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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (35 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¡Cuidado! —chilló Macri.

Era una cámara experta, y tenía muy buena vista. Por suerte, Glick también fue rápido. Pisó los frenos y consiguió no entrar en el cruce justo cuando una hilera de cuatro Alfa Romeo aparecían de la nada y pasaban como una exhalación. Enseguida, los coches aminoraron la velocidad y giraron a la izquierda una manzana más adelante, siguiendo la ruta exacta que Glick quería tomar.

—¡Maníacos! —gritó Macri.

Glick parecía impresionado.

—¿Has visto eso?

—¡Sí, lo he visto! ¡Un poco más y nos matan!

—No, me refiero a los coches —dijo Glick con voz nerviosa de repente—. Todos eran iguales.

—Eso quiere decir que eran maníacos carentes de imaginación.

—Los coches iban llenos.

—¿Y qué?

—¿Cuatro coches idénticos,
todos
con cuatro pasajeros?

—¿Has oído hablar de compartir coche?

—¿En Italia? —Glick inspeccionó el cruce—. Ni siquiera han oído hablar de la gasolina sin plomo.

Pisó el acelerador y salió tras los coches.

Macri se hundió contra el respaldo de su asiento.

—¿Qué estás haciendo?

Glick aceleró y giró a la izquierda, en persecución de los Alfa Romeo.

—Algo me dice que tú y yo no somos los únicos que van a esa iglesia.

67

La bajada fue lenta.

Langdon descendió peldaño a peldaño por la escalerilla que conducía al subterráneo de la Capilla Chigi.
Me meto en el agujero del
demonio,
pensó. Estaba encarado a la pared lateral, de espaldas a la cripta, y se preguntó cuántos espacios angostos más podría encontrar en un solo día. La escalerilla crujía a cada paso que daba, y el intenso olor a carne descompuesta y humedad eran casi asfixiantes. Langdon se preguntó dónde demonios estaba Olivetti.

La silueta de Vittoria aún era visible arriba, empuñando el soplete que iluminaba a Langdon. A medida que descendía, el resplandor se iba atenuando. Lo único que aumentaba era el hedor.

Doce peldaños más abajo, sucedió. El pie de Langdon se posó en un punto resbaladizo a causa de la putrefacción y se tambaleó. Saltó hacia adelante y aferró la escalerilla con los antebrazos para no caer al fondo. Maldijo las contusiones que florecían en sus brazos, impulsó su cuerpo hacia la escalerilla de nuevo y continuó su descenso.

Tres peldaños después, estuvo a punto de caer, pero en esta ocasión no fue un peldaño lo que causó el accidente. Fue un ataque de miedo. Había pasado ante un nicho de la pared, y de pronto se encontró cara a cara con una colección de calaveras. Cuando contuvo la respiración y miró a su alrededor, cayó en la cuenta de que este nivel de la pared era un laberinto de nichos sepulcrales, llenos de esqueletos. A la luz fosforescente, se materializó un conglomerado de cuencas oculares vacías y cajas torácicas putrefactas.

Esqueletos a la luz de las velas,
pensó con ironía, al darse cuenta de que había padecido una velada similar el mes pasado.
Una noche
de huesos y llamas.
La cena de beneficencia del Museo de Arqueología de Nueva York, celebrada a la luz de las velas: salmón flameado a la sombra de un esqueleto de brontosauro. Había acudido a la invitación de Rebecca Strauss, en otro tiempo modelo, ahora crítica de arte del
Times,
un torbellino de terciopelo negro, cigarrillos y pechos remodelados de una manera poco sutil. Desde entonces, le había llamado dos veces. Langdon no le había devuelto las llamadas.
Muy
poco caballeroso,
pensó, mientras se preguntaba cuánto tiempo duraría Rebecca Strauss en un pozo hediondo como éste.

Langdon experimentó un gran alivio cuando sintió que el último peldaño daba paso a la tierra esponjosa del fondo. Notó húmedo el suelo que pisaba. Una vez seguro de que las paredes no iban a cerrarse sobre él, se volvió hacia la cripta. Era circular, de unos seis metros de diámetro. Langdon, que volvía a respirar tapándose la nariz con la manga de la chaqueta, desvió la vista hacia el cadáver. La imagen se veía borrosa en la oscuridad. Un contorno blanco, carnoso. Con la cara mirando en dirección contraria. Inmóvil. Silencioso.

Avanzó y trató de entender lo que estaba contemplando. El hombre le daba la espalda, de forma que Langdon no podía ver su cara, pero parecía estar de pie.

—¿Hola? —dijo Langdon con voz estrangulada. Nada. Cuando se acercó más, reparó en que el hombre era muy bajo.
Demasiado

—¿Qué está pasando? —preguntó Vittoria desde arriba al tiempo que movía el soplete.

Langdon no contestó. Estaba lo bastante cerca para verlo todo. Comprendió, y lo que vio le repugnó. Tuvo la impresión de que la cámara se estrechaba a su alrededor. Del suelo del pozo emergía un anciano. .. o, mejor dicho, la mitad de él. Estaba enterrado hasta la cintura en la tierra. Desnudo. Las manos atadas a la espalda con el fajín rojo de cardenal. Erguido, con la espalda arqueada hacia atrás como un saco de arena. El hombre tenía los ojos alzados hacia el cielo, como si implorara ayuda a Dios.

—¿Está muerto? —preguntó Vittoria.

Langdon avanzó hacia el cuerpo.
Por su bien, espero que sí.
Cuando estuvo a menos de un metro, miró los ojos levantados hacia las alturas. Se le salían de las órbitas, azules e inyectados en sangre. Langdon se inclinó para comprobar si aún respiraba, pero retrocedió al instante.

—¡Por los clavos de Cristo!

—¿Qué?

Langdon estuvo a punto de vomitar.

—Está muerto. Acabo de descubrir la causa de la muerte. —La visión era espeluznante—. Le han llenado la boca de tierra. Murió asfixiado.

—¿De tierra?

Langdon respiró hondo.
Tierra.
Casi lo había olvidado,
Las marcas. Tierra, Aire, Fuego, Agua.
El asesino había amenazado con marcar a cada víctima con uno de los antiguos elementos de la ciencia. El primer elemento era la Tierra.
Desde la tumba terrenal de San.
Mareado por las emanaciones, Langdon rodeó el cadáver. Al moverse, el estudioso de los símbolos que era repitió en voz alta el desafío artístico de crear el ambigrama mítico.
¿Tierra? ¿Cómo?
Y no obstante, un instante después, lo tuvo frente a él. Siglos de leyendas sobre los Illuminati remolinearon en su mente. La marca impresa en el pecho del cardenal estaba chamuscada y sanguinolenta. La carne se había ennegrecido,
La lingua pura...

Langdon contempló la marca, mientras la cripta empezaba a dar vueltas a su alrededor.

—Tierra —susurró, y giró la cabeza para ver el símbolo al revés—. Tierra.

Después, horrorizado, cayó en la cuenta.
Hay tres más.

68

Pese a la tenue luz de las velas que reinaba en la Capilla Sixtina, el cardenal Mortati estaba muy nervioso. El cónclave había empezado de manera oficial. Y había empezado de una forma muy poco auspiciosa.

Treinta minutos antes, a la hora señalada, el camarlengo Carlo Ventresca había entrado en la capilla. Caminó hasta el altar y recitó la oración de apertura. Después, desenlazó las manos y les habló en el tono más directo que Mortati había oído jamás.

—Sabéis muy bien que nuestros cuatro
preferiti
no se hallan presentes en el cónclave en este momento —dijo el camarlengo—. Pido, en nombre de Su difunta Santidad, que cumpláis vuestro deber... con fe y determinación. No tengáis presente más que a Dios.

Después dio media vuelta para marcharse.

—Pero ¿dónde están? —soltó un cardenal.

El camarlengo se detuvo.

—No sabría decirlo.

—¿Cuándo volverán?

—No sabría decirlo.

—¿Se encuentran bien?

—No sabría decirlo.

—¿Cuándo volverán?

Siguió una larga pausa.

—Tened fe —dijo el camarlengo. Después abandonó la sala.

Habían sellado las puertas de la Capilla Sixtina, tal como mandaba la tradición, con dos pesadas cadenas. Cuatro Guardias Suizos vigilaban en el pasillo. Mortati sabía que las puertas sólo se abrirían, antes de elegir al Papa, si alguien de los encerrados caía mortalmente enfermo, o si los
preferiti
llegaban. Mortati rezó para que fuera lo último, aunque a juzgar por el nudo de su estómago no estaba demasiado seguro.

Cumplamos nuestro deber,
decidió Mortati, guiándose por la fuerza que proyectaba la voz del camarlengo. En consecuencia, había convocado una votación. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Habían tardado media hora en terminar los rituales que precedían a la primera votación. Mortati había esperado con paciencia en el altar principal, mientras cada cardenal, por orden descendente de edad, se había acercado y procedido a votar según el ritual.

Ahora, por fin, el último cardenal había llegado al altar, y estaba arrodillado ante él.

—Pongo por testigo a Dios nuestro Señor —declaró el cardenal, tal como habían hecho los demás—, quien será mi juez, que otorgo mi voto al que considero ante Dios que debería ser elegido.

El cardenal se incorporó. Alzó el voto por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viera. Después, bajó el voto hasta el altar, donde una bandeja descansaba sobre un amplio cáliz. Depositó el voto sobre la bandeja. A continuación, alzó la bandeja y la utilizó para dejar caer el voto en el cáliz. Se utilizaba la bandeja para impedir que alguien depositara varios votos en secreto.

Después de votar, volvió a colocar la bandeja sobre el cáliz, se inclinó ante la cruz y regresó a su asiento.

Habían depositado el último voto.

Ahora Mortati tenía que empezar a trabajar.

Con la bandeja encima del cáliz, agitó los votos para mezclarlos. Después, apartó la bandeja y extrajo un voto al azar. Lo desdobló. La papeleta medía cinco centímetros de ancho exactos. Leyó en voz alta para que todo el mundo le oyera.


Eligo in summum pontificem...
—anunció, leyendo el texto impreso en la parte superior de cada papeleta.
Elijo como Sumo Pontífice. ..

Después, dijo el nombre del elegido. A continuación, alzó una aguja enhebrada y perforó la papeleta por la palabra
Eligo,
y deslizó con cuidado la papeleta en el hilo. Después, tomó nota del voto en un cuaderno.

A continuación, repitió el mismo procedimiento. Eligió un voto del cáliz, lo leyó en voz alta, lo enhebró en el hilo y anotó el nombre en el libro. Casi de inmediato, Mortati presintió que la primera votación se saldaría con el fracaso. No habría consenso. Al cabo de tan sólo siete votos, ya habían sido nominados siete cardenales. Como de costumbre, la caligrafía de cada voto se disimulaba con mayúsculas o letra ornamentada. El disimulo no dejaba de ser irónico en este caso, porque era evidente que los cardenales estaban votando por sí mismos. Mortati sabía que este aparente engreimiento no tenía nada que ver con las ambiciones personales. Era una maniobra defensiva. Una táctica dilatoria para asegurar que ningún cardenal recibiría suficientes votos para ganar... y se forzaría otra votación.

Los cardenales estaban esperando a sus
favoriti...

Una vez tomada nota del último voto, Mortati declaró la votación «fallida».

Tomó el hilo del que colgaban todas las papeletas y ató los extremos para crear un aro. Después, dejó el aro de votos sobre una bandeja de plata. Añadió los productos químicos necesarios y llevó la bandeja a una pequeña chimenea que había detrás de él. Prendió fuego a los votos. Cuando ardieron, los productos químicos crearon un humo negro. El humo ascendió por una tubería hasta un agujero del tejado, que se elevaba por encima de la capilla para que todo el mundo fuera testigo. El cardenal Mortati acababa de enviar su primer comunicado al mundo exterior.

Una votación. No había Papa.

69

Casi asfixiado por las emanaciones, Langdon subió por la escalerilla hacia la luz que se veía en lo alto del pozo. Oía voces arriba, pero todo era absurdo. Imágenes del cardenal marcado daban vueltas en su mente.

Tierra... Tierra...

Mientras ascendía se le nublaba la vista, y temió desmayarse. A dos escalones del final, perdió el equilibrio. Se izó con la intención de encontrar el borde, pero estaba demasiado lejos. Estuvo a punto de precipitarse al vacío. Sintió un fuerte dolor debajo de los brazos, y de repente se encontró flotando sobre el abismo.

Las fuertes manos de dos Guardias Suizos le sujetaban por debajo de las axilas y le levantaban. Un momento después, la cabeza de Langdon emergió del agujero del demonio, medio asfixiado y falto de aire. Los guardias le tendieron sobre el frío suelo de mármol.

Por un momento, Langdon no supo dónde estaba. Arriba veía estrellas, planetas en órbita. Figuras borrosas correteaban. Había gente que gritaba. Intentó incorporarse. Estaba tendido al pie de una pirámide de piedra. Una voz conocida resonó en la capilla con tono encolerizado, y Langdon volvió a la realidad.

Olivetti estaba chillando a Vittoria.

—¿Por qué demonios se equivocaron de lugar?

La joven intentaba explicar la situación.

Olivetti la interrumpió a mitad de una frase y se volvió para ladrar órdenes a sus hombres.

—¡Saquen ese cadáver de ahí! ¡Registren el resto del edificio!

Langdon trató de levantarse. La Capilla Chigi estaba llena de Guardias Suizos. La cortina de plástico que cubría la entrada de la capilla había sido arrancada, y el aire fresco llenó los pulmones de Langdon. Mientras recuperaba poco a poco los sentidos, vio que Vittoria se acercaba a él. Se arrodilló con su cara de ángel.

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