Ángeles y Demonios (40 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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—No sé —dijo Langdon—. Si se trata de una obra que Bernini creó especialmente para los Illuminati, puede que sea muy poco conocida. Quizá no esté consignada en un catálogo.

Vittoria no dio su brazo a torcer.

—Las otras dos esculturas eran muy conocidas. Habías oído hablar de ambas.

Langdon se encogió de hombros.

—Sí.

—Si examinamos los títulos, buscando una referencia a la palabra «fuego», tal vez encontremos una estatua que nos guíe.

Langdon pareció convencerse de que valía la pena probar. Se volvió hacia Olivetti.

—Necesito una lista de las obras de Bernini. No tendrán un libro ilustrado de Bernini por aquí, ¿verdad?

—¿Libro ilustrado?

Olivetti no parecía familiarizado con el término.

—Da igual. Cualquier listado. ¿Y en los Museos Vaticanos? Habrá referencias a Bernini.

El guardia de la cicatriz frunció el ceño.

—No hay luz en los Museos, y el archivo es enorme. Sin personal cualificado que nos ayude...

—La obra de Bernini en cuestión —interrumpió Olivetti—, ¿pudo ser creada cuando Bernini estaba trabajando en el Vaticano?

—Casi con toda certeza —contestó Langdon—. Pasó aquí casi toda su carrera. Y el período de tiempo en que tuvo lugar el conflicto con Galileo.

Olivetti asintió.

—Entonces hay otra referencia.

Una chispa de optimismo prendió en Vittoria.

—¿Dónde?

El comandante no contestó. Se llevó al guardia a un lado y habló en voz baja con él. El guardia no parecía muy convencido, pero asintió obediente. Cuando Olivetti terminó de hablar, el guardia se volvió hacia Langdon.

—Sígame, señor Langdon. Son las nueve y cuarto. Tendremos que darnos prisa.

Langdon y el guardia se dirigieron hacia la puerta.

Vittoria los siguió.

—Los ayudaré.

Olivetti la agarró del brazo.

—No, señorita Vetra. He de hablar con usted.

Su tono no admitía réplica.

Langdon y el guardia se fueron. Olivetti se llevó a Vittoria aparte con expresión impenetrable. Sin embargo, no le concedieron la oportunidad de hablar con ella. Su
walkie-talkie
chasqueó.


Comandante?

Todos se volvieron.

Quien hablaba lo hizo con voz sombría.

—Será mejor que encienda el televisor.

80

Cuando Langdon había salido de los Archivos Secretos del Vaticano, tan sólo dos horas antes, no había imaginado que volvería a verlos. Ahora, sin aliento por haber corrido durante todo el trayecto con su escolta de la Guardia Suiza, se encontró de nuevo en los Archivos.

Su escolta, el guardia de la cicatriz, le guió a través de las filas de cubículos transparentes. El silencio reinante parecía más amenazador, y Langdon agradeció que el guardia lo rompiera.

—Creo que está por allí —dijo, y le condujo hasta donde había una serie de cámaras pequeñas alineadas contra la pared. El guardia leyó los títulos de las cámaras e indicó una de ellas.

—Sí, es aquí. Justo donde dijo el comandante.

Langdon leyó el título.
ATTIVI VATICANI
. ¿Bienes del Vaticano? Examinó la lista de contenidos. Bienes raíces... Papel moneda... Banca Vaticana... Antigüedades... La lista continuaba.

—Documentación de todos los bienes del Vaticano —dijo el guardia.

Langdon miró el cubículo. Adivinó que estaba atestado.

—Mi comandante dijo que todas las obras de Bernini realizadas por encargo del Vaticano deberían estar consignadas aquí.

Langdon asintió, y se dio cuenta de que la intuición del comandante Olivetti bien podía ser cierta. En los tiempos de Bernini, todo lo que un artista creaba bajo el mecenazgo del Papa se convertía, por ley, en propiedad del Vaticano. Era más feudalismo que mecenazgo, pero los artistas importantes vivían bien y se quejaban muy pocas veces.

—¿Incluidas obras alojadas en iglesias que se encuentran fuera del Vaticano?

El soldado le dirigió una mirada extraña.

—Por supuesto. Todas las iglesias católicas de Roma son propiedad del Vaticano.

Langdon miró la lista que sostenía en la mano. Contenía los nombres de la veintena de iglesias que estaban alineadas con el aliento del
Poniente.
El tercer altar de la ciencia era una de ellas, y Langdon esperaba tener tiempo de averiguar cuál. En otras circunstancias, habría explorado en persona cada iglesia de buen grado. Hoy, sin embargo, le quedaban unos veinte minutos para encontrar lo que buscaba: la iglesia que contenía un tributo de Bernini al
Fuego.

Langdon se encaminó a la puerta giratoria electrónica de la cámara. El guardia no le siguió. Langdon intuyó su vacilación. Sonrió.

—El aire está enrarecido, pero se puede respirar.

—Mis órdenes son escoltarle hasta aquí y regresar de inmediato al centro de seguridad.

—¿Se marcha?

—Sí. La Guardia Suiza tiene la entrada prohibida a los Archivos. Estoy quebrantando el protocolo al acompañarle tan lejos.

—¿Quebrantando el protocolo? —
¿Tiene idea de lo que está pasando esta noche?
—. ¿De qué lado está su maldito comandante?

Toda cordialidad desapareció del rostro del guardia. La cicatriz de debajo del ojo se agitó. De pronto, el guardia adquirió una sorprendente semejanza con Olivetti.

—Lo siento —dijo Langdon, que lamentaba el comentario—. Es que... No me iría mal un poco de ayuda.

El guardia no se inmutó.

—Estoy entrenado para obedecer órdenes. No para discutirlas. Cuando encuentre lo que busca, póngase en contacto con el comandante de inmediato.

Langdon se sintió confuso.

—Pero ¿dónde estará?

El guardia dejó su
walkie-talkie
sobre una mesa cercana.

—Canal uno.

Después desapareció en la oscuridad.

81

El televisor del despacho del Papa era un Hitachi de tamaño descomunal, oculto en una vitrina empotrada en la pared, delante del escritorio. Las puertas de la vitrina estaban abiertas, y todo el mundo se encontraba congregado a su alrededor. Vittoria se acercó. Cuando la pantalla se iluminó, una joven reportera apareció. Era una morena de ojos de gacela.

«Soy Kelly Horan-Jones, en directo desde la Ciudad del Vaticano para la MSNBC», anunció. Detrás de ella se veía una toma nocturna de la basílica de San Pedro, con todas las luces encendidas.

—No estás
en directo
—rugió Rocher—. ¡Es material de archivo! Las luces de la basílica están
apagadas.

Olivetti le silenció con un siseo.

La reportera continuó en tono tenso:

«Acontecimientos escalofriantes en el cónclave de esta noche. Hemos sido informados de que dos miembros del Colegio Cardenalicio han sido brutalmente asesinados en Roma.»

Olivetti juró por lo bajo.

Mientras la periodista continuaba, un guardia apareció en la puerta, sin aliento.

—Comandante, la centralita informa de que todas las líneas están colapsadas. Solicitan saber nuestra postura oficial sobre...

—Desconéctela —dijo Olivetti sin apartar ni un momento los ojos del televisor.

El guardia dudó.

—Pero, comandante...

—¡Váyase!

El guardia desapareció.

Vittoria intuyó que el camarlengo quería decir algo, pero se contuvo. Dirigió una larga y dura mirada a Olivetti, y luego se volvió hacia la televisión.

La MSNBC estaba pasando una grabación. Un grupo de Guardias Suizos bajaban el cadáver del cardenal Ebner por la escalera de Santa Maria del Popolo y se dirigían a un Alfa Romeo. En la siguiente imagen, en un zoom, se veía el cuerpo desnudo del cardenal, justo antes de que le depositaran en el maletero.

—¿Quién fumó estas imágenes? —preguntó Olivetti.

La reportera de la MSNBC seguía hablando.

«Se cree que era el cadáver del cardenal Ebner, de Frankfurt. Al parecer, los hombres que sacaron el cadáver de la iglesia eran Guardias Suizos del Vaticano. —Dio la impresión de que la reportera se esforzaba por parecer conmovida. Tomaron un primer plano de su cara, que adoptó una expresión aún más sombría—. En este momento, la MSNBC desea dirigir a nuestros espectadores una advertencia. Las imágenes que estamos a punto de proyectar son excepcionalmente duras, no aptas para todos los públicos.»

Vittoria rezongó al oír la hipócrita frase, pues no era más que una forma de impedir que los espectadores cambiaran de canal.

La reportera insistió.

«Repito, estas imágenes pueden herir la sensibilidad de algunos espectadores.»

—¿Qué imágenes? —preguntó Olivetti—. Acabas de sacar...

La imagen que llenó la pantalla era de una pareja que paseaba por la plaza de San Pedro. Vittoria reconoció al instante a las dos personas: Robert y ella. En la esquina de la pantalla se superpuso un texto:
CORTESÍA DE LA BBC
. Recordó algo.

—Oh, no —dijo Vittoria en voz alta—. Oh... no.

El camarlengo parecía confuso. Se volvió hacia Olivetti.

—¿No me dijo que habían confiscado esa cinta?

De repente, una niña chilló en el televisor. La pequeña señalaba con el dedo lo que parecía ser un mendigo cubierto de sangre. Robert Langdon aparecía al instante siguiente en pantalla, intentando consolar a la niña. La cámara se mantuvo fija.

Todos contemplaron horrorizados el drama que se desarrollaba ante ellos. El cuerpo del cardenal caía de bruces sobre el pavimento. Vittoria aparecía y gritaba órdenes. Había sangre. Una marca. Un intento fallido de aplicar la respiración artificial.

«Estas asombrosas imágenes —estaba diciendo la reportera—fueron tomadas hace tan sólo unos minutos ante el Vaticano. Nuestras fuentes nos informan de que era el cadáver del cardenal Lamassé, de Francia. Cómo acabó vestido de esta guisa y por qué no se encontraba en el cónclave sigue siendo un misterio. Hasta el momento, el Vaticano se ha negado a emitir el menor comentario.»

La cinta empezó a pasar de nuevo.

—¿Nos hemos negado a emitir comentarios? —dijo Rocher—. ¡Concedednos un maldito minuto!

La reportera continuaba hablando con el ceño fruncido.

«Si bien la MSNBC aún no ha confirmado el motivo del atentado, nuestras fuentes nos informan de que la responsabilidad de los asesinatos ha sido reivindicada por un grupo que se hace llamar los Illuminati.»

Olivetti estalló.


¿Cómo?

«... averiguar más sobre los Illuminati visiten nuestra página web en...»


Non é possibile!
—exclamó Olivetti. Cambió de canal.

En el nuevo canal apareció un reportero español.

«... una secta satánica conocida como los Illuminati, a la que algunos historiadores creen...»

Olivetti empezó a apretar las teclas del mando a distancia como enloquecido. Todos los canales estaban emitiendo en directo. La mayoría en inglés.

«... Guardias Suizos sacaron un cadáver de una iglesia a primera hora de la noche. Se cree que el cuerpo era el del cardenal...»

«... las luces de la basílica y los Museos están apagadas, lo cual da pie a especular...»

«... hablarán con el experto en conspiraciones Tyler Tingley sobre el sorprendente resurgimiento...»

«... rumores de otros dos asesinatos planeados para esta misma noche...»

«... se preguntan ahora si el posible futuro Papa, el cardenal Baggia, se halla entre los desaparecidos...»

Vittoria apartó la vista. Los acontecimientos se estaban precipitando. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, el magnetismo de la tragedia humana parecía estar atrayendo a la gente hacia el Vaticano. La muchedumbre congregada en la plaza aumentaba a cada instante. Cientos de peatones avanzaban hacia ellos, mientras una nueva oleada de camionetas de televisiones se apoderaban de la plaza de San Pedro.

El comandante Olivetti dejó el mando a distancia y se volvió hacia el camarlengo.

—Signore, no puedo imaginar cómo ocurrió esto. ¡Nos apoderamos de la cinta que había en esa cámara!

El camarlengo parecía demasiado estupefacto para hablar.

Nadie decía una palabra. Los Guardias Suizos estaban en posición de firmes.

—Por lo visto —dijo el camarlengo al fin, demasiado destrozado para estar enfurecido—, no hemos controlado esta crisis tan bien como me indujeron a creer. —Miró por la ventana la muchedumbre congregada—. He de hacer una declaración.

Olivetti negó con la cabeza.

—No, signore. Eso es precisamente lo que los Illuminati quieren que haga: confirmar su existencia, conferirles poder. Hemos de guardar silencio.

—¿Y esas personas? —El camarlengo señaló hacia la ventana—. Pronto habrá reunidas decenas de miles. Después, cientos de miles. Continuar esta charada sólo consigue ponerlas en peligro. He de advertirles. Después, tendremos que evacuar a nuestro Colegio Cardenalicio.

—Aún hay tiempo. Deje que el capitán Rocher encuentre la antimateria.

El camarlengo se volvió.

—¿Intenta darme órdenes?

—No, le doy un consejo. Si le preocupa la gente de fuera, podemos anunciar una fuga de gas para despejar la zona, pero admitir que somos rehenes es peligroso.

—Sólo se lo diré una vez, comandante. No utilizaré este despacho como pulpito para mentir al mundo. Si anuncio algo, será la verdad.

—¿La verdad? ¿Que terroristas satánicos amenazan con destruir el Vaticano? Eso sólo debilitaría nuestra posición.

El camarlengo le miró furioso.

—¿Es que nuestra posición puede ser aún más débil?

Rocher gritó de repente, se apoderó del mando a distancia y subió el volumen de la televisión. Todos se volvieron.

La mujer de la MSNBC parecía desconcertada. A su lado había una foto superpuesta del difunto Papa.

«... información de última hora. Nos acaba de llegar de la BBC... —Miró a un lado de la cámara, como para confirmar que podía continuar. Tras haber recibido permiso, se volvió hacia los espectadores—. Los Illuminati acaban de asumir la responsabilidad de... —Vaciló—. Asumen la responsabilidad de la muerte del Papa, sucedida hace quince días.»

El camarlengo se quedó boquiabierto.

Rocher dejó caer el mando a distancia.

Vittoria apenas fue capaz de asimilar la información.

«Según la ley vaticana —continuó la mujer—, jamás se practica la autopsia a un Papa, de modo que es imposible confirmar la afirmación de los Illuminati. No obstante, éstos sostienen que la causa de la muerte del Papa no fue una
apoplejía,
tal como dijo el Vaticano, sino
envenenamiento.»

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