Antártida: Estación Polar (20 page)

Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: Antártida: Estación Polar
8.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los seis marines restantes estaban reunidos alrededor del tanque del nivel E. formaban un amplio círculo. Schofield se encontraba en el medio.

La voz de Schofield resonó por el eje de la estación vacía.

—Esta estación es obviamente más importante de lo que pensamos en un principio. Creo que si los franceses estaban dispuestos a intentar hacerse con ella, otros también lo intentarán. Y quienesquiera que sean, ahora habrán ganado tiempo para aunar sus fuerzas y prepararse para un ataque a gran escala. No tengan ninguna duda, soldados, de que si alguien decide atacar esta estación, estarán mucho más preparados y dispondrán de muchas más armas que los gabachos que acabamos de exterminar. ¿Opiniones?

—Estoy de acuerdo —dijo Buck Riley.

—Yo también —dijo Serpiente.

Serpiente
Kaplan y
Libro
Riley eran los dos oficiales alistados de más antigüedad de la unidad. Por ello, el que ambos estuvieran de acuerdo con la evaluación de la situación de Schofield resultaba del todo significativo.

Schofield dijo:

—De acuerdo, entonces. Lo que quiero que ocurra ahora es esto. Montana…

—Sí, señor.

—Quiero que vaya a la superestructura y coloque nuestros aerodeslizadores de forma que los telémetros apunten al exterior y cubran así toda la extensión de tierra cercana a la estación. Quiero una cobertura máxima, sin huecos. Los detectores láser ya no van a usarse en este lugar. De ahora en adelante emplearemos los telémetros. Tan pronto como alguien se acerque en un radio de ochenta kilómetros a esta estación, quiero que se me informe.

—Entendido —dijo Montana.

—Y, mientras está ahí —dijo Schofield—, vea si puede contactar por radio con McMurdo. Averigüe cuándo van a llegar nuestros refuerzos. Ya deberían estar aquí.

—Entendido —dijo Montana. Se marchó rápidamente.

—Santa
Cruz… —dijo Schofield volviéndose.

—Sí, señor.

—Compruebe si hay dispositivos de borrado. Quiero que rastree toda la instalación de arriba abajo en busca de cualquier borrador o interruptor temporizado con retardo. Nunca se sabe qué tipo de sorpresas nos han podido dejar nuestros amigos franceses.

—Sí, señor —dijo
Santa
Cruz. Salió del círculo y se dirigió a la escalera de travesaños más cercana.

—Serpiente…

—Señor.

—El cabrestante que baja la campana de inmersión. El panel de control se encuentra en el nivel C, en el nicho. Ese panel de control se ha visto dañado por la explosión de la granada durante la batalla. Necesito que esos controles funcionen de nuevo. ¿Puede arreglarlo?

—Sí, señor —dijo Serpiente. Él también abandonó el círculo.

Cuando Serpiente se hubo marchado, Riley y Gant eran los únicos que quedaban en la cubierta del nivel E.

Schofield se volvió para mirarlos.

—Libro. Zorro. Quiero que los dos hagan una puesta a punto completa de nuestros equipos de buceo. Tres buzos, equipos de compresión de baja audibilidad para cuatro horas de inmersión, además de equipos auxiliares para después.

—¿Mezcla de aire? —preguntó Riley.

—Helio-oxígeno. Saturado. Noventa y ocho y dos —dijo Schofield.

Riley y Gant permanecieron en silencio. Una mezcla de aire comprimido de un 98% de helio y un 2% de oxígeno era poco habitual. La ínfima cantidad de oxígeno indicaba que iban a bucear en un entorno con una presión muy alta.

Schofield le pasó a Gant un puñado de cápsulas azules. Eran cápsulas N-67D que disolvían el nitrógeno en la presión sanguínea, creadas por la Armada para aquellas misiones en las que se fueran a realizar actividades de inmersión a grandes profundidades. Los buzos militares las llamaban cariñosamente «las píldoras».

Al retardar la disolución del nitrógeno en el torrente sanguíneo durante una inmersión profunda, las píldoras evitaban el síndrome de descompresión, más conocido como la «enfermedad de los buzos». Dado que las píldoras neutralizaban la actividad del nitrógeno en el torrente sanguíneo, los buzos del Cuerpo de Marines y de la Armada podían descender tan rápidamente como quisieran sin miedo a sufrir narcosis de nitrógeno y ascender sin necesidad de realizar paradas de descompresión, que consumían mucho tiempo. Las píldoras habían revolucionado el buceo profundo para actividades militares.

—¿Planeando una inmersión profunda, señor? —dijo Gant mirando las píldoras azules que tenía en la mano.

Schofield la miró con semblante serio.

—Quiero averiguar qué hay en esa cueva.

Schofield, inmerso en sus pensamientos, recorrió rápidamente el túnel curvado exterior del nivel B.

Todo estaba sucediendo a gran velocidad.

El ataque de los franceses a la estación polar Wilkes le había enseñado mucho. La estación polar Wilkes (o, más concretamente, lo que quiera que estuviera sepultado en el hielo bajo la estación polar Wilkes) era algo por lo que había quien estaba dispuesto a matar.

Pero eran las implicaciones de esa lección lo que preocupaba a Schofield. Si Francia había estado dispuesta a lanzar un ataque improvisado para hacerse con lo que quiera que se encontrara en esa caverna, entonces existía una alta probabilidad de que otros países estuvieran dispuestos a hacer lo mismo.

No obstante, existía otro factor adicional acerca de posibles ataques posteriores sobre la estación polar Wilkes que preocupaba especialmente a Schofield: si alguien iba a lanzar un ataque sobre Wilkes, tendría que hacerlo pronto, antes de que una fuerza estadounidense mayor llegara a la estación.

Las próximas horas serían muy tensas.

Sería una carrera para ver quién llegaba antes: los refuerzos estadounidenses o una fuerza enemiga perfectamente equipada.

Schofield intentó no pensar en ello. Había otras cosas que hacer, y una de ellas en concreto requería su atención inmediata.

Una vez hubo concluido la batalla con los franceses, los científicos que quedaban en Wilkes (cinco en total, tres hombres y dos mujeres) se habían retirado a sus habitaciones en el nivel B. Schofield se dirigía en esos instantes hacia allí. Esperaba encontrar entre esos científicos algún médico que pudiera ayudar a Samurái.

Schofield siguió andando por el túnel curvado exterior. Su ropa seguía húmeda, pero no le importaba. Al igual que el resto de marines de su unidad, llevaba un traje de neopreno térmico bajo el uniforme. Se trataba de un atuendo estándar para todas las unidades de reconocimiento que trabajaban en condiciones glaciales. Esos trajes eran más cálidos que la ropa interior larga y no pesaban si se mojaban. Y al «llevar» un traje de neopreno en vez de «cargar» con uno, un marine de reconocimiento aligeraba la carga, algo muy importante para una unidad de respuesta rápida.

Justo entonces, se abrió una puerta a la derecha de Schofield y una nube de vapor se extendió por el pasillo. Un objeto negro y brillante se deslizó por entre el vapor y salió al pasillo, justo delante de Schofield.

Wendy.

Estaba empapada. Alzó la vista y miró a Schofield con una sonrisa bobalicona.

Kirsty salió de la neblina de vapor. Las duchas. Vio a Schofield al momento y sonrió.

—Hola —dijo. Llevaba ropa seca y su pelo estaba despeinado y húmedo. Schofield supuso que Kirsty se acababa de dar la ducha más caliente de su vida.

—Hola —dijo Schofield.

—A
Wendy
le encantan las duchas —dijo Kirsty señalando con la cabeza a
Wendy
—. Le gusta deslizarse por el vapor.

Schofield contuvo la risa y miró al pequeño lobo marino que tenía a los pies. Era bonita, muy bonita. Pero, además, le había salvado la vida. Sus ojos marrones brillaban de inteligencia.

Schofield miró a Kirsty.

—¿Cómo te encuentras?

—Ya he entrado en calor —dijo.

Schofield asintió. Aparentemente, Kirsty parecía haberse recuperado bastante bien de su terrible experiencia en el tanque. Los críos eran así, fuertes, con capacidad de recuperación. Schofield se preguntó qué tipo de terapia necesitaría un adulto tras caer a un tanque lleno de feroces orcas.

Schofield sabía que gran parte de la recuperación de la niña era mérito de Buck Riley. Riley había estado en el nivel C cuando el Maghook había elevado a Kirsty hasta allí y, durante el resto de la batalla, la había mantenido a su lado, sana y salva.

—Bien —dijo Schofield—. Eres una chica fuerte, ¿lo sabías? Deberías ser marine.

Kirsty sonrió de oreja a oreja. Schofield señaló al túnel.

—¿Vas por mi camino?

—Sí —dijo y echó a andar cuando Schofield reanudó la marcha por el túnel.
Wendy
fue tras de ellos.

—¿Adónde vas? —preguntó Kirsty.

—Estoy buscando a tu madre.

—Oh —dijo Kirsty en voz baja.

A Schofield le pareció una respuesta extraña y, a través de sus gafas plateadas reflectantes, miró de reojo a Kirsty. La niña iba mirando al suelo mientras caminaba. Schofield se preguntó qué significaría aquello.

Se produjo un silencio un tanto incómodo y Schofield pensó en algo que poder decir.

—Así que, esto, ¿cuántos años dijiste que tenías? Doce, ¿verdad?

—Sí.

—¿Eso es séptimo grado?

—Mmm.

—Séptimo grado —musitó Schofield. No sabía cómo continuar, así que dijo—. Supongo que ya deberías pensar qué es lo que quieres estudiar, ¿no?

Kirsty pareció animarse por la pregunta. Miró a Schofield mientras seguían caminando.

—Sí —dijo seria, como si últimamente gran parte de sus pensamientos los hubiese dedicado a ese tema.

—¿Y bien? ¿Qué quieres estudiar cuando acabes el colegio?

—Quiero ser profesora —dijo Kirsty—. Como mi padre.

—¿Qué enseña tu padre?

—Enseñaba geología en una universidad grande en Boston —dijo Kirsty—. Harvard —añadió dándose importancia.

—¿Y qué quieres enseñar? —preguntó Schofield.

—Matemáticas.

—¿Matemáticas?

—Se me dan bien las mates —dijo Kirsty encogiéndose de hombros, avergonzada y orgullosa al mismo tiempo.

»Mi padre me ayudaba con los deberes —prosiguió—. Decía que era mucho mejor en matemáticas que la mayoría de los niños de mi edad, así que a veces me enseñaba cosas que los demás niños no sabían. Cosas interesantes, cosas que se supone que no aprendería hasta que fuera a secundaria. Y a veces me enseñaba cosas que ni siquiera te enseñan en el colegio.

—¿De veras? —preguntó Schofield sinceramente interesado—. ¿Qué tipo de cosas?

—Oh, ya sabes. Polinomios. Secuencias de números. Algunos cálculos.

—Cálculos. Secuencias de números —repitió asombrado Schofield.

—Ya sabes, como números triangulares y números Fibonacci. Ese tipo de cosas.

Schofield, sorprendido, negó con la cabeza. Era impresionante. Kirsty Hensleigh, de doce años y un poco baja para su edad, era al parecer una joven muy inteligente. Schofield la observó de nuevo. Parecía andar de puntillas, con brío.

Kirsty dijo:

—Hacíamos muchas cosas juntos.
Softball
, excursionismo… una vez me llevó a bucear, aunque no había hecho el curso.

Schofield dijo:

—Por lo que dices, parece que ya no haces esas cosas con tu padre.

Se produjo un breve silencio. A continuación Kirsty dijo en voz baja:

—Ya no las hace.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó Schofield con dulzura. Se figuró que escucharía una historia acerca de padres que no se llevaban bien y se habían divorciado. Era muy habitual en los tiempos que corrían.

—Mi padre murió en un accidente de coche el año pasado —dijo Kirsty con rotundidad.

Schofield se detuvo. Se volvió a mirar a Kirsty. La pequeña estaba mirándose los cordones de los zapatos.

—Lo siento —dijo Schofield.

Kirsty ladeó la cabeza a un lado.

—No te preocupes —dijo y siguió andando.

Llegaron a una puerta hundida en el túnel exterior y Schofield se detuvo.

—Bueno, esta es mi parada.

—La mía también —dijo Kirsty.

Schofield abrió la puerta y dejó que entraran Kirsty y
Wendy
primero. A continuación entró él.

Era una especie de sala común. Había unos horrendos sofás naranjas, un equipo de música, una televisión, un vídeo. Schofield supuso que allí no podrían captar la señal de los canales de televisión y que entonces se limitarían a ver vídeos.

Sarah Hensleigh y Abby Sinclair estaban sentadas en uno de los sofás naranjas. También llevaban ropa seca. Los otros tres científicos de Wilkes (tres hombres llamados Llewellyn, Harris y Robinson) estaban allí con ellas. Tras ver lo que las granadas de fragmentación le habían hecho a Hollywood y a uno de sus colegas, habían permanecido el resto de la batalla encerrados en sus habitaciones. Ahora parecían cansados y asustados.

Kirsty se sentó en uno de los sofás al lado de Sarah Hensleigh. Se sentó en silencio y no le dijo nada a su madre. Schofield recordó la primera vez que había visto a Sarah y a Kirsty juntas, antes de que los franceses llegaran a Wilkes. Schofield no había percibido ninguna tensión entre ellas, pero ahora sí la notaba. Apartó esos pensamientos de su mente mientras se dirigía hacia Sarah.

—¿Alguno de aquí es médico? —le preguntó Schofield.

Sarah negó con la cabeza.

—No, no. Ken Wishart era el único médico de la estación. Pero él… —Se detuvo.

—¿Pero él qué?

Sarah suspiró.

—Pero él iba a bordo del aerodeslizador que supuestamente regresaba a D'Urville.

Schofield cerró los ojos e imaginó una vez más la muerte de los cinco científicos que se encontraban a bordo de aquel aerodeslizador, condenados de antemano.

Se escuchó una voz por el intercomunicador de su casco.

—Espantapájaros, aquí Montana.

—¿Qué ocurre? —dijo Schofield.

—He colocado los telémetros alrededor del perímetro exterior, tal como usted quería. ¿Quiere subir y echarles un vistazo?

—Sí —dijo Schofield—. Subiré en un minuto. ¿Dónde se encuentra?

—Lado sudoeste.

—Espéreme —dijo Schofield—. ¿Ha podido contactar con McMurdo?

—Todavía no. Hay montones de interferencias en todas las frecuencias. No puedo hacer llegar la señal.

—Siga intentándolo —dijo Schofield—. Espantapájaros, corto.

Schofield se volvió. Estaba a punto de abandonar la habitación cuando alguien le tocó el hombro. Se giró. Era Sarah Hensleigh. Estaba sonriendo.

Other books

Swimming by Nicola Keegan
Welcome to Envy Park by Esguerra, Mina V.
Johnny Cash: The Life by Hilburn, Robert
Caching In by Kristin Butcher
The Whispering by L. Filloon
Citizen of the Galaxy by Robert A. Heinlein
The Enchanted April by von Arnim, Elizabeth
A Big Fat Crisis by Cohen, Deborah
Lady Farquhar's Butterfly by Beverley Eikli
Embrace the Wind by Charlotte Boyett-Compo