realidad, ya se había decidido, sólo buscaba argumentos. Amanda se quedaría con el niño, independientemente de lo que opinara Moses.

O mejor dicho, por ese motivo. Su frío comportamiento había producido en Amanda un desafío que por sí mismo justificaba la decisión.

Amanda sería mamá.

Costara lo que costara.

«Moses se puede ir a la mierda», pensó.

Dejaba que la furia creciera para no tener que abandonarse a la tristeza por el sueño roto de formar una familia. Sus amargos pensamientos la llevaron a lo que Nova había dicho de Moses: había hecho una identificación equivocada de forma consciente. Amanda lo había apartado de su pensamiento como si fueran locuras, pero ahora Moses había dejado ver un yo completamente distinto. ¿Tenía más caras ocultas? Evidentemente, no era quien ella creía que era.

Amanda empezó a darle vueltas al relato de Nova desde otra perspectiva. La historia en sí parecía bastante irreal para ser verdad, pero ¿había partes que se pudieran verificar? ¿O Nova se lo había inventado todo? Entonces Amanda se acordó de que Nova había dicho que su madre aparecía en las cintas de las cámaras de vigilancia que había en la casa. Al principio Amanda lo había descartado, pero ahora la situación era otra.

Se sentó en el borde de la cama.

De todas formas, no iba a poder dormir.

Amanda se había quedado dormida con la cabeza apoyada en un montón de papeles que había sobre el escritorio. La despertaron unos pasos en el corredor. El reloj señalaba las seis y cuarto. La mayor parte de sus compañeros eran madrugadores. Madrugadores hasta la irritación. Una cara sorprendida se asomó por la puerta del despacho de Amanda. Kent la saludó con una sonrisa. Era la primera vez que veía a Amanda en el trabajo antes de las ocho.

—Hoy me toca ir a buscarla a la guardería —dijo como explicación a su madrugón. Sin embargo, Amanda no dio explicación alguna y se limitó a hacer un pequeño gesto con la cabeza. Después aparentó estar ocupada con la pantalla del ordenador.

Volvió a visualizar las secuencias de la película que había visto, una y otra vez, durante la noche. A su lado tenía una fotografía de Elisabeth Barakel. No había la menor duda de que era la misma persona. La madre de Nova estaba con vida. Había sido filmada después de su «muerte». La fecha y la hora lucían reveladoras en uno de los cantos inferiores de la película.

En situaciones normales, Amanda habría ido a buscar a Kent para enseñarle lo que había encontrado. Pero ahora la situación era diferente. «¿Qué significa esto para mí?», pensó por primera vez de una investigación por delito con violencia. Evidentemente, Nova tenía razón en una cosa: erróneamente, su madre había sido declarada muerta. «¿Es entonces verdad que Moses está involucrado?» Grandes partes de la historia de Nova eran tan inverosímiles que estaba claro que eran fantasías. Amanda tenía que definir dónde estaba el límite entre imaginación y realidad. La noche anterior había ido a casa de Nova a buscar los vídeos. Contenían lo que Nova había descrito. Amanda pulsó
play
de nuevo. La cara de la mujer reflejada por la luz de las farolas de la calle no le aportaba ninguna respuesta.

Amanda negó despacio con la cabeza.

Sólo había una cosa que hacer: pedirle explicaciones a Moses.

Así tenía un motivo para ponerse en contacto con él. Por muy enojada que estuviera, había un atisbo de esperanza de un final feliz. El sueño de formar una familia seguía existiendo. Igual se había arrepentido. Moses tendría que pedírselo de rodillas, pero al final Amanda se rendiría. Se sacudió de encima los sueños diurnos y buscó la furia dentro de sí. La necesitaría para enfrentarse a Moses. «Mierda de tío», pensó Amanda mientras cogía el bolso del año anterior.

Cuanto más se acercaba Amanda al departamento de Medicina Forense del Instituto Karolinska, más insegura se sentía. Conducía el coche cada vez más despacio. Al final paró y lo aparcó delante del trabajo de Moses. Dudosa, salió de él. Subió la escalera casi a rastras hasta la puerta de la masa de ladrillo que era el edificio. En la parte corta de la fachada no había ventanas. «En realidad, ¿qué estoy haciendo aquí?», pensó y decidió dar media vuelta, pero era demasiado tarde: Moses subía por la escalera con la mirada fija en Amanda.

—Qué bien que hayas venido. Tenemos que hablar.

Amanda asintió:

—La verdad es que sí.

Sin rozar a Amanda, Moses le aguantó la puerta y luego la hizo pasar a su despacho. Nunca había estado allí antes. A diferencia del suyo, era luminoso. A pesar de su impronta profesional, era acogedor. Se sentaron uno a cada lado del escritorio. «Qué formales nos hemos vuelto —pensó Amanda—. Hace unos días me hubiera sentado en sus rodillas.» —Para empezar, quiero pedirte disculpas —dijo Moses.

«Se ha arrepentido», pensó Amanda sin poder evitar una sonrisa.

—Ya sé que no hay disculpas, pero quiero explicarte por qué no puedo tener hijos.

La última esperanza de Amanda se desvaneció, pero mantuvo la sonrisa y le hizo a Moses un gesto con la cabeza para que continuara.

—Tengo una enfermedad hereditaria y es muy probable que el niño que llevas dentro también la tenga.

—¿Qué enfermedad? —preguntó Amanda inquieta.

—Fibrosis quística del páncreas. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que el niño la herede.

—Pero hoy en día habrá algún remedio —repuso Amanda, que hacía dos años había visto un programa sobre la enfermedad en el canal estatal de televisión.

—No hay remedio, pero sí medicación que hace que se pueda vivir con ella, un tiempo.

—Pues entonces hay esperanza. Y, además, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que el niño no tenga ninguna enfermedad.

—He visto a mi madre ahogarse despacio con la mucosidad de sus propios pulmones. ¿Querrías que a tu hijo le pasara lo mismo?

—Claro que no, pero se podrán hacer pruebas para verlo.

Amanda vio que Moses se quedaba pensando. Por su parte, ella oscilaba entre la furia porque no le había explicado nada antes, y la compasión por lo que había tenido que pasar. «Ver a su madre morir lentamente tiene que haber sido insoportable», pensó. Los padres de Amanda eran unos sesentones vivarachos que el año pasado se habían ido a vivir a la Costa Azul. Amanda sólo los veía en Navidad y en verano en Suecia, para el solsticio, si no iba ella a verlos. Estaban tan lejos de la muerte como cualquier otro jubilado.

—Sí, hay una prueba que podemos hacer —dijo Moses tras sopesarlo bastante tiempo—. Pero, de todas formas, el niño será portador igual que yo. Y eso no se lo deseo a nadie.

—¿Preferirías estar muerto? —preguntó Amanda.

—Claro que no —respondió Moses—, pero...

—Entonces, eso es lo que hay. ¿Qué puedo hacer yo para que me hagan la prueba?

—Yo lo podría hacer —admitió Moses a su pesar—. Sólo necesito un día para conseguir el material.

Moses la invitó cortésmente a irse sin mediar muchas más palabras. Ella le dio un beso rápido en los labios y se fue. Cuando se sentó de nuevo a su mesa miró fijamente el periódico que estaba abierto. El titular decía: «Nueva medicación contra la fibrosis quística del páncreas.» Se felicitó por una mentira tan lograda. Le había echado una ojeada al artículo antes de comer, pero la idea se le ocurrió justo cuando apareció Amanda.

Después se volvió hacia el ordenador y tecleó: «Aborto médico.»

El feto no viviría mucho.

La mirada de Nova tenía un brillo nuevo. Llevaba la cara lavada y se inclinaba hacia adelante sobre la mesa.

Era como si hubiera conseguido un hilo de esperanza y se hubiera agarrado a él.

—¿Has visto el vídeo?

Amanda asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿la viste? —continuó insistiendo Nova con los ojos fijos en Amanda.

«¡Qué azules son!», pensó Amanda, y luego dijo:

—Sí, es verdad.

—Y ¿viste la fecha cuando se grabó? ¿Te darás cuenta de que no podía estar muerta?

—Es evidente que tienes razón, pero...

—Tienes que creerme.

—Sólo porque tu madre esté viva no significa que todo lo que has dicho sea verdad o que eres inocente de los asesinatos.

Una llama roja se empezó a formar en las mejillas de Nova. La irritación le salía por los ojos.

—Sois pareja, ¿verdad? —le salió de dentro.

—¿Qué quieres decir?

—Como he dicho que Moses está involucrado, no me quieres creer.

Amanda no entendía nada. ¿Cómo podía saber Nova que ella y Moses eran pareja? ¿Era tan evidente? Amanda, nerviosa, se puso a juguetear con el bolígrafo.

—Os protegéis uno a otro para que no os marginen. Ya he leído sobre eso. Espíritu corporativo lo llamáis, ¿no?

Entonces Amanda supo a qué se refería Nova y volvió a tener una sensación desagradable.

—Venga ya. Está claro que estudiamos todas las sospechas independientemente de hacia dónde se dirijan.

—O sea, que habéis controlado a ese Moses Hammar.

—Todavía no —respondió Amanda esquiva.

Cuando vio a Moses antes había reprimido la pregunta. «Joder. ¿Por qué ocurre todo a la vez?», pensó Amanda. Tenía que sacar el tema la próxima vez, por poco que viniera al caso.

—¿Qué hacéis para encontrar a mi madre?

—Aún no hemos empezado a buscarla —reconoció Amanda, que empezaba a perder el control del interrogatorio.

Era como si fuera ella y no Nova la que respondía. No podía evitar tener remordimientos de conciencia por no haber adelantado más en la investigación. Para retomar la iniciativa se dio prisa en decir:

—¿No sabrás tú dónde podríamos encontrarla?

—Ni idea, yo también creía que estaba muerta —reconoció Nova—. Pero creo que sé cómo podríais encontrarla.

—¿Cómo?

—Tiene una dirección electrónica.

—¿Y?

—Por lo que yo sé, un e-mail se puede rastrear.

En la casilla de Amanda había un sobre con su nombre. Reconocía aquella letra muy bien; era la enmarañada escritura de médico de Moses. El sobre era formal y profesional, pero Amanda esperaba que el contenido fuera personal, que la fisura que se había creado en su relación estuviera camino de cerrarse. Miró hacia el pasillo como si lo que había recibido se tratara de un mensaje secreto. Después entró en su despacho y cerró la puerta. Abrió el sobre y sacó el contenido. Tardó un momento antes de entender lo que tenía en la mano. Le daba vueltas al formulario una y otra vez. Sintió el pecho vacío cuando entendió de qué se trataba.

Era el informe de la autopsia de Josef F. Larsson y de su mujer.

Cuando se repuso un poco, le echó un vistazo. No había nada inesperado menos la hora de la muerte. Entre las dos y las cuatro de la tarde, leyó. ¿Qué significaba eso? Amanda se vio obligada a reconstruir lo que había oído. Nova estuvo en el piso mucho más tarde. Todas las pruebas técnicas y los interrogatorios de los testigos así lo indicaban. Incluso el análisis del chicle había demostrado que era de Nova. Igual decía la verdad. O ¿es que estuvo allí en diferentes ocasiones?

De todas formas, lo que decía Nova coincidía. ¿Era cierto también lo que decía de Moses? ¿Que había hecho un informe forense erróneo aunque también escribió este último informe? Amanda no estaba segura de aquel razonamiento. Los pensamientos iban hacia abajo. Hacia el niño que crecía en sus entrañas. El hijo de Moses que quizá tuviera una enfermedad mortal. Se acarició el vientre como para proteger el feto contra todo mal. La idea de que pudiera ahogarse con la flema de sus propios pulmones fue excesiva. Se le desprendió una lágrima que le resbaló por la mejilla. Después siguieron más. Amanda empezó a sollozar.

La vida de su indefenso hijo estaba en peligro. Y ella no podía hacer nada por evitarlo.

Kent miró enojado hacia el sol antes de entrar en la jefatura de Kungsholmen. «¿Es que no puede acabarse este calor de una vez? —pensó mientras abría la puerta—. Si hubiera querido vivir en el Sahara no me hubiera ido a Hässelby.» Una línea oscura de sudor se le había formado en la parte trasera de la camisa. Aquel día ya se la había cambiado una vez y no le quedaban más limpias. Con una mano se quitó el sudor de la frente y se dirigió sin prisa hacia su despacho.

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