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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (2 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Lo más probable, sin embargo, era que se tratara de una ballena azul que dirigía su canto a un macho, a quizá cinco o seis millas de la costa. Pero ese era el problema con el canto de las ballenas: el agua es un conductor tan potente que resultaba imposible saber si la ballena se encontraba a una o a diez millas de distancia.

Más tranquilos, los dos buzos procedieron con el ascenso.

Fue entonces cuando el primer silbido obtuvo respuesta.

De repente, cerca de una docena de silbidos similares comenzaron a resonar por la densa superficie acuática, envolviendo a los dos buzos. Eran más fuertes que el primer silbido.

Más cercanos.

Los buzos se giraron en todas direcciones, flotando en las cristalinas aguas azules, buscando la procedencia de aquel ruido. Uno de ellos cogió el fusil lanzaarpones que llevaba en bandolera y montó el percutor. De repente aquellos agudos silbidos se convirtieron en alaridos y gemidos.

Y, en ese preciso instante, se escuchó un golpe seco. Los dos buzos alzaron la cabeza en el momento en que la vidriosa superficie del agua rompió en miles de ondas cuando algo de enormes dimensiones cayó al agua, justo encima de ellos.

La enorme campana de inmersión alcanzó la superficie con un sonoro
plaf
.

Benjamin K. Austin daba vueltas alrededor del borde del tanque mientras bramaba órdenes sin cesar. Un traje de buceo negro de un material térmico aislante ceñía su ancho y fornido pecho. Austin era biólogo marino y había estudiado en Stanford. También era la persona al mando de la estación polar Wilkes.

—¡De acuerdo! ¡Manténgala ahí! —gritó Austin al joven técnico que se encargaba de los controles del cabrestante en el nivel C—. Muy bien, damas y caballeros. No hay tiempo que perder. Entren dentro.

Seis figuras ataviadas con trajes de buceo se colocaron alrededor del borde del tanque y se zambulleron una tras otra en las gélidas aguas. Unos segundos después entraron en la enorme y combada campana de inmersión, que en esos instantes se hallaba medio sumergida en el centro del tanque.

Austin se encontraba en el borde del enorme y redondo tanque que conformaba la base de la estación polar Wilkes. Esta, con sus cinco niveles de profundidad, era una apartada estación de investigación costera, un gigantesco cilindro subterráneo que había sido literalmente tallado en la plataforma de hielo. Una serie de estrechas pasarelas y escaleras rodeaban la circunferencia del cilindro vertical, creando un eje circular de considerable tamaño en la parte central de la estación. Las entradas de acceso conducían a las pasarelas, al interior del hielo, conformando así los cinco niveles diferentes de la estación. Al igual que muchos otros antes que ellos, el personal que residía en Wilkes hacía tiempo que había descubierto que la mejor manera de soportar las duras condiciones climatológicas polares era vivir bajo ellas.

Austin cogió su equipo de submarinismo y repitió por enésima vez la ecuación en su cabeza.

Tres horas desde que se había perdido el contacto por radio con los buzos. Antes de que eso ocurriera, una hora de buceo mientras ascendían por el túnel de hielo. Y una hora de descenso en la campana de inmersión…

En la campana de inmersión habrían estado respirando el suministro de heliox, por lo que ese tiempo no contaba. El reloj solo empezó a correr cuando salieron de la campana de inmersión y comenzaron a usar la botella de aire comprimido.

Cuatro horas, entonces.

Los dos buzos habían respirado el aire de las botellas durante cuatro horas.

El problema residía en que sus botellas solo contenían aire para tres.

Y para Austin aquello había supuesto toda una encrucijada.

Las últimas palabras que tanto él como los demás habían escuchado de los dos buzos (antes de que comenzaran las interferencias y la señal de radio se cortara) fueron palabras de preocupación por unos silbidos extraños.

Por un lado, los silbidos podían haber provenido de cualquier cosa: ballenas enanas, azules o cualquier otro tipo de misticeto inofensivo. Y que hubiesen perdido la señal de la radio podía deberse a alguna interferencia causada por cerca de medio kilómetro de hielo y agua. Con los datos de que disponía Austin, lo lógico era suponer que los dos buzos habían dado la vuelta inmediatamente y habían comenzado el trayecto de regreso (de una hora de duración) a la campana de inmersión. Haber ordenado que subieran la campana antes de tiempo los habría dejado en graves dificultades, sin tiempo ni aire suficiente en las botellas.

Por otro lado, si los buzos se hubieran encontrado con algún tipo de problema (orcas, focas leopardo), entonces sin duda Austin habría querido que subieran la campana de inmersión tan rápido como fuera posible para mandar a alguien en su ayuda.

Al final, había concluido que cualquier ayuda que pudiera enviar (para lo que tendría que haber subido la campana de inmersión y hacerla descender de nuevo) habría llegado demasiado tarde. Si Price y Davis tenían alguna posibilidad de sobrevivir, la mejor opción era no subir la campana de inmersión.

Eso había sido hacía tres horas, y ese era el tiempo máximo que Austin estaba dispuesto a concederles. Por ello había ordenado que subieran la campana de inmersión. Un segundo grupo se estaba preparando en ese momento para bajar.

—¡Eh!

Austin se volvió. Sarah Hensleigh, una de los paleontólogos de la estación, se acercó a su lado.

A Austin le gustaba Hensleigh. Era inteligente, pero, al mismo tiempo, sensata y fuerte; no temía ensuciarse las manos. No le sorprendió enterarse de que también era madre. Su hija de doce años, Kirsty, había llegado la semana pasada para visitar la estación.

—¿Qué ocurre? —dijo Austin.

—La oscilación de la antena de la parte superior de la estación es correcta, pero no logramos enviar la señal —dijo Hensleigh—. También parece que se acerca una erupción solar.

—Oh, mierda…

—Tengo a Abby haciendo un barrido de todas las frecuencias militares por si sirviera de algo, pero yo no me haría demasiadas ilusiones.

—¿Y fuera?

—Las cosas no pintan bien. Tenemos olas de veinticinco metros golpeando los acantilados y rachas de viento de ciento ochenta y cinco kilómetros por hora en la superficie. Si tenemos algún herido, nosotros solos no podremos sacarlo de aquí.

Austin se volvió para mirar la campana de inmersión.

—¿Y Renshaw?

—Sigue encerrado en su habitación. —Hensleigh alzó nerviosamente la vista al nivel B.

Austin dijo:

—No podemos esperar más. Tenemos que bajar.

Hensleigh se lo quedó mirando.

—Ben… —comenzó.

—Ni lo piense, Sarah. —Austin comenzó a alejarse de ella y se dirigió hacia el borde del tanque—. La necesito aquí arriba. Y su hija también. Consiga que se reciba nuestra señal. Nosotros iremos por ellos.

—Llegando a novecientos metros. —La voz de Austin resonó por los altavoces de pared.

Sarah Hensleigh se hallaba sentada en el interior de la oscura sala de radio de la estación polar Wilkes.

—Recibido,
Mawson
—dijo al micrófono que tenía ante sí.

—No parece haber ninguna actividad en el exterior, control. No hay moros en la costa. De acuerdo, damas y caballeros, vamos a detener el cabrestante. Prepárense para abandonar la campana de inmersión.

A un kilómetro por debajo del nivel del mar, la campana de inmersión se detuvo.

En el interior, Austin activó su intercomunicador.

—Control, confirmación de hora. Son las 21.32 horas.

Los siete buzos sentados en el interior del limitado espacio de la
Douglas Mawson
se miraron tensamente entre sí.

La voz de Hensleigh se escuchó por el altavoz.

—Recibido,
Mawson
. Hora confirmada a las 21.32 horas.

—Control, anote que volvemos a utilizar nuestro suministro de aire autónomo a las 21.32 horas.

—Anotado.

Los siete buzos se colocaron los pesados cascos de buceo y sujetaron los enganches en las hebillas circulares de sus trajes, situadas a la altura de las clavículas.

—Control, nos disponemos a salir de la campana de inmersión.

Austin dio un paso al frente. Se detuvo un instante para contemplar el tanque negro de agua que chapaleaba contra el borde de la campana de inmersión. A continuación se zambulló en la oscuridad.

—Hora: 22.20. Tiempo de buceo: cuarenta y ocho minutos. Informe de la situación —dijo Hensleigh por su micro.

En el interior de la sala de radio, detrás de Sarah, estaba sentada Abby Sinclair, la meteoróloga de la estación. Durante las últimas dos horas Abby había estado manejando la consola de la radio por satélite, intentando sin éxito contactar con una frecuencia exterior.

Se escuchó un ruido de fondo a través del intercomunicador y la voz de Austin respondió.

—Control, seguimos ascendiendo por el túnel de hielo. Sin novedad por el momento.

—Recibido, equipo —dijo Hensleigh—. Manténganos informados.

Tras ella, Abby pulsó de nuevo el botón de comunicación.

—Llamando a todas las frecuencias, aquí la estación cuatro-cero-nueve. Repito. Aquí la estación cuatro-cero-nueve. Solicitamos ayuda inmediata. Tenemos dos bajas, posiblemente víctimas mortales, y necesitamos refuerzos inmediatos. Por favor, respondan.

Abby soltó el botón y dijo para sí misma:

—Alguien, quien sea.

El túnel de hielo comenzó a ensancharse.

Conforme Austin y los otros buzos fueron ascendiendo por el túnel, se percataron de la existencia de varios extraños agujeros en las paredes del túnel submarino.

Cada agujero era perfectamente redondo, de al menos tres metros de diámetro. Y todos estaban dispuestos en pendiente de forma tal que descendían por el túnel de hielo. Uno de los buzos enfocó con la linterna uno de los agujeros, pero la luz de esta solo reveló una oscuridad impenetrable.

De repente la voz de Austin irrumpió en los intercomunicadores.

—De acuerdo, no se separen. Creo que puedo ver la superficie.

En la sala de radio, Sarah Hensleigh se inclinó hacia adelante para escuchar la voz de Austin por el intercomunicador.

—Superficie en calma. Ni rastro de Price o Davis.

Hensleigh y Abby se miraron. Hensleigh pulsó su intercomunicador.

—Equipo, aquí control. ¿Qué hay de los ruidos que mencionaron? ¿Han podido escuchar algo? ¿Algún canto de ballenas?

—Aún no, control. Espere, voy a salir a la superficie.

El casco de Austin quebró la vítrea superficie.

Conforme las gélidas aguas fueron escurriéndose por la superficie del casco, Austin comenzó a vislumbrar dónde se encontraba. Se hallaba flotando en medio de una enorme charca que, a su vez, se encontraba en un extremo de una gigantesca caverna subterránea.

Austin giró sobre sí lentamente, observando una tras otra las paredes que se alineaban verticalmente alrededor de la caverna. Entonces vio la última pared. Se quedó boquiabierto.

—Control, no van a creer esto —irrumpió la voz atónita de Austin por el intercomunicador.

—¿Qué ocurre, Ben? —dijo Hensleigh por el micro.

—Estoy contemplando una especie de caverna. Las paredes son verticales, de hielo. Probablemente sea consecuencia de alguna actividad sísmica. Desconozco la superficie de la caverna, pero parece extenderse varios metros en el hielo.


Mmm
.

—Hay, esto…, hay algo más aquí abajo, Sarah.

Hensleigh miró a Abby y frunció el ceño. Pulsó el intercomunicador.

—¿De qué se trata, Ben?

—Sarah… —Se produjo una larga pausa—. Sarah, creo que tengo ante mí una nave espacial.

Estaba medio sepultada en la pared de hielo que tenía tras de sí.

Austin la contempló embelesado.

Era completamente negra, y tenía una envergadura de unos veintiocho metros. Dos aerodinámicas colas dorsales se erguían en el aire sobre la parte trasera de la nave. Sin embargo, los dos alerones se encontraban incrustados por completo en la pared de hielo situada tras ella; dos masas imprecisas atrapadas en el interior de una pared de hielo transparente. La nave se alzaba sobre tres imponentes puntales de aterrizaje. Era espléndida, la elegancia aerodinámica llevada al extremo. Y emanaba una sensación de poder que casi parecía tangible…

A sus espaldas se escuchó un chapoteo y Austin se volvió.

Vio a los otros buzos, flotando en el agua tras él, contemplando la nave espacial. Tras ellos, sin embargo, vio cómo se expandía un grupo de ondas. El rastro, o eso parecía, de un objeto que había caído al agua.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Austin—. ¿Hanson?

—Ben, no sé lo que era, pero algo acaba de pasar…

Sin previo aviso, Hanson fue engullido por el agua.

—¡Hanson!

Y entonces se escuchó otro grito. Harry Cox.

Austin se giró en el preciso instante en que el lomo resbaladizo de un enorme animal se elevó sobre la superficie del agua y golpeó a tremenda velocidad el pecho de Cox, empujándolo bajo las aguas.

Austin comenzó a nadar desesperadamente hacia la orilla. Mientras nadaba, metió la cabeza en el agua y de repente sus oídos se vieron asaltados por una cacofonía de sonidos: silbidos agudos y estridentes, y gritos roncos y desesperados.

Cuando volvió a sacar la cabeza, vislumbró las paredes de hielo que rodeaban la charca de agua. Vio unos enormes agujeros en el hielo, justo por encima de la superficie. Eran exactamente iguales que los que había visto con anterioridad en el túnel de hielo.

De repente, Austin vio salir algo de uno de los agujeros.

—¡Santo Dios! —musitó.

Horribles y espantosos gritos se escucharon por el intercomunicador.

En la sala de radio de la estación polar, una Hensleigh anonadada contemplaba en silencio la parpadeante consola que tenía ante sí. A su lado, Abby se cubría la boca con la mano. Los gritos de terror resonaban a través de los altavoces de pared:

—¡Raymonds!

—¡No está!

—Oh, mierda, no…

—¡Dios mío, las paredes! ¡Están saliendo de las putas paredes!

Y, de repente, la voz de Austin.

—¡Salgan del agua! ¡Salgan del agua ahora!

Otro grito. Y a continuación otro.

Sarah agarró su micro.

—¡Ben! ¡Ben! ¿Me recibe?

La voz de Austin crepitó por el intercomunicador. Hablaba atropelladamente y con la respiración entrecortada.

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