Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Todo esto resulta muy doloroso —dijo Glokta—, pero el dolor se puede sobrellevar si se sabe que no durará mucho. Que no durará, pongamos por caso, más allá del amanecer. Si de verdad se quiere quebrar rápidamente la voluntad de un hombre, lo mejor es amenazarle con privarle de algo. Con hacerle un daño irreversible. Nadie lo sabe mejor que yo.
—¡Aaargh! —aulló el embajador lanzándose hacia delante en la silla. Severard limpió la hoja del cuchillo en el hombro de la toga blanca del prisionero y luego arrojó la oreja sobre la mesa. El triste semicírculo de carne sanguinolenta yacía abandonado sobre la superficie de madera. Glokta lo miró.
En una celda sofocante como ésta, a lo largo de varios meses, los servidores del Emperador se afanaron por convertirme en la repugnante caricatura de hombre que soy ahora. Cualquiera habría pensado que la oportunidad de hacer otro tanto a uno de ellos, la oportunidad de cobrarme venganza, gramo agramo, sería suficiente para proporcionarme al menos un leve atisbo de placer
. Y, sin embargo, no sentía nada.
Nada excepto mi propio dolor
. Estiró la pierna y contrajo el rostro al sentir el chasquido de la rodilla, luego expulsó una bocanada de aire a través de sus encías desnudas.
Entonces, ¿por qué lo hago?
Glokta exhaló un suspiro.
—Luego será un dedo del pie. Luego otro de la mano. Después un ojo, una mano, la nariz, y así sucesivamente, ¿se da cuenta? Pasará al menos una hora hasta que le echen en falta, y aquí trabajamos rápido —Glokta señaló con la cabeza la oreja amputada—. Para entonces es muy posible que tengamos amontonada sobre la mesa una pila de carne de medio metro de alto. Si hace falta le iré escarbando el cuerpo hasta dejarlo reducido a una lengua y un saco de entrañas, pero puede estar seguro de que voy a averiguar quién es ese traidor. ¿Y bien? ¿Sabe ya algo más?
El embajador clavó su mirada en él. Respiraba entrecortadamente y la sangre oscura corría por su magnífica nariz, resbalaba por su barbilla, goteaba por uno de los lados de su cabeza.
¿Se ha quedado mudo de espanto o se está pensando su próxima estratagema? Poco importa
.
—Me aburro. Frost, empezaremos por las manos —el albino agarró la muñeca del prisionero.
—¡Espere! —gimió el embajador—. ¡Por Dios todopoderoso, espere! ¡Fue Vurms, Korsten dan Vurms, el hijo del gobernador!
Vurms. Casi demasiado obvio. Claro que, con frecuencia, las respuestas más obvias son las más acertadas. Ese maldito cabrón sería capaz de vender a su propio padre, si pensara que iba a poder encontrar comprador.
—¡Y también la mujer, Eider!
Glokta frunció el ceño.
—¿Eider? ¿Está seguro?
—¡Fue ella quien lo planeó! ¡Todo fue idea suya! —Glokta se chupó lentamente las encías. Tenían un regusto amargo.
¿Un horrible sentimiento de decepción o la horrible sensación de que en el fondo siempre lo había intuido? En todo momento ha sido la única persona con el cerebro, los redaños y los recursos para llevar a efecto la traición. Una pena. Pero ya se sabe que los finales felices no existen
.
—Eider y Vurms —masculló Glokta—. Vurms y Eider. Nuestro pequeño y sórdido misterio ha llegado a su conclusión —alzó la vista y miró a Frost—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
La colina, un cono redondo y achatado, que podría haber pasado por una obra humana, surgía del mar de hierba. Resultaba extraña la presencia de aquel gran montículo en medio de la monotonía de la llanura. A Ferro le daba mala espina.
Unos bloques de piedra erosionada formaban un tosco círculo en la cima y esparcidas por las laderas se veían varias piedras más, enhiestas algunas y otras tumbadas de lado; las más pequeñas apenas llegarían a la altura de las rodillas, las más grandes doblaban la altura de un hombre. Piedras oscuras y peladas que se erguían desafiando el embate del viento. Ferro las contemplaba con el ceño fruncido.
Y las piedras parecían mirarla a ella con idéntica expresión.
—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó Nuevededos.
Quai se encogió de hombros.
—Un lugar antiguo, terriblemente antiguo. Más antiguo que el mismísimo Imperio. Anterior a los tiempos de Euz, tal vez de cuando los demonios vagaban libres por la tierra —el aprendiz sonrió—. No me extrañaría que hubieran sido los propios demonios quienes lo levantaron. ¿Quién sabe lo que será? ¿Un templo dedicado a unos dioses olvidados? ¿Una tumba?
—Nuestra tumba —dijo Ferro en voz baja.
—¿Qué?
—Un buen lugar para hacer una parada —añadió Ferro alzando la voz—. Así podremos otear la llanura.
Nuevededos miró la colina con gesto ceñudo.
—Está bien. Paramos.
Ferro estaba de pie sobre una de las piedras oteando la llanura con los brazos en jarras. El viento azotaba la hierba ondulándola como si fueran las olas del mar. También azotaba las colosales nubes: retorciéndolas, desgarrándolas, arrastrándolas por el cielo. A Ferro le fustigaba la cara, le pellizcaba los ojos, pero ella lo ignoraba.
El maldito viento, como siempre.
A su lado se encontraba Nuevededos, contemplando el sol mortecino con los ojos entrecerrados.
—¿Se ve algo?
—Nos siguen —estaban muy lejos, pero los veía. Unos puntos diminutos en lontananza. Diminutos jinetes en un mar de hierba.
Nuevededos torció el gesto.
—¿Estás segura?
—Sí. ¿Te sorprende?
—No —dejó de mirar hacia arriba y se restregó los ojos—. Las malas noticias nunca son una sorpresa. Sólo una decepción.
—Yo cuento trece.
—¿Puedes contarlos? Yo ni siquiera los veo. ¿Vienen hacia nosotros?
Ferro alzó los brazos.
—¿Qué más hay aquí? Tal vez el cabrón sonriente de Finnius haya encontrado más amigos.
—Mierda —Logen bajó la vista para mirar al carro, que estaba aparcado a los pies de la colina—. No podemos dejarlos detrás de nosotros.
—No —Ferro frunció los labios—. Podrías consultar a los espíritus para pedirles su opinión.
—¿Qué iban a decirnos? ¿Que lo tenemos jodido? —durante un instante permanecieron en silencio—. Lo mejor será esperarlos y hacerles frente aquí. Vamos a subir el carro a la cima. Al menos tenemos una colina y unas cuantas rocas para parapetarnos.
—Lo mismo estaba pensando yo. Nos dará algo de tiempo para preparar el terreno.
—Muy bien. Manos a la obra.
La punta de la pala se hincó en el suelo con el característico ruido que produce el metal al raspar la tierra. Un sonido que le era muy familiar. Cavar hoyos, cavar tumbas. ¿Qué diferencia había?
Ferro había cavado tumbas para todo tipo de gentes. Compañeros, o lo más parecido que había tenido a unos compañeros. Amigos, o lo más parecido que había tenido a unos amigos. Uno o dos amantes, por llamarlos de alguna manera. Bandoleros, asesinos, esclavos. Cualquiera que odiara a los gurkos. Cualquiera que se escondiera en las Estepas, por la razón que fuera.
Paletada arriba, paletada abajo.
Cuando el combate acaba, si sigues con vida, te pones a cavar. Se colocan los cuerpos en fila. Se cava una hilera de tumbas. Tumbas para los camaradas caídos. Tus camaradas acribillados, desmembrados, destrozados. Cavas todo lo hondo que te apetezca, los tiras dentro, los cubres de tierra, ellos se pudren, tú los olvidas y sigues adelante, sola. Siempre es así.
Pero allí, en aquella extraña colina en medio de aquel extraño país, aún había tiempo. Aún había una posibilidad de que sus camaradas siguieran con vida. Ésa era la diferencia, y, a pesar de todo su desprecio, a pesar de toda su furia y su desdén, se aferraba a ella con la misma fuerza desesperada con que aferraba la pala.
Qué extraño que nunca se pierda la esperanza.
—Cavas muy bien —dijo Nuevededos. Ferro entrecerró los ojos y miró la figura que se alzaba sobre ella al borde del hoyo.
—Tengo mucha práctica —dejó la pala hincada en la tierra, plantó las manos en los lados del hoyo y salió de un salto. Luego se sentó en el borde con las piernas colgando. El sudor le pegaba la camisa al cuerpo y le chorreaba por la cara. Se limpió la frente con su mano sucia. Logen le pasó el odre del agua y ella lo cogió y le quitó el tapón con los dientes.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
Ferro echó un trago, se enjuagó la boca y luego escupió el agua.
—Depende del ritmo que lleven —se volvió a echar el odre a la boca y está vez tragó el agua—. Ahora vienen a buen ritmo. Si lo mantienen, los tendremos aquí bien entrada la noche, o si no mañana al amanecer —y le devolvió el odre.
—Mañana al amanecer —Nuevededos volvió a poner lentamente el tapón—. Trece, dices, ¿eh?
—Trece.
—Y nosotros somos cuatro.
—Cinco, si el Navegante echa una mano.
Nuevededos se rascó la mandíbula.
—Es poco probable.
—¿El aprendiz sabe combatir?
Nuevededos hizo una mueca de dolor.
—No mucho.
—¿Y qué me dices de Luthar?
—Me sorprendería que alguna vez hubiera dado un puñetazo con verdadera furia, y no digamos ya una estocada.
Ferro asintió moviendo la cabeza.
—Trece contra dos, entonces.
—Mal asunto.
—Muy malo.
Logen respiró hondo y contempló el fondo del hoyo.
—Si se te pasa por la cabeza la idea de escapar, no te lo echaré en cara.
—Hummm —replicó Ferro con desdén. Era extraño, pero ni siquiera había pensado en ello—. Me quedo. A ver qué ocurre.
—Vale. Muy bien. Mentiría si dijera que no te necesito.
El viento susurraba entre la hierba y suspiraba entre las piedras. En un momento así, suponía Ferro, había que decir ciertas cosas, pero no sabía muy bien el qué. Siempre había sido una persona parca en palabras.
—Una cosa. Si muero, tú me entierras —y le tendió la mano—. ¿Trato hecho?
Logen, sorprendido, alzó una ceja.
—Trato hecho —Ferro se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no tocaba a una persona sin la intención de hacerle daño.
Fue una sensación extraña: la otra mano agarró la suya, la rodeó firmemente con los dedos y las dos palmas se apretaron. Una sensación cálida. Logen asintió con la cabeza. Ella le imitó. Y luego se soltaron.
—¿Y si morimos los dos? —dijo él.
Ferro se encogió de hombros.
—Entonces ya se ocuparán los cuervos de dejarnos limpios. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay?
—No mucha —musitó Logen mientras comenzaba a bajar por la ladera—. No mucha.
Desde un promontorio que se alzaba sobre el río Cumnur, apostado junto a un grupo de árboles raquíticos que azotaba el viento cortante, West veía cómo avanzaba la larga columna. O, para ser más exactos, veía cómo no avanzaba.
Los prietos escuadrones de la Guardia Real que encabezaban el ejército del Príncipe Ladisla marchaban a buen paso. Se les reconocía por sus armaduras, que relucían cada vez que los pálidos rayos del sol conseguían atravesar las deshilachadas nubes, por los coloridos uniformes de los oficiales, por los estandartes rojo y gualda que ondeaban al frente de cada compañía. Ya habían cruzado el río y estaban formados en perfecto orden, en vivo contraste con el caos que reinaba al otro lado.
Aliviadas de poder dejar por fin atrás el lastimoso campamento, las levas se habían mostrado muy animosas cuando se pusieron en marcha a primeras horas de la mañana, pero apenas había transcurrido una hora cuando los más viejos o los peor calzados, primero un hombre acá y luego otro allá, empezaron a rezagarse y la columna acabó por desordenarse. Los hombres resbalaban y daban traspiés mientras avanzaban por el barrizal semicongelado profiriendo maldiciones, apartando a empujones a sus vecinos, pisando las botas de los compañeros que marchaban delante. Los batallones se habían retorcido y estirado tanto que las prietas formaciones se habían convertido en unas masas amorfas que se fundían con las unidades de delante y de detrás. Cuando un grupo de hombres se apresuraba a avanzar, el siguiente se quedaba parado, de tal modo que la columna se movía siguiendo un ritmo ondulante similar al de los anillos de una monstruosa e inmunda lombriz.
Tan pronto como llegaron al puente, toda apariencia de orden desapareció por completo. Fatigadas y malhumoradas, las informes compañías trataban de abrirse paso por el reducido espacio entre gruñidos y codazos. Entretanto, los que aguardaban detrás, impacientes por cruzar al otro lado, donde al fin podrían descansar, presionaban cada vez con más fuerza, ralentizando aún más la operación con el peso de sus cuerpos. Luego, un carromato, que en cualquier caso no tenía allí ninguna utilidad, se había quedado sin una rueda en medio del puente, y el lento fluir de los hombres había quedado reducido a un simple goteo. Al parecer, nadie sabía cómo quitarlo de en medio, o a quién había que llamar para que lo reparara, en vista de lo cual habían optado por treparlo o por deslizarse por un lado, entorpeciendo el avance de los millares de soldados que venían detrás.
En el barrizal que había en el lado de la rauda corriente en que se encontraba West, se había formado un apelotonamiento de dimensiones monumentales. Los hombres gruñían mientras trataban de abrirse paso a empujones, rodeados de oficiales vociferantes y de un amontonamiento de desperdicios y pertrechos abandonados que crecía a ojos vistas. Detrás de ellos, la gran serpiente de desarrapados proseguía con su espástico avance, añadiendo cada vez más soldados al caos que se había formado delante del puente. No parecía que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza la idea de detenerlos, y menos aún que lo hubiera conseguido.
Todo ello con las tropas formadas en columna, sin sufrir el acoso del enemigo y pudiendo marchar por un camino medianamente decente. Sólo de pensar lo que sería hacerlos maniobrar en formación de combate en medio de un bosque o por terreno accidentado, West se echaba a temblar. Cerró sus ojos fatigados y se los restregó con los dedos, pero cuando volvió a abrirlos aquel espectáculo, hilarante y horripilante a un tiempo, seguía ahí. No sabía si reír o llorar.
A su espalda oyó el retumbar de los cascos de un caballo que se acercaba. Lo montaba la corpulenta y musculosa figura del teniente Jalenhorn. Un hombre de escasa imaginación, tal vez, pero un gran jinete y una persona en la que se podía confiar. Una buena elección para la misión que West tenía en mente.
—El teniente Jalenhorn a sus órdenes, señor —el grandullón se giró sobre su silla y miró en dirección al río—. Parece que están teniendo problemas en el puente.