Ángeles y Demonios (55 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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¿Esperando qué?
El hombre seguía desplazándose, un maestro en adoptar la posición más conveniente. Era como una partida de ajedrez interminable. El arma empezaba a pesarle a Langdon, y de repente supo qué estaba esperando el hassassin.
Me está cansando.
La táctica funcionaba. Una oleada de cansancio se apoderó de él. La adrenalina sola no bastaba para mantenerle vigilante. Sabía que debía moverse.

Como si leyera la mente de Langdon, el hassassin cambió de posición una vez más. Dio la impresión de que estaba conduciéndole hacia una mesa situada en el centro de la habitación. Langdon sabía que había algo sobre la mesa. Algo brillaba a la luz de la antorcha.
¿Un arma?
Mantuvo los ojos clavados en el hassassin, y se acercó a la mesa. Cuando el asesino dirigió una larga y cándida mirada a la mesa, Langdon intentó no morder el evidente anzuelo, pero el instinto se impuso. Lanzó una mirada. El daño ya estaba hecho.

No era un arma. Lo que vio le fascinó.

Sobre la mesa descansaba un cofre de cobre rudimentario, incrustado de una antigua pátina. El cofre era pentagonal. La tapa estaba abierta. Había cinco hierros de marcar dentro de cinco compartimientos acolchados, cinco largas herramientas repujadas con robustos mangos de madera. A Langdon no le cupo ninguna duda de lo que decían.

ILLUMINATI, EARTH, AIR, FIRE, WATER.

Langdon echó la cabeza hacia atrás, temeroso de que el hassassin se precipitara sobre él. No lo hizo. El hombre estaba esperando, deleitado con el juego. Langdon luchó por recuperar su concentración, clavó los ojos en su enemigo y le amenazó con la barra. Pero la imagen del cofre seguía clavada en su mente. Aunque las marcas en sí ya eran fascinantes (objetos en cuya existencia creían pocos estudiosos de los Illuminati), Langdon reparó de repente en que había algo más en el cofre que le intrigaba. Cuando el hassassin se movió de nuevo, Langdon lanzó otra mirada hacia la mesa.

¡Dios mío!

En el cofre, los cinco hierros estaban guardados en compartimientos que seguían el contorno del borde exterior, pero en el
centro
había otro compartimiento. Estaba vacío, pero no cabía duda de que su función era albergar otro hierro, un hierro mucho más grande que los demás, perfectamente cuadrado.

El ataque fue rapidísimo.

El hassassin se lanzó hacia él como un ave de presa. Langdon, cuya concentración había sido hábilmente desviada, intentó defenderse, pero el barrote pesaba como un tronco de árbol en sus manos. Golpeó con excesiva lentitud. El asesino esquivó el envite. Cuando Langdon intentó echar hacia atrás el barrote, el hassassin se apoderó de él. Los dos hombres lucharon. Langdon sintió que le arrebataban el barrote, y un dolor lacerante quemó su palma. Un instante después, estaba mirando el extremo astillado del barrote. El cazador cazado.

Tenía la sensación de haber sido arrollado por un ciclón. El hassassin, sonriente, estaba acorralando a Langdon contra la pared.

—¿Cómo dice el dicho? —se burló—. ¿Algo acerca de la curiosidad y el gato?

Langdon apenas podía concentrarse. Maldijo su descuido cuando el hassassin avanzó. Nada tenía lógica.
¿Una sexta marca de los Illuminati?

—¡Nunca he leído nada sobre una
sexta
marca de los Illuminati! —soltó, frustrado.

—Yo creo que sí.

El asesino lanzó una risita, sin dejar de acosar a Langdon.

Éste estaba desorientado. No había leído nada. Había cinco marcas de los Illuminati. Retrocedió, mientras examinaba la habitación en busca de un arma.

—Una unión perfecta de los elementos antiguos —dijo el hassassin—. La marca final es la más brillante de todas. Temo que nunca la verá, sin embargo.

Langdon presintió que, dentro de un momento, ya no vería nada. Siguió reculando.

—¿Y usted sí ha visto esa marca final? —preguntó Langdon con el fin de ganar tiempo.

—Tal vez algún día me concedan el honor. Cuando demuestre que lo merezco.

Atacó de nuevo, como si disfrutara del juego.

Langdon se echó hacia atrás. Tenía la sensación de que el hassassin le estaba dirigiendo hacia un destino invisible.
¿Dónde?
Langdon no podía permitirse el lujo de mirar hacia atrás.

—La marca —dijo—. ¿Dónde está?

—Aquí no. Por lo visto Jano es quien la custodia.

—¿Jano?

Langdon no reconoció el nombre.

—El líder de los Illuminati. Llegará dentro de poco.

—¿El líder de los Illuminati va a venir
aquí?

—Para realizar la última marca con un hierro candente.

Langdon dirigió una mirada aterrada a Vittoria. Aparentaba una serenidad extraña, con los ojos cerrados al mundo que la rodeaba. Respiraba con lentitud, profundamente. ¿Era ella la víctima final? ¿Era él?

—Cuánta presunción —dijo con desdén el hassassin, mirando a los ojos de Langdon—. Ustedes dos no son nada. Morirán, por supuesto, no le quepa duda. Pero la víctima final de la que hablo es un enemigo muy peligroso.

Langdon intentó descifrar las palabras del hassassin. ¿Un enemigo peligroso? Los cuatro cardenales más importantes habían muerto. El Papa había muerto. Los Illuminati habían acabado con todos. Langdon encontró la respuesta en el vacío de los ojos del hassassin.

El camarlengo.

El camarlengo Ventresca era la única persona que se había convertido en un faro de esperanza para el mundo en esta difícil situación. El había hecho más por condenar a los Illuminati esta noche que décadas de teóricos de las conspiraciones. Al parecer, pagaría el precio. Era el último objetivo de los Illuminati.

—Nunca conseguirá matarle —le retó Langdon.

—No seré yo —contestó el hassassin, al tiempo que obligaba a Langdon a retroceder más—. Jano se ha reservado el honor.

—¿El líder de los Illuminati pretende marcar al camarlengo?

—El poder tiene sus privilegios.

—¡Nadie podría entrar ahora en el Vaticano!

El hassassin le miró con expresión jactanciosa.

—No, a menos que tuviera una cita.

Langdon se quedó perplejo. La única visita a la que se esperaba en el Vaticano ahora era la persona a quien la prensa llamaba el Buen Samaritano de la Undécima Hora, la persona que, según Rocher, poseía información capaz de salvar...

Langdon dejó de pensar.
¡Santo Dios!

El hassassin sonrió, complacido por el descubrimiento que acababa de realizar Langdon.

—Yo también me preguntaba cómo conseguiría entrar Jano. Después, en la furgoneta, escuché la radio, un informe sobre el Buen Samaritano de la Undécima Hora. —Sonrió—. El Vaticano recibirá a Jano con los brazos abiertos.

Langdon casi tropezó. ¡Jano es el Samaritano!
Era un engaño impensable.
Una escolta real acompañaría al líder de los Illuminati a los aposentos del camarlengo.
Pero ¿cómo engañaría ]ano a Rocher? ¿O Rocher también estaba implicado?
Langdon sintió un escalofrío. Desde que había estado a punto de perecer por asfixia en los Archivos Secretos, Langdon no había confiado por completo en Rocher.

El hassassin atacó de repente, y rozó el costado de Langdon.

Éste saltó hacia atrás, furioso.

—¡Jano nunca saldrá vivo!

El hassassin se encogió de hombros.

—Vale la pena morir por algunas causas.

Langdon intuyó que el asesino hablaba en serio. ¿Jano acudía al Vaticano en una misión suicida? ¿Una cuestión de honor? Por un instante, la mente de Langdon abarcó todo el aterrador ciclo. El complot de los Illuminati había trazado un círculo. El sacerdote a quien los Illuminati habían aupado sin querer al poder cuando asesinaron al Papa se había revelado un formidable adversario. En un acto final de desafío, el líder de los Illuminati le destruiría.

De repente, Langdon sintió que la pared que tenía detrás desaparecía. Notó una ráfaga de aire frío, y se tambaleó hacia atrás. ¡El balcón! Comprendió ahora las intenciones del hassassin.

Intuyó al instante el precipicio que había detrás, una caída de treinta metros hasta el patio. Lo había visto al entrar. El hassassin no perdió el tiempo. Se lanzó hacia él. La lanza improvisada apuntaba al abdomen de Langdon. Éste saltó hacia atrás, y la punta del barrote sólo le rasgó la camisa. De nuevo la vio volar hacia él. Retrocedió un poco más, y notó la balaustrada justo detrás. Convencido de que la siguiente embestida le mataría, intentó algo absurdo. Extendió la mano y agarró el barrote. Sintió una llamarada de dolor en la palma, pero no se arredró.

Lucharon un momento cara a cara, y Langdon notó el aliento fétido del hassassin. El barrote empezó a resbalar. El hombre era demasiado fuerte. En un acto final de desesperación, Langdon estiró una pierna, con la intención de pisotear el pie herido de su enemigo, pero éste era un profesional y se movió para evitarlo.

Langdon había jugado su última carta. Y sabía que había perdido la mano.

El hassassin lanzó los brazos hacia adelante con violencia, y Langdon salió proyectado contra la barandilla. Luego sujetó el barrote en horizontal y lo apretó contra el pecho del historiador. La espalda de éste se arqueó sobre el abismo.


Ma'assalamah
—se burló el asesino—. Adiós.

Con una mirada de crueldad, el hassassin dio un empujón final. El centro de gravedad de Langdon se desplazó, y sus pies perdieron el contacto con el suelo. Con una única esperanza de sobrevivir, se agarró a la barandilla al volar por encima. Su mano izquierda resbaló, pero la derecha se cerró sobre el metal. Terminó colgando cabeza abajo por las piernas y una mano...

El hassassin alzó el barrote sobre su cabeza, dispuesto a descargarlo. Cuando estaba a punto de propinarle el golpe, Langdon vio una visión. Tal vez era la inminencia de la muerte, o simple terror ciego, pero en aquel momento creyó distinguir un aura luminosa alrededor del hassassin, un resplandor que parecía surgido de la nada detrás de él... como una bola de fuego que se acercara a toda velocidad.

El hassassin dejó caer el barrote y lanzó un grito de dolor.

El barrote cayó al abismo. El hassassin dio media vuelta, y Langdon vio una enorme quemadura en la espalda de su contrincante. Langdon se izó y vio a Vittoria, que plantaba cara al hassassin con ojos fieros.

La joven movía una antorcha delante de ella, la venganza pintada en su cara iluminada por las llamas. Langdon ignoraba cómo se había desatado, pero tampoco le importaba. Empezó a trepar por encima de la barandilla.

La batalla se anunciaba breve. El hassassin era un rival mortífero. Se precipitó hacia Vittoria con un grito de rabia. La joven intentó esquivarle, pero el hombre se apoderó de la antorcha y forcejeó para arrebatársela. Langdon no esperó. Saltó de la balaustrada y propinó un fuerte puñetazo en la quemadura de la espalda.

Dio la impresión de que el chillido resonó en todo el Vaticano.

El hassassin se quedó petrificado un momento, con la espalda arqueada de dolor. Soltó la antorcha, y Vittoria la clavó en su cara. Se oyó un siseo de carne quemada cuando su ojo izquierdo chisporroteó. El hombre volvió a chillar y se llevó las manos a la cara.

—Ojo por ojo —siseó Vittoria.

Esta vez, hizo girar la antorcha como un bate, y cuando golpeó, el hombre fue a parar contra la barandilla. Langdon y Vittoria se abalanzaron sobre él al mismo tiempo y lo empujaron. El hassassin se precipitó a la noche. No chilló. Sólo se oyó el impacto del cuerpo cuando aterrizó sobre una pila de balas de cañón.

Langdon se volvió y miró a Vittoria, perplejo. De su abdomen y hombros colgaban cuerdas. Sus ojos ardían como el infierno.

—Houdini sabía yoga.

109

En el ínterin, en la plaza de San Pedro, la muralla de Guardias Suizos gritaba órdenes y se desplegaba, con la intención de contener a la multitud a una distancia prudente. Era inútil. La muchedumbre era demasiado densa, y parecía mucho más interesada en el inminente fin del Vaticano que en su propia seguridad. Las gigantescas pantallas de las televisiones estaban transmitiendo la cuenta atrás en directo del contenedor de antimateria, desde el monitor de seguridad de la Guardia Suiza, cortesía del camarlengo. Por desgracia, dicha imagen no ayudaba a dispersar a las masas. Por lo visto, la gente congregada en la plaza contemplaba la diminuta gota de líquido suspendida en el contenedor, convencida de que no era tan amenazadora como vaticinaban. Además, veían la cuenta atrás. Ahora faltaban algo menos de cuarenta y cinco minutos para la explosión. Había mucho tiempo para seguir mirando.

No obstante, los Guardias Suizos se mostraban de acuerdo en que la valiente decisión del camarlengo de contar al mundo la verdad, para luego proporcionar a la prensa pruebas gráficas de la traición de los Illuminati, había sido una sabia maniobra. Los Illuminati debían de haber supuesto que el Vaticano actuaría con su habitual reticencia a admitir la adversidad. Esta noche no. El camarlengo Carlo Ventresca había demostrado ser un enemigo a tener en cuenta.

···


En la Capilla Sixtina, el cardenal Mortati se estaba impacientando. Pasaban de las once y cuarto. Muchos cardenales continuaban rezando, pero otros se habían apretujado alrededor de la salida, claramente inquietos por la hora. Algunos empezaron a golpear la puerta con los puños.

En el pasillo, el teniente Chartrand oyó los golpes, sin saber qué hacer. Consultó su reloj. Era la hora. El capitán Rocher le había dado órdenes estrictas de no dejar salir a los cardenales hasta que él lo dijera. Los golpes aumentaron de intensidad, y Chartrand experimentó una oleada de inquietud. Se preguntó si el capitán habría olvidado las circunstancias de los cardenales. El comportamiento del capitán había sido muy errático desde la misteriosa llamada telefónica.

Chartrand sacó el
walkie-talkie.

—¿Capitán? Soy Chartrand. Pasa de la hora. ¿Abro las puertas de la Capilla Sixtina?

—Las puertas han de seguir cerradas. Creo que ya le di esa orden.

—Sí, señor, pero es que...

—Nuestro invitado no tardará en llegar. Llévese unos cuantos hombres y vigile la puerta del despacho del Papa. El camarlengo no ha de salir.

—¿Perdón, señor?

—¿Qué es lo que no ha comprendido, teniente?

—Nada, señor. Ya voy.

En el despacho del Papa, el camarlengo contemplaba el fuego mientras meditaba.
Dame fuerzas, Señor. Haz un milagro.
Removió las brasas, y se preguntó si sobreviviría a esta noche.

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