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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (8 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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El timbre de un ascensor devolvió a Langdon a la realidad. Vittoria y Kohler, que le precedían, estaban a punto de entrar en él. Langdon vaciló ante las puertas abiertas.

—¿Pasa algo? —preguntó Kohler, más impaciente que preocupado.

—En absoluto —dijo Langdon, y se obligó a entrar en la estrecha cabina. Sólo utilizaba ascensores cuando era absolutamente necesario. Prefería los espacios abiertos de las escaleras.

—El laboratorio de la doctora Vetra es subterráneo —explicó Kohler.

Maravilloso,
pensó Langdon cuando entró, y sintió una corriente de aire frío procedente del hueco del ascensor. Las puertas se cerraron, y la cabina empezó a descender.

—Seis pisos —anunció Kohler como en un alarde de precisión.

Langdon imaginó la oscuridad del hueco desierto. Intentó alejar la imagen contemplando los números que iban cambiando a medida que bajaban pisos. El ascensor sólo mostraba dos paradas. PLANTA BAJA y LHC.

—¿Qué quiere decir LHC? —preguntó, procurando disimular su nerviosismo.

—Large Hadron Collider —dijo Kohler—. Un acelerador de partículas.

¿Un acelerador de partículas?
El término le resultaba vagamente familiar. Lo había oído por primera vez en una cena con unos colegas en Dunster House, en Cambridge. Un amigo físico, Bob Brownell, había llegado a cenar un noche hecho una furia.

—¡Esos bastardos lo han cancelado! —maldijo.

—¿Cancelado qué? —preguntaron todos.

—¡El SSC!

—¿Cómo?

—¡El Superconducting Super Collider!

Alguien se encogió de hombros.

—No sabía que Harvard estaba construyendo uno.

—¡No es Harvard! —exclamó—. ¡Estados Unidos! ¡Iba a ser el acelerador de partículas más potente del mundo! ¡Uno de los proyectos científicos más importantes del siglo! ¡Dos mil millones de dólares invertidos, y el Senado rechaza el proyecto! ¡Malditos sean los
lobbies
de los grupos fundamentalistas cristianos!

Cuando Brownell se calmó por fin, explicó que un acelerador de partículas era un tubo ancho y circular en el que se aceleraban partículas subatómicas. Imanes situados en el tubo se conectaban y desconectaban en rápida sucesión para «empujar» partículas de un lado a otro, hasta que alcanzaban velocidades tremendas. Las partículas aceleradas al máximo daban vueltas al tubo a una velocidad superior a los doscientos ochenta mil kilómetros por
segundo.

—Pero eso es casi la velocidad de la luz —exclamó uno de los profesores.

—Muy cierto —dijo Brownell. Explicó que al acelerar dos partículas en direcciones opuestas en el tubo, para luego hacerlas colisionar, los científicos podían romper las partículas en sus partes constituyentes y echar un vistazo a los componentes fundamentales de la naturaleza—. Los aceleradores de partículas —declaró Brownell—son cruciales para el futuro de la ciencia. Conseguir que las partículas colisionen es la clave para comprender los patrones de construcción del universo.

El
Poeta Residente
de Harvard, un hombre silencioso llamado Charles Pratt, no pareció impresionado.

—A mí me parece un abordaje de la ciencia propio de los neandertales —dijo—, algo así como destrozar relojes para saber cómo es su mecanismo interno.

Brownell dejó caer su tenedor y salió de la sala como una exhalación.

¿Así que el CERN tiene un acelerador de partículas?,
pensó Langdon, mientras el ascensor bajaba.
Un tubo circular para romper partículas.
Se preguntó por qué lo habían sepultado bajo tierra.

Cuando el ascensor paró, se sintió aliviado de tener tierra firme bajo los pies, pero cuando las puertas se abrieron, su alivio se evaporó. Robert Langdon se encontró de nuevo ante un mundo totalmente desconocido.

El pasadizo se alejaba hasta perderse de vista en ambas direcciones, a izquierda y derecha. Era un túnel de cemento liso, lo bastante ancho para permitir el paso de un camión de dieciocho ruedas. El pasillo, muy bien iluminado en el punto donde se encontraban, estaba muy oscuro más adelante. Un viento húmedo surgía de la oscuridad, un recordatorio inquietante de que se hallaban en las entrañas de la tierra. Langdon casi podía sentir el peso de la tierra y la piedra sobre su cabeza. Por un momento, volvió a tener nueve años... y la oscuridad le obligaba a retroceder... a las cinco horas de aplastante negrura que todavía le atormentaban. Cerró los puños y luchó por sobreponerse.

Vittoria continuó en silencio cuando salieron del ascensor y se adentró en la oscuridad sin la menor vacilación. Los fluorescentes del techo se iban encendiendo a su paso. El efecto era inquietante, pensó Langdon, como si el túnel estuviera vivo... y se anticipara a sus movimientos. Langdon y Kohler la siguieron a una prudente distancia. Las luces se iban apagando de forma automática a sus espaldas.

—Este acelerador de partículas —dijo Langdon en voz baja—, ¿está en este túnel?

—Está allí.

Kohler indicó a la izquierda, donde un tubo de cromo pulido corría a lo largo de la pared interna del túnel.

Langdon miró el tubo, confuso.

—¿Eso es el acelerador? —El aparato no se parecía a nada que hubiera imaginado. Era perfectamente recto, de unos noventa centímetros de diámetro, y se extendía a todo lo largo del túnel hasta desaparecer en la oscuridad.
Recuerda más a una alcantarilla de alta tecnología,
pensó Langdon—. Creía que los aceleradores de partículas eran circulares.

—Este acelerador es un círculo —dijo Kohler—. Parece recto, pero se trata de una ilusión óptica. La circunferencia de este túnel es tan grande que la curva es imperceptible... como la de la Tierra.

Langdon se quedó estupefacto.
¿Esto es un círculo?

—Pero... ¡debe de ser enorme!

—El LHC es la máquina más grande de la tierra.

Langdon recordó que el chófer del CERN había hablado de una máquina enorme sepultada bajo tierra.
Pero...

—Tiene más de ocho kilómetros de diámetro... y veintisiete kilómetros de largo.

Langdon volvió la cabeza al instante.

—¿Veintisiete kilómetros? —Miró al director, y luego escudriñó de nuevo el túnel oscuro que se extendía ante él—. ¿Este túnel mide veintisiete kilómetros de largo? Eso es más de... ¡dieciséis millas!

Kohler asintió.

—Forma un círculo perfecto. Se adentra en Francia y luego vuelve hacia aquí. Las partículas aceleradas al máximo dan la vuelta al tubo más de diez mil veces en un solo segundo antes de colisionar.

Langdon sintió que las piernas le fallaban.

—¿Me está diciendo que el CERN excavó millones de toneladas de tierra sólo para fraccionar partículas diminutas?

Kohler se encogió de hombros.

—A veces, para encontrar la verdad, hay que mover montañas.

16

A cientos de kilómetros del CERN, una voz surgió de un
walkie-talkie.

—Ya estoy en el pasillo.

El técnico que vigilaba las pantallas de vídeo oprimió el botón de su transmisor.

—Estás buscando la cámara ochenta y seis. Se supone que está al fondo de todo.

Se hizo un largo silencio en la radio. El técnico empezó a sudar. Por fin, la radio cobró vida de nuevo.

—La cámara no está aquí —dijo la voz—. Pero veo dónde estaba montada. Alguien se la ha llevado.

El técnico exhaló aire ruidosamente.

—Gracias. Espera un segundo, por favor.

Suspiró y dedicó de nuevo su atención a la hilera de pantallas de vídeo que tenía delante. Enormes partes del complejo estaban abiertas al público, y ya habían desaparecido cámaras inalámbricas en ocasiones anteriores, robadas por visitantes bromistas que querían llevarse un recuerdo. Pero en cuanto la cámara abandonaba la instalación y estaba fuera de alcance, la señal se perdía, y la pantalla se quedaba en blanco. Perplejo, el técnico miró el monitor. Una imagen clara seguía llegando de la cámara 86.

Si han robado la cámara,
se preguntó,
¿por qué seguimos recibiendo señal?
Sabía que sólo existía una explicación, por supuesto. La cámara seguía dentro del complejo, y alguien la había movido de sitio.
Pero ¿quién? ¿Y por qué?

Estudió el monitor durante un largo momento. Por fin, levantó su
walkie-talkie.

—¿Hay armarios en esa escalera? ¿Aparadores o gabinetes?

La voz que contestó parecía confusa.

—No. ¿Por qué?

El técnico frunció el ceño.

—Da igual. Gracias por tu ayuda.

Cerró el
walkie-talkie
y se humedeció los labios.

Teniendo en cuenta el pequeño tamaño de la cámara de vídeo y el hecho de que era inalámbrica, el técnico sabía que la cámara 86 podía transmitir desde cualquier lugar dentro del recinto, fuertemente vigilado, un conjunto de treinta y dos edificios diferentes que abarcaban un radio de un kilómetro. La única pista consistía en que, al parecer, habían emplazado la cámara en un lugar a oscuras. Eso tampoco servía de mucho, por supuesto. El complejo albergaba incontables lugares oscuros: cuartos de mantenimiento, conductos de calefacción, cobertizos de jardinería, guardarropas, incluso un laberinto de túneles subterráneos. Podían tardar semanas en localizar la cámara 86.

Pero
ése es el menor de mis problemas,
pensó.

Pese al dilema planteado por la desaparición de la cámara, había otro problema aún más inquietante. El técnico miró la imagen que estaba transmitiendo la cámara perdida. Era un objeto inmóvil. Un aparato de aspecto moderno, que no se parecía a nada que el técnico hubiera visto nunca. Estudió la pantalla electrónica parpadeante que tenía en la base. Si bien el guardia había sido sometido a un riguroso entrenamiento que le preparaba para situaciones similares, notó que su pulso se aceleraba. Se dijo que debía dominar su pánico. Tenía que existir una explicación. El objeto parecía demasiado pequeño para representar un peligro importante. No obstante, su presencia en el interior del complejo era preocupante.
Muy
preocupante, en realidad.
Precisamente hoy,
pensó.

La seguridad siempre era prioritaria para su patrón, pero
hoy,
más que cualquier otro día de los últimos doce años, la seguridad era de suprema importancia. El técnico contempló el objeto durante largo rato, y percibió el rugido de una tormenta lejana.

Después, sudoroso, marcó el número de su superior.

17

Muy pocos niños podían decir que recordaban el día que conocieron a su padre, pero Vittoria Vetra era uno de ellos. Tenía ocho años de edad, vivía donde siempre, el
Orfanotrofio di Siena,
un orfanato católico cerca de Florencia, abandonada por padres que no llegó a conocer. Aquel día estaba lloviendo. Las monjas la habían llamado dos veces para que fuera a cenar, pero como siempre, fingió no oírlas. Estaba tumbada en el patio, mirando las gotas de lluvia. Las sentía estrellarse sobre su cuerpo... Intentaba adivinar dónde caería la siguiente. Las monjas la llamaron de nuevo, con la amenaza de que la neumonía conseguiría que una niña de una tozudez insufrible sintiera mucha menos curiosidad por la naturaleza.

No puedo oíros,
pensó Vittoria.

Estaba empapada hasta los huesos cuando el joven sacerdote salió a buscarla. No le conocía. Era nuevo. Vittoria suponía que la agarraría y la metería dentro. Pero no fue así. En cambio, ante su asombro, se tumbó a su lado, y empapó su hábito en un charco.

—Dicen que haces muchas preguntas —dijo el joven.

Vittoria frunció el ceño.

—¿Es malo preguntar?

El joven rió.

—Supongo que no.

—¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que tú, preguntándome por qué cae la lluvia.

—¡No me estoy preguntando por qué cae! ¡Ya lo sé!

El sacerdote la miró estupefacto.

—¿Sí?

—La hermana Francisca dice que las gotas de lluvia son como lágrimas de ángel que bajan a limpiar nuestros pecados.

—¡Caramba! —exclamó el joven, como asombrado—. Eso lo explica todo.

—¡Pues no! —replicó la niña—. ¡Las gotas de lluvia caen porque todo cae! ¡Todo cae! ¡No sólo la lluvia!

El sacerdote se rascó la cabeza, con expresión perpleja.

—Tienes razón, jovencita. Todo cae. Debe de ser la gravedad.

—¿La
qué?

El joven la miró, estupefacto.

—¿No has oído hablar de la
gravedad?

—No.

El sacerdote se encogió de hombros con tristeza.

—Lástima. La gravedad contesta a un
montón
de preguntas.

Vittoria se incorporó.

—¿Qué es la gravedad? —preguntó—. ¡Dímelo!

El sacerdote le guiñó un ojo.

—Te lo contaré durante la cena.

El joven sacerdote era Leonardo Vetra. Aunque había sido un estudiante de física laureado en la universidad, había oído otra llamada e ingresado en el seminario. Leonardo y Vittoria se hicieron excelentes amigos en el mundo solitario de las monjas y sus normas. Vittoria hacía reír a Leonardo, y él la tomó bajo su protección, le enseñó que cosas tan hermosas como los arco iris y los ríos tenían muchas explicaciones. Le habló de la luz, los planetas, las estrellas y la naturaleza, a través de los ojos de Dios y de la ciencia al mismo tiempo. La inteligencia y curiosidad innatas de Vittoria la convirtieron en una estudiante cautivadora. Leonardo la protegió como a una hija.

Vittoria también era feliz. Nunca había conocido la dicha de tener un padre. Si todos los demás adultos contestaban a sus preguntas con una palmada en la muñeca, Leonardo dedicaba horas a enseñarle libros. Hasta le preguntaba cuáles eran sus ideas. Vittoria rezaba para que Leonardo estuviera siempre con ella. Después, un día, su peor pesadilla se convirtió en realidad. El padre Leonardo le dijo que se iba del orfanato.

—Me traslado a Suiza —dijo Leonardo—. He conseguido una beca para estudiar física en la Universidad de Ginebra.

—¿Física? —exclamó Vittoria—. ¡Pensaba que amabas a
Dios!

—Le amo, y mucho. Por eso quiero estudiar Sus divinas reglas. Las leyes de la física son el lienzo que Dios dispuso para pintar en él su obra maestra.

Vittoria se quedó desolada, pero el padre Leonardo era portador de otras noticias. Dijo a Vittoria que había hablado con sus superiores, y le habían dado permiso para adoptarla.

—¿Te gustaría que te adoptara? —preguntó Leonardo.

—¿Qué significa
adoptar?
—preguntó Vittoria.

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