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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (90 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Silencio.

Miró de reojo y vio que Nuevededos contemplaba con gesto ceñudo la pálida espuma que flotaba sobre las oscuras aguas, como si ésa no fuera la respuesta que se había esperado. No habría sido difícil cambiarla por otra. «Iré donde tú vayas», podría haber dicho ¿Habría salido alguien perjudicado por ello? Nadie. Y ella menos que nadie. Pero a Ferro no le salía de dentro ponerse en sus manos de esa manera. Ahora que había llegado el momento, sentía que entre los dos se alzaba un muro invisible. Un muro que no se podía cruzar.

En realidad, siempre había estado ahí.

Todo lo que alcanzó a decir fue:

—¿Y tú?

Con semblante enojado, mordiéndose el labio, Nuevededos pareció pensárselo unos instantes.

—Creo que volveré al Norte —lo dijo en un tono apagado, sin tan siquiera mirarla—. Tengo algunos trabajos pendientes de los que nunca debería haberme olvidado. Oscuros trabajos que uno tiene que hacer. Sí, creo que iré para allá. De vuelta al Norte, para saldar cuentas.

Ferro torció el gesto. ¿Saldar cuentas? Quién fue el que dijo que no se podía vivir sólo para vengarse. ¿Y ahora resultaba que lo que quería era saldar cuentas? Cabrón mentiroso.

—Cuentas —bufó—. Bien.

La palabra le dejó en los labios un regusto tan punzante como el de la sal.

Nuevededos se la quedó mirando a los ojos durante un rato. Abrió la boca como si fuera a decir algo, y así se quedó, con una palabra a medio formar entre los labios y una mano adelantada un poco hacia ella.

Luego pareció venirse abajo y, encajando la mandíbula, le dio la espalda y se apoyó en la baranda.

—Bien.

Y de esa forma tan sencilla todo acabó entre ellos.

Mientras se apartaba de él, Ferro torció el gesto. Luego cerró los puños y sintió cómo las uñas se le clavaban con furia en las palmas de las manos. Se maldijo amargamente a sí misma. ¿Por qué no había sido capaz de decir otra cosa? Bastaba un soplo de aire y poner en los labios una forma distinta para que todo cambiara. Habría sido tan fácil...

Sólo que a Ferro eso no le salía de dentro, y sabía que nunca le saldría. Los gurkos habían aniquilado esa parte de su persona, en un lugar muy lejano, hacía ya mucho tiempo, y la habían dejado muerta por dentro. Había sido una tonta al concebir esperanzas, en el fondo siempre lo había sabido.

Las esperanzas son para los débiles.

De vuelta al barro

El Sabueso y Dow, Tul y Hosco, West y Pike. Los seis formaban un círculo y contemplaban dos montones de fría tierra. Abajo, en el valle, los soldados de la Unión se afanaban en enterrar a sus propios muertos. El Sabueso lo había estado viendo. Los había a centenares y los iban metiendo en hoyos de doce en doce. El día, en su conjunto, había sido malo para los hombres y bueno para la tierra. Siempre es así después de una batalla. La tierra es la única que sale ganando.

Un poco más allá, entre los árboles, Escalofríos y sus Caris, con las cabezas agachadas, enterraban a los suyos. Doce de ellos ya estaban bajo tierra, tres más se encontraban gravemente heridos, y con toda probabilidad irían a hacerlos compañía antes de que acabara la semana, y otro, que había perdido una mano, tal vez viviera o tal vez no, dependiendo de la suerte. Lo malo es que la suerte no les estaba sonriendo mucho últimamente. Casi habían perdido a la mitad de los suyos en un solo día de trabajo. Habían demostrado poseer mucho valor al decidir seguir allí a pesar de todo. El Sabueso oía algo de lo que decían. Palabras tristes y orgullosas, en memoria de los caídos. Los buenos hombres que habían sido, lo bien que habían combatido, lo mucho que los iban a echar en falta. Siempre es así después de una batalla. Hay que decir unas palabras en memoria de los muertos.

El Sabueso tragó saliva y volvió a mirar la tierra recién excavada. Duro trabajo ese de cavar bajo el frío en un suelo endurecido por el hielo. Aunque siempre es mejor ser el que excava que el que va a ser enterrado, eso es lo que habría dicho Logen, y el Sabueso suponía que tenía razón. Acababa de enterrar a dos personas, y, con ellas, a dos partes de él mismo. Debajo de uno de los montones, bien honda, estaba Cathil, estirada, pálida, fría; nunca más volvería a saber lo que es sentir calor. No lejos de ella, Tresárboles, con su escudo roto sobre las rodillas y la espada empuñada en una mano. Dos esperanzas distintas a las que el Sabueso acababa de dar tierra: una esperanza de futuro y una esperanza del pasado. Esperanzas truncadas, que ya nunca se cumplirían y que dejaban un profundo hueco en su interior. Así es siempre después de una batalla. Las esperanzas vuelven al barro.

—Enterrados donde murieron —dijo en voz baja Tul—. Es lo apropiado. Está bien que sea así.

—¿Bien? —ladró Dow, lanzando una mirada iracunda a West—. ¿Bien, dices? ¿El lugar más seguro de toda la batalla? ¿El lugar más seguro, no es eso lo que nos dijiste? —West tragó saliva y bajó la cabeza, abochornado.

—Déjalo, Dow —dijo Tul—. Ya eres lo bastante mayor para echarle la culpa a él o a cualquier otro. Las batallas son así. La gente muere. Tresárboles lo sabía, pocos mejor que él.

—Podríamos haber estado en otro sitio —refunfuñó Dow.

—Podríamos —dijo el Sabueso—, pero no lo estábamos y punto. Se puede cambiar eso, ¿eh? Tresárboles ha muerto, la chica ha muerto, y eso ya es bastante duro. Así que no empeores las cosas.

Los puños de Dow se cerraron con fuerza y respiró hondo como si se dispusiera a pegar un grito. Pero, en lugar de eso, soltó el aire de golpe, sus hombros se desplomaron y agachó la cabeza.

—Tienes razón. Ya no se puede hacer nada.

El Sabueso dio un toque a Pike en el brazo.

—¿Quiere decir unas palabras sobre ella? —el hombre del rostro abrasado le miró y dijo que no con la cabeza. No debía de tener muchas ganas de hablar, y el Sabueso no se lo reprochaba. Tampoco parecía que West estuviera a punto de decir algo, así que se aclaró la garganta, hizo una mueca de dolor al sentir una punzada en las costillas y se dispuso a hablar. Alguien tenía que hacerlo.

—Esta chica a la que enterramos aquí se llamaba Cathil. Mentiría si dijera que la conocía desde hace mucho y esas cosas, pero lo que conocí de ella, a mí al menos... me gustó. No fue mucho. No, no lo fue. Pero lo que está claro es que tenía agallas, creo que todos lo vimos en la marcha hacia el norte. Aguantó el frío, el hambre y todo lo demás sin soltar ni una sola queja. Me habría gustado conocerla mejor. Y esperaba que fuera así, pero, en fin, ya se sabe que casi nunca ocurre lo que uno espera. Aunque no era de los nuestros, murió a nuestro lado, así que creo que todos nos sentimos orgullosos de darle tierra al lado de uno de nosotros.

—Así es —dijo Dow—. Estamos orgullosos de tenerla entre nosotros.

—Cierto —dijo Tul—. La tierra acoge a todos por igual.

El Sabueso asintió con la cabeza, aspiró entrecortadamente una bocanada de aire y luego la expulsó.

—¿Alguien quiere decir algo sobre Tresárboles?

Dow se estremeció, clavó la mirada en sus botas y se puso a moverlas revolviendo la tierra. Tul alzó la vista al cielo y empezó a pestañear como si se le hubiera metido una mota en los ojos. El Sabueso estaba a un tris de romper a llorar. Sabía que si tenía que pronunciar una sola palabra más se pondría a berrear como un mocoso. Tresárboles habría sabido qué decir, pero ése era precisamente el problema: ya no podían contar con él. No parecía haber nadie capaz de pronunciar unas palabras. Y, entonces, Hosco dio un paso adelante.

—Rudd Tresárboles —dijo volviendo la cabeza hacia ellos y mirándolos a todos de uno en uno—. La Roca de Uffrith le llamaban. No ha habido un nombre más grande en todo el Norte. Gran guerrero. Gran jefe. Gran amigo. Su vida fue una batalla constante. Se enfrentó cara a cara al Sanguinario y luego luchó codo con codo con él. Nunca tomó el camino más fácil, si pensó que no era lo correcto. Nunca rehusó entrar en combate, si pensó que era el momento de luchar. Yo estuve a su lado, caminé a su lado y combatí a su lado durante diez años, por todo el Norte —de pronto, su semblante se quebró con una sonrisa—. Y no tengo ninguna queja.

—Bien dicho, Hosco —dijo Dow mirando la fría tierra—. Bien dicho.

—Nunca volverá a haber nadie como Tresárboles —murmuró Tul frotándose los ojos como si se le hubiera metido algo dentro.

—Cierto —apostilló el Sabueso. No le salía nada más.

West se dio la vuelta y, sin decir palabra, se alejó caminando pesadamente entre los árboles con los hombros caídos. El Sabueso vio cómo se le tensaban los músculos de las sienes. Seguramente estaría echándose la culpa. El Sabueso sabía por experiencia que a muchos hombres les gusta hacerlo cuando alguien muere, y West parecía ser uno de ésos. Pike le siguió, y los dos hombres se cruzaron con Escalofríos, que venía en dirección contraria.

Al llegar junto a las tumbas, se detuvo, las miró con gesto ceñudo, con el pelo colgando sobre su cara, y luego alzó la vista.

—No quisiera parecer irrespetuoso. En absoluto. Pero necesitamos un nuevo jefe.

—Acabamos de echarle la tierra encima —bufó Dow dirigiéndole una mirada iracunda.

Escalofríos alzó las manos.

—Por eso mismo creo que es el mejor momento para hablarlo. Conviene dejar las cosas claras. Mis muchachos, para qué negarlo, andan un poco revueltos. Han perdido varios amigos y han perdido a Tresárboles; necesitan alguien que los guíe. ¿Quién va a ser?

El Sabueso se frotó la cara. Ni se le había pasado por la cabeza y la verdad es que no sabía qué pensar. Tul Duru, Cabeza de Trueno, y Dow el Negro eran dos guerreros duros y de renombre, los dos habían mandado hombres con anterioridad, y muy bien además. El Sabueso los miró. Allí estaban, de pie, mirándose el uno al otro con el gesto torcido.

—Me da igual cuál de los dos sea —dijo—. Seguiré a cualquiera de los dos. Pero está claro que tiene que ser uno de vosotros dos.

Tul lanzó una mirada asesina a Dow, y Dow se la devolvió.

—Yo no puedo seguirle a él —retumbó Tul—, y él no me seguirá a mí.

—Así es —bufó Dow—. Ya lo hemos hablado. No funcionaría.

Tul negó con la cabeza.

—Por eso no podemos ser ninguno de los dos.

—No —dijo Dow —. No podemos ser ninguno de los dos —luego sorbió entre dientes, se arrancó un gargajo y lo escupió al suelo—. Así que tienes que ser tú, Sabueso.

—¿Así que qué? —dijo el Sabueso mirándole con los ojos como platos.

Tul asintió.

—Tú eres el jefe. Ya lo hemos acordado.

—Ajá —apostilló Hosco sin molestarse siquiera en levantar la vista.

El Sabueso hizo una mueca de dolor. Estaba esperando que Escalofríos dijera: «¿Cómo? ¿El, el jefe?». Estaba esperando que todos se pusieran a reír y le dijeran que era una broma. ¿Dow el Negro, Tul Duru Cabeza de Trueno y Hosco Harding, por no hablar de dos docenas de Caris, todos haciendo lo que él dijera? Era la idea más estúpida que había oído en su vida. Pero Escalofríos no se reía.

—Me parece una buena elección. Creo que puedo hablar por mis muchachos y la verdad es que eso mismo era lo que yo iba a sugerir. Voy a comunicárselo —se dio la vuelta y se alejó entre los árboles, seguido por la mirada estupefacta del Sabueso.

—¿Pero y los otros? —bufó una vez que Escalofríos estuvo demasiado lejos para poder oírle, a la vez que torcía el gesto al sentir una punzada en las costillas—. ¡Ahí hay veinte Caris y encima andan revueltos! ¡Necesitan seguir a alguien que tenga un nombre!

—Tú tienes un nombre —dijo Tul—. Viniste desde el otro lado de las montañas con Nuevededos, luchaste un montón de años con Bethod. No queda nadie que tenga un nombre mejor que el tuyo. Has visto más batallas que cualquiera de nosotros.

—Verlas, tal vez.

—Tienes que ser tú y punto —dijo Dow—. Que no eres el más grande guerrero que ha existido desde los tiempos de Skarling, bueno, ¿y qué? Tienes las manos lo bastante manchadas de sangre para que alguien como yo te siga, y no hay ningún explorador vivo que se te pueda comparar. Sabes mandar hombres. Se lo has visto hacer a los mejores. A Nuevededos, a Bethod, a Tresárboles, has estado más cerca de ellos que nadie.

—Pero yo no puedo... quiero decir que... yo no puedo hacer que unos hombres se lancen a la carga, al menos, no como lo hacía Tresárboles...

—Nadie puede hacerlo como él —dijo Tul señalando la tierra con la cabeza—. Pero, por desgracia, Tresárboles ya no es una opción. Ahora tú eres el jefe, y contarás con nuestro apoyo. Si algún hombre se niega a hacer lo que tú le digas, tendrá que mantener una conversación con nosotros.

—Y no será una conversación larga —gruñó Dow.

—Ahora tú eres el jefe —Tul se dio la vuelta y se internó en el bosque.

—Está decidido —y Dow el Negro le siguió.

—Ajá —apostilló Hosco con un encogimiento de hombros mientras seguía a los otros dos.

—Pero... —empezó a decir el Sabueso—. Esperad...

Se habían ido. Bueno, eso quería decir que en efecto era el jefe.

Se quedó parado un rato, parpadeando y sin saber qué pensar. Era la primera vez en su vida que era el jefe. Aunque, a decir verdad, no se sentía muy distinto. No se le habían ocurrido de pronto un montón de ideas. No sabía en absoluto qué tenía que decirles a los hombres que hicieran. Se sentía un perfecto idiota. Más de lo habitual incluso.

Se arrodilló entre las dos tumbas, hundió una mano en la tierra y sintió su tacto frío y húmedo entre los dedos.

—Lo siento, muchacha —murmuró—. No te merecías esto —agarró un terrón y lo estrujó con la mano—. Adiós, Tresárboles. Procuraré hacer siempre lo que tú habrías hecho. De vuelta al barro, viejo amigo.

Luego se levantó, se limpió la mano en la camisa y emprendió la marcha, dirigiéndose hacia donde estaban los vivos y dejándolos a los dos ahí atrás en la tierra.

Agradecimientos

A cuatro personas sin las cuales...

A Bren Abercrombie, que se fatigó los ojos leyéndola.

A Nick Abercrombie, que se fatigó los oídos oyendo hablar de ella.

A Rob Abercrombie, que se fatigó los dedos pasando sus páginas.

A Lou Abercrombie, que se fatigó los brazos sosteniéndome.

Y también...

A John Weir, por hacer correr la palabra.

A Simón Spanton, por no ensañarse conmigo.

Y como olvidar a...

A Gillian Redfearn, que no sólo lo hizo posible, sino que hizo que fuera mejor.

Fin

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