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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (57 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¡Maximilian Kohler no puede ser Jano! —exclamó Vittoria—. ¡Es imposible!

Imposible
era una palabra que Langdon había dejado de utilizar esta noche.

—No lo sé —gritó—. Kohler es un resentido, y además es una persona con muchos medios a su disposición.

—¡Esta crisis ha conseguido presentar al CERN como un cubil de monstruos! ¡Max nunca haría nada que pusiera en peligro la reputación del CERN!

Por una parte, Langdon sabía que el CERN había recibido un severo correctivo esta noche, y todo por culpa de los Illuminati, que habían insistido en convertir la crisis en un espectáculo público. No obstante, se preguntó hasta qué punto había salido perjudicado el CERN. De hecho, cuanto más lo pensaba Langdon, más se preguntaba si esta crisis beneficiaría al CERN. Si la publicidad era el objetivo, la antimateria era el ganador del bote de esta noche. Todo el planeta estaba hablando de ella.

—Ya sabes lo que dijo el promotor P. T. Barnum —gritó Langdon sin volverse—. «No me importa lo que digas de mí, pero deletrea bien mi nombre.» Apuesto a que hay cola con el fin de conseguir permiso para utilizar la tecnología derivada de la antimateria. Y después de que comprueben su verdadero poder a medianoche...

—Es absurdo —dijo Vittoria—. ¡Hacer publicidad de los avances tecnológicos está reñido con la exhibición de poder destructivo! ¡Esto es
terrible
para la antimateria, créeme!

La antorcha de Langdon se estaba apagando.

—En tal caso, puede que todo sea más sencillo de lo que pensamos. Tal vez Kohler creyó que el Vaticano no revelaría la existencia de la antimateria, se negaría a conferir poder a los Illuminati confirmando la existencia del arma. Kohler esperaba que el Vaticano silenciara la amenaza, pero el camarlengo rompió las normas.

Vittoria guardó silencio.

De pronto, todo empezaba a ser más claro para Langdon.

—¡Sí! Kohler no contaba con la reacción del camarlengo. Ventresca rompió la tradición de secretismo del Vaticano y aireó la crisis. Fue totalmente sincero. Exhibió la antimateria en la televisión, por el amor de Dios. Fue una reacción brillante que Kohler no esperaba. La ironía de todo esto es que a los Illuminati les ha salido el tiro por la culata. Han creado un nuevo líder de la Iglesia, en la persona del camarlengo. ¡Y ahora Kohler ha venido a matarle!

—Max es un bastardo —dijo Vittoria—, pero no es un asesino. Nunca habría intervenido en el asesinato de mi padre.

En la mente de Langdon, fue la voz de Kohler la que contestó.

Leonardo era considerado un hombre peligroso por muchos puristas del
CERN. Fusionar ciencia y religión es la máxima blasfemia científica.

—Tal vez Kohler descubrió el proyecto de la antimateria hace unas semanas, y no le gustaron las implicaciones religiosas.

—¿Y
mató
a mi padre por eso? ¡Ridículo! Además, es imposible que Max Kohler se
enterara
de la existencia del proyecto.

—Durante tu ausencia, quizá tu padre se fue de la lengua y consultó a Kohler, en busca de consejo. Tú misma dijiste que tu padre estaba preocupado por las implicaciones morales de crear una sustancia tan mortífera.

—¿Pedir guía moral a Maximilian Kohler? —resopló Vittoria—. ¡No lo creo!

El túnel se desvió un poco hacia el oeste. Cuanto más corrían, más se iba consumiendo la antorcha. Langdon empezó a temer la negrura en que quedarían sumidos si la luz se apagaba del todo.

—Además —arguyó Vittoria—, ¿para qué se habría molestado Kohler en llamarte esta mañana y pedir tu ayuda si está detrás de la conspiración?

Langdon ya lo había pensado.

—Al llamarme, se protegía. De esta forma, nadie le acusaría de no haber tomado medidas ante la crisis. No debía de creer que llegaríamos tan lejos.

La idea de que Kohler le había
manipulado
enfurecía a Langdon. El hecho de que hubiera colaborado con él había proporcionado a los Illuminati cierto nivel de credibilidad. Las televisiones habían citado toda la noche sus credenciales y publicaciones, y por ridículo que pareciera, la presencia de un profesor de Harvard en el Vaticano había convertido la situación en algo más que una fantasía paranoica, y convencido a los escépticos de todo el mundo de que la hermandad de los Illuminati no era tan sólo un dato histórico, sino una fuerza a tener en cuenta.

—El reportero de la BBC cree que el CERN es la nueva madriguera de los Illuminati —dijo Langdon.

—¿Cómo? —Vittoria tropezó con él. Se enderezó y siguió corriendo—. ¿Eso ha dicho?—En directo. Comparó el CERN con las logias masónicas, una organización inocente que, sin saberlo, acoge a la hermandad de los Illuminati.

—Dios mío, esto va a destruir el CERN.

Langdon no estaba tan seguro. Fuera como fuera, la teoría se le antojó de repente menos peregrina. El CERN era el paraíso científico. Albergaba a investigadores de más de una docena de países. Al parecer, gozaban de financiación privada sin restricciones. Y Maximilian Kohler era el director.

Kohler es Jano.

—Si Kohler no está implicado —dijo Langdon—, ¿qué está haciendo aquí?

—Tratar de detener esta locura, supongo. Dar apoyo. ¡A lo mejor sí que está haciendo el papel de samaritano! Tal vez descubrió quién conocía el proyecto de la antimateria y ha venido para revelar la información.

—El asesino dijo que venía para marcar al camarlengo.

—¡Piensa en lo que acabas de decir! Eso sería una misión suicida. Max no saldría vivo.

Langdon meditó.
Tal vez ésa era la cuestión.

El contorno de una puerta de acero se dibujó ante ellos, cortándoles el paso. El corazón de Langdon estuvo a punto de paralizarse. Cuando se acercaron, sin embargo, descubrieron que los cerrojos estaban rotos. La puerta se abrió sin problemas.

Langdon exhaló un suspiro de alivio, cuando comprendió que, tal como había sospechado, el túnel seguía utilizándose. En fecha tan reciente como hoy. Ya no albergaba dudas de que los cuatro aterrorizados cardenales habían pasado por allí horas antes.

Siguieron corriendo. Langdon oyó el ruido del tumulto a su izquierda. Era la plaza de San Pedro. Se estaban acercando.

Encontraron otra puerta, más pesada. Tampoco estaba cerrada con llave. Los sonidos de la plaza de San Pedro quedaron atrás, y Langdon supuso que habían atravesado la muralla exterior del Vaticano. Se preguntó dónde terminaría este pasadizo.
¿En los jardines?
¿En la basílica? ¿En la residencia papal?

Entonces, sin previo aviso, llegaron al final del túnel.

La puerta que les impedía el paso era un grueso muro de hierro forjado. Pese a que la antorcha estaba agonizando, Langdon vio que era perfectamente lisa. Nada de pomos, tiradores, cerraduras o goznes. No se podía pasar.

Sintió una oleada de pánico. En la jerga de los arquitectos, este tipo de puerta se llamaba
senza chiave,
un tipo de puerta utilizado por motivos de seguridad y que sólo se podía abrir por un lado: el opuesto. Las esperanzas de Langdon se desvanecieron... al mismo tiempo que la luz de la antorcha.

Consultó su reloj. Mickey destellaba.

Las once y veintinueve minutos.

Langdon lanzó un grito de frustración, arrojó la antorcha y empezó a golpear la puerta.

113

Algo no iba bien.

El teniente Chartrand se detuvo ante el despacho papal, y la actitud nerviosa del soldado parado a su lado le indujo a pensar que compartían la misma angustia. La reunión privada que se estaba celebrando, había dicho Rocher, podía salvar al Vaticano de la destrucción. Chartrand se preguntó por qué su instinto protector se había disparado. Además, ¿por qué se comportaba Rocher de una manera tan rara?

Algo extraño estaba ocurriendo.

El capitán Rocher se hallaba a la derecha de Chartrand, con la vista clavada en el frente y expresión distante. El teniente apenas reconocía a su capitán. Rocher no había sido el mismo durante la última hora. Sus decisiones eran absurdas.

¡Alguien debería estar presente en esta reunión!,
pensó Chartrand. Había oído que Maximilian Kohler echaba el cerrojo a la puerta después de entrar. ¿Por qué lo había permitido Rocher?

Pero otras cosas perturbaban también a Chartrand.
Los cardenales.
Seguían bajo llave en la Capilla Sixtina. Era una locura absoluta. ¡El camarlengo había ordenado que los evacuaran quince minutos antes! Rocher había desestimado la decisión sin informar al camarlengo. Chartrand había expresado su preocupación, y el capitán casi le había cortado la cabeza. La cadena de mando nunca se cuestionaba en la Guardia Suiza, y Rocher era ahora la autoridad suprema.
Media hora,
pensó Rocher, y consultó con discreción su cronómetro suizo a la tenue luz de los candelabros que iluminaban el vestíbulo.
Dense prisa, por favor.

Chartrand se moría de ganas por oír lo que estaba pasando al otro lado de las puertas. De todos modos, sabía que nadie más que el camarlengo podía tomar las riendas de esta crisis. El hombre había sido puesto a prueba esta noche, y no se había achicado. Había afrontado los problemas sin vacilar, con sinceridad, con ejemplaridad. Chartrand se sentía orgulloso de ser católico. Los Illuminati habían cometido un error cuando desafiaron al camarlengo Ventresca.

Sin embargo, en aquel momento, un sonido inesperado interrumpió los pensamientos de Chartrand. Unos golpes. Procedían del fondo del pasillo. Los golpes sonaban lejanos y apagados, pero continuados. Rocher alzó la vista. El capitán se volvió hacia Chartrand y señaló en aquella dirección. Chartrand comprendió. Encendió la linterna y se fue a investigar.

Los golpes eran más desesperados ahora. Chartrand corrió treinta metros hasta llegar a un cruce del pasillo. Daba la impresión de que el ruido procedía de la esquina, al otro lado de la Sala Clementina. Se sintió perplejo. Allí sólo había una habitación: la biblioteca privada del Papa. La biblioteca privada de Su Santidad estaba cerrada con llave desde la muerte del Papa. ¡ Nadie podía estar dentro!

Corrió por el segundo pasillo, dobló otra esquina y se precipitó hacia la puerta de la biblioteca. El pórtico de madera era diminuto, pero se cernía en la oscuridad como un hosco centinela. Los golpes sonaban en el interior. Vaciló. Nunca había entrado en la biblioteca privada. Pocos lo habían hecho. Nadie tenía permiso, salvo que entrara acompañado del Papa.

Chartrand giró el pomo. Tal como había imaginado, la puerta estaba cerrada con llave. Aplicó el oído a la hoja de madera. Los golpes resonaron con más fuerza. Entonces oyó otra cosa.
¡Voces! ¡Alguien
gritaba!

No pudo distinguir las palabras, pero percibió pánico en los gritos. ¿Había alguien atrapado en la biblioteca? ¿La Guardia Suiza no había evacuado el edificio como era debido? Chartrand titubeó, y se preguntó si debía volver y consultar a Rocher. Al infierno. Había sido entrenado para tomar decisiones, y ahora lo haría. Sacó su pistola y disparó un solo tiro al pestillo de la puerta. La madera estalló, y la puerta se abrió.

Cuando cruzó el umbral, Chartrand sólo vio negrura. Movió su linterna. La habitación era rectangular: alfombras orientales, estanterías de roble llenas de libros, un sofá de cuero, una chimenea de mármol. Chartrand había oído historias sobre este lugar. Tres mil volúmenes antiguos, junto con revistas y periódicos actuales, todo cuanto solicitara Su Santidad. La mesita auxiliar rebosaba de revistas científicas y políticas.

Los golpes se oían con más claridad ahora. Chartrand apuntó la linterna hacia el sonido. En la pared del fondo, al otro lado de la zona de estar, había una enorme puerta de hierro. Parecía tan impenetrable como una cámara acorazada. Tenía cuatro cerraduras gigantescas. Las diminutas letras grabadas en el centro de la puerta dejaron sin respiración a Chartrand.

IL PASSETTO

Chartrand contempló la inscripción.
¡La ruta de escape secreta del Papa!
Había oído hablar de
Il Passetto,
incluso conocía los rumores de que había existido una entrada en esta biblioteca, pero hacía siglos que no se utilizaba el túnel.
¿Quién podía estar dando golpes al
otro lado?

Chartrand golpeó la puerta con la linterna. Se oyeron gritos exaltados. Los golpes pararon, y las voces chillaron con más fuerza. Apenas podía distinguir las palabras.

—Kohler... mentira... camarlengo...

—¿Quién es? —preguntó Chartrand.

—... ert Langdon... Vittoria Ve...

Chartrand entendió lo bastante para quedarse confuso.
¡Pensaba que estaban muertos!

—... la puerta —chillaron las voces—. ¡Abran...!

El teniente miró la barrera de hierro y supo que necesitaría dinamita para abrirse paso.

—¡Imposible! —gritó—. ¡Demasiado gruesa!

—... reunión... detener... arlengo... peligro...

Pese a que había sido entrenado para dominar el pánico, Chartrand experimentó una repentina oleada de miedo al oír las últimas palabras. ¿Lo había entendido bien? Dio media vuelta para salir corriendo. No obstante, vaciló. Su mirada se había posado en algo de la puerta, algo aún más sorprendente que el mensaje recibido. De cada cerradura colgaban llaves. Chartrand no podía creerlo. ¿Las llaves estaban ahí? Parpadeó, sin dar crédito a sus ojos. Se suponía que las llaves debían estar en alguna cámara secreta. Hacía siglos que no se utilizaba este pasaje.

Chartrand dejó la linterna en el suelo. Asió la primera llave y giró. El mecanismo estaba oxidado y se resistió a sus esfuerzos, pero todavía funcionaba. Alguien lo había abierto hacía poco. Se dedicó a la siguiente cerradura. Y luego a la otra. Cuando el último pestillo se deslizó a un lado, Chartrand tiró. La hoja de hierro se abrió con un chirrido. Agarró la linterna e iluminó el pasadizo.

Robert Langdon y Vittoria Vetra entraron tambaleantes en la biblioteca, como un par de apariciones. Ambos estaban harapientos y cansados, pero muy vivos.

—¿Qué significa esto? ¿Qué pasa aquí? —preguntó Chartrand—. ¿De dónde salen?

—¿Dónde está Kohler? —preguntó a su vez Langdon.

Chartrand señaló.

—En una reunión privada con el camar...

Langdon y Vittoria se pusieron a correr por el pasillo a oscuras. Chartrand se volvió y, guiado por su instinto, apuntó la pistola a sus espaldas. La bajó enseguida y se lanzó en pos de la pareja. Por lo visto, Rocher los oyó acercarse, porque los estaba apuntando con su arma delante de la puerta del despacho.

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