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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (24 page)

BOOK: Anochecer
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Al final de la velada le preguntó —gentilmente, alegremente, hábilmente— si podía acompañarla a casa. Pero ella trazó el límite allí.

Él no pareció turbado. Simplemente le pidió volver a verla.

Salieron dos o tres veces más después de eso, a lo largo de un período de quizá dos meses. El esquema fue el mismo cada vez: cena en algún lugar elegante, una conversación bien llevada, al final una delicadamente construida invitación para que ella pasara con él el período de sueño. Siferra le cortó cada vez con la misma habilidad y delicadeza. Se estaba convirtiendo en un juego agradable, en una alegre y despreocupada persecución. Se preguntó cuánto tiempo duraría. Ella no sentía ningún interés en particular en irse a la cama con él, pero lo extraño era que ya no sentía tampoco ningún interés en particular en no irse a la cama con él. Había pasado mucho tiempo desde que se había sentido de aquel modo con relación a un hombre.

Entonces vino la primera de la serie de columnas en el periódico en las cuales él denunció las teorías del observatorio, cuestionó la cordura de Athor, comparó la predicción de los científicos del eclipse con los locos desvaríos de los Apóstoles de la Llama.

Siferra no lo creyó, al principio. ¿Era aquello una especie de broma? ¿El amigo de Beenay —su amigo ahora, por cierto—, atacándoles de aquella forma tan inmoral?

Transcurrieron un par de meses. Los ataques continuaron. Ella no supo nada de Theremon.

Finalmente, no pudo seguir en silencio más tiempo. Le llamó a la oficina del periódico.

—¡Siferra! ¡Qué delicia! Lo crea o no, iba a llamarla esta misma tarde, para pedirle si estaba interesada en ir a...

—No lo estoy —dijo ella—. Theremon, ¿qué está haciendo?

—¿Haciendo?

—Esas columnas acerca de Athor y el observatorio.

Hubo un silencio durante un largo momento al otro lado de la línea.

Luego él dijo:

—Ah. Está usted trastornada.

—¿Trastornada? ¡Estoy lívida!

—Cree que he sido un poco duro. Mire, Siferra, cuando uno escribe para un público amplio de gente ordinaria, parte de ella muy ordinaria, hay que poner las cosas en términos de blanco y negro o correr el riesgo de no ser entendido. No puedo decir simplemente que creo que Athor y Beenay están equivocados. Tengo que decir que están locos. ¿Me sigue?

—¿Desde cuándo cree usted que están equivocados? ¿Sabe Beenay eso?

—Bueno...

—Lleva usted cubriendo la historia desde hace meses. Ahora ha dado de pronto un giro de ciento ochenta grados. Escuchándole, uno pensaría que todo el mundo en el campus es un discípulo de Mondior y que además todos estamos chiflados. Si necesitaba encontrar usted a alguien que fuera el blanco de sus chistes baratos, ¿no podía haber buscado en alguna otra parte que no fuese la universidad?

—No son chistes, Siferra —dijo Theremon en voz baja.

—Entonces, ¿cree realmente en lo que está escribiendo?

—Sí. Honestamente, sí. No va a haber ningún cataclismo, eso es lo que pienso. Y aquí está Athor tirando del timbre de alarma contra incendios en un teatro atestado. Con mis chistes baratos, con mis aguijoneos aquí y allá a base de un poco de humor benévolo, intento decirle a la gente que no tienen que tomarlo necesariamente en serio..., que no deben dejarse llevar por el pánico, que no deben alarmarse...

—¿Qué? —exclamó ella—. ¡Pero va a haber fuego, Theremon! Y está jugando usted a un juego peligroso con el bienestar de todo el mundo con sus burlas. Escúcheme: he visto las cenizas de los incendios anteriores, incendios de miles de años de antigüedad. Sé lo que va a ocurrir. Llegarán las Llamas. No tengo la menor duda al respecto. Usted ha visto también las pruebas. Y para usted tomar la posición que está tomando ahora es la cosa más destructiva imaginable que puede hacer, Theremon. Es algo cruel y estúpido y odioso. Y absolutamente irresponsable.

—Siferra...

—Creí que era usted un hombre inteligente. Ahora veo que es exactamente como todos los demás de ahí fuera.

—Sifer...

Cortó la comunicación.

Y la mantuvo cortada, negándose a devolver ninguna de sus llamadas, hasta sólo unas pocas semanas antes del día fatídico.

A principios del mes de theptar, Theremon llamó una vez más, y Siferra se encontró al otro lado de la línea antes de saber quién era.

—No cuelgue —dijo él rápidamente—. Concédame sólo un minuto.

—Prefiero que no.

—Escuche, Siferra. Puede odiarme todo lo que quiera, pero quiero que sepa esto: no soy cruel ni estoy loco.

—¿Quién ha dicho que lo fuera?

—Usted lo dijo, hace meses, la última vez que hablamos. Pero no es así. Todo lo que he escrito en mi columna acerca del eclipse ha figurado allí porque yo creo en ello.

—Entonces está usted loco. O es estúpido, al menos. Lo cual puede ser ligeramente distinto, pero en absoluto mejor.

—He examinado las pruebas. Creo que su gente ha estado saltando precipitadamente a conclusiones.

—Bueno, todos sabremos quién tiene razón el próximo diecinueve, ¿no? —dijo ella con frialdad.

—Desearía poder creerla, porque usted y Beenay y el resto de ustedes son unas personas tan espléndidas, tan obviamente dedicadas y brillantes y todo lo demás. Pero no puedo. Soy escéptico por naturaleza. Lo he sido toda mi vida. No puedo aceptar ningún tipo de dogma que otra gente intente venderme. Es un fallo serio de mi carácter, supongo..., me hace parecer frívolo. Quizá sea frívolo. Pero al menos soy honesto. Simplemente no creo que haya un eclipse, o locura, o incendios.

—Esto no es un dogma, Theremon. Es una hipótesis.

—Eso es jugar con las palabras. Lamento si lo que he escrito la ha ofendido, pero no puedo evitarlo, Siferra.

Ella guardó silencio unos instantes. Algo en su voz la había emocionado de una forma extraña. Finalmente dijo:

—Dogma, hipótesis, lo que sea, va a ser probado dentro de pocas semanas. Estaré en el observatorio la tarde del diecinueve. Puede venir allí también, y veremos quién de los dos tiene razón.

—Pero, ¿no se lo ha dicho Beenay? ¡Athor me ha declarado persona non grata en el observatorio!

—¿Eso le ha detenido alguna vez?

—Se niega incluso a hablar conmigo. ¿Sabe?, tengo una proposición que hacerle, algo que podría serle de gran ayuda después del diecinueve, cuando todo este tremendo montaje falle en un aullante anticlímax y el mundo empiece a gritar pidiendo su piel, pero Beenay dice que no hay ninguna posibilidad en absoluto de que hable conmigo, y menos aún de que me deje estar allí esa tarde.

—Venga como invitado mío. Mi cita —dijo ella ácidamente—. Athor estará demasiado ocupado como para que le importe. Quiero que esté usted en la misma habitación que yo cuando el cielo se vuelva negro y empiecen los fuegos. Quiero ver la expresión de su rostro. Quiero ver si tiene usted tanta experiencia en disculparse como la tiene en la seducción, Theremon.

22

Eso había sido hacía tres semanas. Ahora, huyendo furiosa de Theremon, Siferra se apresuró hacia el otro extremo de la habitación y vio a Athor, de pie solo, examinando un conjunto de copias de impresora de ordenador. Estaba girando tristemente las páginas una y otra vez, como si esperara hallar enterrada en algún lugar en medio de las densas columnas una forma de suspender la ejecución del mundo. Entonces alzó la vista y la vio.

El color volvió al rostro de Siferra.

—Doctor Athor, creo que debo pedirle perdón por invitar a ese hombre a que estuviera aquí esta tarde, después de todo lo que ha dicho acerca de nosotros, acerca de usted, acerca de... —Sacudió la cabeza—. Pensé genuinamente que sería instructivo para él hallarse entre nosotros, cuando..., cuando..., bueno, estaba equivocada. Es aún más superficial y estúpido de lo que había imaginado. Nunca hubiera debido decirle que viniera.

Athor dijo débilmente:

—Eso apenas tiene importancia ahora, ¿no? Mientras se mantenga fuera de mi camino, no me importa el que esté aquí o no. Unas cuantas horas más, y luego nada significará ninguna diferencia. —Señaló a través de la ventana, hacia el cielo—. ¡Tan oscuro! ¡Tan tan oscuro! Y, sin embargo, no tan oscuro como será dentro de poco. Me pregunto dónde están Faro y Yimot. No los ha visto usted, ¿verdad? ¿No? Cuando entró, doctora Siferra, dijo que se había producido un problema de último minuto en su oficina. Espero que no fuese nada serio.

—Las tablillas de Thombo han desaparecido —dijo ella.

—¿Desaparecido?

—Estaban en la caja fuerte de los artefactos, por supuesto. Justo antes de salir para venir aquí, el doctor Mudrin vino a verme. Iba camino del Refugio, pero deseaba comprobar una última cosa en su traducción, una nueva noción que se le había ocurrido. Así que abrimos la caja fuerte y..., nada. Desaparecidas, las seis. Tenemos copias, naturalmente. Pero de todos modos..., los originales, los auténticos objetos antiguos...

—¿Cómo puede haber ocurrido esto? — preguntó Athor.

Siferra dijo amargamente:

—¿No resulta obvio? Los Apóstoles las han robado. Probablemente para usarlas como alguna especie de talismanes sagrados, después de..., de que la Oscuridad haya caído sobre nosotros y hecho su trabajo.

—¿Hay algún indicio?

—No soy detective, doctor Athor. No hay prueba alguna que signifique nada para mí. Pero han tenido que ser los Apóstoles. Las han deseado desde que supieron que las teníamos. ¡Oh, desearía no haberles dicho nunca ni una palabra sobre ellas! ¡Desearía no haber mencionado esas tablillas a nadie!

Athor la tomó por las manos.

—No debe mostrarse tan trastornada, muchacha.

¡Muchacha! Le miró con ojos llameantes, asombrada. ¡Nadie la había llamado así en veinticinco años! Pero se tragó su furia. Después de todo, él era viejo. Y sólo intentaba ser amable.

—Dejemos que se las queden, Siferra —dijo Athor—. Ahora no significan ninguna diferencia. Gracias a ese hombre de aquí, nada significa ninguna diferencia, ¿no?

Ella se encogió de hombros.

—Sigo odiando el pensamiento de que algún ladrón con hábitos de Apóstol ha estado husmeando por mi oficina..., forzando mi caja fuerte, cogiendo cosas que yo había puesto al descubierto con mis propias manos. Es casi como una violación de mi cuerpo. ¿Puede comprenderlo, doctor Athor? Haber sido despojada de esas tablillas..., es casi como una violación sexual.

—Sé lo trastornada que se siente —dijo Athor, en un tono que indicaba que en realidad no comprendía nada en absoluto—. Mire..., mire ahí. ¡Qué brillante está Dovim esta tarde! Y, dentro de poco, qué oscuro se volverá todo.

Siferra consiguió esbozar una vaga sonrisa y se alejó de él. La gente iba de un lado para otro a todo su alrededor, comprobando esto, discutiendo aquello, corriendo a la ventana, señalando, murmurando. De tanto en tanto alguien entraba precipitadamente con algún nuevo dato de la cúpula del telescopio.

Se sentía como una completa extraña entre aquellos astrónomos. Y absolutamente débil, absolutamente desamparada. Algo del fatalismo de Athor debe de haberse infiltrado en mí, pensó.

El hombre parecía tan deprimido, tan perdido. No era en absoluto propio de él ser de ese modo.

Deseaba recordarle que no era el mundo lo que terminaría aquella tarde, que era sólo el actual ciclo de civilización. Volverían a reconstruir. Aquellos que se hubieran ocultado seguirían adelante y lo empezarían todo de nuevo, como había ocurrido una docena de veces antes —o veinte, o un centenar— desde el inicio de la civilización en Kalgash.

Pero el que ella le dijera eso a Athor probablemente no le produciría más bien que el que él le dijera que no se preocupara por la pérdida de las tablillas. Él había esperado que todo el mundo se preparara contra la catástrofe. Y en vez de ello sólo una pequeña fracción había prestado algo de atención a la advertencia. Sólo aquellos pocos que habían ido al Refugio de la universidad, o a cualquier otro refugio que pudiera haberse habilitado en otras partes...

Beenay se acercó a ella.

—¿Qué es eso que he oído de Athor? ¿Las tablillas han desaparecido?

—Desaparecido, sí. Robadas. Sabía que nunca hubiera debido permitirme tener ningún tipo de contacto con los Apóstoles.

—¿Crees que ellos las robaron?

—Estoy segura —dijo ella amargamente—. Apenas la existencia de las tablillas de Thombo se convirtió en algo del dominio público me hicieron saber que tenían información que podía serme de utilidad. Lo que deseaban era un acuerdo similar al que había efectuado Athor con ese sumo sacerdote o lo que fuera: Folimun 66. "Hemos conservado nuestro conocimiento del antiguo lenguaje —me dijo Folimun—. El lenguaje hablado en el Año de Gracia anterior." Y al parecer era cierto..., textos de algún tipo, diccionarios, alfabetos de la antigua escritura, quizá muchas más cosas.

—¿Que Athor consiguió obtener de ellos?

—Parte al menos. Lo suficiente, de todos modos, como para determinar que los Apóstoles poseían genuinos registros astronómicos del anterior eclipse..., lo suficiente, dijo Athor, como para probar que el mundo había pasado por un cataclismo así al menos una vez antes.

Athor, siguió contándole a Beenay, que le había proporcionado copias de los pocos fragmentos de textos astronómicos que había recibido de Folimun, y ella se los había mostrado a Mudrin. El cual, por supuesto, los había hallado valiosísimos para su traducción de las tablillas. Pero Siferra se había negado a compartir sus tablillas con los Apóstoles, al menos no en sus condiciones. Los Apóstoles afirmaban hallarse en posesión de una clave para la escritura de las tablillas más primitivas, y quizá fuera cierto. Folimun había insistido, sin embargo, en que ella le proporcionara las auténticas tablillas para ser copiadas y traducidas, en vez de entregarle él a ella el material descodificador que tenía. No aceptaría copias del texto de las tablillas. Tenían que ser los artefactos originales, o no había trato.

—Pero tú trazaste aquí tu límite —dijo Beenay.

—De una forma absoluta. Las tablillas no debían abandonar la universidad. Denos a nosotros la clave textual, le dije a Folimun, y nosotros le proporcionaremos copias de los textos de las tablillas. Luego cada uno intentará una traducción.

Pero Folimun se había negado. Las copias de los textos no le eran de ninguna utilidad, puesto que podían ser rechazadas con mucha facilidad como falsificaciones. En cuanto a entregarle a ella sus propios documentos, no, absolutamente no. Lo que ellos poseían, dijo, era material sagrado, que sólo estaba disponible para los Apóstoles. Si se le entregaban a él las tablillas, les proporcionaría traducciones de todas ellas. Pero ningún extraño iba a echar una mirada a los textos que ya se hallaban en su posesión.

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