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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (56 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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Las once y veintitrés minutos.

Vittoria contemplaba temblorosa Roma desde el balcón del castillo de Sant'Angelo, con los ojos anegados en lágrimas. Ardía en deseos de abrazar a Robert Langdon, pero no podía. Tenía el cuerpo como anestesiado. Se estaba readaptando. El hombre que había matado a su padre yacía muerto en el patio, y ella también había estado a punto de morir.

Cuando la mano de Langdon tocó su hombro, su calor pareció romper el hielo como por arte de magia. Su cuerpo volvió a la vida con un estremecimiento. La niebla se levantó, y la joven se volvió. Robert tenía un aspecto deplorable, estaba mojado y sucio, y era evidente que había padecido un purgatorio por salvarla.

—Gracias... —susurró.

Langdon le dedicó una mirada agotada y le recordó que era ella quien merecía las gracias. Su habilidad para casi dislocarse los hombros les había salvado a los dos. Vittoria se secó los ojos. Podría haberse quedado con él hasta el fin de los tiempos, pero el descanso fue breve.

—Hemos de salir de aquí —dijo Langdon.

La mente de Vittoria estaba en otra parte. Miraba el Vaticano. El país más pequeño del mundo parecía inquietantemente cerca, iluminado por los focos de las televisiones. Ante su sorpresa, comprobó que la plaza de San Pedro estaba atestada de gente. Por lo visto, la Guardia Suiza sólo había conseguido despejar la zona situada justo delante de la basílica, menos de un tercio de la plaza.
¡Están demasiado cerca!,
pensó Vittoria.
¡Demasiado!

—Voy a volver —dijo Langdon.

Vittoria giró en redondo, incrédula.

—¿Al Vaticano?

Langdon le habló del Samaritano y de su complot. El líder de los Illuminati, un hombre llamado Jano, se disponía a marcar al camarlengo. Un acto final de dominación.

—Nadie en el Vaticano lo sabe —dijo Langdon—. No tengo forma de ponerme en contacto con ellos, y este tipo va a llegar de un momento a otro. He de advertir a los guardias de que por ningún motivo le dejen entrar.

—¡Pero nunca lograrás abrirte paso entre esa muchedumbre!

—Hay una manera —dijo Langdon, seguro de sí mismo—. Confía en mí.

Vittoria intuyó una vez más que el historiador sabía algo que ella desconocía.

—Voy contigo.

—No. ¿Por qué arriesgar... ?

—¡He de encontrar una manera de desalojar a esa gente! Corren un peligro inc...

En aquel momento, la barandilla del balcón empezó a vibrar. Un ruido ensordecedor se oía en el exterior. A continuación, una luz blanca procedente de San Pedro les cegó. Vittoria sólo pudo pensar en una cosa.
¡Oh, Dios mío! ¡La antimateria explotó antes de lo previsto!

Pero en lugar de una explosión, la multitud prorrumpió en vítores. Vittoria miró, con los ojos entornados. Era una batería de focos de las televisiones, ¡y apuntados hacía ellos! El estruendo aumentó de intensidad. Daba la impresión de que remaba un ambiente festivo en la plaza.

—¿Qué demonios...? —dijo Langdon, estupefacto.

El cielo atronó.

Sin previo aviso, el helicóptero papal salió de detrás de la torre. Estaba a unos quince metros por encima de ellos, y se dirigía al Vaticano. El ruido de los rotores resonó en la habitación donde estaban cuando el aparato sobrevoló el inmenso edificio. Los focos siguieron el recorrido del helicóptero, y luego Vittoria y Langdon se quedaron a oscuras de nuevo.

Ella sospechó que llegaban demasiado tarde cuando el gigantesco aparato aminoró la velocidad para posarse sobre la plaza de San Pedro, en la parte despejada que separaba la multitud de la basílica.

—Menuda entrada triunfal —dijo Vittoria. Recortada contra el mármol blanco, vio que una figura diminuta se acercaba al helicóptero. Nunca habría reconocido a la figura de no ser por la boina roja con que se tocaba—. Recibimiento de primera clase. Ése es Rocher.

Langdon dio un puñetazo sobre la barandilla.

—¡Alguien ha de avisarles!

Dio media vuelta para irse.

Vittoria le agarró del brazo.

—¡Espera!

Acababa de ver a alguien más, pero no daba crédito a sus ojos. Con los dedos temblorosos, señaló el helicóptero. Pese a la distancia, era imposible equivocarse. Otra figura era ayudada a descender del helicóptero, una figura cuyos movimientos sólo podían pertenecer a un hombre. Si bien iba sentado, aceleró sin el menor esfuerzo.

Un rey en un trono móvil plagado de artilugios electrónicos.

Era Maximilian Kohler.

111

Kohler sintió asco al pensar en la opulencia del Vestíbulo del Belvedere. El pan de oro del techo habría bastado para financiar investigaciones sobre el cáncer durante un año. Rocher guió a Kohler hasta una rampa para discapacitados instalada en el Palacio Apostólico.

—¿No hay ascensor? —preguntó Kohler.

—Hemos cortado la energía eléctrica. —Rocher indicó las velas que ardían en el edificio sumido en la penumbra—. Debido a la táctica empleada en nuestro registro.

—Táctica que sin duda ha fracasado.

Rocher asintió.

Kohler sufrió un acceso de tos, consciente de que tal vez podía ser el último. No fue un pensamiento del todo desagradable.

Cuando llegaron al último piso y se dirigieron hacia el despacho papal, cuatro Guardias Suizos corrieron hacia ellos, con aspecto preocupado.

—Capitán, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó uno de los guardias—. Pensaba que este hombre era portador de información que...

—Sólo hablará con el camarlengo.

Los guardias retrocedieron, con expresión suspicaz.

—Avisen al camarlengo de que el director del CERN, Maximilian Kohler, ha venido a verle —ordenó Rocher—. De inmediato.

—¡Sí, señor!

Uno de los guardias se dirigió corriendo a avisar al camarlengo. Los demás permanecieron inmóviles. Estudiaron a Rocher, inquietos.

—Un momento, capitán. Anunciaremos a su invitado.

Sin embargo, Kohler no se detuvo. Maniobró su silla y dejó atrás a los centinelas.

Los guardias giraron en redondo y corrieron tras él.


Fermati!
¡Señor! ¡Alto!

Su comportamiento asqueó a Kohler. Ni siquiera la fuerza de seguridad de élite más importante del mundo era inmune a la compasión que todo el mundo sentía por los minusválidos. De haber sido Kohler un hombre sano, los guardias le habrían detenido.
Los minusválidos son inofensivos,
pensó Kohler.
Al menos, eso cree el mundo.

Kohler sabía que tenía muy poco tiempo para cumplir su misión. También sabía que moriría esta noche. Le sorprendió lo poco que le importaba. La muerte era un precio que estaba dispuesto a pagar. Había sufrido demasiado en esta vida para que alguien como el camarlengo Ventresca destruyera su obra.


Signore!
—gritaron los guardias, al tiempo que le adelantaban y formaban una barrera en el pasillo—. ¡Ha de detenerse!

Uno de ellos empuñó una pistola y apuntó a Kohler.

Éste se detuvo.

Rocher intervino con expresión contrita.

—Por favor, señor Kohler. Sólo será un momento. Nadie entra en el despacho papal sin ser anunciado.

Kohler leyó en los ojos de Rocher que no le quedaba otra alternativa que esperar.
Bien,
pensó Kohler.
Esperaremos.

Los guardias, quizá con crueldad, habían detenido a Kohler ante un espejo de cuerpo entero. Contemplar su figura tullida le asqueó. La antigua rabia afloró de nuevo a la superficie. Le dio fuerzas. Ahora se había infiltrado en las filas enemigas.
Éstas
eran las personas que le habían robado la dignidad. Por culpa de
esta
gente no había gozado jamás de la caricia de una mujer, nunca se había puesto en pie para recibir un premio...
¿Qué verdad posee esta gente? ¿Un libro de fábulas antiguas? ¿Promesas de milagros venideros? ¡La ciencia crea milagros cada día!

Kohler clavó la vista un momento en el reflejo de sus ojos fríos.
Esta noche moriré a manos de la religión,
pensó.
Pero no será la primera vez.

Por un momento, tuvo once años otra vez, acostado en su cama, en la mansión de sus padres en Frankfurt. Las sábanas eran del mejor lino de Europa, pero estaban empapadas de sudor. El joven Max se sentía al rojo vivo, un dolor inimaginable se cebaba en su cuerpo. Arrodillados junto a su cama, de la que no se habían separado desde hacía dos días, estaban su madre y su padre. Continuaban rezando.

Refugiados en las sombras, aguardaban tres de los mejores médicos de Frankfurt.

—¡Les conmino a reconsiderar su postura! —dijo uno de los médicos—. ¡Fíjense en el niño! La fiebre está aumentando. Sufre terribles dolores. ¡Su vida corre peligro!

Pero Max supo la respuesta de su madre antes de que hablara.


Gott wird ihn beschützen.

Sí, pensó Max.
Dios me protegerá.
La convicción que percibió en la voz de su madre le dio fuerzas.
Dios me protegerá.

Una hora después, Max experimentó la sensación de que un coche aplastaba todo su cuerpo. Ni siquiera podía respirar o llorar.

—Su hijo padece terribles sufrimientos —dijo otro médico—. Déjenme al menos aliviar sus dolores. Tengo en mi maletín una simple inyección de...


Ruhe, bitte!

El padre de Max acalló al médico sin abrir los ojos. Siguió rezando.

«¡Por favor, padre! —quiso gritar Max—. ¡Deja que aplaquen el dolor!» Pero sus palabras se perdieron en un espasmo de tos.

Una hora más tarde el dolor había empeorado.

—Su hijo podría quedarse paralítico —advirtió un médico—. ¡Incluso morir! ¡Tenemos medicinas que le ayudarán!

Frau y Herr Kohler no lo permitieron. No creían en la medicina. ¿Quiénes eran ellos para entrometerse en el plan maestro de Dios? Rezaron con más devoción. Al fin y al cabo, Dios les había bendecido con este niño. ¿Por qué iba a llevárselo? Su madre susurró a Max que fuera fuerte. Explicó que Dios le estaba poniendo a prueba, como en la historia bíblica de Abraham, ponía a prueba su fe.

Max intentó tener fe, pero el dolor era insufrible.

—¡No puedo ver esto! —dijo un médico por fin, y salió corriendo de la habitación.

Al amanecer, Max apenas estaba consciente. Todos los músculos de su cuerpo sufrían espasmos de dolor.
¿Dónde está Jesús?,
se preguntó.
¿Es que no me ama?
Max sintió que la vida escapaba de su cuerpo.

Su madre se había dormido junto a la cama, con las manos todavía enlazadas sobre él. El padre de Max estaba de pie ante la ventana, contemplando la aurora. Daba la impresión de estar en trance. Max oyó el murmullo incesante de sus plegarias.

Fue entonces cuando tomó conciencia de la figura que se cernía sobre él.
¿Un ángel?
Apenas podía verla. Tenía los ojos cerrados, de tan hinchados que estaban. La figura susurró en su oído, pero no era la voz de un ángel. Max recordó que era la de un médico, el que llevaba sentado dos días en un rincón, sin abandonarle en ningún momento, suplicando a los padres de Max que permitieran administrarle un nuevo medicamento procedente de Inglaterra.

—Nunca me perdonaría si no hiciera esto —susurró el médico. Después, levantó el frágil brazo de Max—. Ojalá lo hubiera hecho antes.

El niño sintió un pinchazo en el brazo, apenas discernible debido al dolor.

Después el doctor guardó sus cosas en silencio. Antes de marcharse, apoyó una mano sobre la frente de Max.

—Esto te salvará la vida. Tengo una gran fe en el poder de la medicina.

Al cabo de unos minutos, Max experimentó la sensación de que un espíritu mágico transitaba por sus venas. El calor se expandió por todo su cuerpo y calmó el dolor. Al fin, por primera vez desde hacía días, Max se durmió.

Cuando la fiebre se calmó, sus padres proclamaron que era un milagro de Dios. Pero cuando resultó evidente que su hijo había quedado tullido, fueron presa de un gran desaliento. Llevaron a su hijo a la iglesia y pidieron consejo al sacerdote.

—Este chico ha sobrevivido merced a la gracia de Dios —les dijo el sacerdote.

Max escuchó sin decir nada.

—¡Pero nuestro hijo no puede andar!

Frau Kohler se echó a llorar.

El cura asintió con tristeza.

—Sí. Parece que Dios le ha castigado por no tener bastante fe.

—¿Señor Kohler? —Era el Guardia Suizo que se había adelantado—. El camarlengo dice que le concederá audiencia.

Kohler gruñó, y aceleró pasillo adelante.

—Está sorprendido por su visita —dijo el guardia.

—Estoy seguro —replicó Kohler sin parar—. Me gustaría verle a solas.

—Imposible —dijo el guardia—. Nadie...

—Teniente —ladró Rocher—, la visita tendrá lugar tal como desea el señor Kohler.

El guardia le miró con incredulidad.

Ante la puerta del despacho papal, Rocher permitió a sus hombres tomar las medidas de precaución habituales antes de hacer pasar a Kohler.

Los detectores de metal quedaron inutilizados por el sinnúmero de artilugios electrónicos que formaban parte de la silla de Kohler. Los guardias le cachearon, pero era obvio que estaban demasiado cohibidos ante su minusvalía para hacerlo debidamente. Fueron incapaces de encontrar la pistola que llevaba fijada debajo del asiento de la silla. Tampoco le confiscaron el objeto... con el que Kohler cerraría con broche de oro la cadena de acontecimientos de esta noche. Cuando Kohler penetró en el despacho papal, el camarlengo Ventresca estaba solo y se encontraba arrodillado en oración junto a un fuego moribundo. No abrió los ojos.

—Señor Kohler —dijo el camarlengo—. ¿Ha venido a convertirme en mártir?

112

El angosto túnel llamado
Il Passetto
se extendía ante Langdon y Vittoria como un pasadizo sin fin. La antorcha que sujetaba Langdon sólo permitía ver unos metros más adelante. Las paredes se cerraban sobre ellos, y el techo era bajo. El aire olía a humedad. Langdon corría en la oscuridad, seguido por Vittoria.

El túnel se inclinó en una pendiente pronunciada al dejar atrás el castillo Sant'Angelo, y luego ascendió por la parte inferior de un bastión de piedra que parecía un acueducto romano. En ese punto, el túnel se niveló e inició su ruta secreta hacia el Vaticano.

Mientras Langdon corría, sus pensamientos no cesaban de dar vueltas en imágenes caleidoscópicas: Kohler, Jano, el hassassin, Rocher... ¿Una sexta marca?
Estoy seguro de que ha oído hablar de la sexta marca,
había dicho el asesino.
La más brillante de todas.
Langdon estaba muy seguro de que no. Ni siquiera repasando las teorías conspiratorias encontraba una alusión a una sexta marca. Real o imaginaria. Corrían rumores sobre lingotes de oro y el Diamante sin mácula de los Illuminati, pero nadie había hablado de una sexta marca.

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