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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (44 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Mientras, en la habitación contigua, Schofield intentaba abrirse paso entre pilas de trastos oxidados y vueltos del revés. Rodeó un carrete de cable cilíndrico de considerables dimensiones que yacía tumbado de costado en el suelo. Y entonces vio algo.

—¿Cuánto tiempo me ha dicho que la Armada estuvo buscando la estación? —preguntó Schofield.

—Cerca de tres meses.

—¿Eso es mucho tiempo para buscar una estación perdida?

En la habitación principal, Renshaw se encogió de hombros.

—Se le dedicó más tiempo del que se suele dedicar a algo así. ¿Por qué?

Schofield entró de nuevo a la habitación principal. Llevaba unos objetos de metal en las manos.

—Creo que nuestros chicos estaban haciendo aquí abajo cosas que nada tenían que ver con la función de la estación —dijo Schofield con una sonrisa.

Le mostró un cordón blanco. A Renshaw le pareció una cuerda cubierta de polvo blanco.

—Cable de detonación —dijo Schofield mientras se ataba el cordón lleno de polvo alrededor de su muñeca—. Se usa como mecha para explosivos de aproximación. El polvo que ve es sulfuro de magnesio. Los cables de detonación de magnesio prenden rápidamente y alcanzan temperaturas muy elevadas, tanto que llegan a atravesar el metal. Es un material bueno, en la actualidad aún lo empleamos en algunas ocasiones.

»Y mire esto. —Schofield le mostró un bote presurizado lleno de herrumbre—. Gas nervioso vx. Y este. —Le mostró otro tubo—. Gas sarín.

—¿Gas sarín? —dijo Renshaw. Hasta él sabía lo que era. El gas sarín era un arma química. Renshaw recordaba un incidente que había tenido lugar en Japón en 1995, cuando un grupo terrorista había hecho estallar un bote de gas sarín en el metro de Tokio. Cundió el pánico y varias personas murieron—. ¿Tenían eso en la década de los sesenta? —preguntó.

—Oh, sí.

—Entonces, ¿piensa que esta estación era una instalación de armas químicas? —preguntó Renshaw.

—Así lo creo, sí.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué probar armas químicas en la Antártida?

—Dos motivos —dijo Schofield—. Primero: en nuestro país, mantenemos todas las armas químicas en cámaras de refrigeración, porque la mayoría de esos gases pierden su toxicidad cuando las temperaturas son elevadas. Por lo que tiene sentido que se realicen pruebas y experimentos en un lugar donde hace frío todo el año.

—¿Y el segundo motivo?

—El segundo motivo es mucho más sencillo —dijo Schofield, sonriendo a Renshaw—. Nadie está mirando.

Schofield se dirigió de nuevo a la habitación contigua.

—En cualquier caso —dijo mientras desaparecía tras la puerta—, nada de eso nos sirve ahora. Pero sí que tienen algo que podría sernos de utilidad. Es más, creo que podría ayudarnos a volver a entrar en el juego.

—¿De qué se trata?

—De esto —dijo Schofield cuando volvió a aparecer en la entrada de la habitación principal con una botella de buceo llena de polvo en la mano.

Schofield se puso a calibrar el equipo de buceo. A Renshaw le encargó que limpiara los respiradores (las boquillas, las válvulas, la toma de aire).

El aire comprimido era el principal riesgo. Después de treinta años almacenado, cabía el riesgo de que se hubiera vuelto tóxico.

Solo había una manera de averiguarlo.

Schofield lo probó. Inhaló profundamente y miró a Renshaw. Cuando después de unos instantes no cayó muerto, confirmó que el aire estaba bien.

Los dos hombres estuvieron trabajando en el equipo de buceo durante cerca de treinta minutos. Entonces, cuando estaban a punto de terminar, Renshaw le dijo en voz baja:

—¿Pudo ver el cuerpo de Bernie Olson?

Schofield alzó la vista y miró a Renshaw. El menudo científico estaba inclinado sobre un par de boquillas que estaba limpiando con agua de mar.

—Lo cierto es que sí —respondió Schofield.

—¿Qué vio? —dijo Renshaw, muy interesado en la respuesta.

Schofield dudó.

—El señor Olson se había mordido y cortado su propia lengua.

—Mmm.

—Tenía la mandíbula completamente rígida y los ojos estaban muy inflamados, rojos, inyectados de sangre.

Renshaw asintió.

—¿Y qué le dijeron que le había ocurrido?

—Sarah Hensleigh me dijo que usted le clavó en el cuello una aguja hipodérmica y le inyectó un líquido limpiador para sumideros en el torrente sanguíneo.

Renshaw asintió con sapiencia.

—Entiendo. Teniente, ¿podría echar un vistazo a esto, por favor? —Renshaw sacó un libro empapado del bolsillo del pecho de su parka. Era el grueso libro que se había llevado de su habitación cuando habían evacuado la estación.

Renshaw se lo pasó a Schofield
. Biotoxicología y enfermedades relacionadas con las toxinas.

Renshaw dijo:

—Teniente, si se envenena a alguien con un limpiador de sumideros, el veneno le para el corazón, y ya está. No hay forcejeo. No hay lucha. Tan solo muere. Capítulo 2.

Schofield pasó las hojas mojadas hasta llegar al capítulo 2. Vio el título del capítulo: «Muerte fisiológica instantánea relacionada con las toxinas».

A continuación vio una lista de lo que el autor había llamado «Venenos conocidos». En medio de la lista, Schofield vio «Líquidos limpiadores industriales, insecticidas».

—La cuestión es —dijo Renshaw— que, cuando la muerte se produce por un veneno así, no hay signos externos. El corazón se para, el cuerpo se para. —Renshaw alzó un dedo—. Pero no ocurre lo mismo con otras toxinas —dijo—. Como, por ejemplo, el veneno de la serpiente marina.

—¿Veneno de serpiente marina? —dijo Schofield.

—Capítulo 9 —dijo Renshaw.

Schofield lo encontró. «Toxinas naturales; fauna marina».

—Mire en el apartado de las serpientes marinas —dijo Renshaw.

Así hizo Schofield. Encontró el título: «Serpientes marinas: toxinas, síntomas y tratamientos».

—Léalo —dijo Renshaw.

Schofield lo leyó.

—En voz alta —dijo Renshaw.

Schofield leyó:

—La serpiente marina común
(Enhydrina schistosa
) tiene un veneno con un nivel de toxicidad tres veces superior al de la cobra real, la serpiente de tierra más letal. Una gota (0,03 ml) es suficiente para matar a tres hombres. Los síntomas habituales del envenenamiento por veneno de serpiente marina incluyen dolor y rigidez en los músculos, espesamiento de la lengua, parálisis, pérdida visual, inflamación severa del ojo y dilatación de pupilas y, el síntoma más notable de todos, trismo. La contracción de los músculos masticatorios llega a ser tan severa en estos casos que algunas personas fallecidas por el veneno de la serpiente marina llegan a…

Schofield dejó de hablar.

—Léalo —dijo Renshaw en voz baja.

—… a cortarse la lengua con sus propios dientes. —Schofield miró a Renshaw.

Renshaw ladeó la cabeza.

—¿Le parezco un asesino, teniente?

—¿Quién dice que no fue usted quien puso veneno de una serpiente marina en la jeringa hipodérmica? —le replicó Schofield.

—Teniente —dijo Renshaw—. En la estación polar Wilkes, los venenos de las serpientes marinas se guardan en el laboratorio de biotoxinas, que está siempre, siempre, cerrado. Muy pocas personas tienen acceso a ese laboratorio y yo no soy una de ellas.

Schofield recordó el laboratorio de biotoxinas en el nivel B. Recordó la inconfundible señal de peligro biológico en la puerta.

Sin embargo, Schofield también recordó otra cosa.

Recordó lo que Sarah Hensleigh le había dicho con anterioridad: «Antes de que todo esto ocurriera, trabajaba con Ben Austin en el laboratorio de biotoxinas del nivel B. Él trabajaba en un antídoto para el veneno de la
Enhydrina schistosa
».

Schofield descartó ese pensamiento.

No. No era posible.

Se volvió hacia Renshaw.

—Entonces, ¿quién cree que mató a Bernie Olson?

—Qué sé yo, alguien que tuviera acceso al laboratorio de biotoxinas, claro —dijo Renshaw—. Eso reduce las opciones a Ben Austin, Harry Cox o Sarah Hensleigh.

Sarah Hensleigh…

Schofield dijo:

—¿Por qué alguno de ellos habría querido matar a Olson?

—No lo sé —dijo Renshaw—. No tengo ni idea.

—Por lo que sé, ninguno de ellos tenía un motivo para matar a Olson.

—Cierto.

—Pero usted sí tenía un motivo —dijo Schofield—. Olson le estaba robando su investigación.

—Lo que me convierte en la persona perfecta a quien tender una trampa, ¿no le parece? —dijo Renshaw.

Schofield dijo:

—Pero, si alguien hubiese querido tenderle una trampa, habrían usado un líquido limpiador para matar a Olson. ¿Por qué tomarse la molestia de emplear veneno de serpiente marina?

—Interesante reflexión —dijo Renshaw—. Interesante reflexión. Pero, si lee este libro, verá que un limpiador de sumideros tiene una tasa de mortalidad del cincuenta y nueve por ciento, mientras que la del veneno de la serpiente marina es del noventa y ocho por ciento. Quienquiera que matara a Olson quería asegurarse de que muriera. Por eso usaron veneno de serpiente marina. No querían que se recuperara.

Schofield frunció el ceño.

A continuación dijo:

—Hábleme de Sarah Hensleigh.

—¿Qué quiere saber?

—¿Se llevan bien? ¿Le cae bien? ¿A ella le cae usted bien?

—No, no y no.

Schofield dijo:

—¿Por qué no le cae bien?

—¿De verdad quiere saberlo? —Renshaw suspiró. Apartó la vista—. Porque se casó con mi mejor amigo (que, por cierto, también era mi jefe) y ella no lo amaba.

—¿Quién era? —preguntó Schofield.

—Un hombre llamado Brian Hensleigh. Era el profesor al frente del departamento de geofísica en Harvard antes de morir.

Schofield recordó lo que Kirsty le había contado de su padre. Que le había enseñado matemáticas avanzadas. Que había muerto recientemente.

—Murió en un accidente de coche, ¿verdad?

—Así es —dijo Renshaw—. Un conductor ebrio se subió a la acera y lo mató. —Renshaw alzó la vista y miró a Schofield—. ¿Cómo lo sabe?

—Kirsty me lo contó.

—Kirsty se lo contó. —Renshaw asintió lentamente—. Es una buena niña, teniente. ¿Le contó que es mi ahijada?

—No.

—Cuando nació, Brian me pidió que fuera su padrino, ya sabe, por si le ocurría algo. Su madre, Mary-Anne, murió de cáncer cuando Kirsty tenía siete años.

Schofield dijo:

—Un segundo. ¿La madre de Kirsty murió cuando ella tenía siete años?

—Sí.

—Entonces, ¿Sarah Hensleigh no es la madre de Kirsty?

—Eso es —dijo Renshaw—. Sarah Hensleigh fue la segunda mujer de Brian. Sarah Hensleigh es la madrastra de Kirsty.

De repente, todo comenzó a tener sentido para Schofield. Por qué Kirsty apenas hablaba con Sarah. Por qué se aislaba en su mundo cada vez que estaba cerca de ella. Era la respuesta natural de una niña a la que no le gustaba su madrastra.

—No sé por qué Brian se casó con ella —dijo Renshaw—. Sé que se sentía solo y, bueno, Sarah es atractiva y mostró un descarado y obvio interés por él. Pero es ambiciosa. Muy ambiciosa. Puede verse en sus ojos. Solo quería su nombre, quería conocer a la gente con la que él trabajaba. No lo quería a él. Y lo último que quería era a su hija.

Renshaw rió con tristeza.

—Y entonces ese conductor borracho se sube a la acera y mata a Brian y, de una sentada, Sarah pierde a Brian y se queda con la niña que nunca quiso.

Schofield le preguntó:

—Entonces, ¿por qué a ella no le cae bien usted?

Renshaw rió de nuevo.

—Porque le dije a Brian que no se casara con ella.

Schofield negó con la cabeza. Sin duda habían pasado muchas cosas en la estación polar Wilkes antes de que sus marines y él llegaran. Muchas más de las que podría parecer a simple vista.

—¿Están listas las boquillas? —preguntó Schofield.

—Todo listo.

—Seguiremos con esta conversación —dijo Schofield. Se puso en pie y comenzó a ponerse una de las botellas.

—Espere un segundo —dijo Renshaw poniéndose en pie—. ¿Va a volver allí ahora? ¿Y si lo matan? Nadie creerá mi historia.

—¿Quién ha dicho que yo crea su historia? —dijo Schofield.

—La cree. Sé que la cree.

—Entonces será mejor que venga conmigo. Para asegurarse de que no me maten —dijo Schofield. Se dirigió a la ventana y miró por ella.

Renshaw palideció.

—De acuerdo, de acuerdo. Parémonos un segundo a pensar. ¿Ha tenido en cuenta que ahí abajo hay orcas? Por no hablar de esa especie de foca que mata orcas…

Pero Schofield no le estaba escuchando. Estaba mirando a través de la ventana. En la distancia, hacia el sudoeste (en la parte superior de uno de los acantilados cercanos) vio un destello verde, leve e intermitente.
Flas-flas. Flas-flas
. Era la luz verde situada en la parte superior de la antena de transmisión de la estación polar Wilkes.

—Señor Renshaw, voy a volver allí… con o sin usted, independientemente de lo que me encuentre por el camino. —Schofield se volvió para mirarlo—. Vamos. Es hora de recuperar la estación polar Wilkes.

Envueltos en dos capas de enormes trajes de buceo de la década de los sesenta, Schofield y Renshaw bucearon a través del gélido silencio de las aguas, respirando con ayuda de las botellas de treinta años de antigüedad.

Ambos llevaban un cable de acero atado alrededor de la cintura. El cable se extendía hasta el carrete cilíndrico que Schofield había encontrado en la estación Little America IV, a cerca de kilómetro y medio al noroeste de la estación polar Wilkes. Se trataba de una medida de precaución, por si alguno de ellos se perdía o se separaba y tenía que regresar a la estación.

Schofield portaba un fusil lanzaarpones que había encontrado en la estación Little America.

El agua que les rodeaba fue tornándose cristalina conforme descendieron bajo la plataforma de hielo costera hasta un bosque de estalactitas irregulares.

El plan de Schofield era nadar bajo la plataforma de hielo, dependiendo de la profundidad que tuviera, y subir hasta el interior de la estación polar Wilkes. En la estación Little America había logrado orientarse por la posición de la luz verde situada en la parte superior de la antena de transmisión de la estación. Schofield supuso que si Renshaw y él podían nadar en la dirección de la luz, una vez se metieran bajo la plataforma de hielo, podrían llegar hasta el tanque de la base de la estación.

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