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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (36 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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—¿Te encuentras bien?

La joven le tomó el pulso. Notó la ternura de sus manos sobre la piel.

—Gracias. —Langdon se incorporó por fin—. Olivetti está cabreado.

Vittoria asintió.

—Tiene todo el derecho. Nos hemos equivocado.

—Quieres decir que yo me equivoqué.

—Pues redímete. Atrápale la próxima vez.

¿La próxima vez?
Langdon pensó que era un comentario
cruel ¡No hay próxima vez! ¡Hemos perdido nuestra oportunidad!

Vittoria consultó el reloj de Langdon.

—Mickey dice que nos quedan cuarenta minutos. Concéntrate y ayúdame a encontrar el siguiente indicador.

—Ya te he dicho, Vittoria, que las esculturas han desaparecido. El Sendero de la Iluminación está...

Vittoria sonrió.

De pronto, Langdon se puso de pie con un gran esfuerzo, mareado, y contempló las obras de arte que le rodeaban.
Pirámides, estrellas, planetas, elipses.
De repente, se acordó de todo.
¡Éste es el primer altar de la ciencia! ¡El Panteón no!
Comprendió lo perfecta que resultaba la capilla para los Illuminati, mucho más sutil y selectiva que el Panteón, famoso en todo el mundo. La Capilla Chigi estaba en un nicho apartado, un tributo a un gran mecenas de la ciencia, decorada con simbología terrenal.
Perfecta.

Langdon se apoyó contra la pared y contempló las enormes esculturas en forma de pirámide. Vittoria estaba en lo cierto. Si esta capilla era el primer altar de la ciencia, cabía la posibilidad de que todavía albergara la escultura de los Illuminati que hiciera las veces d e primer indicador. Langdon sintió una reparadora oleada de esperanza cuando comprendió que aún tenían otra oportunidad. Si el indicador se encontraba en la capilla, y podían seguirlo hasta el siguiente altar de la ciencia, quizá podrían detener al asesino.

Vittoria se acercó más.

—He descubierto quién fue el escultor de los Illumínati.

Langdon volvió la cabeza al instante.

—¿Que has
qué
?

—Ahora, sólo necesitamos averiguar cuál de las esculturas que hay aquí es el...

—¡Espera un momento!
¿Sabes
quién fue el escultor de los Illuminati?

Había dedicado años a la búsqueda de esa información.

Vittoria sonrió.

—Fue Bernini. —Hizo una pausa—.
Ese
Bernini.

Langdon supo de inmediato que se había equivocado. Bernini era imposible. Gianlorenzo Bernini era el segundo escultor más famoso de todos los tiempos, y su fama sólo la eclipsaba el mismísimo Miguel Ángel. En el siglo XVII, Bernini creó más esculturas que cualquier otro artista. Por desgracia, el hombre al que estaban buscando era un desconocido, un don nadie.

Vittoria frunció el ceño.

—No pareces muy contento.

—Bernini es imposible.

—¿Por qué? Bernini fue contemporáneo de Galileo. Era un escultor brillante.

—Era un hombre muy famoso y católico.

—Sí —dijo Vittoria—. Igual que Galileo.

—No —protestó Langdon—. Nada que ver con Galileo. Galileo era una espina clavada en el costado del Vaticano. Bernini era el chico favorito del Vaticano. La Iglesia quería a Bernini. Fue nombrado autoridad artística suprema del Vaticano. ¡Vivió prácticamente en el Vaticano durante toda su vida!

—Una coartada perfecta. Un Illuminatus infiltrado.

Langdon se sentía confundido.

—Vittoria, los Illuminati se referían a su artista secreto como
il maestro ignoto.
El maestro desconocido.

—Sí, desconocido para
ellos.
Piensa en el secretismo de los masones. Sólo los miembros del escalón superior conocían toda la verdad. Galileo pudo haber ocultado la verdadera identidad de Bernini a casi todos los miembros... por el bien del artista. De esa forma, el Vaticano nunca lo descubrió.

Langdon no estaba convencido, pero debía admitir que la lógica de Vittoria tenía un sentido extraño. Los Illuminati eran famosos por guardar información secreta compartimentada, de forma que la verdad sólo se revelaba a los miembros del nivel superior. Era la piedra angular de su habilidad para existir en secreto... Muy pocos conocían toda la historia.

—La pertenencia de Bernini a la secta de los Illuminati explica por qué diseñó esas dos pirámides —añadió Vittoria con una sonrisa.

Langdon se volvió hacia las enormes esculturas y meneó la cabeza.

—Bernini era un escultor religioso. Es imposible que esculpiera esas pirámides.

Vittoria se encogió de hombros.

—Díselo a la placa que tienes detrás.

Langdon se dio media vuelta.

ARTE DE LA CAPILLA CHIGI

Si bien el diseño arquitectónico es de Rafael, todos los ornamentos interiores son obra de Gianlorenzo Bernini.

Langdon leyó la placa dos veces, sin convencerse todavía. Gianlorenzo Bernini era celebrado por sus recargadas esculturas religiosas de la Virgen María, ángeles, profetas y papas. ¿Qué hacía esculpiendo pirámides?

Alzó la vista hacia los imponentes monumentos, desorientado por completo. Dos pirámides, cada una con un brillante medallón elíptico. Era lo más cercano a una escultura no cristiana. Las pirámides, las estrellas en lo alto, los signos del Zodíaco.
Todos los ornamentos interiores son obra de Gianlorenzo Bernini.
Si eso era cierto, significaba que Vittoria
tenía
razón. Por eliminación, Bernini era el maestro desconocido de los Illuminati. Nadie más había colaborado en la decoración de la capilla. Las implicaciones se sucedieron en tropel, demasiado deprisa para que Langdon las asimilara.

Bernini era un llluminatus.

Bernini diseñó los ambigramas de los Illuminati.

Bernini trazó el Sendero de la Iluminación.

Langdon apenas podía hablar. ¿Era posible que aquí, en esta diminuta Capilla Chigi, el famoso Bernini hubiera colocado una escultura que señalara el camino hacia el siguiente altar de la ciencia?

—Bernini —dijo—. Nunca me lo habría imaginado.

—¿Quién sino un famoso artista del Vaticano habría gozado de la influencia suficiente para distribuir sus obras de arte por capillas católicas de toda Roma, para crear así el Sendero de la Iluminación? Un desconocido no, desde luego.

Langdon meditó sobre las palabras de Vittoria.

Miró las pirámides, se preguntó si alguna de las dos podía ser el indicador.
¿Quizá las dos?

—Las pirámides están encaradas en direcciones opuestas —dijo sin saber muy bien qué deducir de ello—. También son idénticas, de modo que no sé cuál...

—No creo que las pirámides sean lo que estamos buscando.

—Pero son las únicas esculturas que hay aquí.

Vittoria le interrumpió para señalar a Olivetti y algunos guardias, congregados cerca del agujero del demonio.

Langdon siguió la dirección de la mano de Vittoria hasta la pared del fondo. Al principio, no vio nada. Después alguien se movió y distinguió algo. Mármol blanco. Un brazo. Un torso. Y después, un rostro esculpido. Oculto en parte en su nicho. Dos figuras humanas de tamaño natural entrelazadas. El pulso de Langdon se aceleró. Se había obsesionado hasta tal punto con las pirámides y el agujero del demonio que ni siquiera había visto esa escultura. Atravesó la estancia, abriéndose paso entre los guardias. Cuando se acercó, reconoció que la obra era de Bernini: la intensidad de la composición artística, las caras trabajadas y las ropas sueltas, todo tallado en el mármol blanco más puro que podía comprar el dinero del Vaticano. No fue hasta que estuvo casi delante que Langdon reconoció la escultura. Miró las dos caras y lanzó una exclamación ahogada.

—¿Quiénes son? —preguntó Vittoria, que le había pisado los talones.

Langdon estaba estupefacto.


Habakkuk y el Ángel
—dijo con voz casi inaudible. La pieza era una obra de Bernini muy conocida, incluida en algunos textos de historia del arte. Langdon había olvidado que adornaba la capilla.

—¿Habakkuk?

—Sí. El profeta que predijo la aniquilación de la Tierra.

Vittoria no ocultó su inquietud.

—¿Crees que es el indicador?

Langdon asintió, asombrado. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo. Éste era el primer indicador de los Illuminati. Sin la menor duda. Aunque había esperado que la escultura «señalara» al siguiente altar de la ciencia, no esperaba que fuera literal. Tanto el ángel como Habakkuk tenían los brazos extendidos y señalaban hacia la
lejanía.

De repente, Langdon se descubrió sonriendo.

—No es demasiado sutil, ¿verdad?

Vittoria parecía entusiasmada, pero confusa.

—Los veo señalar, pero se contradicen mutuamente. El ángel está señalando en una dirección, y el profeta en otra.

Langdon lanzó una risita. Era cierto. Si bien ambas figuras señalaban hacia la lejanía, lo hacían en direcciones contrarias. No obstante, Langdon ya había solucionado el problema. Se encaminó hacia la puerta, pletórico de energía.

—¿Adónde vas? —preguntó Vittoria.

—¡Afuera! —Langdon sintió las piernas ligeras de nuevo cuando corrió hacia la puerta—. ¡He de ver en qué dirección apunta esa escultura!

—¡Espera! ¿Cómo sabes
qué
dedo has de seguir?

—El poema —gritó Langdon sin volverse—. ¡La última línea!

—¿«Que ángeles guíen tu búsqueda»? —Vittoria miró hacia el dedo extendido del ángel. Sus ojos se nublaron de manera inesperada—. ¡Que me aspen!

70

Gunther Glick y Chinita Macri estaban sentados en la camioneta de la BBC, aparcada en las sombras en una calle que desembocaba en la Piazza del Popolo. Habían llegado poco después de los cuatro Alfa Romeo, justo a tiempo de presenciar una inconcebible cadena de acontecimientos. Chinita aún no tenía ni idea de qué significaba todo aquello, pero no por ello dejó de seguir filmando.

En cuanto llegaron, ella y Glick habían visto un pequeño ejército de hombres jóvenes salir de los Alfa Romeo y rodear la iglesia. Algunos empuñaban armas. Uno de ellos, un hombre de más edad muy envarado, subió por las escaleras de la iglesia al mando de un grupo. Los soldados desenfundaron sus pistolas y volaron los cerrojos de las puertas principales. Macri no oyó nada, y supuso que iban provistas de silenciadores. Después los soldados entraron.

Chinita había recomendado que filmaran desde las sombras, sin moverse del coche. Al fin y al cabo, las pistolas eran pistolas, y gozaban de una excelente visibilidad desde la camioneta. Glick no había discutido. Ahora, al otro lado de la
plaza,
de la iglesia no paraban de salir y entrar hombres. Se gritaban mutuamente. Chinita ajustó la cámara para seguir a un grupo que registraba la zona circundante. Todos, vestidos de paisano, se movían con precisión militar.

—¿Quiénes crees que son? —preguntó.

—Ni idea. —Glick parecía fascinado—. ¿Lo estás filmando todo?

—Cada fotograma.

—¿Todavía crees que deberíamos volver al cónclave? —preguntó en tono engreído.

Chinita no supo muy bien qué decir. Algo estaba pasando aquí, pero su experiencia profesional le decía que, con frecuencia, existía una explicación muy sosa para acontecimientos interesantes.

—Tal vez no sea nada —dijo—. Puede que esos tipos hayan recibido el mismo soplo que tú y lo estén comprobando. Podría ser una falsa alarma.

Glick le sujetó el brazo.

—¡Allí! Enfoca.

Señaló la iglesia.

Chinita giró la cámara hacia lo alto de la escalera.

—Caramba —dijo mientras seguía a un hombre que salía de la iglesia.

—¿Quién es el finolis?

Chinita rodó un primer plano.

—No le he visto nunca. —Enfocó la cara del hombre y sonrió—. Pero no me importaría volver a verle.

Robert Langdon bajó por las escaleras de la iglesia y se encaminó al centro de la plaza. Ya estaba oscureciendo, pero el sol primaveral se demoraba en la parte sur de Roma. El sol había desaparecido detrás de los edificios circundantes, y las sombras se alargaban sobre la plaza.

—De acuerdo, Bernini —se dijo en voz alta—. ¿Adónde rayos señala tu ángel?

Se volvió y examinó la orientación de la iglesia desde el punto del que había venido. Se imaginó el interior de la Capilla Chigi, y la escultura del ángel. Se volvió sin vacilar hacia el oeste, hacia el resplandor del sol agonizante. El tiempo se estaba agotando.

—Suroeste —dijo, y miró con el ceño fruncido las tiendas y apartamentos que no le dejaban ver—. El siguiente indicador está allí.

Langdon se devanó los sesos, y reprodujo en su mente página tras página de historia del arte italiano. Aunque estaba familiarizado con la obra de Bernini, era consciente de que como el escultor había sido muy prolífico sólo un especialista podía conocer a fondo su producción. De todos modos, teniendo en cuenta la fama relativa del primer indicador,
Habakkuk y el Ángel,
Langdon confiaba en que el segundo fuera una obra que conociera de memoria.

Tierra, Aire, Fuego, Agua,
pensó. Habían encontrado la
Tierra,
dentro de la Capilla de la Tierra. Habakkuk era el profeta que predijo la aniquilación de la Tierra.

Aire
es el siguiente. Langdon se obligó a pensar.
¡Una escultura
de Bernini que esté relacionada con el aire!
Estaba en blanco, pero se sentía pletórico de energías.
¡He descubierto el Sendero de la Iluminación! ¡Sigue intacto!

Langdon miró al suroeste y se esforzó por ver la aguja o la torre de una catedral que se alzara sobre los obstáculos. No vio nada. Necesitaba un plano. Si conseguían averiguar qué iglesias habían al suroeste de la plaza, tal vez una de ellas despertaría la memoria de Langdon. Aire, insistió.
Aire. Bernini. Escultura. Aire. ¡Piensa!

Dio media vuelta y volvió a las escaleras de la catedral. Vittoria y Olivetti le salieron al encuentro bajo los andamios.

—Suroeste —señaló Langdon—. La siguiente iglesia está al suroeste de aquí.

—¿Está seguro esta vez? —preguntó Olivetti con frialdad.

Langdon no mordió el anzuelo.

—Necesitamos un plano. Uno que muestre todas las iglesias de Roma.

El comandante le estudió un momento, con expresión imperturbable.

Langdon consultó su reloj.

—Sólo nos queda media hora.

Olivetti bajó la escalera en dirección a su coche, aparcado delante de la iglesia. Langdon supuso que iba a buscar un plano.

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