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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (3 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—Mi nombre es Jano —había dicho el desconocido—. En cierto modo, estamos emparentados. Compartimos un enemigo. Me han dicho que sus habilidades pueden alquilarse.

—Depende de a quién represente usted —contestó el asesino.

El desconocido se lo dijo.

—¿Es esto su idea de una broma?

—Veo que le suena nuestro nombre —contestó el cliente.

—Por supuesto. La hermandad es legendaria.

—Y no obstante, duda de mi autenticidad.

—Todo el mundo sabe que de la hermandad no queda nada.

—Una treta muy hábil. El enemigo más peligroso es el que nadie teme.

El asesino se mostró escéptico.

—¿La hermandad perdura?

—Más clandestina que nunca. Nuestras raíces invaden todo lo visible, incluso la fortaleza sagrada de nuestro enemigo más encarnizado.

—Imposible. Son invulnerables.

—Nuestra mano llega muy lejos.

—Nadie llega tan lejos.

—Muy pronto, me creerá. Una demostración irrefutable del poder de la hermandad ha trascendido ya. Un solo acto de traición y prueba.

—¿Qué han hecho?

El cliente se lo dijo.

El asesino no acababa de creérselo.

—Una tarea imposible.

Al día siguiente, los periódicos de todo el mundo publicaron el mismo titular. El asesino se convirtió en un creyente.

Quince días después, la fe del asesino se había fortalecido más allá de toda duda.
La hermandad perdura,
pensó.
Esta noche, saldrán
a la superficie y revelarán su poder.

Mientras caminaba por las calles, un presagio aleteaba en sus ojos negros. Una de las hermandades más secretas y temidas de la historia le había llamado para solicitar sus servicios.
Han escogido con sabiduría,
pensó. La fama de su discreción sólo era superada por la de su eficacia a la hora de matar.

Hasta el momento, les había servido con nobleza. Había cometido el asesinato y entregado el objeto a Jano, tal como le habían pedido. Ahora, le tocaba a Jano utilizar su poder para depositar el objeto en el lugar elegido.

El lugar elegido...

El asesino se preguntó cómo podría llevar a cabo Jano una tarea tan asombrosa. Era evidente que el hombre tenía contactos en el interior. El dominio de la hermandad parecía ilimitado.

Jano,
pensó el asesino.
Un nombre en clave, sin duda.
¿Era una referencia al dios romano de las dos caras... o a la luna de Saturno?, se preguntó. Daba igual. El poder de Jano era ilimitado. Lo había demostrado sin la menor duda.

Mientras el asesino andaba, imaginó que sus antepasados le sonreían. Hoy estaba continuando su lucha, estaba combatiendo contra el mismo enemigo al que habían plantado cara durante siglos, hasta remontarse al siglo XI, cuando los ejércitos enemigos habían saqueado por primera vez su tierra, violado y asesinado a su gente, declarándolos impuros, profanando sus templos y dioses.

Sus antepasados habían formado un ejército, pequeño pero mortífero, para defenderse. Sus miembros se hicieron famosos en todo el país como protectores, hábiles ejecutores que recorrían la campiña exterminando a todos los enemigos que podían encontrar. Se hicieron famosos no sólo por sus brutales matanzas, sino también por cometer sus asesinatos sumiéndose previamente en estados alterados de conciencia inducidos por drogas. La droga que habían elegido era un potente estupefaciente llamado hachís.

A medida que se extendía su celebridad, estos hombres mortíferos fueron conocidos con una sola palabra, «Hassassin», literalmente «seguidores del hachís». El nombre hassassin se convirtió en sinónimo de muerte en casi todos los idiomas de la Tierra. La palabra todavía se utilizaba hoy, incluso en el inglés moderno, pero al igual que el arte de matar, la palabra también había evolucionado.

Ahora se pronunciaba
asesino.

6

Habían transcurrido sesenta y cuatro minutos cuando un incrédulo y algo mareado Robert Langdon bajó por la pasarela a la pista bañada por el sol. Una brisa fresca agitó las solapas de su chaqueta de
tweed.
Salir al aire libre se le antojó maravilloso. Contempló el valle de un verde frondoso que se alzaba hasta los picos nevados que los rodeaban.

Estoy soñando,
se dijo.
Me despertaré de un momento a otro.

—Bienvenido a Suiza —dijo el piloto, que tuvo que gritar para imponerse al rugido de los motores.

Langdon consultó su reloj. Señalaba las siete y siete minutos de la mañana.

—Acaba de cruzar seis husos horarios —le advirtió el piloto—. Aquí pasan unos minutos de la una de la tarde.

Langdon puso en hora el reloj.

—¿Cómo se encuentra?

Langdon se masajeó el estómago.

—Como si hubiera comido poliuretano.

El piloto asintió.

—Efecto de la altitud. Nos elevamos a dieciocho mil metros. El peso disminuye un treinta por ciento. Es una suerte que sólo cruzáramos el charco. De haber ido a Tokio, habría alcanzado la altura máxima: ciento cincuenta kilómetros. Se le revuelven a uno las tripas.

Langdon asintió y se consideró afortunado. Teniendo en cuenta todo, el vuelo había sido muy normal. Aparte de que la aceleración de despegue le había triturado los huesos, el movimiento del avión había sido bastante típico: alguna turbulencia ocasional, unos pocos cambios de presión al ascender, pero nada que indicara que hubieran surcado el espacio a una velocidad de veinte mil kilómetros por hora.

Un grupo de técnicos se acercó a toda prisa para ocuparse del X-33. El piloto acompañó a Langdon hasta un Peugeot sedán negro aparcado junto a la torre de control. Momentos después, tomaron una carretera pavimentada que atravesaba el fondo del valle. Un tenue grupo de edificios se alzaba a lo lejos. Las praderas pasaban a su lado como una exhalación.

Langdon vio con incredulidad que el piloto aumentaba la velocidad hasta alcanzar los ciento setenta kilómetros por hora.
¿Qué le
pasa a este tipo y a qué vienen tantas prisas?

—El laboratorio dista cinco kilómetros —dijo el piloto—. Estaremos allí dentro de dos minutos.

Langdon buscó en vano el cinturón de seguridad.
¿Por qué no lo
dejamos en tres y llegamos sanos y salvos?

El coche aceleró.

—¿Le gusta Reba? —preguntó el piloto, al tiempo que introducía una cinta en el radiocasete.

Se oyó la voz de una cantante. «Es el miedo a estar sola...»

Pues yo no tengo miedo,
pensó Langdon con aire ausente. Sus colegas femeninas solían decirle en broma que su colección de objetos, digna de un museo, no era nada más que un intento obvio de llenar una casa vacía, una casa que, insistían, se beneficiaría en grado sumo de la presencia de una mujer. Langdon siempre reía, y les recordaba que ya tenía tres amores en su vida (la simbología, el waterpolo y la soltería), siendo esta última una libertad que le permitía viajar a lo largo y ancho del mundo, acostarse tan tarde como le apeteciera y disfrutar de noches tranquilas en casa con un coñac y un buen libro.

—Somos como una ciudad en miniatura —dijo el piloto, arrancando a Langdon de sus pensamientos—. No sólo hay laboratorios. Tenemos supermercados, un hospital, hasta un cine.

Langdon asintió sin pensar y contempló el complejo de edificios que se alzaban ante ellos.

—De hecho —añadió el piloto—, poseemos la máquina más grande de la tierra.

—¿De veras?

Langdon inspeccionó el paisaje.

—No la verá ahí, señor. —El piloto sonrió—. Está enterrada a seis pisos bajo tierra.

Langdon no tuvo tiempo de preguntar. Sin previo aviso, el piloto pisó el freno. El coche se detuvo ante una caseta de vigilancia reforzada.

Langdon leyó el letrero.
SÉCURITÉ. ARRETEZ.
De pronto, experimentó una oleada de pánico, al tomar conciencia por fin de dónde estaba.

—¡Dios mío! ¡No he traído el pasaporte!

—Los pasaportes no son necesarios —le tranquilizó el chófer—. Tenemos un acuerdo con el gobierno suizo.

Langdon vio, perplejo, que el chófer entregaba al guardia una identificación. El guardia la pasó por un aparato de detección electrónica. Un destello verde apareció en el aparato.

—¿Nombre del pasajero?

—Robert Langdon —contestó el chófer.

—¿Quién le ha invitado?

—El director.

El guardia enarcó las cejas. Se volvió y echó un vistazo a una hoja impresa por ordenador, que cotejó con los datos de la pantalla de su ordenador. Después, se volvió hacia la ventana.

—Que disfrute de su estancia, señor Langdon.

El coche se puso en marcha de nuevo hacia la entrada del edificio principal situado a doscientos metros. Ante ellos se desplegaba una estructura rectangular ultramoderna de vidrio y acero. Langdon se quedó asombrado por el diseño transparente del edificio. Siempre había sido muy aficionado a la arquitectura.

—La Catedral de Cristal —explicó su acompañante.

—¿Una iglesia?

—No, por favor. Una iglesia es lo único que no tenemos. La física es la religión de este lugar. Puede tomar el nombre del Señor en vano cuantas veces quiera —rió—, pero no se meta con los quarks o los mesones.

Langdon se quedó perplejo, mientras el chófer frenaba ante el edificio de cristal.
¿Quarks y mesones? ¿Sin control de fronteras?
¿Aviones que alcanzan una velocidad de Mach quince? ¿Quién demonios son estos tipos?
La losa de granito grabada que había delante del edificio le facilitó la respuesta:

CERN

Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire

—¿Investigaciones nucleares? —preguntó Langdon, casi seguro de que su traducción era correcta.

El chófer no contestó. Estaba inclinado hacia adelante, mientras manipulaba el radiocasete del coche.

—Aquí se baja usted. El director le recibirá en la entrada.

Langdon reparó en un hombre que salía del edificio sentado en una silla de ruedas. Aparentaba unos sesenta años. Enjuto y calvo, de mandíbula firme, llevaba una bata blanca de laboratorio y zapatos de calle plantados con determinación en el apoyapiés de la silla. Incluso desde lejos, sus ojos parecían carentes de vida, como dos piedras grises.

—¿Es él? —preguntó Langdon.

El chófer alzó la vista.

—Bien, me voy. —Se volvió y dirigió a Langdon una sonrisa ominosa—. Para que luego hablen del demonio.

Sin saber qué debía esperar, Langdon bajó del vehículo.

El hombre de la silla de ruedas aceleró hacia él y le extendió una mano fría y húmeda.

—¿Señor Langdon? Hablamos por teléfono. Me llamo Maximilian Kohler.

7

Maximilian Kohler, director general del CERN, era conocido a sus espaldas como
Der König,
el Rey. Era un título más de temor que de respeto por la figura que gobernaba sus dominios desde una silla de ruedas. Aunque pocos le conocían en persona, la horripilante historia de las circunstancias en que había quedado tullido circulaba por el CERN, y pocos le culpaban por su amargura... y por su dedicación a la ciencia pura.

A los pocos momentos de hallarse en presencia de Kohler, Langdon ya presintió que el director era un hombre que mantenía las distancias. Descubrió que casi debía correr para no rezagarse de la silla de ruedas eléctrica de Kohler, que rodaba en silencio hacia la entrada principal. Langdon nunca había visto una silla eléctrica semejante, equipada con una hilera de aparatos electrónicos que incluían un teléfono multilínea, un sistema de buscapersonas, pantalla de ordenador e incluso una cámara de vídeo desmontable. El centro de mando móvil del rey Kohler.

Langdon atravesó una puerta mecánica y entró en el enorme vestíbulo principal del CERN.

La Catedral de Cristal,
pensó Robert Langdon, y alzó la vista hacia el cielo.

El techo azulino de vidrio brillaba al sol de la tarde, proyectaba rayos de dibujos geométricos en el aire y dotaba a la estancia de una sensación de grandeza. Sombras angulares caían como venas sobre las paredes de baldosas blancas y los suelos de mármol. El aire olía a limpio, como esterilizado. Un puñado de científicos se movía de un lado a otro, y el eco de sus pasos resonaba en el espacio.

—Por aquí, señor Langdon. —Era una voz casi electrónica. Su acento era rígido y preciso, al igual que sus facciones severas. Kohler tosió y se secó la boca con un pañuelo blanco, mientras clavaba sus mortecinos ojos grises en Langdon—. Apresúrese, por favor.

Daba la impresión de que su silla de ruedas saltaba sobre el suelo de baldosas.

Langdon dejó atrás lo que se le antojaron incontables pasillos que nacían del atrio principal. Todos los corredores bullían de actividad. Los científicos que veían a Kohler parecían sorprenderse, y miraban a Langdon como si se preguntaran quién debía ser para merecer tan alto honor.

—Me avergüenza admitir —dijo Langdon, con el fin de entablar conversación—, que nunca había oído hablar del CERN.

—No me sorprende —contestó Kohler con fría eficiencia—. La mayoría de norteamericanos no consideran a Europa el líder mundial de la investigación científica. Nos ven como un distrito comercial peculiar. Una percepción extraña, teniendo en cuenta la nacionalidad de hombres como Einstein, Galileo y Newton.

Langdon no supo muy bien qué contestar. Sacó el fax de su bolsillo.

—¿Este hombre de la fotografía... ?

Kohler le interrumpió con un ademán.

—Aquí no, por favor. Ahora le acompaño a verle. —Extendió la mano—. Quizá debería quedarme con eso.

Langdon le tendió el fax y guardó silencio.

Kohler torció a la izquierda y entró en un amplio pasillo adornado con premios y menciones. Una placa de gran tamaño dominaba la entrada. Langdon se detuvo a leer la frase grabada en el bronce.

PREMIO ARS ELECTRONICA
A la Innovación Cultural en la Era Digital
Concedido a Tim Berners Lee y el CERN
por la invención de
INTERNET

Que me aspen,
pensó Langdon, mientras leía el texto.
Este tipo
no estaba bromeando.
Langdon siempre había creído que Internet era un invento norteamericano. Una vez más, sus conocimientos estaban limitados a la página web de su propio libro y a las ocasionales exploraciones on-line del Prado o del Louvre en su Macintosh.

—La Red —dijo Kohler. Tosió y volvió a secarse la boca—empezó aquí como una red de ordenadores internos. Permitía a los científicos de departamentos diferentes compartir los hallazgos diarios mutuamente. Claro, todo el mundo cree que la Red es tecnología norteamericana.

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