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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (43 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Al igual que el resto de la nave, el teclado era completamente negro. Teclas negras sobre fondo negro.

Y entonces Gant vio que había una tecla que sí tenía una marca. El segundo botón de la columna del medio tenía un pequeño círculo rojo.

—¿Qué opina? —preguntó Montana.

—Quién sabe —dijo Hensleigh.

—Podría ser una manera de abrir la nave —sugirió Gant.

Hensleigh resopló.

—No es muy probable. ¿Conoce a algún extraterrestre que use teclados?

—No conozco a ningún extraterrestre —dijo Gant—. ¿Y usted?

Hensleigh la ignoró.

—No hay nada que indique de qué se puede tratar —dijo—. Podría ser una llave de contacto, o un sistema de armas…

—O un mecanismo de autodestrucción —dijo con sequedad Gant.

—Opino que deberíamos comprobarlo —dijo Hensleigh.

—Pero ¿qué tecla pulsamos? —dijo Montana.

—La que tiene el círculo, supongo.

Montana frunció el ceño pensativo. Era el soldado de más rango en ese momento. La decisión era suya. Miró a Gant.

Gant negó con la cabeza.

—No estamos aquí para ver qué es lo que hace. Estamos aquí para protegerla hasta que lleguen los refuerzos.

Montana miró a
Santa
Cruz, que se había acercado desde la charca hasta allí.

—Pulse la tecla —dijo Cruz—. Si voy a palmarla por esa puta cosa, quiero saber qué hay dentro.

Montana se volvió para mirar a Sarah Hensleigh. Ella asintió.

—Veamos qué es lo que hace.

Finalmente, Montana dijo:

—De acuerdo. Púlsela.

Sarah Hensleigh asintió y respiró profundamente. A continuación extendió la mano y apretó la tecla que tenía el círculo rojo.

Al principio no sucedió nada.

Sarah Hensleigh retiró el dedo de la tecla y miró a la nave espacial que se alzaba sobre ella, como si esperara que fuera a despegar o algo similar.

De repente, se escuchó un leve tono armónico y la pantalla situada sobre el teclado comenzó a brillar.

Un segundo después, una secuencia de símbolos apareció en la pantalla.

—¡Oh, mierda! —dijo Montana.

—Pero qué… —dijo Hensleigh.

En la pantalla se podía leer:

24157817______________________________

INTRODUZCA CÓDIGO DE ACCESO AUTORIZADO

—¿Números? —dijo Montana.

—¿En inglés? —dijo Sarah Hensleigh—. ¿Qué demonios es esto?

Gant se limitó a negar con la cabeza. Cuando se dio la vuelta para volver a su posición, comenzó a reírse en voz baja.

Schofield y Renshaw se tumbaron boca arriba sobre la fría y dura superficie del iceberg y escucharon el sonido rítmico del romper de las olas en los acantilados situados a menos de doscientos metros de allí.

Estuvieron un tiempo tumbados, intentando recobrar el aliento.

Unos minutos después, Schofield empezó a palparse con la mano hasta que encontró un pequeño dispositivo negro sujeto en su cintura. Apretó un botón del dispositivo.

¡Bip!

—¿Qué está haciendo? —preguntó Renshaw sin mirarlo.

—Estoy iniciando mi transpondedor por
GPS
—dijo Schofield, que todavía seguía tumbado boca arriba—. Es un sistema de localización por satélite que emplea el sistema de posicionamiento global. Cada marine tiene uno para emergencias. Ya sabe, para que la gente pueda encontrarnos si acabamos en una balsa salvavidas en mitad del océano. Supongo que esta situación no es muy diferente. —Schofield suspiró—. En una habitación oscura de algún barco situado quién sabe dónde, un punto rojo parpadeante aparecerá en la pantalla de alguien.

—¿Significa eso que vendrán a por nosotros? —preguntó Renshaw.

—Ya habremos muerto para cuando alguien logre llegar aquí. Pero al menos podrán encontrar nuestros cuerpos.

Renshaw dijo:

—Oh, genial. Me gusta ver que mis impuestos van a parar a algún sitio. Ustedes desarrollan un sistema de localización por satélite para que puedan encontrar mi cuerpo. ¡Uau!

Schofield se volvió para mirar a Renshaw.

—Al menos podré dejar una nota en nuestros cuerpos en la que explique a quienquiera que la encuentre qué es lo que ha ocurrido en la estación. Al menos sabrán la verdad. Acerca de los franceses, acerca de Barnaby.

Renshaw dijo.

—Bueno, entonces ya me siento mejor.

Schofield se incorporó sobre sus codos y contempló los acantilados. Vio las olas gigantescas del océano Antártico romper contra las paredes del acantilado y estallar en espuma blanca.

Entonces, por primera vez en todo aquel tiempo, Schofield pensó en el iceberg en el que se encontraba.

Era enorme. Tan grande que ni siquiera se balanceaba entre tan poderosas aguas. Por encima de la superficie del agua debía de medir más de kilómetro y medio de largo. Schofield no podía ni aventurarse siquiera a imaginar las dimensiones que tendría bajo la superficie.

Su forma rectangular era un tanto rudimentaria, con una enorme cúspide blanca en un extremo. El resto del iceberg era irregular. A Schofield le recordaba a un fantasmal paisaje lunar.

Se puso en pie.

—¿Adónde va? —dijo Renshaw sin levantarse—. ¿Va a regresar a su casa andando?

—Deberíamos movernos —dijo Schofield—. Mantener la temperatura corporal todo el tiempo que podamos y, mientras, ver si existe algún modo de regresar a la costa.

Renshaw negó con la cabeza y se puso en pie a regañadientes. Siguió a Schofield por la superficie irregular del iceberg.

Avanzaron con dificultad durante casi veinte minutos hasta que se dieron cuenta de que iban en la dirección equivocada.

El iceberg terminaba de manera abrupta y no vieron más que agua extendiéndose interminablemente hacia el oeste. El iceberg más cercano en esa dirección estaba a más de cuatro kilómetros de allí. Schofield había pensado que quizá podrían ir de iceberg en iceberg hasta la costa. No sería posible en esa dirección.

Regresaron sobre sus pasos.

Caminaban despacio. A Renshaw se le comenzaron a formar carámbanos en las cejas y labios.

—¿Sabe algo de icebergs? —preguntó Schofield mientras caminaban.

—Un poco.

—Instrúyame.

Renshaw dijo:

—Leí en una revista una vez que el último grito entre los gilipollas con dinero era trepar icebergs. Al parecer es una práctica muy popular entre los alpinistas. El único problema es que al final tu montaña se derrite.

—Estaba pensando en algo más científico —dijo Schofield—. Como, por ejemplo, si flotan de regreso a la costa.

—No —dijo Renshaw—. El hielo en la Antártida se desplaza hacia fuera. No regresa. Los icebergs como este se desprenden de las plataformas de hielo. Por eso los acantilados son tan escarpados. El hielo que sobresale por encima del océano pesa demasiado y se rompe, convirtiéndose… —Renshaw señaló con la mano al iceberg que tenían a su alrededor— en un iceberg.

—Mmm
—asintió Schofield mientras avanzaba a trompicones por el hielo.

—Algunos son grandes. Muy grandes. Más grandes que países enteros. Demonios, mire a este chiquitín. Mire qué tamaño tiene. La mayoría de los icebergs de gran tamaño flotan durante diez o doce años hasta que finalmente se derriten y desaparecen. Pero, con las condiciones climáticas adecuadas (y si es lo suficientemente grande), un iceberg como este puede flotar alrededor de la Antártida durante casi treinta años.

—Genial —dijo Schofield con sequedad.

Llegaron al punto desde donde Renshaw había sacado a Schofield del agua después de que este hubiera acabado con el submarino francés.

—Genial —dijo Renshaw—. Cuarenta minutos caminando y estamos donde comenzamos.

Subieron por una ligera pendiente y llegaron al punto donde el torpedo del submarino había impactado en el iceberg.

Parecía como si un gigante le hubiera dado un mordisco a ese lado del iceberg.

El enorme trozo de hielo que había caído por la explosión había dejado un inmenso agujero semicircular en el lateral del iceberg. Paredes escarpadas y verticales se extendían diez metros hasta el agua.

Schofield miró el agujero y vio las calmas aguas chapaleando el borde del enorme iceberg.

—Vamos a morir aquí, ¿verdad? —dijo Renshaw detrás de él.

—Yo no.

—¿Usted no?

—Es mi estación y voy a recuperarla.

—Ah —dijo Renshaw y miró al agua—. ¿Y tiene alguna idea de cómo va a hacerlo?

Schofield no le respondió.

Renshaw se volvió.

—¡He dicho que cómo, en nombre de todos los dioses, pretende recuperar su estación cuando estamos atrapados aquí!

Pero Schofield no le estaba escuchando.

Se puso en cuclillas y miró al agujero semicircular que el torpedo había causado en el iceberg.

Renshaw se acercó y se colocó tras él.

—¿Qué está mirando?

—Nuestra salvación —dijo Schofield—. Quizá.

Renshaw siguió la mirada de Schofield hasta el agujero semicircular del iceberg y lo vio al instante.

Allí, incrustada en el hielo un par de metros por debajo de la pared escarpada y vertical del iceberg, Renshaw vio la forma cuadrada e inconfundible de una ventana.

Schofield ató las dos parkas juntas y, usándolas a modo de cuerda, hizo que Renshaw lo bajara hasta la ventana que se encontraba en la pared de hielo.

Schofield quedó suspendido por encima del agua, delante de la ventana. La observó con detenimiento.

Sin duda había sido fabricada por un hombre.

Y también era vieja. Los paneles de madera estaban desgastados y llenos de marcas, y el color de la madera era ya de un tono gris claro. Schofield se preguntó cuánto tiempo llevaba esa ventana (y la estructura a la que esa ventana perteneciera) incrustada en el enorme iceberg.

Schofield se imaginó que la explosión del torpedo del submarino había desplazado diez metros el hielo situado delante de la ventana, dejándola al descubierto. La ventana y lo que quiera que estuviera unido a ella estaban enterrados a gran profundidad en el hielo.

Schofield respiró profundamente y, a continuación, golpeó la ventana y la hizo añicos.

Tras la ventana recién abierta solo vio oscuridad. Era una especie de cueva.

Schofield se sacó de un bolsillo que tenía en la cadera una linterna y, tras mirar a Renshaw una última vez, se impulsó hasta entrar por la ventana a las entrañas del iceberg.

Lo primero que vio Schofield a través de la luz de su linterna fueron unas palabras del revés:

¡F
ELIZ
AÑO
1969!

¡B
IENVENIDO
A
L
ITTLE
A
MERICA
IV
!

Las palabras estaban escritas en una especie de pancarta. Estaba colgada bocabajo, de un lado a otro de la caverna en la que Schofield se encontraba.

Solo que no se trataba de una caverna.

Era una habitación, una habitación con paneles de madera, completamente sepultada en el hielo.

Y todo estaba bocabajo. Toda la habitación estaba dada la vuelta.

Era una sensación muy extraña, ver todo del revés. Schofield tardó un segundo en percatarse de que estaba en el techo de la sala subterránea.

Miró a su derecha. Parecía que aquella habitación daba a otras habitaciones o salas.

—¡Hola allí abajo! —gritó la voz de Renshaw desde el exterior.

Schofield asomó la cabeza por la ventana situada en la pared de hielo escarpada.

—Eh, ¿qué pasa? Se me están congelando los huevos aquí fuera —dijo Renshaw.

—¿Ha oído hablar alguna vez de Little America IV? —preguntó Schofield.

—Sí —dijo Renshaw—. Era una de nuestras estaciones de investigación durante la década de los sesenta. Fue arrastrada al océano en 1969, cuando la barrera de hielo de Ross alumbró un iceberg de nueve mil kilómetros cuadrados. La Armada la estuvo buscando durante tres meses, pero jamás la encontró.

—Adivine qué —dijo Schofield—. Acabamos de hacerlo.

James Renshaw, envuelto en tres gruesas mantas de lana, se sentó en el suelo de la habitación principal de Little America IV. Se frotó las manos con fuerza y las sopló con su aliento para entrar en calor, mientras Schofield (que seguía con la ropa empapada) rebuscaba entre las otras habitaciones de la oscura estación vuelta del revés. Ninguno de los dos se había atrevido a comer la comida enlatada treinta años atrás que andaba desperdigada por el suelo de la estación.

—Por lo que recuerdo, Little America IV era una especie de Wilkes —dijo Renshaw—. Se trataba de una estación de exploración de recursos construida en la plataforma de hielo costera. Buscaban yacimientos de petróleo costa afuera, yacimientos enterrados en la plataforma continental. Bajaban colectores hasta la base para ver si el terreno ahí abajo contenía…

—¿Por qué está todo boca abajo? —preguntó Schofield desde la habitación contigua.

—Es sencillo. Cuando este iceberg nació, debió de darse la vuelta.

—¿El iceberg se dio la vuelta?

—Se tiene constancia de que a veces ocurre —dijo Renshaw—. Y lo cierto es que, si se piensa, tiene sentido. Un iceberg es más pesado en la parte superior cuando se separa de la masa continental, porque todo el hielo que hay bajo el agua se ha visto durante años lentamente erosionado por el agua del mar (más cálida). Por ello, salvo que su iceberg tenga unas dimensiones perfectamente equilibradas cuando se rompa y separe de la masa continental, se volteará.

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