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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (25 page)

BOOK: Anochecer
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—En realidad me sentí tentada a unirme a los Apóstoles por un momento —dijo Siferra—, sólo para tener acceso a la clave.

—¿Tú? ¿Una Apóstol?

—Sólo para conseguir su material textual. Pero la idea me repelía. Rechacé a Folimun. —Y Mudrin tuvo que seguir tanteando con sus traducciones sin la ayuda de cuál fuese el material que tenían los Apóstoles. Resultaba claro que las tablillas parecían hablar realmente de alguna terrible condenación que los dioses habían arrojado sobre el mundo..., pero las traducciones de Mudrin era tentativas, vacilantes, escasas.

Bueno, ahora los Apóstoles tenían las tablillas de todos modos, eso era lo más probable. Y resultaba difícil de aceptar. En el caos que se avecinaba, no dejarían de agitar esas tablillas a su alrededor — las tablillas de ella, como una prueba más de su sabiduría y santidad.

—Lamento que tus tablillas han desaparecido, Siferra —dijo Beenay—. Pero quizá todavía haya una posibilidad de que los Apóstoles no las hayan robado. Que aparezcan en alguna parte.

—No cuento con eso —dijo Siferra. Y sonrió pesarosa, y se volvió para contemplar el cada vez más oscuro cielo.

Lo mejor que podía hacer para consolarse era adoptar el punto de vista de Athor: que el mundo terminaría dentro de poco de todos modos, y nada importaba ya mucho. Pero era un triste consuelo. Luchó interiormente contra ese abogado de la desesperación. Lo importante era seguir pensando en el día de pasado mañana..., en la supervivencia, la reconstrucción, la lucha y la realización. No servía de nada hundirse en el desaliento como Athor, aceptar la caída de la humanidad, encogerse de hombros y abandonar toda esperanza.

Una aguda voz de tenor interrumpió bruscamente sus sombrías meditaciones.

—¡Hola, todo el mundo! ¡Hola, hola, hola!

—¡Sheerin! —exclamó Beenay—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Las regordetas mejillas del recién llegado se expandieron en una sonrisa complacida.

—¿Qué es esta atmósfera propia de depósito de cadáveres aquí dentro? Supongo que nadie habrá perdido el valor todavía.

Athor se sobresaltó, consternado, y dijo irritadamente:

—Sí, ¿qué hace usted aquí, Sheerin? Pensé que iba a quedarse en el Refugio.

Sheerin se echó a reír y dejó caer su rechoncha figura en una silla.

—¡Maldito sea el Refugio! El lugar me aburría. Quería estar aquí, donde las cosas están calientes. ¿Acaso no creen que también siento mi cuota de curiosidad? Después de todo, hice el trayecto del Túnel del Misterio. Puedo sobrevivir a otra dosis de Oscuridad. Y quiero ver esas Estrellas de las que los Apóstoles no han dejado de hablar. —Se frotó las manos y añadió, en un tono más sobrio—: Está helando fuera. Los vientos son suficientes como para que te cuelguen carámbanos de la nariz. Dovim no parece proporcionar ningún calor en absoluto, a la distancia a la que se halla esta tarde.

El director de pelo blanco rechinó los dientes en repentina exasperación.

—¿Por qué se ha salido de su camino para hacer una locura como ésta, Sheerin? ¿Qué tipo de bien puede hacer aquí?

—¿Qué tipo de bien puedo hacer en ninguna otra parte? —Sheerin abrió las manos en un gesto de cómica resignación—. Un psicólogo no vale una maldita mierda en el Santuario. No ahora. No hay nada que pueda hacer por ellos. Están todos cómodos y seguros, encerrados bajo tierra, sin nada de lo que preocuparse.

—¿Y si una multitud lo asalta durante la Oscuridad?

Sheerin se echó a reír.

—Dudo mucho que nadie que no sepa dónde está la entrada sea capaz de hallar el Santuario ni a plena luz del día, y no digamos cuando los soles hayan desaparecido. Pero si lo consiguen, bueno, lo que necesitarán entonces serán hombres de acción para defenderles. ¿Yo? Soy cincuenta kilos demasiado pesado para eso. Así que, ¿por qué debería agazaparme ahí abajo con ellos? Prefiero estar aquí.

Siferra sintió que su espíritu se elevaba al oír las palabras de Sheerin. Ella también había decidido pasar la tarde de Oscuridad en el observatorio antes que en el Refugio. Quizá fuese mera jactancia, tal vez estúpido exceso de confianza, pero estaba segura de que podría resistir las horas del eclipse e incluso la llegada de las Estrellas, si había algo de verdad en esa parte del mito y conservar su cordura. Y, así, había decidido no perderse la experiencia.

Ahora parecía que Sheerin, que no era ningún modelo de valentía, había adoptado el mismo enfoque. Lo cual podía significar que había decidido que el impacto de la Oscuridad no sería tan abrumador después de todo, pese a las hoscas predicciones que había estado haciendo durante meses. Había oído sus historias sobre el Túnel del Misterio y los estragos que había provocado, incluso en el propio Sheerin. Sin embargo, ahí estaba. Debía de haber llegado a la conclusión de que la gente, alguna al menos, demostraría ser en definitiva mucho más resistente de lo que había esperado antes.

O tal vez sólo se estaba volviendo temerario. Quizá prefería perder la razón en un rápido estallido aquella tarde, pensó Siferra, que seguir cuerdo y tener que enfrentarse con los innumerables y quizás insuperables problemas de los difíciles tiempos que se avecinaban...

No. No. Estaba cayendo de nuevo en un morboso pesimismo. Apartó el pensamiento de su cabeza.

—¡Sheerin! —Era Theremon, que cruzaba la habitación para saludar al psicólogo—. ¿Me recuerda? ¿Theremon 762?

—Por supuesto que le recuerdo, Theremon —dijo Sheerin. Le tendió la mano—. Dios, amigo mío, se ha mostrado usted un tanto rudo con nosotros últimamente, ¿no cree? Pero esta tarde lo pasado, pasado está.

—Desearía que él hubiera pasado —murmuró Siferra casi para sí misma. Frunció disgustada el ceño y se apartó unos pasos.

Theremon estrechó la mano de Sheerin.

—¿Qué es ese Refugio en el que se supone que tenía que estar usted? He oído hablar algo sobre él aquí esta tarde, pero no tengo una idea exacta de qué es.

—Bueno —dijo Sheerin—, hemos conseguido convencer al menos a unas cuantas personas de la validez de nuestra profecía sobre, hum..., la condenación de la Humanidad, para ser espectaculares al respecto, y esas pocas personas han tomado algunas medidas. Son principalmente familiares directos del personal del observatorio, algunos miembros de las facultades de la Universidad de Saro, y unos pocos de fuera. Mi compañera Liliath 221 está allí en este momento, de hecho, y supongo que yo debería estar también, si no fuera por mi infernal curiosidad. Contándolos todos, hay allí como unas trescientas personas.

—Entiendo. Se supone que permanecerán ocultos allí donde la Oscuridad y las, esto, las Estrellas, no puedan alcanzarles, y resistirán mientras el resto del mundo hace puf.

—Exacto. Los Apóstoles tienen también algún tipo de escondite propio, ¿sabe? No estamos seguros de cuánta gente hay en él..., sólo unos cuantos, si tenemos suerte, pero lo más probable es que tengan a miles de personas apiñadas allí. Que luego saldrán y heredarán el mundo después de la Oscuridad.

—¿Así que se supone que el grupo de la universidad está calculado para contrarrestar eso?

Sheerin asintió.

—Si es posible. No va a resultar fácil. Con casi toda la Humanidad loca, con las grandes ciudades en llamas, con quizás una gran horda de Apóstoles imponiendo su tipo de orden sobre lo que quede del mundo..., no, va a resultarles difícil sobrevivir. Pero al menos tienen comida, agua, refugio, armas...

—Tienen mucho más —dijo Athor—. Tienen todos nuestros registros, excepto los que recojamos hoy. Esos registros serán de importancia capital para el próximo ciclo, y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.

Theremon dejó escapar un largo y bajo silbido.

—¡Entonces, están ustedes completamente seguros de que todo lo que han predicho va a producirse precisamente tal como dicen!

—¿Qué otra posición podemos tomar? —preguntó roncamente Siferra—. Una vez vimos que el desastre llegaría de forma inevitable...

—Sí —dijo el periodista—. Tuvieron que hacer preparativos. Porque se hallaban en posesión de la Verdad. Del mismo modo que los Apóstoles de la Llama se hallan en posesión de la Verdad. Desearía poder estar la mitad de seguro de algo de lo que lo están ustedes, poseedores de la Verdad, esta tarde.

Ella le miró con ojos llameantes.

—¡Desearía que usted pudiera estar ahí fuera esta tarde, vagando por las calles en llamas! Pero no..., ¡no, usted estará seguro aquí dentro! ¡Es más de lo que se merece!

—Tranquilo —dijo Sheerin a Theremon. Le tomó del brazo y dijo en voz baja—: No tiene ningún sentido provocar a la gente ahora, amigo mío. Vayamos a alguna parte donde no molestemos a la gente y podamos hablar.

—Buena idea —dijo Theremon.

Pero no hizo ningún movimiento de abandonar la habitación. Alrededor de la mesa se había iniciado una partida de juego estocástico, y Theremon se paró unos instantes a observar, evidentemente sin comprender nada mientras se efectuaban los movimientos, con rapidez y en silencio. Pareció asombrado por la habilidad de los jugadores en concentrarse en un juego, cuando todos ellos creían que el fin del mundo estaba a tan sólo unas pocas horas de distancia.

—Venga — dijo Sheerin de nuevo.

—Sí. Sí — aceptó Theremon.

Salieron los dos al pasillo, seguidos un instante más tarde por Beenay. Qué hombre más enfurecedor, pensó Siferra.

Contempló el brillante orbe de Dovim que ardía ferozmente rojo en el cielo. ¿Se había vuelto todo un poco más oscuro en los últimos minutos? No, no, se dijo a sí mismo, eso era imposible. Dovim estaba todavía allí. Todo no era más que pura imaginación. El cielo parecía extraño, ahora que Dovim era el único sol que quedaba en él. Nunca lo había visto así antes, con una tonalidad púrpura tan profunda.

Pero distaba mucho de ser oscuro ahí fuera: penumbroso, sí, pero había todavía la suficiente luz, y todo era aún claramente visible pese al brillo relativamente apagado del único y pequeño sol.

Pensó de nuevo en las tablillas perdidas. Luego las barrió furiosa de su mente.

Los jugadores de ajedrez habían tenido la idea correcta, se dijo. Siéntate y relájate. Si puedes.

23

Sheerin abrió camino hasta la habitación contigua. Había sillones más cómodos allí. Y gruesas cortinas rojas en las ventanas, y una moqueta marrón en el suelo. Con la extraña luz color ladrillo de Dovim que penetraba en la habitación, el efecto general era por todas partes el de sangre seca.

Se había sorprendido al ver a Theremon en el observatorio aquella tarde, después de las horrendas columnas que había escrito, después de todo lo que había hecho por arrojar jarros de agua fría sobre la campaña de Athor para que la nación se preparara. En las últimas semanas Athor se había vuelto casi loco de furia cada vez que era mencionado el nombre de Theremon; y sin embargo, de alguna forma, había cedido y le había permitido que se quedara allí para el eclipse.

Eso era extraño y un tanto preocupante. Podía significar que la recia tela de la personalidad del viejo astrónomo había empezado a rasgarse..., que no sólo su furia, sino también toda la estructura interna de su carácter, estaba cediendo frente a la inminente catástrofe.

De todos modos, Sheerin estaba también algo más que ligeramente sorprendido de hallarse él mismo en el observatorio. Había una decisión de último minuto, un puro impulso de un tipo que raras veces experimentaba. Liliath se había mostrado horrorizada. Incluso él se sentía horrorizado. No había olvidado los terrores que sus pocos minutos en el Túnel del Misterio habían suscitado en él.

Pero al final se había dado cuenta de que tenía que estar allí, del mismo modo que había tenido que efectuar aquel trayecto en el Túnel. Para todos los demás tal vez no fuera otra cosa que un despreocupado y mediocre académico con exceso de peso; pero para sí mismo todavía había un científico debajo de toda aquella grasa. El estudio de la Oscuridad le había preocupado durante toda su carrera profesional. ¿Cómo pues podría vivir en paz consigo mismo después, sabiendo que durante el más impresionante episodio de Oscuridad en más de dos mil años había decidido ocultarse en la abrigada seguridad de una cámara subterránea?

No, tenía que estar allí. Ser testigo del eclipse. Sentir cómo la Oscuridad tomaba posesión del mundo.

Theremon dijo con inesperada franqueza, cuando entraron en la habitación contigua:

—Empiezo a preguntarme si tuve razón mostrándome tan escéptico, Sheerin.

—Es lo menos que puede preguntarse.

—Bien, lo hago. Al ver a Dovim solo ahí arriba. Con ese extraño color rojo que se extendía sobre todo. ¿Sabe?, daría diez créditos por una dosis decente de luz blanca en este momento. Un buen Tano Especial bien cargado. Y me gustaría ver también a Tano y Sitha en el cielo. O, mejor aún, a Onos.

—Onos estará ahí por la mañana —indicó Beenay, que acababa de entrar en la habitación.

—Sí, pero, ¿estaremos nosotros? —preguntó Sheerin. Y sonrió de inmediato para quitar mordiente a sus palabras. Luego, a Beenay—: Nuestro periodístico amigo está ansioso por un pequeño sorbo de alcohol.

—A Athor le dará un ataque. Ha dado órdenes de que todo el mundo permanezca sobrio aquí esta tarde.

—Así, ¿no hay nada a mano excepto agua? —preguntó Sheerin.

—Bueno...

—Oh, vamos, Beenay. Athor no vendrá aquí.

—No, supongo que no.

Beenay se dirigió de puntillas hasta la ventana más próxima, se acuclilló, y de un macetero bajo junto a ella extrajo una botella de un líquido rojo que gorgoteó sugerentemente cuando la agitó.

—Pensé que Athor no sabría nada de esta botella —observó mientras regresaba a la mesa—. Bien. Sólo tenemos un vaso, así que como huésped será para ti, Theremon. Sheerin y yo podemos beber de la botella. —Y llenó el pequeño vaso con juicioso cuidado.

Riendo, Theremon dijo:

—Nunca tocabas el alcohol cuando nos conocimos, Beenay.

—Eso era entonces. Esto es ahora. Corren tensos tiempos, Theremon. Estoy aprendiendo. Un buen trago puede ser muy relajante en momentos como éste.

—Eso he oído —dijo Theremon alegremente. Dio un sorbo. Era alguna especie de vino tinto, fuerte y áspero, probablemente vino barato de alguna de las provincias del sur. Exactamente el tipo de cosa que un ex abstemio como Beenay tendería a comprar, al no conocer nada mejor. Pero era preferible a nada.

Beenay dio un buen sorbo de la botella y pasó ésta a Sheerin. El psicólogo la empinó y se la llevó a los labios para dar un lento y largo trago. Luego la depositó con un gruñido satisfecho y un chasquear de los labios y dijo a Beenay:

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