Antártida: Estación Polar (4 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Una vez hubieron asegurado la cuerda a su arnés, Simmons se tumbó boca abajo y comenzó a avanzar por la nieve hacia el lugar donde se abría la cicatriz.

Llegó al borde y se asomó por la grieta.

—Oh, mierda…

Diez metros tras él, Buck Riley le habló por el micrófono de su casco.

—¿Qué ocurre, Quitapenas?

—Están aquí, señor. —La voz de Simmons sonó casi a resignación—. Aerodeslizador convencional. Tiene algo escrito en francés en un lateral. Hay pequeñas láminas de hielo rotas bajo el vehículo. Parece que han intentado cruzar un puente de hielo que no resistió el peso.

Se volvió para mirar a Riley, con gesto adusto. Su voz sonó metálica a través de la radiofrecuencia de corto alcance.

—Y, señor, están muy, pero que muy, jodidos.

El aerodeslizador se encontraba a unos doce metros por debajo de la superficie. El impacto descendente había hundido su morro redondeado hacia dentro. Las ventanas estaban o bien hechas añicos o agrietadas. Una fina capa de nieve ya se había embarcado en la tarea de borrar aquel vehículo de la historia.

Dos de los ocupantes del aerodeslizador habían salido despedidos por el parabrisas delantero a causa del impacto. Los dos cuerpos yacían apoyados contra la pared posterior de la grieta con los cuellos arqueados en espantosos ángulos, tendidos en charcos de su propia sangre congelada.

Quitapenas
Simmons contempló la espeluznante escena.

Había otros cuerpos en el interior del aerodeslizador. Podía ver sus sombras, así como salpicaduras de sangre en forma de estrella en la cara interna de las ventanas resquebrajadas del aerodeslizador.

—¿Quitapenas? —La voz de Riley surgió del intercomunicador de su casco—. ¿Hay alguien con vida allí abajo?

—No lo parece, señor —dijo Quitapenas.

—Use los infrarrojos —le ordenó Riley—. Tenemos veinte minutos antes de ponernos en marcha y no me gustaría marcharme y descubrir después que allí abajo había supervivientes.

Quitapenas se colocó el visor de infrarrojos, que quedó pendiente de la parte delantera del casco, cubriéndole ambos ojos como si del visor del piloto de un caza se tratara.

A partir de ese momento vio el aerodeslizador accidentado como una imagen electromagnética azul. El frío había hecho efecto rápidamente. Toda la zona del accidente estaba representada como un contorno azul sobre negro. Ni siquiera el motor irradiaba luz amarilla, el color de los objetos con una intensidad calorífica mínima.

Sin embargo, lo más importante era que no había manchas naranjas o amarillas dentro de la imagen del vehículo. Los cuerpos que seguían en el interior del aerodeslizador estaban fríos como el hielo. Todos los ocupantes a bordo del vehículo estaban muertos.

Quitapenas dijo:

—Señor, la lectura de infrarrojos es nega…

El suelo cedió bajo él.

No hubo aviso previo. El hielo no comenzó a resquebrajarse. No dio señales de que fuera a ceder.

Quitapenas Simmons cayó como un peso muerto a la grieta.

Ocurrió tan deprisa que Buck Riley apenas si se percató. Un segundo antes estaba observando a Quitapenas mientras este intentaba atisbar algo desde el borde de la grieta. Un segundo después, Quitapenas había desaparecido de su campo de visión.

La cuerda negra fue deslizándose por el borde de la grieta tras Quitapenas, desenrollándose a gran velocidad, saliendo disparada en su dirección.

—¡Sujétenla fuerte! —gritó Riley a los dos marines que aseguraban la cuerda, quienes la agarraron con firmeza para lograr sujetarla cuando finalmente se tensara.

La cuerda siguió deslizándose hasta que se tensó de repente.

Riley se desplazó cautelosamente hacia la derecha, alejándose del borde de la grieta, pero manteniéndose lo suficientemente cerca como para poder ver su interior.

Vio los restos del aerodeslizador en el fondo del agujero y los dos cuerpos ensangrentados y destrozados junto a la pared de hielo enfrente del vehículo. Y vio a Quitapenas, que pendía de su cuerda medio metro por encima de la puerta derecha reventada del aerodeslizador.

—¿Se encuentra bien? —dijo Riley por el micro de su casco.

—Espero que no lo dudara ni por un segundo, señor.

—Agárrese bien. Lo subiremos en un minuto.

—De acuerdo.

En el interior de la grieta, Quitapenas había quedado suspendido justo encima del aerodeslizador destrozado. Desde su posición pudo ver, por entre la puerta derecha descorrida del aerodeslizador, el interior del vehículo.

—¡Oh, Dios mío…! —musitó.

Schofield golpeó con fuerza la enorme puerta de madera.

La puerta se encontraba en la estructura de base cuadrangular que albergaba la cúpula principal de la estación polar Wilkes, al final de una estrecha rampa que descendía cerca de dos metros y medio en el hielo.

Schofield golpeó la puerta con el puño de nuevo.

Estaba tumbado sobre el parapeto de la estructura base y desde allí arriba había estirado el brazo para llamar.

A nueve metros de distancia, al principio de la rampa, tumbado boca abajo y con las piernas estiradas en la nieve, se hallaba el sargento de artillería Scott
Serpiente
Kaplan. Su fusil de asalto M-16 apuntaba a la puerta que aún no había sido abierta.

De repente se escuchó un crujido y Schofield contuvo la respiración cuando una fina línea de luz se extendió en la nieve que tenía bajo sí y la puerta de la estación comenzó a abrirse lentamente.

Una figura salió a la rampa de nieve situada bajo Schofield. Era un hombre. Envuelto en unas siete capas de ropa. Desarmado.

De repente, el hombre se puso tenso, probablemente al ver a Serpiente tumbado en la nieve apuntando con aquel M-16 al puente de su nariz.

—Permanezca en su posición —dijo Schofield desde arriba—. Marines de los Estados Unidos.

El hombre se quedó inmóvil.

—Unidad Dos dentro. Zona asegurada —susurró la voz de una mujer por el auricular de Schofield.

—Unidad Tres. Dentro. Zona asegurada.

—De acuerdo. Vamos a entrar por la puerta principal. —Schofield se dejó caer del parapeto y aterrizó justo al lado del hombre que se encontraba en la rampa de nieve. Comenzó a cachearlo.

Serpiente bajó a grandes zancadas la rampa con el fusil en ristre, apuntando a la puerta.

Schofield le dijo al hombre:

—¿Es usted estadounidense? ¿Cuál es su nombre?

El hombre habló.


Non. Je suis Français
.

Y a continuación dijo en inglés:

—Mi nombre es Luc.

Existe cierta propensión entre los observadores académicos a considerar la Antártida como el último territorio neutral de la tierra. Según dicen, en ella no existen lugares tradicionales o sagrados por los que luchar, no existen fronteras históricas que disputarse. Lo que queda es algo similar a una
terra communis
, una tierra perteneciente a la comunidad.

Además, de acuerdo con el Tratado Antártico, desde 1961 el continente ha sido dividido en lo que parece un enorme gráfico circular, que asigna a cada parte suscriptora del Tratado un sector de ese gráfico. Algunos sectores se superponen, como ocurre con aquellos administrados por Chile, Argentina y el Reino Unido. Otros comprenden enormes extensiones de tierra (Australia administra un sector del gráfico que comprende prácticamente una cuarta parte de la masa continental de la Antártida). Existe incluso un sector (aquel que abarca el mar de Amundsen y la Tierra de Marie Byrd) que no pertenece a nadie.

La impresión general es que se trata de un continente realmente internacional. Esa impresión, sin embargo, es errónea y simplista.

Los defensores de la «Antártida políticamente neutral» no admiten la animosidad continua entre Argentina y el Reino Unido en lo que respecta a sus reivindicaciones territoriales; o la acérrima negativa de todos los países que conforman el Tratado Antártico a votar a favor de la resolución de la
ONU
que habría conferido a la masa continental de la Antártida la condición de comunidad internacional; o la misteriosa conspiración de silencio entre las naciones firmantes del Tratado tras el apenas conocido informe de Greenpeace de 1995 en el que se acusaba al Gobierno francés de llevar a cabo detonaciones nucleares secretas cerca de la costa de la Tierra de Victoria.

Más importante aún es, sin embargo, que esos defensores tampoco reconocen que una tierra sin fronteras definidas carece de medios para abordar incursiones extranjeras hostiles.

Las estaciones de investigación se encuentran a menudo a miles de kilómetros de distancia. En ocasiones, esas estaciones hacen descubrimientos de un inmenso valor: uranio, plutonio, oro. No resulta descabellado pensar que un Estado extranjero (desesperado por hacerse con recursos) pudiera, tras ser conocedor de un descubrimiento así, enviar fuerzas de incursión para apropiarse de ese descubrimiento antes de que el resto del mundo conozca siquiera su existencia.

Que se supiera, un incidente así nunca había tenido lugar en la Antártida.

Siempre hay una primera vez, pensó Schofield mientras era conducido al interior de la estación polar Wilkes por el hombre francés llamado Luc.

Schofield había escuchado una grabación de la señal de socorro de Abby Sinclair, y le había oído mencionar el descubrimiento de una nave espacial incrustada en el hielo bajo la estación polar Wilkes. Si los científicos de la estación habían descubierto una nave espacial extraterrestre, sin duda sería algo en lo que otras partes estarían interesadas. Que tuvieran el valor de enviar un equipo de ataque ya era otra cuestión.

En cualquier caso, le resultaba más que molesto haber sido recibido a las puertas de una estación de investigación estadounidense por un francés y, mientras bajaba por el oscuro túnel de entrada de hielo tras Luc, Schofield se percató de que estaba agarrando la pistola automática con más fuerza.

Los dos hombres salieron del oscuro túnel de entrada a un espacio abierto e iluminado. Schofield se hallaba sobre una estrecha pasarela de metal desde la que se dominaba un descomunal y cilíndrico abismo de espacio vacío.

La estación polar Wilkes se alzaba ante él, una gigantesca estructura subterránea. Negras y estrechas pasarelas rodeaban la circunferencia del cilindro subterráneo y el enorme eje central. En la base del inmenso cilindro, Schofield vio un tanque circular de agua. En el centro de dicho tanque, se encontraba la campana de inmersión de la estación.

—Por aquí —dijo Luc conduciendo a Schofield hacia la derecha—. Están todos en el comedor.

Cuando entró en el comedor precedido por Luc, Schofield se sintió como un adulto entrando en una clase de preescolar: un extraño que ya solo por su tamaño y porte no encajaba en el lugar.

El grupo de cinco supervivientes estaban sentados muy juntos entre sí alrededor de la mesa circular. Los hombres estaban sin afeitar, las mujeres con aspecto desarreglado. Todos parecían exhaustos. Alzaron la vista con cansancio cuando Schofield entró en la habitación.

Había otros dos hombres en la habitación, de pie, tras la mesa. A diferencia de la gente que se hallaba sentada, esos dos hombres, al igual que Luc, parecían alerta, estaban limpios y descansados. Uno de ellos sostenía una bandeja con bebidas humeantes. Se quedó inmóvil en cuanto vio a Schofield entrar en el comedor.

Científicos franceses de D'Urville,
pensó Schofield
. Están aquí por la señal de socorro.

Probablemente.

Al principio, nadie dijo nada.

Todos los allí presentes se limitaron a mirar a Schofield, a su casco y gafas plateadas, a su chaleco antibalas y su ropa de nieve, al MP5 que pendía de su hombro y a la pistola automática del calibre 44 que llevaba en la mano.

Serpiente entró tras Schofield y todos los ojos se desviaron hacia él. Ropa similar, armas similares. Un clon.

—No se preocupen —dijo Luc con delicadeza a los demás—. Son marines. Han venido para rescatarles.

Una de las mujeres dejó escapar un suspiro de alivio.

—Oh, Dios mío —dijo y a continuación rompió a llorar—. Gracias, Dios mío.

Acento estadounidense
, observó Schofield. La mujer echó la silla hacia atrás y se acercó hacia él. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—Sabía que vendrían —dijo—. Sabía que vendrían.

Se aferró a las protecciones de los hombros de Schofield y comenzó a sollozar en su pecho. Schofield no mostró el más leve indicio de emoción. Alejó la pistola de ella, tal como le habían enseñado.

—Tranquila, señora —fue todo lo que dijo mientras la llevaba hasta un asiento cercano—. Está bien. Ahora está a salvo.

Una vez la mujer se hubo sentado, Schofield se giró para mirar a los demás.

—Damas y caballeros. Somos la decimosexta unidad de reconocimiento del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Soy el teniente Shane Schofield y este es el sargento Scott Kaplan. Hemos venido en respuesta a su señal de socorro. Tenemos órdenes de proteger esta estación y asegurarnos de que ninguno de ustedes esté herido.

Uno de los hombres de la mesa dejó escapar un suspiro de alivio.

Schofield prosiguió.

—Para que no se hagan ilusiones al respecto, debo decirles que somos una unidad de reconocimiento. No los evacuaremos. Somos una unidad de primera línea. Nos movemos con rapidez, ligeros de peso. Nuestra misión es llegar aquí lo más pronto posible y asegurarnos de que todos estén bien. Si se da una situación de emergencia, los evacuaremos. Si no es así, nuestras órdenes son las de proteger esta estación y esperar a que llegue el equipo de evacuación.

Schofield se volvió para mirar a Luc y a los otros dos hombres situados tras la mesa.

—Supongo que ustedes vienen de la estación D'Urville. ¿Estoy en lo cierto?

El hombre que portaba la bandeja tragó saliva y sus ojos se abrieron de par en par.

—Sí —dijo Luc—. Así es. Escuchamos el mensaje por la radio y vinimos tan pronto como pudimos. A ayudar.

Mientras Luc hablaba, la voz de una mujer se escuchó por el auricular de Schofield.

—Unidad Dos, barrido negativo.

—Unidad Tres. Hemos encontrado tres, no, eso hacen cuatro sujetos en la sala de perforación. Estamos subiendo.

Schofield asintió con la cabeza a Luc.

—¿Sus nombres?

—Soy el profesor Luc Champion —dijo Luc—. Este es el profesor Jean-Pierre Cuvier y el que sostiene la bandeja es el doctor Henry Rae.

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